Authors: Anne Rice
¿Lestat había bebido la sangre de Cristo? ¿Sus labios, sus inmundos labios, habían succionado la sangre de Cristo, convirtiéndose en un monstruoso ciborio? ¿La sangre de Cristo?
—¡Deja que beba tu sangre, Lestat! —grité de pronto—. ¡Déjame beber la sangre que contiene la de Él! —Yo no daba crédito a mi ansia, mi desesperación—. Deja que beba tu sangre, Lestat, deja que la busque con mi lengua y mi corazón. Te lo ruego, no puedes negarme ese momento de intimidad. Si era Cristo... si realmente era... —Pero no pude terminar la frase.
—Estás loco, criatura, desvarías —contestó él—. Lo único que averiguarás si clavas los dientes en mi cuello es lo que aprendemos de las visiones que vemos a través de todas nuestras víctimas. Averiguarás lo que yo creo haber visto. Averiguarás lo que creo que me fue revelado. Averiguarás que creo en Cristo, pero sólo eso.
Lestat meneó la cabeza y me miró decepcionado.
—No, averiguaré lo que deseo saber —protesté. Me levanté de la mesa; las manos me temblaban—. Concédeme ese abrazo, Lestat, y jamás volveré a pedirte nada. Deja que oprima mis labios sobre tu cuello, deja que ponga a prueba tu relato. ¡Deja que beba tu sangre!
—Me partes el corazón, pequeño idiota —replicó él con los ojos llenos de lágrimas—. Siempre lo has hecho.
—¡No me juzgues! —grité.
Lestat continuó hablando, dirigiéndose sólo a mí con su mente y con su voz. Yo no sabía si los demás podían oírle, pero yo le oí. No he olvidado una sola de sus palabras.
—¿Y qué si era la sangre de Dios, Armand —preguntó—, y no una mentira titánica? ¿Qué crees que hallarías dentro de mí? Ve a misa por la mañana y elige a tus víctimas entre las personas que se acercan al altar a comulgar. ¡Imagínate, Armand, sería fantástico que a partir de ahora te alimentaras únicamente de comulgantes! Cualquiera de ellos te proporcionará la sangre de Cristo. Te aseguro que no creo en esos espíritus, en Dios, en Memnoch, son una pandilla de embusteros. Ya te he dicho que me negué a participar en ese juego. Me negué a quedarme, huí de su maldita escuela, perdí un ojo durante la pelea que sostuve con los perversos ángeles que no cesaban de arañarme mientras yo trataba de huir. ¿Deseas la sangre de Cristo? Pues aprovecha que ha oscurecido y ve a la misa del pescador, aparta de un empellón al adormilado sacerdote del altar y arrebata de sus benditas manos el cáliz. ¡Hazlo!
»¡La sangre de Cristo! —continuó Lestat, su rostro un ojo enorme que me miraba fija e implacablemente—. Si alguna vez ingerí esa sangre, mi cuerpo la ha disuelto y fundido como la cera de abeja devora la mecha. Tú lo sabes. ¿Qué queda de Cristo en el vientre de sus fieles cuando abandonan la iglesia?
—No —repuse—. Pero nosotros no somos humanos —musité, tratando de mitigar con mi tono suave su airada vehemencia—. ¡Te aseguro que lo averiguaré, Lestat! Era su sangre, no el pan y el vino transustanciados. Su sangre, Lestat, y sé que está dentro de ti. Deja que la beba, te lo ruego. Deja que la beba para que pueda olvidar todas esas malditas cosas que nos has contado. ¡Te lo suplico!
Me contuve para no abalanzarme sobre él y obligarle a acatar mi voluntad, sin importarme su legendaria fuerza, sus violentos estallidos de genio. Sentí deseos de aferrarle por el cuello y forzarle a doblegarse. Deseaba beber su sangre... Pero eran unos pensamientos estúpidos y vanos. Toda su historia era estúpida y vana. Sin embargo, me encaré con él y le espeté:
—¿Por qué no aceptaste? ¿Por qué no fuiste con Memnoch si él podía librarte de este espantoso infierno que compartimos en la Tierra?
