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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (40 page)

Unas vigorosas manos me lanzaron en el aire, lo suficientemente alto para notar la brisa que me revolvía el pelo, y al bajar la vista y contemplar la hoguera que ardía en el suelo, su calor abrasador me chamuscó el rostro, el pecho y los brazos.

Caí por el aire agitando las piernas y los brazos como un pelele, engullido por el calor y el fragor de las infernales llamas color naranja. «¡Voy a morir!», pensé, suponiendo que pensara algo, pero creo que lo único que sentí fue pánico, rindiéndome ante el inenarrable tormento que me aguardaba.

Unas manos me rescataron del montón de leña que ardía debajo de mí. Me arrastraron por el suelo. Unos pies pisotearon mis ropas para apagar las llamas. Me arrancaron la camisa que estaba ardiendo. Me asfixiaba. Sentí que me dolía todo el cuerpo, el dolor atroz de la carne quemada, y cerré los ojos en un deliberado intento de perder el conocimiento y evadirme de aquella tortura. «Ven, maestro, ven a buscarme si existe un paraíso para nosotros.» Imaginé a Marius abrasado, un esqueleto calcinado, pero éste tendió los brazos para abrazarme.

Al abrir los ojos, vi a un extraño junto a mí. Yo yacía sobre la húmeda Madre Tierra, gracias a Dios; mis manos, rostro y pelo chamuscados aún humeaban. El extraño era alto, de complexión atlética, moreno.

El extraño alzó sus manos fuertes, blancas, de nudillos gruesos, y se quitó la capucha, mostrando una espesa mata de pelo negro. Tenía los ojos grandes, con el blanco perlado y las pupilas negras como el azabache. Era un vampiro, al igual que los demás, pero de una belleza y una presencia extraordinarias. Me miró como si estuviera más interesado en mí que en sí mismo, aunque se sabía el centro de todas las miradas.

Sentí un pequeño estremecimiento de gratitud, de que aquel extraño con esos ojos y esa boca sensual en forma de arco de Cupido, poseyera una razón humana.

—¿Estás dispuesto a servir a Dios? —me preguntó. Tenía una voz culta y afable, y sus ojos no expresaban mofa—. Responde, ¿estás dispuesto a servir a Dios? En caso contrario, te arrojaremos de nuevo al fuego.

Me dolía todo el cuerpo. No se me ocurrió ningún pensamiento salvo que las palabras que el extraño acababa de pronunciar eran increíbles, no tenían sentido, y por tanto no podía responderle.

En el acto, sus diabólicos ayudantes me alzaron de nuevo, riendo y repitiendo al son del incesante himno:

—¡A la hoguera! ¡A la hoguera!

—¡No! —gritó el cabecilla—. Veo en él un amor puro hacia nuestro Salvador. —Levantó la mano para imponer su autoridad. Los demás se detuvieron, sosteniéndome por las piernas mientras me balanceaba en el aire.

—¿Eres bueno? —murmuré desesperado a la extraña figura—. ¿Cómo es posible? —sollocé.

El extraño se inclinó sobre mí. ¡Qué belleza tan excepcional! Sus carnosos labios formaban un arco de Cupido perfecto, como he dicho, y al aproximar su rostro reparé en el color intenso y natural que poseían, y en la sombra de una barba que sin duda se había afeitado por última vez en su vida de mortal, la cual cubría toda la parte inferior del rostro, confiriéndole la máscara viril de un hombre. Su frente amplia y despejada dejaba traslucir unos huesos blancos que contrastaban con los rizos negros que caían airosamente de sus sienes redondeadas y el pico de viuda situado en el centro de su frente, ofreciendo un espléndido marco a su semblante.

Sus ojos, como me ocurre siempre, fueron lo que más me atrajo, unos ojos grandes, almendrados y luminosos.

—Hijo mío —murmuró el extraño—, ¿estaría yo dispuesto a sufrir estos horrores si no fuera en nombre de Dios?

