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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (56 page)

—¡Sí, tenemos ese perverso polvo blanco! —exclamó Benji, abrazando a Sybelle. Luego salió apresuradamente de la habitación y regresó al cabo de un instante con una pequeña pitillera de plata extraplana.

—Déjala ahí para que pueda oler su contenido —dije, sospechando que ninguno de los dos jóvenes sabía por cierto que contenía cocaína.

Benji abrió la tapa de la pitillera de plata. En su interior, en una bolsita de plástico, doblada con increíble esmero, se hallaba el polvo que emanaba exactamente el aroma que yo pretendía que emanara. Era inútil que probara un poco con la punta de la lengua, pues el azúcar me habría parecido que tenía el mismo sabor.

—Muy bien. Pero vacía la mitad del contenido en el fregadero, para que quede sólo un poco, y deja la pitillera aquí, no sea que te topes con un imbécil dispuesto a matarte para robártelo.

Sybelle se estremeció, alarmada.

—Yo iré contigo, Benji.

—No, eso sería una temeridad —repliqué—. En caso de peligro le será más fácil escapar si va solo.

—Tienes razón —contestó Benji, dando una última calada al cigarrillo y aplastándolo en un enorme cenicero junto a la cama, en el que había otra docena de colillas esperando a su compañera—. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo cuando salgo por la noche a por tabaco? ¡Nunca me haces caso!

Benji desapareció antes de que Sybelle pudiera reaccionar. Oí correr el chorro del grifo del fregadero. Benji se estaba deshaciendo de la mitad de la cocaína. Eché un vistazo alrededor de la habitación, tratando de no pensar en la suculenta sangre de mi ángel guardián.

—Algunas personas son buenas por naturaleza —comenté—, y les gusta ayudar a los demás. Tú eres una de ellas, Sybelle. No descansaré mientras vivas. Estaré siempre junto a ti, para protegerte y devolverte el favor que me has hecho.

Ella sonrió, y yo la miré maravillado.

Su enjuto rostro, de labios bien delineados, mostraba una sonrisa radiante, como si el abandono y el dolor jamás hubieran hecho mella en él.

—¿Serás mi ángel guardián, Armand? —preguntó Sybelle.

—Siempre.

—Me marcho —terció Benji. Con un chasquido y un clic, encendió otro cigarrillo. Debía de tener unos pulmones como unos sacos de carbón—. Voy a sumergirme en la noche. Pero ¿y si ese hijo de perra está enfermo o sucio o...?

—Me da lo mismo. La sangre es sangre. Tú tráelo aquí. No trates de ponerle la zancadilla. Espera a que se acerque a la cama y cuando alargue la mano para levantar la colcha, tú, Sybelle, te apresuras a retirarla y tú, Benji, le das un empujón con todas tus fuerzas para que ese tipo tropiece con el borde de la cama, se dé un golpe en la espinilla y caiga en mis brazos. Y ya es mío.

Benji se dirigió hacia la puerta.

—Espera —murmuré.

¿Pensaba en mi afán de beber sangre? Observé el rostro silencioso y risueño de Sybelle y luego miré a Benji, echando humo como una pequeña locomotora, vestido tan sólo con la dichosa chilaba para defenderse de los rigores del invierno.

—Es preciso hacerlo —me dijo Sybelle. Luego mirando a Benji con ojos como platos y expresión preocupada—. Elige a un hombre realmente malvado, Benji. Un hombre que trate de robarte y matarte.

—Sé adonde ir —respondió Benji, esbozando una picara sonrisa—. Vosotros jugad bien vuestras cartas cuando yo regrese. ¡Tápalo, Sybelle! No estéis pendientes del reloj. ¡No os preocupéis por mí!

El pequeño beduino salió del apartamento. La pesada puerta se cerró automáticamente detrás de él.

No tardaría en estar aquí. Una sangre espesa, roja.

No tardaría en estar aquí, una sangre caliente y deliciosa, que yo bebería del individuo hasta dejarlo seco.

Estaría aquí dentro de pocos segundos.