«Dejaron que te escaparas», dijiste tú, David, interviniendo con un pequeño ademán de súplica de tu mano derecha.
No obstante, yo no tenía paciencia para un análisis o una inevitable interpretación. No podía borrar aquella imagen de la mente: Nuestro Señor sangrando, con la cruz sujeta a sus hombros, y ella, la Verónica, esta dulce figura de ficción, sosteniendo el velo en sus manos. ¡Cómo es posible que semejante fantasía haya calado de forma profunda en las mentes de la gente!
—¡Atrás! —gritó Lestat—. El velo está en mi poder. Ya os lo dije. Cristo me lo entregó. Verónica me lo entregó. Me lo llevé del infierno de Memnoch, cuando sus secuaces trataron de arrebatármelo.
Apenas oí sus palabras. El velo, el velo auténtico, ¿qué truco era éste? Me dolía la cabeza. La misa del pescador. Deseaba asistir a ella, suponiendo que celebraran esa misa en la catedral de San Patricio. Estaba cansado de esta habitación rodeada por unos ventanales dentro de un rascacielos, aislada del sabor del viento y la refrescante humedad de la nieve. ¿Por qué retrocedió Lestat hacia la pared? ¿Qué sacó del bolsillo de su chaqueta? ¡El velo! ¡Un truco barato para rematar esta magistral locura!
Alcé la cabeza y recorrí con la vista la noche nevada que se extendía más allá del cristal, hasta que por fin clavé los ojos en mi objetivo: el lienzo desdoblado que sostenía Lestat, con la cabeza agachada, mostrándolo con una actitud tan reverente como la misma Verónica.
—¡Señor! —musité. Todo el mundo se había desvanecido en unas espirales ingrávidas de sonido y luz. Yo le vi allí—. Señor.
Vi su rostro, ni pintado, ni estampado, ni grabado por algún ingenioso medio mecánico en las diminutas fibras del fino lienzo blanco, sino ardiendo con una llama que no consumía el vehículo que contenía su calor. Señor, mi Señor hecho Hombre, mi Señor, mi Cristo, el Hombre con una corona de espinas, con el cabello castaño largo y enmarañado, empapado en sangre, y unos ojos negros grandes y pensativos que me miraban fijamente, los dulces y resplandecientes portales del alma de Dios, tan radiantes en su inconmensurable amor que toda poesía se desvanece ante él, y una boca suave y sedosa cuya sencilla expresión no pretende cuestionar ni juzgar, abierta para inspirar en silencio y dolorosamente una débil bocanada de aire en el momento en que la mujer le acerque el velo para aliviar sus atroces sufrimientos.
Rompí a llorar. Me tapé la boca con la mano, pero no pude contener mis palabras.
—¡Cristo, mi trágico Cristo! —murmuré—. ¡No creado por manos humanas! —exclamé—. ¡No creado por el hombre! —Qué desesperación contenían mis palabras, débiles, llenas de tristeza—. El rostro de este Hombre, el rostro de Dios hecho Hombre. Está sangrando. ¡Por el amor de Dios, miradlo!
Pero mis labios no emitieron sonido alguno. No podía moverme, ni podía respirar. Había caído postrado de rodillas, conmocionado e impotente. No quería apartar jamás mis ojos de él. No deseaba otra cosa que contemplarlo. Sólo deseaba contemplarlo a Él, y lo vi, y mi imaginación retrocedió varios siglos hasta detenerse en el rostro del Señor iluminado por la luz de la lámpara de barro en la casa de Podil; su rostro me observaba desde el panel que sostenía yo con manos temblorosas entre las velas de la sala de documentos en el Monasterio de las Cuevas, un rostro como jamás había contemplado en los muros de Venecia o Florencia, donde lo había buscado con desesperación durante tanto tiempo.