Mis sollozos se redoblaron.

Ya no temía miedo. El dolor no me importaba. Era un dolor rojo y dorado como las llamas de la hoguera que recorría mi cuerpo como si fuera un líquido, pero aunque lo sentía, no me lastimaba, no me importaba.

Sin protestar, con los ojos cerrados, dejé que me condujeran a través de un pasadizo donde los pasos de quienes me transportaban emitían un suave y quebradizo eco que reverberaba contra el techo bajo y los muros.

Cuando me depositaron en tierra, rodé por el suelo, pero comprobé con tristeza que yacía sobre un nido de harapos en lugar de sentir la humedad y frescura de la Madre Tierra que tanto necesitaba, pero al cabo de unos instantes eso tampoco me importó. Apoyé la mejilla sobre los mugrientos harapos y me sumí en un profundo sueño, como si me hubieran depositado allí para que durmiera. Mi piel abrasada era una parte de mi persona, pero ya no formaba parte de mí. Emití un prolongado suspiro, sabiendo, aunque no articulé esas palabras en mi mente, que mis pobres compañeros habían muerto y se hallaban en lugar seguro. No creí que el fuego los hubiera atormentado durante largo rato. No, sin duda habían sucumbido rápidamente a las llamas y habían volado al cielo como ruiseñores a través de la humareda.

Mis jóvenes compañeros ya no pertenecían a la tierra y nadie podía ya lastimarlos. Todas las cosas nobles que Marius había hecho por ellos, los tutores, los conocimientos que habían adquirido, las lecciones que habían aprendido, las clases de danza, las risas, las canciones, los cuadros que habían pintado, todo había desaparecido, y sus almas habían subido al cielo impulsadas por unas exquisitas alas blancas.

¿Los habría seguido yo? ¿Habría acogido Dios en su dorado y nebuloso cielo el alma de un vampiro? ¿Habría dejado yo atrás los pavorosos cánticos de esos demonios que cantaban en latín para ascender al reino del canto angelical?

¿Por qué permitían esos seres que me rodeaban que yo albergara esos pensamientos? Sin duda eran capaces de adivinar mi pensamiento. Sentí la presencia del cabecilla, el de ojos negros, el poderoso. Quizás estuviéramos solos él y yo en este lugar. Si él pudiera darle algún sentido a esto, si pudiera otorgarle un significado y eliminar su monstruosidad, se convertiría en un santo del Señor. Vi a unos monjes sucios y famélicos en las grutas.

Me tendí boca arriba, regodeándome con el dolor rojo y dorado que me bañaba, y abrí los ojos.

15

Una voz melosa y reconfortante me dijo, dirigiéndose directamente a mí:

—Todas las obras fatuas de tu maestro se han quemado; de sus pinturas no queda sino un montón de cenizas. Que Dios le perdone por utilizar sus dones sublimes no al servicio de Dios sino al servicio del mundo, de la carne, del diablo, sí, del diablo, aunque el diablo sea nuestro abanderado, pues el maligno está orgulloso de nosotros y satisfecho de nuestro dolor; pero Marius sirvió al diablo haciendo caso omiso de los deseos de Dios, y la merced que nos ha concedido Dios permitiendo que en lugar de abrasarnos en las llamas del infierno gobernemos en las sombras de la Tierra.

—Ah —murmuré—, ya comprendo tu retorcida filosofía.

La voz no me reprendió.

Poco a poco, aunque prefería oír sólo esa voz, empecé a ver con más claridad. En la tierra prensada que formaba un techo abovedado sobre mi cabeza distinguí unas calaveras humanas, calcinadas y cubiertas de polvo. Unas calaveras adheridas a la tierra con mortero, de forma que constituían todo el techado, como unas blancas conchas marinas. «Unas conchas de cerebros humanos —pensé—, pues eso es lo que queda, unos caparazones que asoman a través de la tierra prensada, la cúpula que cubre el cerebro y los orificios negros y redondos que antaño eran unos ojos gelatinosos, ágiles como bailarines, atentos, prestos a informar a la mente de los esplendores del mundo.»

