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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (43 page)

BOOK: Armand el vampiro
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Me puse a cantar Dies irae, dies illa. Al tiempo que cantaba, prorrumpí en carcajadas.

Tres noches más tarde, gritando y blasfemando, desmembré el hediondo cadáver de Riccardo para arrojar los pedazos fuera de la celda. ¡No soportaba su presencia! Arrojé el hinchado tronco contra los barrotes una y otra vez, sollozando, incapaz de partirlo en dos con el puño o el pie a fin de que pasara a través de los mismos. Desesperado, me arrastré hasta un rincón para alejarme de aquel montón de carne y huesos.

En éstas apareció Allesandra.

—¿Qué puedo decir para consolarte, hijo mío? —Un murmullo incorpóreo en la oscuridad.

Junto a ella había otra figura: Santino. Al volverme, vi en un destello fugaz que sólo un vampiro es capaz de emitir a través de los ojos a Santino meneando la cabeza con un dedo en los labios, corrigiéndola suavemente.

—Debemos dejarlo solo —dijo Santino.

—¡Sangre! —grité, precipitándome hacia los barrotes. Extendí los brazos con tal vehemencia que ambos retrocedieron espantados.

Al cabo de otras siete noches, cuando yo estaba tan famélico que ni siquiera el olor de la sangre me reanimaba, depositaron en mis brazos una víctima, un golfillo callejero que no cesaba de implorar misericordia.

—No temas —le susurré al oído, clavando rápidamente mis dientes en su cuello—. Hummmmm, confía en mí —murmuré, saboreando la sangre, succionándola lentamente, reprimiendo una carcajada de gozo y mientras mis lágrimas de gratitud rodaban teñidas de sangre por su carita—. Sueña, sueña cosas dulces. Acudirán unos santos a salvarte, ¿los ves? Más tarde me tumbé, saciado, y contemplé en el techo enlodado las infinitas estrellas de piedra dura y reluciente o de hierro como el pedernal que estaban encajadas en la tierra. Volví la cabeza para no ver el cadáver del pobre niño que había tendido con esmero, como si fueran a amortajarlo, junto al muro a mis espaldas.

Vi a una figura en mi celda, una figura menuda. Vi su borrosa silueta contra la pared, observándome fijamente. ¿Otro niño? Me levanté, perplejo. Su persona no emanaba ningún olor. Me volví y miré el cadáver. Yacía en el suelo tal como yo lo había dejado. Pero junto a la pared frente a mí estaba el mismo niño en carne y hueso, menudo, pálido y perdido, sin quitarme ojo de encima.

—¿Cómo es posible? —musité.

La pobre criatura no podía hablar, sólo mirarme fijamente. Lucía la misma toga blanca que llevaba su cadáver; tenía los ojos grandes, incoloros, de mirada suave y pensativa.

Entonces oí un sonido distante, unos pasos en la larga catacumba que conducía a mi pequeña prisión. No eran los pasos de un vampiro. Me incorporé, olfateando el aire para captar el aroma de ese ser. Nada cambió en la húmeda y rancia atmósfera. El único olor que se percibía en mi celda era el de la muerte, el del cadáver del pobre niño que yacía como un juguete roto en el suelo.

Clavé la vista en aquel espíritu menudo y tenaz.

—¿Qué haces aquí? —murmuré desesperado—. ¿Por qué puedo verte?

El espíritu movió los labios como si quisiera hablar, pero sólo meneó la cabeza ligeramente, un gesto que demostraba con penosa elocuencia su confusión.

Los pasos se aproximaron. De nuevo traté de captar el olor de ese ser, pero no percibí nada, ni siquiera el olor polvoriento de las togas de los vampiros, sólo los pasos que se acercaban. Por fin se acercó a los barrotes la figura alta y sombría de una anciana.

Comprendí que estaba muerta. Lo sabía. Sabía que estaba tan muerta como el niño que yacía junto a la pared.

