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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (52 page)

BOOK: Armand el vampiro
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—¿Es que pretendes matarla? —murmuré—. ¡Ya veremos si lo consigues!

—¡Sí! —contestó él; tenía la cara sudorosa y sus ojos saltones relucían—. ¡Deseo matarla! Me ha enfurecido hasta el extremo de hacerme perder la razón. ¡Juro que morirá! —El hombre estaba tan furibundo que ni siquiera me preguntó qué hacía yo allí. Trató de apartarme a un lado y clavó de nuevo la vista en Sybelle—. ¡Maldita seas, Sybelle! ¡Deja de tocar! ¡No soporto esa música!

Agitando su melena hacia un lado y otro, Sybelle continuó tocando, desgranando unos acordes que evocaban de nuevo un espíritu turbulento.

Yo obligué al individuo a retroceder, con mi mano izquierda sujetándole por el hombro y la derecha apartándole la barbilla, al tiempo que le clavaba los dientes en el cuello, abriéndole la arteria y llenándome la boca con su sangre. Era caliente y densa y estaba llena de odio, de amargura, de sus malditos sueños y sus fantasías de venganza.

¡Ah! ¡Qué caliente estaba! La bebí con avidez, viéndolo todo, lo mucho que la había amado y fomentado su afición; ella era su hermana, una joven de gran talento; él, el hermano astuto de lengua viperina, sin el menor oído para la música, pero que había conducido a Sybelle hacia la cumbre de su preciado y refinado universo, hasta que una vulgar tragedia había interrumpido el ascenso imparable de Sybelle, quien había perdido la razón y había vuelto la espalda a su hermano, a los recuerdos, a su ambición, encerrándose a cal y canto para llorar a las víctimas de esa tragedia, sus amados padres, los primeros en aplaudirla, quienes habían sufrido un accidente de automóvil en una carretera llena de curvas que atravesaba un oscuro y lejano valle, pocas noches antes del mayor triunfo que había cosechado Sybelle, su debut como genio del piano ante el mundo entero.

Vi el vehículo de sus padres circular a gran velocidad a través de la oscuridad; oí al hermano de Sybelle, sentado en el asiento posterior, charlar, su hermana sentada junto a él, profundamente dormida. Vi el automóvil chocar con otro turismo. Vi las estrellas en lo alto presenciar el accidente como unos testigos crueles y silenciosos.

Vi los cuerpos destrozados, sin vida. Vi el rostro atónito de Sybelle, de pie en el arcén de la carretera, indemne pero con la ropa desgarrada. Oí a su hermano emitir un grito horrorizado. Le oí soltar una sarta de palabrotas, incapaz de asimilar el alcance de la tragedia. La carretera estaba sembrada de fragmentos de cristal que relucían a la luz de los faros. Vi los ojos de Sybelle, sus ojos azul celeste. Vi cómo se cerraba su corazón.

Mi víctima había muerto. Cuando le solté cayó al suelo. Estaba tan muerto como sus padres en aquel caluroso y desierto lugar. Estaba muerto, descalabrado, y nunca más volvería a hacer daño a Sybelle, jamás volvería a tirarle de su largo pelo rubio, ni a golpearla, ni a interrumpirla mientras tocaba el piano.

La habitación estaba dulcemente silenciosa, a excepción del sonido del piano. Sybelle tocaba de nuevo el tercer movimiento, oscilando suavemente al compás del pasaje más apacibles que al comienzo, sus pasos corteses y medidos.

El chico estaba loco de alegría. Luciendo su menuda y elegante chilaba, descalzo, su cabeza redonda cubierta de espesos rizos negros, parecía un ángel árabe que no cesaba de brincar y bailar.

—¡Está muerto, está muerto! —exclamó. Palmoteo de gozo, se frotó las manos y volvió a palmotear. Luego arrojó los brazos al aire y repitió una y otra vez—: ¡Está muerto, está muerto, está muerto, jamás volverá a hacerle daño, ni a fastidiarla, él sí que está fastidiado, está muerto y bien muerto!