Cerré los ojos y, al abrirlos, dejé que la habitación asumiera su forma habitual, con las cortinas color azul celeste en todas las ventanas, las cuales caían en unos gruesos pliegues hasta el suelo, y la alfombra decorada con una guirnalda ovalada de grandes rosas. Ella, esta joven delgada como un palo, me miraba y sonreía dulcemente, como si el crimen que esta noche iba a cometerse aquí no la afectara lo más mínimo.

Sybelle se arrodilló junto a mí, peligrosamente cerca, y me acarició de nuevo el pelo con delicadeza. Sus suaves pechos, no reprimidos en un sostén, me rozaron el brazo.

Adiviné sus pensamientos con tanta facilidad como si leyera la palma de su mano, penetrando a través de las numerosas capas de su conciencia, contemplando el oscuro y tortuoso camino que discurría a través del Valle del Jordán, y a sus padres circulando a excesiva velocidad en la oscuridad, y las cerradas curvas, y los conductores árabes que circulaban en sentido contrario a una velocidad aún mayor, hasta producirse la inevitable colisión, el tremendo encontronazo de los faros.

—Para comer el pescado del mar de Galilea —dijo Sybelle, apartando la mirada—. Fue idea mía ir allí. Me apetecía comer pescado fresco. íbamos a permanecer un día más en Tierra Santa. Mis padres dijeron que Nazaret estaba muy lejos de Jerusalén. «Pues Jesús caminó sobre las aguas», protesté. Siempre me había parecido una historia muy extraña. ¿La conoces?

—Sí —contesté.

—Que caminaba sobre el agua, como si hubiera olvidado que los apóstoles estaban allí y que alguien podía verlo; y ellos, que estaban en la barca, dijeron: «¡Señor!», y Él se sorprendió. Un milagro muy extraño, como si todo hubiera sucedido... por casualidad. Yo quería ir allí. Me apetecía comer pescado fresco recién sacado del mar, las mismas aguas en las que habían pescado Pedro y los otros. Fue idea mía. No digo que fuera culpa mía que murieran mis padres, pero fue idea mía. Al día siguiente íbamos a regresar a casa, para mi gran noche en el Carnegie Hall. Mi compañía discográfica había decidido grabar el concierto en vivo. Yo ya había grabado un disco, que había tenido más éxito de lo previsto. Pero esa noche... esa noche nunca ocurrió. Yo iba a tocar la Appassionata. Era lo único que me interesaba. Me encantan las otras sonatas, el Claro de Luna, la Patética, pero mi preferida es la Appassionata. Mi padre y mi madre se sentían muy orgullosos. Pero mi hermano era el que discutía con todos, el que se ocupaba de que yo llegara puntualmente a los sitios, de la sala de conciertos, del espacio, de que me dieran un buen piano, de los maestros que quería que me dieran clase. Él era el que bregaba con todos, no tenía vida propia, y todos vimos cómo iba a acabar. Hablábamos de ello por las noches, a la hora de cenar, le decíamos que tenía que labrarse su propia vida, que no convenía que trabajara para mí, pero mi hermano decía que yo iba a necesitarle durante muchos años, que no imaginaba lo mucho que iba a necesitarle. Él se ocupaba de las grabaciones, de las actuaciones, del repertorio y de mis honorarios. Decía que no podíamos fiarnos de los agentes. Según decía, yo no podía imaginarme lo alto que llegaría en mi carrera.

Sybelle se detuvo, ladeando la cabeza, mostrando una expresión seria pero natural.

—No fue una decisión que tomé, ¿comprendes? —dijo—. No quería hacer nada. Ellos habían muerto. Me negué a salir. No quería atender el teléfono. No quería tocar otra pieza. No quería escuchar a mi hermano. No quería hacer planes. No quería comer. No quería cambiarme de ropa. Sólo quería tocar continuamente la Appassionata.

—Comprendo —repuse suavemente.

—Mi hermano trajo a Benji para que se ocupara de mí. Me pregunto de dónde lo sacó. Creo que lo compró, ¿sabes?, que compró a Benji con dinero contante y sonante...

—Lo sé.

—Creo que eso es lo que sucedió. Mi hermano decía que no podía dejarme sola, ni siquiera en el Rey David, el hotel donde...

