Authors: Anne Rice
Marius lo miró con expresión amable, intrigado, sin alarmarse.
—Esta noche Nueva York nos pertenece —respondió. Luego contempló con cierta aprensión la boca del horno por última vez—. A menos que una parte de su espíritu, tan tenaz en vida, se haya aferrado a sus volantes de encaje y a sus prendas de terciopelo.
Yo cerré los ojos. ¡Dios, deja que cierre mi mente, que la selle por completo!
Marius siguió hablando, traspasando con su voz el frágil caparazón de mi conciencia.
—Nunca he creído en esas cosas —dijo—. En cierto modo, nosotros somos como la eucaristía, ¿no crees? Somos el cuerpo y la sangre de un misterioso dios sólo en tanto en cuanto nos atengamos a la forma elegida. ¿Qué son unos mechones de pelo cobrizo y unos fragmentos de encaje chamuscado? Él ya no existe.
—No te comprendo —confesó Santino suavemente—. Si crees que nunca le amé, te equivocas.
—Vamos —dijo Marius—. Hemos concluido nuestra tarea. No queda ni rastro de ellos. Pero prométeme en tu vieja alma católica que no irás en busca del velo. Lo han contemplado un millón de ojos, Santino, y no ha ocurrido nada de particular. El mundo sigue siendo el mundo, los niños mueren en cada cuadrante bajo el cielo, de hambre y soledad.
No podía continuar arriesgándome. Me alejé de esa imagen, escrutando la noche como un rayo luminoso, buscando algún mortal que hubiera visto salir a Marius y Santino del edificio en el que habían llevado a cabo su importante labor, pero éstos lo habían abandonado rápida y sigilosamente.
Noté que se alejaban. Sentí la repentina ausencia de su aliento, su pulso, y deduje que el viento se los había llevado.
Por fin, al cabo de una hora, dejé que mi ojo examinara las estancias que ellos habían recorrido.
Todo estaba en orden. Los pobres y confusos técnicos y guardas, a quienes los pálidos espectros de otra dimensión habían hechizado suavemente mientras cumplían su siniestra misión, se habían recobrado sin mayores problemas.
Por la mañana descubrirían el robo y los artículos que faltaban, y el milagro de Dora sufriría otro duro golpe que mermaría su credibilidad.
Estaba disgustado; emití unos sollozos secos y roncos, incapaz de hacer que acudieran las lágrimas.
Creo que en cierta ocasión vi en el reflejo del hielo mi mano, una garra grotesca, más parecida a un objeto desollado que quemado, tan negro y reluciente como recordaba haberlo imaginado o visto.
Entonces me asaltó un misterio. ¿Cómo pude haber asesinado al hermano de mi pobre Sybelle? Sin duda era una fantasía. ¿Cómo pude haberlo ejecutado rápida y fríamente mientras me elevaba y caía bajo el peso del sol matutino?
Si eso no había sucedido, si yo no había matado y succionado la sangre del despreciable y vengativo hermano de Sybelle, tanto ésta como mi pequeño beduino debían de ser también un sueño. ¡Dios mío! ¿Qué nuevos horrores me aguardaban?
La noche alcanzó su hora más cruel. Unos lejanos relojes situados en habitaciones con muros de yeso pintados dieron la hora. Unas ruedas circulaban sobre la nieve. Alcé de nuevo la mano, con lo que se produjo el inevitable crujido y chasquido. El hielo que me rodeaba se rompió en mil pedazos, como fragmentos de cristal.
Levanté los ojos y contemplé las refulgentes estrellas. Qué hermosas son estas guardianas de las torres de cristal con sus cuadrados dorados de luz fijos, dispuestas en razón de su jerarquía a lo largo y ancho del vasto firmamento para puntear la etérea negrura de la noche invernal. Aquí viene el viento tirano, silbando a través de los cristalinos cañones que se extienden sobre este pequeño lecho donde yace abandonado un demonio, contemplando con la visión robada a un alma superior las brillantes luces de la ciudad que se reflejan en las nubes. ¡Ah, estrellas, cuánto os he odiado y envidiado por proseguir implacables vuestro curso en el espantoso vacío!
