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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (25 page)

BOOK: Armand el vampiro
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Las velas iluminaron su poblada barba. De sus espesas cejas colgaban unos pelos largos y grises que se curvaban hacia arriba, dando a su semblante un aspecto diabólico.

—Te comportas como el idiota del pueblo, padre —murmuré—. Lo extraño es que yo no sea también un idiota de baba.

—¡Cierra la boca, Andrei! Nadie te ha enseñado modales, eso está claro. Tendré que darte una buena tunda para que aprendas.

Mi padre me asestó un puñetazo en la sien que me dejó sordo.

—Creí que te había sacudido lo suficiente antes de traerte aquí, pero veo que estaba equivocado —dijo, golpeándome de nuevo.

—¡Blasfemia! —protestó el sacerdote situándose junto a mí—. Este chico está consagrado a Dios.

—Consagrado a una pandilla de locos —replicó mi padre—. ¡Aquí tenéis los huevos, padres! —dijo con desprecio, sacando una bolsa de su jubón. Abrió la bolsa de cuero y extrajo un huevo—. ¡Pinta, Andrei! Pinta para recordar a estos locos, que posees un gran talento que te ha concedido Dios.

—Es Dios quien pinta estos cuadros —contestó el sacerdote, el mayor de ellos; su pelo gris estaba tan lleno de porquería y de grasa que parecía casi negro. El sacerdote se interpuso entre la silla que yo ocupaba y mi padre.

Mi padre depositó en la mesa todos los huevos menos uno. Se inclinó sobre un pequeño cuenco de barro, cascó el huevo, recogió la yema con una mitad de la cascara y vertió el resto en el trozo de cuero.

—Aquí tienes, Andrei, pura yema —dijo, suspirando.

Tras arrojar la cascara al suelo, tomó una jarrita y vertió un poco de agua sobre la yema.

—Mezcla tus colores y ponte a trabajar. Recuerda a estos...

—El chico trabaja cuando Dios le ordena que lo haga —declaró el sacerdote de más edad—. Y cuando Dios le ordene que se entierre, para llevar la vida de un eremita, lo hará.

—¡Y un cuerno! —replicó mi padre—. El príncipe Miguel me ha encargado un icono de la virgen. ¡Ponte a pintar, Andrei! Pinta tres para que yo pueda entregar al príncipe Miguel el icono que desea y llevar los otros al lejano castillo de su hermano, el príncipe Feodor, tal como me ha pedido el príncipe Miguel.

—Ese castillo está destruido, padre —repuse con desdén—. Feodor y sus hombres fueron asesinados por las tribus bárbaras. No hallarás nada en aquel páramo sino piedras. Lo sabes tan bien como yo, padre. Hemos pasado a caballo muchas veces por ese lugar y lo hemos visto con nuestros propios ojos.

—Si el príncipe nos lo ordena, iremos allí —insistió mi padre—. Dejaremos el icono entre las ramas del árbol más próximo al lugar donde murió su hermano.

—¡Vanidad y locura! —rezongó el anciano sacerdote. Los otros entraron en la habitación. Todos se pusieron a vociferar.

—¡Háblame claro y déjate de poesías! —gritó mi padre—. Deja que el chico pinte. Mezcla los colores, Andrei. Reza tus oraciones, pero ponte a trabajar de una vez.

—Estoy harto de que me humilles, padre. Te desprecio. Me avergüenza ser tu hijo. No soy tu hijo. Me niego a serlo. Cierra tu inmunda boca o no volveré a pintar jamás.

—¡Qué hijo tan dulce tengo, cuando habla derrama pura miel! Se nota que las abejas le han clavado su aguijón en la lengua.

Mi padre volvió a golpearme con saña. Estaba mareado, pero no alcé las manos para protegerme la cabeza. Me dolía el oído.

—¿Te sientes orgulloso de ti mismo, Iván el Idiota? —le espeté—. ¿Cómo quieres que pinte si no veo ni puedo sentarme en la silla?

Los sacerdotes siguieron vociferando y discutiendo entre sí.

