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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (62 page)

—¡Basta, te lo suplico! —murmuré, alzando las manos—. Déjame intentarlo, déjale que me lastime si puede, y luego lárgate.

No estaba convencido de lo que acababa de decir, no sentí ningún poder en mis palabras, sólo humildad y una tristeza inenarrable.

Pero a ella sí le impresionaron. Por primera vez su rostro mostró una expresión compungida, sus ojos enrojecieron y se llenaron de lágrimas y apretó los labios.

—Pobre criatura perdida, pobre Armand —dijo Gabrielle—. Lo siento por ti. Me alegré al saber que habías sobrevivido al sol.

—En ese caso yo te perdono, Gabrielle —respondí—, por todas las cosas crueles que me has dicho.

Gabrielle me observó con expresión pensativa y al cabo de unos instantes asintió lentamente. Luego alzó las manos, retrocedió silenciosamente y ocupó de nuevo su lugar, sentándose en los escalones del altar y apoyando la cabeza contra el comulgatorio. Encogió las piernas como antes y me miró con el rostro en sombra.

Yo aguardé. Gabrielle permaneció inmóvil, en silencio. Los ocupantes de la catedral no emitieron el menor sonido. Oí los latidos acompasados del corazón de Sybelle y la respiración entrecortada de Benji, pero se encontraban a varios metros de mí.

Miré a Lestat, el cual seguía en la misma posición, con un mechón de pelo sobre el ojo derecho. Tenía el brazo derecho extendido y los dedos curvados hacia arriba. No se percibía el menor movimiento de su cuerpo, ni siquiera sus pulmones al respirar, ni un suspiro a través de sus poros.

Me arrodillé de nuevo junto a él. Alargué la mano y sin dudar ni titubear le aparté el pelo del rostro.

Sentí el estupor que mi ademán había provocado en los otros. Los oí suspirar y emitir una breve exclamación de asombro.

Lentamente, le acaricié el pelo con ternura, y observé, estupefacto pero en silencio, que una de mis lágrimas había caído sobre su rostro.

Era una lágrima roja pero acuosa, transparente, que se deslizó sobre la curva de su pómulo y desapareció en el hueco debajo de éste.

Me aproximé más a él, volviéndome hacia un lado para contemplarlo de frente, con la mano apoyada en su cabello. Luego extendí las piernas hacia atrás, tumbándome junto a él, y apoyé el rostro sobre su brazo extendido.

De nuevo percibí unas exclamaciones de estupor y unos suspiros; yo traté de impedir que el orgullo contaminara el amor que sentía mi corazón.

No era un amor diferenciado ni definido, sino simplemente amor, el amor que yo quizá podía sentir por una persona a la que había matado o a la que había succionado su sangre, o con quien me había cruzado en la calle, o a quien conocía y valoraba tanto como a él.

El peso de su dolor se me antojó inimaginable, y en mi mente concebí una noción del mismo que abarcaba la tragedia que todos habíamos sufrido, quienes matan para vivir, y se nutren de la muerte tal como decreta la misma Tierra, y están condenados a ser conscientes de ello, y saben milimétricamente hasta qué punto todas las cosas que nos alimentan languidecen lentamente hasta desaparecer. Dolor, un dolor mucho mayor que el remordimiento, e infinitamente más culpable, un dolor demasiado intenso para que lo soporte el mundo.

Me incorporé. Apoyé el peso sobre un codo y deslicé los dedos de la mano derecha suavemente por su cuello. Oprimí lentamente los labios sobre su piel blanca y sedosa y aspiré el viejo e inconfundible sabor y aroma de su persona, un aroma dulzón e indefinible y personal, compuesto por todas sus dotes físicas y las que le fueron concedidas posteriormente, y oprimí mis colmillos a través de su piel para saborear su sangre.

En aquel momento no era consciente de hallarme en la capilla, no oí suspiros escandalizados ni exclamaciones reverentes. No oí nada, y sin embargo sabía lo que ocurría a mi alrededor. Lo sabía como si aquel lugar tangible no fuera sino un fantasma, pues lo único real era su sangre.

Era espesa como la miel, con un sabor profundo e intenso, un jarabe para los mismos ángeles.

Al beber gemí de gozo, sintiendo el calor abrasador de aquella sangre, tan distinta de la sangre humana. Con cada latido acompasado de su poderoso corazón brotaba un nuevo chorro de sangre, hasta que me llenó la boca y se deslizó por mi garganta sin tener que esforzarme en tragarla; y el sonido de su corazón se hizo más y más fuerte, y un resplandor rojizo me nubló la vista, y a través de ese resplandor vi un gran remolino de polvo.

De la nada surgió de pronto una barahúnda de voces, mezclada con una arena ácida que me escoció los ojos. Era un lugar en el desierto, antiguo y lleno de cosas comunes que olían que apestaban, a sudor, a porquería, a muerte. Las voces gritaban y resonaban por los sucios muros que me rodeaban. Las voces se superponían unas a otras, emitiendo exclamaciones despectivas, befas, alaridos de horror y ásperos retazos de frases blasfemas expresadas con indiferencia que sonaban sobre unos gritos desgarradores y terribles de dolor y alarma.