—Habladme, os lo ruego, os lo suplico, os lo imploro. ¡Habladme! —grité.

Sin embargo, ninguno de los dos fantasmas podía apartar la vista uno del otro. El niño corrió a arrojarse en los brazos de la mujer y ésta, volviéndose tras haber recuperado a su hijo, comenzó a desvanecerse al tiempo que sus pies emitían de nuevo el sonido seco y rasposo sobre el suelo duro de barro que había anunciado hacía unos momentos su presencia.

—¡Miradme! —supliqué en voz baja—. Al menos una vez.

La mujer se detuvo. Casi no quedaba nada de ella. Pero volvió la cabeza y fijó en mí la débil luz de sus ojos. Luego se esfumó en silencio, por completo.

Yo me incliné hacia atrás y extendí el brazo en un gesto de abandono y desesperación. Toqué el cadáver del niño que yacía junto a mí, todavía tibio.

No siempre veía sus fantasmas. No traté de aprender el medio de conseguirlo.

No eran amigos míos esos espíritus que de vez en cuando aparecían en torno a la escena de mi sangrienta destrucción; era una nueva maldición. No advertía esperanza alguna en sus rostros cuando pasaban a través de esos momentos de mi desesperación, cuando la sangre de mi víctima aún estaba caliente dentro de mí. No los rodeaba ninguna luz de esperanza. ¿Era el ayuno lo que me había conferido este poder?

No hablé a nadie de ello. En aquella condenada celda, en aquel maldito lugar donde mi alma se retorcía de dolor semana tras semana sin siquiera el consuelo de un ataúd en el que refugiarse, los temí y acabé odiándolos.

Sólo el gran futuro me revelaría que los otros vampiros, por regla general, nunca los veían. ¿Era misericordia? Yo no lo sabía. Pero no debo adelantarme a los hechos.

Permite que regrese a aquella época intolerable, a aquella pesadilla.

Pasé unas veinte semanas sumido en aquel tormento. No creía siquiera que aún existiera el mundo alegre y fantástico de Venecia. Sabía que mi maestro estaba muerto. Lo sabía. Sabía que todo lo que yo amaba había muerto.

Yo estaba muerto. A veces soñaba que estaba en mi hogar, en Kíev, en el Monasterio de las Cuevas, transformado en santo. Luego me despertaba presa de la angustia.

Cuando Santino y Allesandra, la vampiro del pelo canoso, vinieron a verme, se mostraron tan amables como de costumbre. Al verme en aquel estado, Santino se echó a llorar y dijo:

—Ven conmigo, ahora, debes ponerte a estudiar con ahínco. Ni siquiera unos seres tan miserables como nosotros merecemos sufrir como tú sufres. Ven, acompáñame.

Yo me arrojé en sus brazos y le ofrecí mis labios. Agaché la cabeza para oprimir el rostro contra su pecho, y al escuchar los latidos de su corazón, respiré hondo, como si hasta en aquel momento se me hubiera negado incluso el aire.

Allesandra apoyó suavemente sus manos frías y suaves en mis hombros.

—Pobre huérfano —dijo—. Estás cansado, has recorrido un largo camino que te ha traído hasta nosotros.

Lo extraordinario era que todo lo que me habían hecho me pareció una desgracia que todos compartíamos, una catástrofe común e inevitable.

La celda de Santino.

Permanecí tendido en el suelo en los brazos de Allesandra, que me acunaba y acariciaba el pelo.

—Deseo que salgas con nosotros esta noche en busca de una presa —declaró Santino—. Ven conmigo, con Allesandra y conmigo. No dejaremos que los demás te atormenten. Estás hambriento, famélico, ¿no es así?