Todo el techo estaba cubierto de calaveras, un techo abovedado formado por calaveras; y en el punto donde el techo se unía a los muros aparecía una hilera de huesos del muslo, y debajo unos huesos humanos dispuestos de forma aleatoria, sin orden ni concierto, como piedras trabadas con mortero para construir muros.

Todo estaba repleto de huesos e iluminado con velas. Sí, percibí el olor de las velas, de pura cera de abejas, como las que utilizan los ricos.

—No —dijo la voz con tono pensativo—, más bien la iglesia, pues ésta es la iglesia de Dios, aunque el diablo es nuestro padre prior, el santo fundador de nuestra orden. ¿Por qué no íbamos a utilizar cera de abejas? Es muy típico de un veneciano fatuo y mundano como tú el considerarlo un lujo, confundirlo con la riqueza en la que te has regodeado como un cerdo se revuelca en sus excrementos.

Yo emití una risita.

—Dame otra muestra de tu generosa y estúpida lógica —respondí—. Deduzco que eres el Aquino del diablo. Continúa.

—No te burles de mí —me imploró con tono de sinceridad—. Yo te salvé del fuego. —De no haberlo hecho yo ya estaría muerto.

—¿Quieres morir abrasado?

—No, no deseo sufrir esa suerte, me horroriza pensar en ello, ni se la deseo a nadie. Pero morir, sí.

—¿Y cuál crees que será tu destino si mueres? ¿No es el fuego del infierno cincuenta veces más caliente que el fuego que encendimos para ti y tus amigos? Eres hijo del infierno; te convertiste en ello desde el momento en que el blasfemo de Marius te trasfundió nuestra sangre. Nadie puede remediar esas circunstancias. Vives gracias a una sangre maldita, anómala y grata a Satanás, y grata a Dios porque necesita a Satanás para demostrar su bondad y ofrecer a los seres humanos la opción de ser buenos o malos.

Yo volví a reírme, pero con el máximo respeto.

—Sois muchos —comenté.

Al volver la cabeza, la luz de las numerosas velas que me rodeaban me deslumbró, pero no era una luz desagradable. Las llamas que bailaban sobre las mechas eran muy distintas de las que habían devorado a mis hermanos.

—¿Eran tus hermanos esos mortales arrogantes y consentidos? —preguntó él. Su voz no tembló en ningún momento.

—¿Es posible que creas todas las idioteces que dices? —repliqué, imitando su tono.

Él se rió, emitió una risa discreta y eclesial, como si estuviéramos comentando en voz baja lo absurdo de un sermón. Sin embargo, la sagrada hostia no se hallaba presente como lo habría estado en una iglesia consagrada, de modo que no era necesario bajar la voz.

—Querido —dijo él—, sería muy sencillo torturarte, doblegar tu arrogante mente y convertirte en un instrumento que emite unos incesantes y estrepitosos gritos. Sería facilísimo emparedarte para que tus alaridos no nos turbaran, sino que constituyeran un entretenimiento que aderezara nuestras meditaciones vespertinas. Pero no me gustan esas cosas. Por eso soy un buen servidor del diablo; nunca me han gustado la crueldad y la maldad. Las desprecio, y si contemplara un crucifijo, rompería a llorar como cuando era un hombre mortal.

Cerré los ojos, renunciando a las oscilantes llamas que salpicaban la penumbra. Envié mi poder más fuerte y resistente hacia su mente, pero sólo hallé una puerta cerrada a cal y canto.

—Sí, ésa es la imagen que utilizo para impedirte la entrada. Deplorablemente literal para un infiel inculto. Pero a fin de cuentas tu dedicación a Cristo se alimentó de lo literal y lo ingenuo, ¿no es así? Aquí viene alguien que te trae un regalo que acelerará nuestro acuerdo.