Sin embargo, ella no le oyó. Siguió tocando, ejecutando unas notas lentas y graves, canturreando suavemente. Luego entreabrió los labios para entonar una canción monosilábica.

Yo estaba repleto de la sangre del individuo. Sentí cómo invadía mi cuerpo. La saboreé hasta la última gota. Después de recuperar el aliento debido al esfuerzo de haberla consumido tan rápidamente, me dirigí lenta y silenciosamente, como si Sybelle pudiera oírme enfrascada como estaba en su música, me coloqué al otro lado del piano y la observé.

Qué rostro tan menudo y tierno tenía, tan juvenil con esos ojos enormes, profundos y azul celeste. Pero tenía la cara llena de moratones y la mejilla cubierta de rasguños. La sien estaba sembrada de heridas diminutas como cabezas de alfileres, donde el individuo le había arrancado un mechón de pelo de la raíz.

A Sybelle eso no le preocupaba. Los moratones verde negruzcos de sus brazos le traían sin cuidado. Continuó tocando como si tal cosa.

Qué cuello tan delicado tenía, pese a la huella negruzca e hinchada de los dedos del individuo, y qué hombros tan airosos, pequeños y huesudos, apenas capaces de sostener las mangas del sutil vestido de algodón floreado. Las cejas rubias y bien delineadas realzaban su expresión de concentración mientras tocaba, sin ver otra cosa que la melodiosa e intensa música que interpretaba; tan sólo sus dedos largos y limpios confirmaban su titánica e indómita fuerza.

Sybelle alzó la vista hacia mí y sonrió como si hubiera visto algo que momentáneamente le había complacido; luego inclinó la cabeza una, dos, tres veces, siguiendo el acelerado compás de la música, como si asintiera.

—Sybelle —musité. Me llevé los dedos a los labios, los besé y le arrojé el beso, mientras sus dedos seguían volando sobre el teclado.

Al cabo de unos instantes su visión se nubló, echó la cabeza hacia atrás y atacó las notas con la furia y velocidad que exigía el movimiento. La sonata volvió a cobrar una vida triunfal.

De golpe algo más poderoso que la luz del sol se apoderó de mí. Era un poder tan total que me envolvió por completo y me engulló, aislándome de la habitación, del mundo, del sonido del piano, de mis sentidos. —¡Noooo! ¡No me lleves ahora! —grité. Pero una negrura inmensa y vacía devoró el sonido.

Sentí que volaba, ingrávido, mis brazos abrasados y negros extendidos, inmerso en un infierno de insoportable dolor. «Este no puede ser mi cuerpo», sollocé al contemplar la carne negra y coriácea adherida a mis músculos, los tendones de mis brazos, mis uñas rotas y ennegrecidas como fragmentos de cuerno quemado.

—¡No es mi cuerpo! —grité—. ¡Madre mía, ayúdame! ¡Ayúdame, Benjamín...!

Empecé a caer. Sólo un Ser podía ayudarme ahora.

—¡Dios mío, dame valor! —supliqué—. Dios mío, si ha comenzado, dame valor. No puedo renunciar a mi razón. Dime dónde estoy, Dios mío, indícame lo que ocurre, dónde está la iglesia, dónde están el pan y el vino, dónde está ella. ¡Ayúdame, Señor!

Seguí precipitándome en el vacío. Vi las torres de cristal, las rejas de las ventanas cegadas, los tejados, las afiladas torres. Caí a través del áspero viento que aullaba. Caí a través de un feroz torrente de nieve. Nada podía detener mi caída. Observé la figura inconfundible de Benjamín junto a una ventana, su manita sujeta a la cortina, sus ojos negros fijos en mí durante una fracción de segundo, su boca entreabierta, como un pequeño ángel árabe. Seguí descendiendo por el espacio. La piel de mis piernas se arrugó y encogió hasta el extremo de no poder doblarlas, tensándose en mi rostro hasta impedirme abrir la boca. En éstas, con un espantoso estallido de dolor, aterricé de golpe sobre la nieve.

Abrí los ojos, abrasados por el fuego.