—Sí.

—... porque decía que me plantaba delante de la ventana desnuda, o que no dejaba entrar a la sirvienta en la habitación, y que me ponía a tocar el piano a las tantas de la noche y no le dejaba dormir. Así pues, consiguió a Benji. Quiero mucho a Benji.

—Lo sé.

—Siempre hago lo que dice Benji. Mi hermano nunca se atrevió a ponerle la mano encima. Fue hace poco cuando empezó a hacerme daño. Antes se limitaba a darme algún que otro bofetón, o una patada, o me tiraba del pelo. Me agarraba del pelo con una mano y me arrojaba al suelo. Lo hacía a menudo. Pero no se atrevía a pegar a Benji. Sabía que si le pegaba yo me habría puesto a gritar como una loca. A veces, cuando Benji trataba de impedir que me maltratara... Pero de eso no estoy segura porque estaba aturdida. La cabeza me dolía.

—Lo comprendo —dije yo. Por supuesto, él había pegado a Benji.

Sybelle se quedó pensativa, en silencio, con los ojos como platos y relucientes, pero no llenos de lágrimas ni a punto de llorar.

—Tú y yo nos parecemos —murmuró, observándome. Su mano reposaba junto a mi mejilla y oprimió ligeramente la yema del dedo índice sobre mi rostro.

—¿Que nos parecemos? —pregunté—. ¿Te has vuelto loca?

—Somos unos monstruos —contestó Sybelle—. Unas criaturas extrañas.

Yo sonreí. Pero ella no sonrió, sino que asumió una expresión soñadora.

—Me alegré mucho cuando viniste —confesó—. Yo sabía que él estaba muerto. Lo comprendí cuando te situaste al otro lado del piano y me miraste. Lo comprendí cuando te quedaste allí escuchándome. Me alegré de que existiera alguien capaz de matarlo.

—Hazlo por mí —afirmé.

—¿Qué? —preguntó Sybelle—. Yo haría cualquier cosa por ti, Armand.

—Siéntate al piano y tócala para mí. Toca la Appassionata.

—Pero el plan... —replicó ella en voz baja, perpleja—. Ese tipo malvado que va a venir...

—Deja que Benji y yo nos ocupemos de esto. No te vuelvas. Limítate a seguir tocando la Appassionata.

—Te lo ruego —insistió Sybelle suavemente.

—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Qué ganas de pasar un mal rato?

—No lo entiendes —repuso ella, mirándome con sus enormes ojos—. ¡Quiero contemplarlo!

22

Benji acababa de entrar en el portal. El sonido distante de su voz, inaudible para Sybelle, eliminó al instante el dolor de todas las superficies de mi cuerpo.

—Como te comentaba —dijo Benji—, está debajo del cadáver, y no queremos levantarlo, me refiero al cadáver, y como tú eres policía, del departamento de narcóticos, nos dijeron que te ocuparías del asunto...

Yo me eché a reír. El chico se había esmerado. Miré de nuevo a Sybelle, que me observaba con expresión decidida, una expresión de profunda inteligencia y reflexión.

—Tápame el rostro con la colcha —ordené—, y aléjate de la cama. Benji nos ha traído a un auténtico príncipe de bribones. Apresúrate.

Sybelle obedeció. Yo olía ya la sangre de la víctima, aunque aún estaba subiendo en el ascensor, charlando con Benji en voz baja.

—De modo que esa chica y tú tenéis ese material en el apartamento como quien dice por casualidad, ¿eh? ¿Seguro que no hay nadie más metido en el asunto?

¡Ah, qué ejemplar! Detecté al asesino en su voz.

—Te lo he contado todo —respondió Benji con toda naturalidad—. Ayúdanos a salimos de este apuro, no quiero que la policía venga aquí —murmuró—. Este es un hotel decente. ¿Cómo iba yo a figurarme que ese tipo iba a palmarla aquí? Nosotros no utilizamos ese material, sólo te pido que te lleves el cadáver de aquí. Te advierto que...

El ascensor se abrió al llegar a nuestra planta.

