Authors: Anne Rice
No podía contenerme. Me detuve para recuperar el aliento y escuchar la música de Sybelle, y al percatarme de lo hermosa que era, melancólica, expresiva e insólitamente misteriosa, estuve a punto de echarme a llorar de nuevo. Pero no podía consentirlo. Tenía aún mucho que decir, al menos eso creía.
—Fuiste tú, maestro, quien dijiste que nos movíamos en un mundo donde las antiguas religiones basadas en la superstición y la violencia habían perdido vigencia. Dijiste que vivíamos en una época en que el mal ya no aspiraba a ocupar un lugar necesario. Recuerda, maestro, que le dijiste a Lestat que no había un credo ni un código que justificara nuestra existencia, que los hombres saben ahora lo que es el mal, y el mal real es el hambre, la pobreza, la ignorancia, la guerra y el frío. Tú mismo dijiste estas cosas, maestro, con más elegancia y elocuencia que yo. Éstos eran los nobles razonamientos que empleabas cuando discutías con nosotros, con los más ruines de nuestra especie, proclamando la santidad y la preciosa gloria de este mundo natural y humano. Fuiste tú quien defendía el alma humana, afirmando que había adquirido una mayor espiritualidad y nobleza de sentimientos, que los hombres ya no vivían deslumhrados por el glamour de la guerra sino que habían descubierto unas cosas que antes estaban reservadas a los poderosos y los ricos, y que ahora estaban al alcance de todos. Fuiste tú quien dijiste que una nueva iluminación, una nueva razón, ética y misericordia, había resurgido después de los tenebrosos siglos regidos por unas religiones sanguinarias, para emanar no sólo su luz sino su calor.
—Basta, Armand, no digas nada más —me rogó Marius. Lo dijo con tono amable pero firme—. Recuerdo esas palabras. Recuerdo todo lo que dije. Pero ya no creo esas cosas.
Me quedé estupefacto. Me asombró la increíble sencillez con que renegaba de lo que había afirmado una y mil veces. No me cabía en la cabeza, y sin embargo le conocía lo suficiente para saber que hablaba en serio.
Marius me observó fijamente.
—Antes lo creía, sí. Pero no era una convicción basada en la razón y la observación de la humanidad, como yo pensaba. Nunca lo fue, y cuando lo comprendí, cuando vi lo que era realmente, un fanatismo ciego, desesperado e irracional, esa convicción se vino abajo súbita y completamente.
»Dije esas cosas, Armand, porque quería creer que eran ciertas. Eran su propio credo, el credo de lo racional, el credo de lo ateo, el credo de lo lógico, el credo del sofisticado senador romano que no quería ver las nauseabundas realidades del mundo que le circundaba, porque si reconocía lo que veía en la miseria de sus hermanos y sus hermanas, se habría vuelto loco.
Marius se detuvo para recobrar el resuello y continuó, volviéndose de espaldas a la habitación brillantemente iluminada, como para proteger a los vampiros neófitos del ardor de sus palabras, como yo deseaba que hiciera.
—Conozco la historia, la he leído como otros leen la Biblia, y no descansaré hasta haber hallado todas las historias que se han escrito y podemos conocer, hasta que haya descifrado los códigos de todas las culturas que hayan dejado unas sugestivas pruebas que yo pueda arrancar de la tierra, piedra, papiro o arcilla.
»Pero mi optimismo era absurdo, yo era un ignorante, tan ignorante como acusaba a otros de serlo, me negaba a ver los horrores que me rodeaban, lo peor de este siglo, este siglo de la razón, unos horrores como jamás han existido en la historia de la la humanidad.
»No tienes más que echar la vista atrás para comprobar que lo que digo es cierto, hijo mío. Repasa la época dorada de Kíev, que sólo conocías a través de canciones después de que los mongoles hubieran quemado las catedrales y asesinado a la población como si fueran ganado, al igual que hicieron en todo Rus de Kíev durante doscientos años. Repasa las crónicas de toda Europa y verás que en todas partes había guerra, en Tierra Santa, en los bosques de Francia y Alemania, en la fértil tierra inglesa, sí, la bendita Inglaterra, y en cada rincón asiático del globo.