El sol brillaba en lo alto.

—¡Voy a morir! —murmuré—. Voy a morir.

En este último momento en que un calor abrasador paraliza mis miembros, cuando el mundo entero ha desaparecido y no queda nada, oigo una música. ¡Oigo a Sybelle ejecutando las últimas notas de la Appassionatal ¡Sí, la oigo! ¡Oigo su tumultuosa canción!

20

No morí, ni mucho menos.

Me desperté al oírla tocar, pero ella y su piano estaban muy lejos. En las primeras horas del anochecer, cuando el dolor alcanzó su punto álgido, utilicé el sonido de su música, la búsqueda de ese sonido, para no gritar enloquecido porque nada podía aliviar aquel dolor lacerante.

Sepultado en la nieve, no podía moverme, no veía nada, salvo lo que mi mente veía si yo utilizaba ese poder, pero como deseaba morir, no lo utilicé. Me limité a escuchar a Sybelle tocando la Appassionata, y a veces cantaba con ella en mis sueños.

Durante la primera noche y la segunda, me entretuve escuchándola, cuando ella se sentaba a tocar el piano. Dejaba de tocar durante horas, quizá para dormir, no lo sé. Luego empezaba de nuevo y yo con ella.

La seguí a través de los tres movimientos de la sonata hasta aprendérmelos de memoria, como debía de conocerlos ella. Me percaté de las variaciones que ella introducía en su música; no había una frase musical que interpretara siempre de idéntica forma.

Oí a Benjamin llamarme, oí su voz aguda y juvenil hablando muy deprisa, al estilo neoyorquino, diciendo:

—Aún tienes un asunto pendiente con nosotros, ángel. ¿Qué vamos a hacer con él? Vuelve, ángel. Te daré cigarrillos. Tengo un montón de estupendos cigarrillos. Anda, vuelve. Era una broma, ángel. Ya se que tú mismo puedes conseguir los cigarrillos que te apetezcan. Pero es un engorro que nos hayas dejado el cadáver. Vuelve, ángel.

Durante ciertas horas no los oí. Mi mente no tenía la fuerza de alcanzarlos por vía telepática, ver uno a través de los ojos del otro. Era imposible. Había perdido ese poder.

Yacía mudo y en silencio, tan quemado por todo lo que había visto y experimentado como por la luz solar, dolorido y vacío, con la mente y el corazón insensibles, salvo por el amor que sentía hacia Benjamin y Sybelle. Era muy fácil, en mi profunda desesperación, amar a dos hermosos extraños, una muchacha loca y un niño revoltoso con mucha calle, de los que nadie se preocupaba. El haber matado al hermano de Sybelle no tenía ninguna historia. Lo había liquidado y ya está. El dolor de todo lo demás contenía quinientos años de historia.

Durante ciertas horas, cuando sólo me hablaba la ciudad, la inmensa, atestada, vibrante y escandalosa urbe de Nueva York, con su eterno tráfico, incluso bajo una espesa nevada, con sus infinitas capas de voces y vidas que ascendían hasta la meseta en la que yacía yo, y más allá, mucho más allá, en unas torres como el mundo jamás ha contemplado antes de esta época. Yo me daba cuenta de esas cosas, pero no sabía cómo interpretarlas. Sabía que la nieve que me cubría era cada vez más espesa, y dura, y no comprendía cómo algo como el hielo podía alejar de mí los rayos del sol.

«Sin duda voy a morir —pensé—. Si no es mañana, al otro.» Pensé en Lestat sosteniendo el velo. Pensé en el rostro del Señor. Pero había perdido la capacidad de entusiasmarme. Había perdido toda esperanza.

«Voy a morir —pensé. Cada mañana pensaba—: Voy a morir.» Sin embargo, no fue así.

En la ciudad, a mis pies, oí a otros de mi especie. No me esforcé en oírlos, de modo que no percibí sus pensamientos, sino sólo sus palabras de vez en cuando. Lestat y David estaban allí, creían que yo había muerto y lloraban mi muerte. Pero Lestat tenía problemas mucho más graves porque Dora y el mundo le habían arrebatado el velo, y la ciudad estaba abarrotada de creyentes. La catedral apenas podía controlar a las multitudes.