Su rostro, su rostro viril imbuido de gracia divina, mi trágico Señor observándome desde los brazos de mi madre en la calle cubierta de nieve y barro de Podil, mi amado Señor en sangrante Majestad.
No me importó lo que dijo Dora. No me importó que se pusiera a gritar su sagrado nombre. Me tenía sin cuidado. Yo sabía lo que sabía.
Cuando Dora proclamó su fe, cuando arrebató el velo de manos de Lestat y salió corriendo del apartamento con él, yo salí tras ella, siguiéndola a ella y el velo, aunque en el santuario de mi corazón no me moví. No moví un músculo.
Una gran quietud se apoderó de mi mente; no importaba que mis piernas no me respondieran.
No importaba que Lestat forcejeara con Dora, advirtiéndole que no debía creer esa patraña, ni que los tres nos halláramos en los escalones de la catedral y que la nieve cayera como una espléndida bendición desde un cielo invisible e insondable. No importaba que estuviera a punto de salir el sol, una bola ardiente y plateada sobre la cúpula formada por unas nubes que se fundían.
Ya podía morirme.
Le había visto, y todo lo demás (las palabras de Memnoch y su esperpéntico Dios, los ruegos de Lestat insistiendo en que huyéramos, en que nos ocultáramos antes de que la mañana nos devorara a todos) carecía de importancia.
Ya podía morirme.
—No creado por manos humanas —musité.
Una multitud se agolpó en torno nuestro frente a la puerta de la catedral. Del interior de la iglesia brotó una ráfaga de aire cálido y delicioso. No tenía importancia.
—¡El velo, el velo!—exclamaron. ¡Lo habían visto! Habían visto el rostro del Señor.
Los desesperados ruegos de Lestat eran cada vez más débiles.
La mañana se abatió sobre nosotros con su estridente luz blanca y abrasadora, deslizándose sobre los tejados, haciendo que la noche cuajara en un millar de muros de cristal, desencadenando lentamente su monstruoso esplendor.
—Yo os pongo por testigos —dije, abriendo los brazos para recibir la cegadora luz, esta plateada muerte ardiente como la lava—. ¡El pecador muere por Él! ¡El pecador va a Él!
Arrójame al infierno, Señor, si ésa es tu voluntad. Me has dado el cielo. Me has mostrado tu rostro.
Y tu rostro era humano.
Salí despedido hacia arriba. El dolor que sentí era total, abrasador, que aniquilaba toda voluntad y poder para modificar la trayectoria. Una explosión en mi interior me impulsó hacia arriba, hacia la luz nevada y perlada que había caído sobre mí como un torrente, como de costumbre, desde un ojo amenazador, derramando sus infinitos rayos sobre el panorama urbano, hasta convertirse en una ola sísmica de luz abrasadora e ingrávida que se extendía sobre todas las cosas grandes y pequeñas.
Seguí ascendiendo, girando como si la fuerza de la explosión interior no cejara en su intensidad, y comprobé horrorizado que mis ropas se habían quemado y que de mi cuerpo emanaba un humo que se confundía con el viento que se arremolinaba a mi alrededor.
Contemplé mi cuerpo, mis piernas y mis brazos desnudos y extendidos, recortándose contra la cegadora luz. Tenía la carne abrasada, negra, reluciente, adherida a los tendones de mi cuerpo, pegada al amasijo de músculos que envolvían mis huesos.
El dolor alcanzó un punto insoportable, pero por increíble que parezca no me importó; me dirigía hacia mi muerte, y este interminable tormento carecía de importancia. Yo era capaz de soportarlo todo, incluso el intenso ardor que sentía en los ojos, sabiendo que no tardarían en fundirse o estallar en este horno de luz solar, y que toda la carne se desprendería de mi cuerpo.