Me vi estrujado por los cuerpos que me rodeaban, pugnando por liberarme, sintiendo el sol que abrasaba mi brazo extendido. Comprendía las palabras que oía a mi alrededor, una vieja lengua expresada por medio de gritos y gemidos mientras me esforzaba en aproximarme a la fuente de aquel tumulto provocado por una masa grotesca y sudorosa que me empujaba de un lado a otro y me impedía avanzar.

Temí morir aplastado por esos hombres andrajosos, de piel áspera, y esas mujeres cubiertas con un velo vestidas con toscas ropas de confección casera, que no cesaban de empujarme con los codos y de pisarme. No alcanzaba a ver lo que ocurría frente a mí. Extendí los brazos, ensordecido por los gritos y las perversas y feroces carcajadas, y de pronto, como por decreto, la multitud se separó y contemplé la sensacional obra de arte.

Era Él, cubierto con una túnica blanca y desgarrada, ese personaje cuyo rostro había visto estampado en las fibras del velo. Los brazos sujetos con unas gruesas e irregulares cadenas de hierro a la pesada y monstruosa cruz, encorvado debido al peso, el cabello colgando a ambos lados de su rostro lacerado y entumecido. La sangre causada por la corona de espinas le nublaba los ojos, que mantenía abiertos, sin pestañear.

Él me miró, asombrado, ligeramente desconcertado. Me contempló detenidamente, como si no le rodeara una multitud, como si de vez en cuando el soldado no hiciera restallar un látigo sobre su espalda y su cabeza agachada. Me miró fijamente, con el pelo enmarañado y empapado en sangre, los párpados llagados y sangrando.

—¡Señor! —exclamé.

Creo que alargué las manos hacia él, pues eran mis manos menudas y pálidas las que vi pugnando por tocarle el rostro.

—¡Señor! —exclamé de nuevo. Él me observó, inmóvil, sus ojos fijos en los míos, las manos suspendidas de las cadenas de hierro, los labios chorreando sangre.

De pronto noté un contundente golpe que me precipitó hacia delante. Su rostro llenaba todo mi campo visual, su rostro constituía la medida de todo cuanto alcanzaba a ver: su piel manchada y rota, sus pestañas negras, húmedas y enmarañadas, las grandes y relucientes órbitas de sus ojos con las pupilas negras.

Se aproximó más y más. La sangre se deslizaba sobre sus gruesas cejas y sus mejillas demacradas. Abrió la boca y emitió un sonido, un suspiro seguido del ronco murmullo de su respiración, que fue cobrando intensidad a medida que su rostro se hacía más grande, perdiendo sus facciones, convirtiéndose en la suma de todos sus colores vagos y borrosos, al tiempo que el sonido se convertía en un rugido nítido y ensordecedor.

Grité aterrorizado. La multitud me empujó hacia atrás. Sin embargo, mientras contemplaba aquella figura familiar y el antiguo marco de su rostro con su corona de espinas, el rostro se fue agrandando hasta adquirir proporciones gigantescas, haciéndose más borroso, y de pronto me pareció que se abatía sobre mí y sofocaba mi rostro con un peso inmenso y total.

Grité. Me sentía impotente, ingrávido, incapaz de respirar. Grité como jamás había gritado en toda mi miserable vida, emitiendo un grito tan estentóreo que el rugido reverberó en mis oídos, pero la visión siguió aproximándose a mí, la gigantesca e ineludible masa que había sido su rostro.

—¡Oh, Señor! —grité con todas las fuerzas de mis pulmones abrasados. Oí el rugido del viento.

Sentí un golpe en la parte posterior de la cabeza tan violento que me partió el cráneo. Oí el chasquido del hueso al partirse. Sentí un chorro viscoso de sangre deslizándose por mi cuello.

Abrí los ojos. Miré al frente. Me hallaba en el otro extremo de la capilla, apoyado contra el muro encalado, con las piernas estiradas, los brazos colgando a los costados y la cabeza ardiendo debido al dolor producido por el golpe contra el muro.

Lestat no se había movido. Yo estaba seguro de ello.

No era preciso que lo dijera nadie. No fue él quien me arrojó contra el muro.

Caí de bruces, colocando un brazo debajo de la cabeza para amortiguar el golpe. Me di cuenta de que estaba rodeado de pies, de que Louis estaba cerca de mí, de que incluso se había aproximado Gabrielle, y me di cuenta también de que Marius se llevaba a Sybelle y a Benjamín de allí.

En el denso silencio percibí tan sólo la aguda vocecita de Benjamin al preguntar:

—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Qué ha pasado? El rubio no le golpeó. Yo lo vi. No le golpeó. Él no...

Oculté el rostro, empapado en lágrimas, me tapé la cabeza con manos temblorosas para que no vieran mi amarga sonrisa, aunque era imposible ocultar mis sollozos.