¿Por qué me había engañado durante tanto tiempo? ¿Es que no veía esos pastizales rusos, las ciudades quemadas? ¡Toda Europa pudo haber sucumbido a Gengis Khan! ¡Las grandes catedrales inglesas habían sido reducidas a un montón de cascotes por el arrogante rey Enrique!
Los libros de los mayas arrojados a las llamas por los sacerdotes españoles. Los incas, los aztecas, los olmecas, numerosos pueblos de todas las naciones, habían sido aniquilados...
—Es un horror tras otro, y ya no puedo seguir fingiendo que no los veo. Cuando veo a millones de personas morir en las cámaras de gas debido al capricho de un austríaco desquiciado, cuando veo tribus africanas enteras masacradas y las aguas de sus ríos rebosantes de cadáveres hinchados, cuando veo la hambruna cobrarse la vida de poblaciones enteras en una era de glotona abundancia, no puedo seguir creyendo en esas pláticas.
»No puedo precisar qué hecho acabó con mi autoengaño. No sé qué horror arrancó la máscara de mis mentiras. ¿Acaso los millones que morían de hambre en Ucrania, prisioneros de su dictador, o los miles que perecieron debido al veneno nuclear vertido desde el cielo sobre los campos, unas pobres gentes que no gozaban de la protección de los poderes gobernantes que antaño les habían matado de hambre? ¿Fueron quizá los monasterios del noble Nepal, unas ciudadelas de meditación y gracia que habían permanecido en pie durante miles de años, más antiguos incluso que yo mismo y toda mi filosofía, destruidos por un ejército de codiciosos militaristas enzarzados en una batalla sin cuartel contra los monjes ataviados con sus hábitos color azafrán, y los valiosos libros que arrojaron al fuego, y las campanas antiguas que fundieron para que no siguieran llamando a las gentes a orar? Y todo esto en el espacio de décadas hasta el día de hoy, mientras las naciones occidentales bailaban en sus discotecas y se bebían su licor, comentando de pasada la triste suerte del lejano Dalai Lama y apresurándose a cambiar de canal.
»No sé lo que fue. Quizá fueran los millones de chinos, japoneses, camboyanos, hebreos, ucranianos, polacos, rusos, kurdos... ¡Dios, la letanía es interminable! No tengo fe, he perdido el optimismo, no creo en los métodos de la razón ni la ética. No te reprocho que te detuvieras en los escalones de la catedral, con los brazos extendidos hacia su Dios que todo lo sabe y es todo perfección.
»No sé nada porque sé demasiado, no comprendo muchas cosas y jamás las comprenderé. Pero tú me enseñaste, más que todos los seres que he conocido, que el amor es necesario, tan necesario como la lluvia y las flores y los árboles, como la comida para el niño hambriento, y la sangre para los depredadores y carroñeros que somos los de nuestra especie. Necesitamos el amor, y sólo el amor puede hacernos olvidar y perdonar todas las salvajadas.
»De modo que saqué a tus pupilos de su fabuloso y prometedor mundo moderno, con sus enfermas y desesperadas masas. Los saqué y les concedí el único poder que poseo. Lo hice por ti. Les concedí tiempo, el tiempo para hallar quizás una respuesta que los mortales que viven en la época presente jamás hallarán.
»Esto es todo. Yo sabía que protestarías, que sufrirías, pero también sabía que cuando yo hubiera terminado mi labor, serían tuyos y los amarías, y sabía que los necesitabas desesperadamente. De modo que a partir de ahora están unidos a la serpiente, al león y al lobo, y son muy superiores al peor de los hombres que han demostrado en esta época ser unos monstruos colosales, y libres para alimentarse de forma selectiva en un mundo sembrado de maldad capaz de engullir las malas hierbas que ellos deseen eliminar.