Súbitamente, la escena cambió. El rugido del viento se disipó, los ojos dejaron de escocerme y vi con claridad. En torno de mí sonó un gigantesco coro de himnos que me era familiar. Me hallaba ante un altar, y al alzar la vista, contemplé una iglesia abarrotada de fieles. Sus columnas pintadas se erguían como abigarrados árboles de la masa de bocas que cantaban y ojos que miraban maravillados.
Por doquier, a diestro y siniestro, vi esta inmensa e infinita congregación. La iglesia no estaba sostenida por unos muros, y las elevadas cúpulas, decoradas con el oro más puro y refulgente y unos santos y ángeles esculpidos, daban paso al vasto, etéreo e ilimitado cielo azul.
Aspiré el perfume del incienso. A mi alrededor, unas campanas menudas y doradas tañeron al unísono, emitiendo una sucesión de delicadas melodías. El humo hizo que me escocieran los ojos, pero dulcemente, al igual que la fragancia del incienso llenaba mi nariz y hacía que me lloraran los ojos; mi vista percibió todo cuanto gusté, toqué y oí.
Extendí los brazos y vi que estaban envueltos en unas mangas largas, ribeteadas de oro, por cuyos bordes asomaban unas muñecas cubiertas con el suave vello de un hombre mortal. Esas manos eran mías, sí, pero unas manos muchos años más allá del punto mortal en que la vida había quedado fijada en mí. Eran las manos de un hombre. De mi boca brotó una canción, resonando sola y potente sobre la congregación, y las voces del coro se alzaron en respuesta a ella, y entoné de nuevo mi convicción, una profunda convicción que me había calado hasta el tuétano.
—Cristo ha venido. La encarnación ha comenzado en todas las cosas y todos los hombres y mujeres, y continuará eternamente.
Era una canción tan perfecta que las lágrimas rodaron por mis mejillas; y cuando agaché la cabeza y junté las manos, contemplé ante mí el pan y el vino, una hogaza que sería bendecida y partida, y el vino en el cáliz de oro que sería transformado.
—¡Este es el cuerpo de Jesucristo, y ésta es la sangre que ha derramado por nosotros ahora y antes y siempre, y en cada momento en que estamos vivos! —canté. Apoyé las manos sobre la hogaza y la alcé, y una intensa luz brotó de ella, y los fieles entonaron con voz potente el himno de alabanza más dulce.
Tomé el cáliz. Lo sostuve en alto mientras las campanas tañían en los campanarios, que se arracimaban junto a las torres de esta inmensa iglesia, prolongándose a lo largo de muchos kilómetros en todos los sentidos. El mundo entero se había convertido en una gloriosa multitud de iglesias; junto a mí seguían tañendo las campanitas doradas.
Percibí de nuevo una vaharada de incienso. Tras depositar el cáliz sobre el altar, observé el mar de rostros que se extendía ante mí. Volví la cabeza hacia la derecha y la izquierda; luego alcé la vista y contemplé los mosaicos que se disipaban y confundían con las elevadas nubes blancas que se deslizaban por el cielo.
Vi las cúpulas doradas bajo el firmamento, y los tejados que se extendían hasta el infinito de Podil.
Comprendí que era la Ciudad de Vladimir en todo su esplendor, y que me hallaba en el gran santuario de Santa Sofía. Habían retirado todas las mamparas que me hubieran separado de la gente. Las otras iglesias que en mi infancia no constituían sino un montón de ruinas habían recuperado su magnificencia; y las cúpulas doradas de Kíev absorbían la luz solar y la emitían con la potencia de un millón de planetas bañados por el fuego eterno de un millón de estrellas.
—¡Mi Señor, Dios mío! —exclamé. Bajé la vista y contemplé los exquisitos bordados de mis ropajes, de raso verde, bordados con hilos metálicos de oro puro.
A cada lado tenía a mis hermanos en Cristo, unos individuos barbudos de ojos resplandecientes que me ayudaban y cantaban los himnos que yo entonaba, confundiéndose nuestras voces, pasando de un himno a otro en unas notas que casi me parecía ver ascendiendo ante mí hacia el etéreo firmamento.