Lloré durante largo rato. Luego, poco a poco, la herida de mi cabeza comenzó a cicatrizar, como yo sabía que ocurriría. La pérfida sangre subió a la superficie de mi piel, produciéndome un cosquilleo mientras cumplía su pérfida labor, cosiendo la carne como un diabólico rayo láser.

Alguien me entregó un pañuelo. Me pareció que emanaba un leve aroma a Louis, pero no estaba seguro de ello. Transcurrió mucho rato, quizás una hora, antes de que me lo pasara por la cara para enjugarme la sangre. Transcurrió otra hora, una hora de tranquilidad, durante la cual algunos de los presentes se retiraron discretamente, antes de que yo me incorporara, apoyando la espalda en el muro. La cabeza ya no me dolía, la herida había desaparecido, y la sangre reseca no tardaría en desprenderse.

Le miré durante largo rato, en silencio. Sentí frío, soledad, angustia. Nada de lo que los otros murmuraban llegó a mis oídos. No observé ningún gesto ni movimiento a mi alrededor.

En el sanctasanctórum de mi mente, repasé despacio, con precisión, todo cuanto había visto y oído, todo lo que acabo de relatarte.

Por fin me levanté, regresé junto a él y le miré.

Gabrielle me dijo algo, unas palabras duras y crueles, pero no las oí. Sólo percibí el sonido, la cadencia, como si su viejo acento francés, que yo había oído mil veces, fuera una lengua que yo desconociera.

Me arrodillé y le besé el pelo. Lestat no se movió. No varió de postura. Yo no temía que lo hiciera, ni tampoco confiaba en que lo hiciera. Le besé de nuevo en la mejilla. Luego me levanté, me limpié las manos en el pañuelo que aún sostenía y me marché.

Creo que permanecí sumido en una especie de letargo durante largo rato. De golpe recordé algo que Dora había dicho hacía mucho tiempo, sobre una niña que había muerto en el ático, sobre un pequeño fantasma y unas ropas viejas.

Aferrándome a ese recuerdo, temeroso de que se disipara, logré encaminarme hacia la escalera.

Fue allí donde al cabo de unos minutos me encontré contigo. Ahora ya sabes, para bien o para mal, lo que vi y lo que no vi.

Así concluye mi sinfonía. Permite que la firme. Cuando hayas terminado de copiarla, entregaré mi transcripción a Sybelle. Y quizá también a Benji. Con el resto puedes hacer lo que te plazca.

25

Esto no es un epílogo. Es el último capítulo de un relato que creí que había concluido. Lo escribo de mi puño y letra. Será breve, pues no queda ningún drama en mí y debo manipular con sumo cuidado los escuetos pormenores de esta historia.

Quizá más adelante se me ocurran las palabras precisas para ahondar en los detalles de lo ocurrido, pero de momento sólo soy capaz de describirlo escuetamente.

No abandoné el convento después de escribir mi nombre en la copia que David ha redactado fielmente. Era demasiado tarde.

La noche se había consumido en palabras, y tuve que retirarme a una de las celdas de ladrillo secretas del lugar que David me había mostrado, un lugar donde Lestat había estado preso anteriormente, y allí, tumbado en el suelo, en la oscuridad, excitado por todo lo que había relatado a David, y más agotado de lo que jamás me había sentido, me quedé inmediata y profundamente dormido poco antes del alba.

Cuando oscureció me levanté, me alisé la ropa y regresé a la capilla. Me arrodillé y besé a Lestat con un afecto sin reservas, al igual que había hecho la noche anterior. No reparé en si había alguien presente.

Siguiendo las instrucciones de Marius, me alejé del convento, bañado por las primeras luces violeta del crepúsculo, confiado, admirando las flores, atento a oír los acordes de la sonata de Sybelle que me conducirían a la casa indicada.

Al cabo de unos segundos percibí la música, las distantes pero rápidas frases del Allegro assai, o primer movimiento, de la conocida canción de Sybelle.

Esta la tocaba con insólita precisión, una nueva y lánguida cadencia que otorgaba a la pieza una poderosa autoridad rojo rubí que me entusiasmó.

Me alegró comprobar que no había aterrorizado a mi joven pupila. Estaba perfectamente, tal vez enamorada de la lánguida y húmeda belleza de Nueva Orleans, como nos ha ocurrido a tantos.

Me dirigí apresuradamente hacia mi destino y por fin me detuve, un tanto despeinado debido al viento, frente a un enorme edificio de ladrillo de tres pisos en Metairie, un suburbio «campestre» de Nueva Orleans próximo a la ciudad con un aire prodigiosamente remoto.

Los gigantescos robles que Marius me había descrito rodeaban esta mansión americana, y, tal como me había asegurado, todas las puertas de doble hoja compuestas por unos relucientes paneles de madera estaban abiertas para dejar pasar la brisa nocturna. Pisé la hierba alta y suave. A través de todas las ventanas brillaba una luz espléndida, tan necesaria para Marius, al tiempo que brotaban las notas de la Appassionata, la cual se deslizaba con extraordinaria gracia hacia el segundo movimiento, Andante con motto, que promete ser uno de los segmentos más plácidos de la obra, pero que no tarda en adquirir la misma furia que el resto de la sonata.

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