Así comenzó mi estancia con los Hijos de las Tinieblas. Noche tras noche salía a cazar en silencio con mis nuevos compañeros, mis nuevos seres queridos, mi nuevo maestro y maestra, y al poco estaba listo para comenzar mis nuevas clases en serio. Santino, mi maestro, junto con Allesandra, que le ayudaba de vez en cuando, me nombraron su pupilo, un gran honor en aquella cueva de vampiros, según se apresuraron a informarme los otros en cuanto tuvieron oportunidad de hacerlo.

Averigüé lo que Lestat había escrito a partir de lo que yo le había revelado, las grandes leyes.

Uno, que nos formábamos en las asambleas distribuidas por todo el mundo; que cada asamblea disponía de un líder, y que yo estaba destinado a ser un líder, algo así como el padre prior de un convento, y que todos los asuntos de autoridad recaerían en mí. Sólo yo podía determinar el que un nuevo vampiro pasara a ser uno de los nuestros; sólo yo estaba facultado para dirigir la transformación a fin de que se realizara correctamente.

Dos, jamás debíamos conceder el Don Oscuro, que así era como lo llamábamos, a quienes no fueran hermosos, pues a un Dios justo le complacía que utilizáramos la sangre oscura sólo para esclavizar a los seres hermosos.

Tres, que un vampiro anciano jamás podía convertir a un novicio, pues nuestros poderes aumentan con el tiempo y el poder de los viejos es demasiado potente para los jóvenes. Yo soy un ejemplo de ello, creado por el último de los Hijos del Milenio, el gran y terrible Marius. Yo poseía la fuerza de un demonio en el cuerpo de un niño.

Cuatro, que ninguno de nosotros podíamos destruir a otro compañero, salvo el líder de la asamblea, que debía estar dispuesto en todo momento a destruir al desobediente de su rebaño. Que todos los vampiros vagabundos, que no pertenecían a ninguna asamblea, debían ser destruidos de inmediato.

Cinco, cualquier vampiro que revelara su identidad o sus poderes mágicos a un mortal debía ser aniquilado. Ningún vampiro debía escribir jamás las palabras que revelaran esos secretos. El mundo mortal jamás debía conocer el nombre de un vampiro, y cualquier prueba de nuestra existencia que llegara a ese ámbito debía ser eliminada a toda costa, junto con quienes habían cometido esa terrible violación de la voluntad de Dios.

Había otras cosas. Había otros ritos, encantamientos, todo teñido de un cierto folclore.

—No entramos en las iglesias, pues si lo hacemos Dios nos aniquilará —declaró Santino—. No contemplamos un crucifijo, y su mera presencia en una cadena en torno al cuello de una víctima basta para salvar la vida de ese mortal. No miramos ni tocamos las medallas de la Virgen. Retrocedemos ante las imágenes de los santos.

»Pero atacamos con un fuego sagrado a quienes no están protegidos. Gozamos bebiendo la sangre de nuestras víctimas cuando y donde nos apetece y con crueldad; elegimos a nuestras presas entre los inocentes y los más dotados de belleza y fortuna. Pero no alardeamos ante el mundo sobre lo que hacemos, ni entre nosotros.

»Los grandes castillos y tribunales del mundo nos están vedados, pues nunca, bajo ninguna circunstancia, debemos inmiscuirnos en el destino que Cristo Nuestro Señor ha ordenado para aquellos creados a su imagen y semejanza, como tampoco lo hacen las sabandijas, ni el fuego, ni la peste.

»Somos una maldición de las sombras; somos un secreto. Somos eternos.

»Y una vez que hemos concluido nuestro trabajo para el Señor, nos retiramos sin el confort de las riquezas y los lujos en unos lugares subterráneos bendecidos por nosotros mismos, y allí, a la luz del fuego y las velas, nos reunimos para rezar oraciones, cantar canciones y bailar, sí, bailar junto al fuego, con el fin de reforzar nuestra voluntad, para compartir con nuestros hermanos y hermanas nuestro poder. Transcurrieron seis largos meses durante los cuales me dediqué a estudiar estas cosas, durante los cuales me aventuré en los oscuros callejones de Roma para cazar con los demás, para saciar mi sed con los seres abandonados por la providencia que caían fácilmente en mis manos.