—¿Un acuerdo, señor? ¿A qué te refieres?

Yo también oí al otro. Un hedor intenso y pestilente asaltó mis fosas nasales. No me moví ni abrí los ojos. Escuché al otro emitir esa risa grave y estentórea perfeccionada por los otros que habían cantado el Dies Irae con impecable entonación. Era un hedor insoportable, a carne humana abrasada o algo por el estilo. Me resultó repugnante. Volví la cabeza y traté de contener las náuseas. Podía aguantar el sonido y el dolor, pero no ese olor hediondo. —Un regalo para ti, Amadeo —dijo el otro. Alcé la cabeza y miré a los ojos a un vampiro formado como un joven con el cabello tan rubio que era casi blanco y el cuerpo alto y esbelto de un escandinavo. Sostenía una urna de grandes dimensiones con ambas manos. De repente la volcó.

—¡No, detente! —grité alzando las manos. Sabía lo que era, pero reaccioné demasiado tarde.

Un torrente de cenizas cayó sobre mí. Grité, atragantándome, y me volví. No podía quitármelas de los ojos y la boca.

—Son las cenizas de tus hermanos, Amadeo —dijo el vampiro rubio, emitiendo una estridente carcajada.

Impotente, tendido boca abajo, cubriéndome las sienes con las manos, me estremecí bajo el peso caliente de las cenizas. Por fin rodé por el suelo, me incorporé de rodillas y me levanté de un salto. Al retroceder hacia la pared derribé un candelabro de hierro que sostenía numerosas velas. Las llamitas danzaron ante mi vista nublada, las velas cayeron sobre el lodo con un ruido seco. Yo levanté las manos para protegerme la cara.

—¿Qué ha sido de nuestra exquisita compostura? —preguntó el vampiro escandinavo—. ¿Nos hemos convertido en un querubín llorica? Así era como te llamaba tu maestro, ¿no? ¡Toma! —El vampiro me agarró del brazo y con la otra mano trató de restregarme un puñado de cenizas por el rostro.

—¡Condenado demonio! —grité, enloquecido de furia e indignación. Le agarré la cabeza con ambas manos y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, se la retorcí, partiéndole todos los huesos del cuello. Luego le asesté una patada con el pie derecho.

El vampiro cayó de rodillas, gimiendo, vivo pese a haberle partido el cuello. Pero me juré que no viviría intacto, y tras propinarle otra violenta patada con todo el peso de mi pie derecho, le arranqué la cabeza. La piel se desgarró y desprendió de la carne y la sangre brotó a chorros de la profunda herida. Con un último tirón, le separé la cabeza del tronco por completo.

—¡Tienes un aspecto lamentable! —me mofé, mirándole a los ojos. Las pupilas giraban frenéticamente—. Yo que tú preferiría morir. —Hundí los dedos de la mano izquierda en su pelo. Me volví en busca de una vela, tomé una con la mano derecha, la arranqué del candelero y se la hundí en las cuencas de los ojos una y otra vez hasta cegarlo.

»Ah, de modo que también puede hacerse de este modo —comenté, alzando la vista y parpadeando porque el resplandor de las velas me deslumbraba.

Poco a poco conseguí distinguir su figura. Su pelo negro y espeso le caía en unos bucles enmarañados sobre los hombros. Iba vestido con una amplia y larga toga negra que rozaba las patas del taburete sobre el que estaba sentado, levemente ladeado, pero contemplándome de forma que pude distinguir sus facciones a la luz de las velas. Era un rostro noble y hermoso, con unos labios bien delineados y graves como sus enormes ojos.

—Ese tipo nunca me cayó bien —dijo suavemente, arqueando las cejas—, pero debo reconocer que me has impresionado. No imaginé que lo liquidarías tan rápidamente.

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