Sin embargo, ahora no odiaba nada. Mi dolor era una purga que me había librado de todo sentimiento indigno. Observé cómo se nublaba el cielo, convirtiéndose durante un silencio y espléndido momento en un diamante; luego la suave bruma asumió de nuevo el resplandor dorado de las farolas y envió como respuesta una ligera nevada.
Me tocó el rostro. Me tocó la mano extendida. Me tocó todo el cuerpo a medida que sus diminutos copos mágicos se derretían.
—Ahora saldrá el sol —murmuré, como si un ángel guardián me estrechara entre sus brazos—. Sus rayos me localizarán a través de este pequeño y destartalado toldo de hojalata y transportará mi alma a unos abismos de dolor aún más profundos.
En aquel momento una voz protestó. Una voz que suplicó que no ocurriera. Era la mía, por supuesto, ¿por qué no iba a engañarme? Estaba loco si creía que podía soportar las quemaduras que había sufrido y que las podía aguantar de nuevo conscientemente.
Sin embargo, no era mi voz, sino la de Benjamin, que estaba rezando. Dirigí mis ojos descarnados hacia él y le vi. Estaba arrodillado en la habitación donde ella dormía como un melocotón maduro y suculento, acostada entre las suaves y arrugadas ropas de la cama.
—¡Oh, ángel, Dybbuk! ¡Ayúdanos! Una vez viniste. Ven otra vez. Me irrita que no acudas.
¿Cuántas horas faltan para que amanezca, jovencito?, susurré en su oreja, delicada como una pequeña concha. ¡Como si yo no lo supiera!
—¡Dybbuk! —exclamó Benjamin—. ¿Eres tú quien me habla? ¡Despierta, Sybelle!
Recapacita antes de despertarla. Soy un ser horripilante que vaga por la Tierra. No soy el ser resplandeciente que viste cómo amaba a vuestro enemigo y bebía su sangre al tiempo que gozaba, contemplaba la belleza de Sybelle y tu euforia. Soy un monstruo que he venido a cobrar la deuda que habéis contraído conmigo, un insulto a vuestros inocentes ojos. Ten por seguro, jovencito, que seré vuestro para siempre si me hacéis este favor, si venís a mí, si me socorréis, si me ayudáis, porque mi voluntad me ha abandonado, y estoy solo, y deseo recuperarme pero no puedo hacerlo yo solo, y mis años no significan ya nada, y tengo miedo.
Benjamin se levantó y miró la lejana ventana, a través de la cual yo le había visto observarme por sus ojos mortales, pero a través de la cual no podía verme ahora, tendido como estaba sobre un tejado situado más abajo del elegante apartamento que él compartía con mi ángel. Benjamin cuadró los hombros y arrugó el ceño, asumiendo una expresión seria. En aquel instante, con sus negras cejas fruncidas en un gesto de profunda concentración, era la viva imagen de un querubín que yo había visto pintado en un muro bizantino.
—¡No tienes más que decir lo que deseas, Dybbuk, e iré a reunirme contigo! —declaró Benjamin, blandiendo su puño menudo pero poderoso—. ¿Dónde estás, Dybbuk, qué temes que no podamos vencer juntos? ¡Despierta, Sybelle! ¡Nuestro divino Dybbuk ha regresado y nos necesita!
Iban a venir a buscarme. Era el edificio situado junto al suyo, un montón de ruinas. Benjamin lo conocía. A través de unos débiles murmullos telepáticos le rogué que trajera un martillo y un pico para romper el hielo que quedaba y unas grandes y mullidas mantas con las que envolverme.