Dejé de buscar una justificación para mis sangrientas orgías. Dejé de practicar el refinado arte de beber la sangre de mis víctimas sin causarles sufrimiento, dejé de ocultar al desdichado mortal el horror de mi rostro, mis frenéticas manos, mis fauces.

Una noche me desperté y vi que estaba rodeado por mis hermanos. La mujer de pelo canoso me ayudó a levantarme de mi ataúd de plomo y me informó de que debía acompañarlos.

Echamos a caminar bajo el cielo estrellado. Habían encendido una gran hoguera, al igual que la noche en que habían perecido mis hermanos mortales.

Soplaba un aire fresco impregnado del perfume de las flores primaverales. Oí el canto del ruiseñor. A lo lejos percibí los sonidos y murmullos de la populosa ciudad de Roma. Dirigí la vista hacia la ciudad. Vi sus siete colinas tachonadas de luces parpadeantes. Vi las nubes en lo alto, teñidas de oro, suspendidas sobre estos espléndidos faros diseminados por toda la ciudad, como si la oscuridad de la noche estuviera preñada.

Vi el círculo que habían formado en torno a la hoguera. Los Hijos de las Tinieblas se hallaban dispuestos en tres hileras alrededor de la fogata. Santino, ataviado con una flamante y costosa toga de terciopelo negro, lo cual constituía una violación de nuestras estrictas normas, se acercó y me besó en ambas mejillas.

—Vamos a enviarte lejos, al norte de Europa —anunció—, a la ciudad de París, pues el líder de la Asamblea ha sucumbido, como todos acabaremos sucumbiendo más pronto o más tarde, al fuego. Sus pupilos te esperan. Han oído hablar de tus hazañas, tu amabilidad, tu piedad y tu belleza. Serás su líder y su santo.

Mis hermanos se acercaron uno tras otro para besarme. Mis hermanas, cuyo número era inferior al de los varones, también depositaron unos besos en mis mejillas.

Yo no dije nada. Permanecí inmóvil, escuchando el canto de las aves en los pinos, contemplando el cielo nublado y preguntándome si llovería, si descargaría la lluvia que me parecía oler, limpia y pura, la única agua purificadora que me estaba permitida, la dulce lluvia de Roma, suave y tibia.

—¿Juras solemnemente dirigir la asamblea según las normas de las Tinieblas tal como dicta Satanás y como dicta Dios, su Señor y Creador?

—Lo juro.

—¿Juras obedecer todas las órdenes que recibas de la asamblea de Roma?

—Lo juro...

Palabras, palabras y más palabras.

Arrojaron más leña al fuego. Los tambores comenzaron a sonar. Al igual que los cantos solemnes.

Yo me eché a llorar. Entonces sentí los suaves brazos de Allesandra, su suave y espesa cabellera gris sobre mi mejilla. —Iré contigo al norte, hijo mío —dijo Allesandra.

Conmovido, estreché con fuerza su cuerpo frío y duro mientras sollozaba desconsoladamente.

—Sí, sí, criatura —dijo ella—, me quedaré contigo. Soy vieja y permaneceré a tu lado hasta que llegue la hora de someterme a la justicia de Dios, como todos debemos hacer algún día.

—¡Bailemos para celebrarlo! —propuso Santino—. ¡Satanás y Cristo, hermanos en la Casa del Señor, os entregamos esta alma perfecta!

Santino alzó los brazos.

Allesandra se apartó de mí, con los ojos anegados en lágrimas. Sentí una infinita gratitud hacia ella por haber decidido acompañarme a fin de que no hiciera ese terrible viaje solo. ¡Allesandra iba a acompañarme! ¡Benditos fueran Satanás y el Dios que lo había creado!

Allesandra, alta, majestuosa, se colocó junto a Santino y alzó también los brazos agitando su caballera de un lado a otro.

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