Entre nosotros se hizo el silencio.
Me quedé pensativo durante largo rato, pues no quise precipitarme a hablar. Sybelle había dejado de tocar, y yo sabía que estaba preocupada por mí y que me necesitaba: lo sentí, sentí el poderoso impulso de su alma vampírica. Dentro de unos momentos me acercaría a ella.
Sin embargo, aún quería decirle unas cuantas cosas a Marius:
—Debiste confiar en ellos, maestro, darles una oportunidad. Al margen de lo que pienses sobre el mundo, debiste concederles la oportunidad de vivir el tiempo que les correspondía en este mundo. Era su mundo y su tiempo.
Marius meneó la cabeza como si se sintiera decepcionado conmigo, y un poco cansado, y comoquiera que había resuelto estos temas en su mente hacía tiempo, quizás antes de que yo apareciera anoche, estaba dispuesto a dejarme marchar.
—Siempre serás mi hijo, Armand —dijo con una gran dignidad—. Todo cuanto poseo de mágico y divino está ligado a lo humano y siempre lo estará.
—Debiste concederles su hora. Tu amor por mí no te autorizaba a firmar su sentencia de muerte, su admisión a un mundo extraño e inexplicable. Quizá no seamos peores que los humanos, según tú, pero debiste guardarte tus opiniones. Debiste dejarlos en paz.
Era suficiente.
Además, en aquel momento apareció David. Llevaba una copia de la transcripción en la que habíamos estado trabajando, pero ése no era su problema. Se dirigió hacia nosotros pausadamente, anunciando su presencia de modo evidente para darnos ocasión de guardar silencio, lo cual hicimos.
Yo me volví hacia él, sin poder reprimirme.
—¿Sabías que iba a suceder esto? ¿Estabas presente cuando él lo hizo?
—No —respondió David con expresión solemne.
—Gracias —dije.
—Esos jóvenes te necesitan —comentó David—. Marius es su creador, pero te pertenecen a ti.
—Lo sé —repuse—. Me marcho. Haré lo que deba hacer.
Marius extendió la mano y me tocó en el hombro. De golpe me di cuenta de que el maestro estaba a punto de perder la compostura.
Cuando habló, lo hizo con voz trémula y embargado por la emoción. Detestaba la tormenta que se había desatado en su interior y estaba muy afectado por el disgusto que me había causado. No obstante, aunque lo comprendí con toda claridad, no me procuró ninguna satisfacción.
—Ahora me odias, y quizá tengas razón. Sabía que llorarías, pero reconozco que te he juzgado mal. Hay algo de lo que no me había percatado.
—¿A qué te refieres, maestro? —pregunté con un tono entre ácido y melodramático.
—Los amabas de forma generosa —respondió Marius—. Pese a sus curiosos defectos, y su chocante perversidad, no se sentían obligados hacia ti. Quizá los amaras más respetuosamente que yo a ti. Parecía sinceramente asombrado.
Yo me limité a asentir con la cabeza. No estaba seguro de que Marius estuviera en lo cierto. Nunca había puesto a prueba mi dependencia de Benji y Sybelle, pero no quise decírselo.
—Armand —dijo Marius—, sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que desees.
—Celebro que me lo digas, porque quizá lo haga —respondí—. A ellos les encanta este lugar, y yo estoy cansado. De modo que gracias por tu oferta.
—Una cosa más —dijo Marius—, y te lo digo de todo corazón.
—¿Qué, maestro?
David estaba junto a nosotros, de lo cual me alegré, pues frenaba mis lágrimas.