Yo sabía que no pesaba nada. Girando dolorosamente los brazos, logré partir otro fragmento del hielo que me cubría. Me palpé la cabeza con una mano semejante a una garra y comprobé que me había vuelto a crecer el pelo, tan espeso y cobrizo como antes. Sostuve un mechón bajo la luz, pero mi brazo no soportó el lacerante dolor y lo dejé caer, incapaz de cerrar ni mover mis dedos deformes y resecos.
Tenía que realizar un encantamiento, al menos cuando llegaran Benjamin y Sybelle. No quería que contemplaran al ser en el que me había convertido, un monstruo negro y correoso. Ningún mortal podría resistir verme en este estado, por amables que fueran las palabras que brotaran de mis labios. Debía protegerme.
Dado que no tenía un espejo, ¿cómo sabía yo el aspecto que presentaba ni lo que debía hacer? Tenía que soñar, soñar con los viejos tiempos en Venecia cuando había podido contemplar mi belleza en el espejo del sastre y transmitir esa visión a las mentes de mis jóvenes amigos, aunque requiriera toda la fuerza que yo poseía; sí, eso era lo que debía hacer, aparte de darles algunas instrucciones.
Permanecí inmóvil, observando los suaves y cálidos copos de nieve, tan distintos de la terrible ventisca que se había producido antes. No me atrevía a utilizar mis poderes para seguir sus pasos.
En éstas oí el estruendo de un cristal al romperse y un portazo, seguido por unos pasos irregulares y apresurados por la escalera metálica, tropezando en los rellanos.
Mi corazón latía aceleradamente, y cada pequeña convulsión me producía un dolor intenso, como si mi sangre me abrasara.
De pronto la puerta de acero del terrado se abrió bruscamente y los oí correr hacia mí. Bajo la tenue y fantasmagórica luz de los rascacielos que me rodeaban, vi sus figuras menudas; ella semejante a un hada, y él un niño que no debía de tener más de doce años, apresurándose hacia mí.
¡Sybelle! Salió al terrado sin abrigo, con el pelo suelto y enmarañado, hecho una pena, y Benjamín vestido con su delgada chilaba de hilo. Pero portaban una amplia manta con que cubrirme, y yo me apresuré a invocar una visión.
Dame al niño que yo era, dame mi mejor traje de raso verde y mis volantes de encaje, dame mis medias y mis botas con cordones, y deja que mi cabello presente un aspecto limpio y lustroso. Abrí los ojos lentamente y miré a uno y a otra, observando sus pequeños rostros pálidos y arrobados. Parecían dos vagabundos de la noche ahí plantados en la nieve que comenzaba a derretirse.
—¡Nos tenías muy preocupados, Dybbuk! —exclamó Benjamín con tono agitado—. ¡Qué hermoso eres!
—No creas en lo que ves, Benjamín —repuse—. Apresuraos, partid el hielo con vuestras herramientas y tapadme con la manta.
Fue Sybelle quien empuñó con ambas manos el martillo de hierro con un mango de madera y descargó un contundente golpe sobre el hielo, rompiendo de inmediato la suave capa superior. Benjamin comenzó a partir el hielo rápidamente, como si se hubiera convertido en una pequeña máquina, golpeando con el pico a diestro y siniestro, desmenuzándolo, haciendo que los fragmentos de hielo volaran en todas direcciones.
El viento agitó el pelo de Sybelle, que se le metía en los ojos. Tenía unos copos de nieve adheridos a los párpados.
Yo sostuve la imagen, un niño desvalido, vestido con un traje de raso, las manos suaves y sonrosadas con las palmas hacia arriba, incapaz de ayudarlos.
—No llores, Dybbuk —declaró Benjamín, agarrando un pedazo enorme de hielo con ambas manos—. Nosotros te sacaremos de aquí, no llores, ahora eres nuestro. Ya te tenemos.
Benjamín arrojó a un lado las relucientes e irregulares planchas de hielo. Él mismo parecía estar congelado, más sólido que el hielo, observándome al tiempo que sus labios dibujaban una «O» de asombro.