Acudieron otros inmortales, los jóvenes, los débiles y en ocasiones, por desgracia, los más ancianos, deseosos de presenciar el milagro, colándose por las noches en la iglesia entre los fieles mortales para contemplar el velo con ojos enajenados.

A veces hablaban sobre el pobre Armand o el valeroso Armand o san Armand, quien llevado de su devoción a Cristo crucificado se había inmolado a las puertas de esta iglesia.

En ocasiones ellos hacían lo mismo, y poco antes de que saliera el sol, yo tenía que oír sus postreras y desesperadas oraciones mientras aguardaban la luz mortal. ¿Tuvieron más suerte que yo? ¿Hallaron consuelo en los brazos de Dios? ¿O gritaban de dolor, un dolor tan intenso como el que sentía yo, irremisiblemente abrasados e incapaces de salvarse, o estaban tan perdidos como yo, unos despojos humanos tirados en un callejón o sobre un remoto tejado? No, iban y venían, sea cual fuere su suerte.

Qué pálido me parecía todo, qué lejano. Lo sentía por Lestat, el que se hubiera molestado en llorar por mí, pero yo iba a morir aquí. Tarde o temprano moriría en este lugar. Lo que había contemplado en el momento en que había ascendido hacia el sol carecía de importancia. Iba a morir, y no había vuelta de hoja.

Las voces electrónicas traspasaban la noche nevada y hablaban del milagro, de que el rostro de Cristo sobre un lienzo de hilo había curado a enfermos y había dejado su impronta sobre otros lienzos. Luego se produjo la discusión entre clérigos y los escépticos, una barahúnda tremenda.

Seguí el sentido de nada. Sufrí. Tenía todo el cuerpo abrasado. No podía abrir los ojos, y cuando lo intentaba, las pestañas me los arañaban, provocándome un dolor insoportable. Aguardaba oírla en la oscuridad.

Más pronto o más tarde, ineludiblemente, oía su magnífica música, con sus nuevas y prodigiosas variaciones. En esos momentos nada me importaba, ni el misterio de dónde me hallaba, ni lo que había visto, ni lo que Lestat y David se proponían hacer.

No fue hasta la séptima noche que recuperé por completo el sentido, y comprendí la horrorosa situación en la que me encontraba.

Lestat había desaparecido, al igual que David. Habían cerrado la iglesia. A través de los comentarios de los mortales averigüé que se habían llevado el velo.

Oía las mentes de toda la ciudad, un tumulto insoportable. Me aislé de él, temiendo al inmortal errante que trataría de localizarme en cuanto captara una chispa de mi mente telepática. No soportaba la perspectiva de que unos inmortales extraños trataran de rescatarme. No soportaba la idea de sus rostros, sus preguntas, su posible preocupación o cruel indiferencia. Me oculté de ellos, encerrado en mi carne lacerada y tensada. Sin embargo, los oí, como oí las voces mortales que los rodeaban, hablando sobre milagros, redención y el amor de Cristo.

Por lo demás, tenía suficiente en que pensar a propósito de mi actual situación y qué la había provocado.

Yo yacía sobre un tejado. Ahí es donde había aterrizado, pero no bajo el cielo raso, como pudiera haber confiado o supuesto. Por el contrario, mi cuerpo había rodado por una pendiente de plancha metálica y había quedado alojado en un maltrecho y oxidado saliente, sepultado bajo repetidas nevadas.

¿Cómo había ido a parar ahí? Me lo imaginaba.

Voluntariamente, y tras el primer estallido de mi sangre bajo la luz del sol, había salido disparado hacia arriba, hasta alcanzar una gran altura. Durante siglos había aprendido a ascender por los aires hasta la estratosfera y moverme por ella con toda facilidad, pero nunca había forzado el límite. En mi afán de morir, había realizado un esfuerzo titánico para alcanzar el cielo. Mi caída se había producido desde una inconmensurable altura.

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