—... el cadáver está bastante maltrecho, no vaya a ser que te pongas a vomitar encima de mí cuando lo veas.

—¡Cómo voy a vomitarte encima! —farfulló la víctima entre dientes. Oí sus apresuradas pisadas sobre la alfombra.

Benji se entretuvo un rato buscando la llave, fingiendo que no la encontraba.

—Sybelle —dijo para advertirnos de su llegada—. Abre la puerta, Sybelle.

—No lo hagas —le advertí en voz baja.

—Por supuesto que no —repuso ella con voz melosa.

Los mecanismos de la recia cerradura cedieron.

—Conque resulta que ese tipo la palma aquí y os deja ese material... —No exactamente —contestó Benji—, pero hemos hecho un trato y espero que lo cumplas.

—Oye, mira, pedazo de mierda, yo no he hecho ningún trato contigo.

—De acuerdo, llamaré a la policía. Te conozco. Toda la gente del bar te conoce, sabe quién eres. Te pasas el día allí. ¿Qué piensas hacer, listillo? ¿Matarme?

La puerta se cerró tras ellos. El olor de la sangre del individuo inundó el apartamento. Estaba repleto de brandy y el veneno de la cocaína circulaba también por sus venas, pero nada de eso impediría que yo saciara mi sed purificadora. Apenas pude contenerme. Sentí que mis miembros se tensaban debajo de la colcha y traté de flexionarlos.

—¡Vaya con la princesita! —comentó el tipo, deduzco que al ver a Sybelle. Ésta no respondió.

—Déjala en paz. Mira debajo de la colcha. Acércate, Sybelle. Vamos, haz lo que te digo.

—¿Ahí debajo? ¿Pretendes decirme que el cadáver está ahí debajo, y que la cocaína está debajo del cadáver?

—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? —preguntó Benji, sin duda encogiéndose de hombros, un gesto característico de él—. ¿Qué es lo que no comprendes? ¿Quieres la cocaína sí o no? Yo te la regalo. Te harás muy popular en tu bar favorito. Vamos, Sybelle, ese tipo dice primero que va a ayudarnos, luego se niega, nos da largas, total, el típico funcionario cabrón...

—¿A quién llamas tú cabrón, chaval? —preguntó el hombre con fingida afabilidad. El aroma del brandy se hacía más intenso—. ¡Menudo vocabulario para un chico tan joven! ¿Qué edad tienes? ¿Cómo demonios entraste en el país? ¿Vas siempre vestido con ese camisón?

—Sí, hombre, como Lawrence de Arabia —replicó Benji—. Ven aquí, Sybelle.

Yo no quería que Sybelle se acerca. Quería que se mantuviera lo más alejada posible de ellos. Sybelle no se movió, de lo cual me alegré.

—Me gusta la ropa que llevo —dijo Benji. Percibí una dulce vaharada de tabaco negro—. ¿Qué quieres, que me vista con vaqueros como todos los chicos americanos? Mi gente se viste así desde que Mahoma fue al desierto.

—No hay nada como el progreso —comentó el hombre, emitiendo una carcajada grave y ronca.

El hombre se acercó a la cama con paso rápido. El olor de la sangre era tan intenso que todos los poros de mi piel abrasada se abrieron para recibirla.

Utilicé una ínfima parte de mi fuerza para formar una imagen telepática de él a través de los ojos de Sybelle y Benji: era un individuo alto, con los ojos castaños, de piel blanca y un tanto cetrina, las mejillas enjutas, pelo castaño y ralo, vestido con un traje italiano confeccionado a medida de lustrosa seda negra, una camisa blanca y unos gemelos de brillantes. Estaba nervioso, no dejaba de flexionar los dedos de las manos, no podía estarse quieto, en su mente bullía una serie de confusas sensaciones, una mezcla de sentido del humor, cinismo y peligrosa curiosidad. Sus ojos revelaban codicia y afición a la juerga. Todo ello estaba aderezado por una marcada crueldad y una vena de locura provocada por su afición a la cocaína. Lucía sus asesinatos con el orgullo con que lucía su elegante traje y las lustrosas botas marrones que calzaba.

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