—¡Pero si estás cambiando de color, Dybbuk! —exclamó, alargando la mano para tocar mi ilusorio rostro.
—No hagas eso, Benji —le reprendió Sybelle.
Era la primera vez que yo oía su voz, y observé la firme y valerosa serenidad que reflejaba su pálido semblante. El viento hacía que los ojos le lagrimearan, pero ella no perdió la compostura. Retiró uno trocitos de hielo que yo tenía pegados en el pelo.
Sentí un terrible escalofrío que apagó mi calor, sí, pero al mismo tiempo hizo que rodaran unas lágrimas por mis mejillas. ¿Eran de sangre?
—No me miréis —dije—. Benji, Sybelle, apartad la vista de mí. Dadme la manta.
Sybelle achicó los ojos y siguió observándome perpleja, desobedeciendo mis órdenes, sin pestañear, sujetando con una mano el cuello de su delgada bata de algodón para protegerse del viento, la otra suspendida sobre mi cabeza.
—¿Qué te ha ocurrido desde que acudiste a nosotros? —preguntó con tono afectuoso—. ¿Quién te ha hecho eso?
Tragué saliva e hice que retornara la visión. La invoqué con todos los poros de mi cuerpo, como si éste fuera una agencia de aliento.
—No vuelvas a hacerlo —dijo Sybelle—. Te debilita y sufres mucho.
—Me curaré, tesoro —respondí—. Te lo prometo. No tendré siempre este aspecto, me recuperaré enseguida. Pero sacadme de este terrado. Sacadme de este gélido lugar y llevadme donde el sol no pueda alcanzarme. Fue el sol quien me quemó. Sólo el sol. Tendréis que transportarme en brazos. No puedo andar, ni siquiera arrastrarme. Soy una criatura nocturna. Ocultadme en la oscuridad.
—Basta, no digas más —contestó Benji.
Al abrir los ojos, contemplé una gigantesca ola de mar azul y reluciente sobre mí, como si me envolviera el cielo estival. Sentí la suave textura del terciopelo, e incluso eso me produjo dolor en mi piel abrasada, pero era un dolor soportable gracias a los tiernos cuidados de Benji y Sybelle, y por esto, por sentir sus manos solícitas, su amor, yo estaba dispuesto a soportarlo todo.
Entre ambos me levantaron del suelo y me abrigaron con la manta. Yo sabía que no pesaba, pero me disgustaba estar tan desvalido.
—¿No soy lo suficientemente ligero para que podáis transportarme en brazos? —pregunté. Incliné la cabeza inclinada hacia atrás y contemplé de nuevo la nieve, y confié en que cuando se me aclarara la vista podría contemplar también las estrellas en lo alto, inmóviles y silenciosas más allá del resplandor de un diminuto planeta.
—No temas —musitó Sybelle, acercando los labios a la manta.
Me percaté de que de su sangre manaba un aroma intenso y espeso como la miel.
Sosteniéndome entre ambos, Benji y Sybelle atravesaron a toda prisa el terrado. Me había librado de la nieve y el hielo que laceraba mi piel, era libre, probablemente para siempre. No podía pensar en su sangre. No podía permitir que este cuerpo abrasado y hambriento se saliera con la suya. Era inconcebible.
Bajamos por la escalera metálica, doblando una y otra esquina. Los pasitos de los jóvenes resonaban sobre los escalones de acero mientras yo trataba de encajar las sacudidas que padecía mi dolorido cuerpo. Contemplé el techo de la escalera, y de pronto me abrumó el olor de la sangre de los dos jóvenes, confundiéndose una con otra, y cerré los ojos y crispé mis puños abrasados, percibiendo el crujir de mi piel correosa. Me clavé las uñas en las palmas de las manos.
—Descuida, no dejaremos que caigas —me susurró Sybelle al oído—. No vamos lejos. ¡Dios mío, qué aspecto tienes! ¡Estás completamente quemado por el sol!