—Sinceramente no sé cómo responder a esto, y te lo pregunto con toda humildad —prosiguió Marius—. Cuando viste el velo, ¿qué es lo que viste exactamente? No me refiero a Cristo, o a Dios, o si se trataba de un milagro. Me refiero a si viste el rostro del ser, empapado en sangre, que dio origen a una religión culpable de más guerras y más crueldad que ningún otro credo. No te enojes conmigo, te lo ruego, sólo deseo que me lo expliques. ¿Qué es lo que viste? ¿Un magnífico recordatorio de los iconos que pintabas antaño? ¿O un rostro impregnado de amor y no de sangre? Dime si era amor en lugar de sangre. Deseo saberlo sinceramente.
—Me haces una pregunta muy antigua y muy simple —repuse—, y desde mi punto de vista no sabes nada. Me preguntas cómo es posible que fuera mi Señor, en vista de tu opinión sobre el mundo y sabiendo lo que sabes sobre los Evangelios y los Testamentos redactados en su nombre. Asimismo te extraña que yo crea en todo ello puesto que tú no lo crees, ¿me equivoco?
Marius asintió.
—En efecto. Me lo pregunto porque te conozco. Y sé que la fe es algo que tú no posees.
Su respuesta me dejó perplejo. Pero comprendí que tenía razón.
Sonreí. De pronto sentí una excitante y trágica satisfacción.
—Te comprendo —dije—. Y te responderé. Vi a Cristo. Una especie de luz teñida de sangre. Una personalidad, un ser humano, una presencia que presentí que conocía. No era el Señor Dios Padre Todopoderoso ni el creador del universo y de todo el mundo. Y no era el Salvador ni el Redentor de unos pecados inscritos en mi alma antes de que yo naciera. No era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, ni el teólogo disertando desde el Monte Sagrado. No representaba ninguna de esas cosas para mí. Quizá para los otros, pero no para mí.
—Entonces ¿quién era, Armand? —preguntó David—. Me has contado tu historia, llena de maravillas y sufrimiento, y sin embargo no lo sé. ¿Cuál era el concepto del Señor cuando pronunciabas esa palabra?
—Señor... —repetí—. No significa lo que tú crees. Se pronuncia en un tono excesivamente íntimo y cálido. Es como un secreto y un nombre sagrado. Señor.
Tras una breve pausa continué: —Él es el Señor, sí, pero sólo en tanto en cuanto es el símbolo de algo infinitamente más accesible, algo infinitamente más significativo que un gobernante o un rey o un señor.
De nuevo dudé unos instantes antes de proseguir, tratando de hallar las palabras que expresaran totalmente la sinceridad de mis sentimientos.
—Él era... mi hermano —dije—. Sí. Eso es lo que era, mi hermano, y el símbolo de todos los hermanos, y por eso era el Señor, y por eso su corazón es amor puro. Te burlas de lo que digo, recelas de mis palabras. Reconozco que es más fácil sentirlo que verlo. Él era un hombre como yo. Y quizá para muchos de nosotros, para millones de seres, eso es cuanto representa. Todos somos hijos e hijas de alguien y él fue hijo de alguien. Fue humano, al margen de si es o no es Dios, y sufrió, y lo hizo por una causa que él creía que era pura y universalmente justa. Y eso significa que su sangre también puede ser la mía. ¡Debe de serlo! Y quizás ésa sea la fuente de su magnificencia para los pensadores como yo. Dijiste que yo no tenía fe. Es cierto. No creo en títulos ni leyendas ni jerarquías creados por otros seres como nosotros. Él no creó una jerarquía. Él era la esencia misma. Vi en Él una magnificencia por motivos muy simples. ¡Era de carne y hueso! Y podía transformarse en pan y vino para alimentar a toda la Tierra. Tú no lo comprendes. Eres incapaz de comprenderlo. En tu mundo se han tejido demasiadas mentiras en torno a Él. Yo lo vi antes de haber oído hablar tanto de Él. Lo veía cuando contemplaba los iconos en mi casa, y cuando pintaba su imagen, mucho antes de conocer todos sus nombres. No puedo quitármelo del pensamiento. Y nunca podré.