Yo me concentré en la pequeña hilera de potes de barro dispuestos para la yema y el agua. Al fin me puse a mezclar la yema y el agua. Era preferible trabajar y prescindir del escándalo que organizaban. Oí a mi padre emitir una risotada de satisfacción.

—¡Anda, muéstrales al genio a quien pretenden emparedar vivo en un montón de barro!

—Por el amor de Dios —protestó el sacerdote más anciano.

—Por el amor de unos imbéciles —replicó mi padre—. No basta con ser un gran pintor. Tienes que ser también un santo.

—Tú no sabes lo que es tu hijo. Fue Dios quien te guió para que lo trajeras aquí.

—Fue dinero —afirmó mi padre. Los sacerdotes lanzaron una exclamación de asombro.

—No mientas —murmuré—. Sabes perfectamente que fue el orgullo.

—¡El orgullo, sí! —dijo mi padre—. ¡De que mi hijo fuera capaz de pintar el rostro de Jesucristo o la Virgen Santísima como un maestro! Y vosotros, a quienes entrego este genio, sois demasiado ignorantes para comprenderlo.

Comencé a machacar los pigmentos. Necesitaba un polvo color tierra, que luego mezclé una y otra vez con la yema y el agua hasta diluir cada fragmento de pigmento y obtener una pintura suave, lisa y transparente. Luego repetí la operación para obtener un color amarillo, seguido de uno carmesí.

Los sacerdotes y mi padre continuaron peleándose por mí. Mi padre amenazó al más anciano con el puño, pero yo no me molesté en alzar la vista. Sabía que no se atrevería a lastimarlo. Exasperado, mi padre me propinó un puntapié en la pierna. Sentí un espasmo de dolor en el músculo, pero no dije nada y seguí mezclando las pinturas.

Uno de los sacerdotes se acercó por la izquierda y colocó ante mí un panel de madera preparado y dispuesto para que plasmara en él la imagen sagrada.

Cuando todo estaba listo, incliné la cabeza y me santigüé como hacíamos nosotros, tocando primero mi hombro derecho en lugar del izquierdo.

—Dios mío, concédeme el poder, concédeme la visión, concede a mis manos la destreza que sólo tu amor es capaz de conceder.

De inmediato sostuve el pincel en la mano, sin recordar haberlo tomado, y éste empezó a deslizarse rápidamente sobre el panel de madera, trazando el rostro ovalado de la Virgen, las líneas curvadas de sus hombros y el contorno de sus manos apoyadas en el regazo.

Los sacerdotes emitieron exclamaciones de asombro y de admiración al comprobar mis dotes. Mi padre lanzó una carcajada de satisfacción.

—¡Ah, mi Andrei! Mi pequeño genio deslenguado, sarcástico e ingrato. Dios le ha bendecido con este don.

—Gracias, padre —murmuré con ironía mientras observaba admirado, como sumido en un trance, los movimientos de mi pincel. Éste trazó el cabello de la Virgen, adherido al cuero cabelludo y peinado con raya al medio. No necesité ningún instrumento para dibujar el contorno de su halo perfectamente redondo.

Los sacerdotes me entregaron unos pinceles limpios. Uno sostenía un trapo limpio en las manos. Tomé un pincel para mezclar el color rojo con pasta blanca, hasta obtener el tono exacto de la carne.

—¡Parece un milagro!

—¡Exactamente! —repuso el anciano sacerdote—. Es un milagro, hermano Iván, y el muchacho hará lo que Dios le ordene.

—¡Malditos! ¡No dejaré que emparedéis vivo a mi hijo en ese lugar, no mientras yo viva! Vendrá conmigo a las estepas.

Yo solté una carcajada.

—No digas majaderías, padre —repliqué con desdén—, mi lugar está aquí.

—Es el mejor cazador de la familia, y me lo llevaré a las estepas —informó mi padre a los otros, quienes se apresuraron a manifestar su desaprobación mediante sonoras protestas.

—¿Por qué has pintado una lágrima en el ojo de la Virgen María, hermano Andrei?

—Ha sido Dios quien ha pintado esa lágrima —terció otro sacerdote.

—Es la Dolorosa. Observad los hermosos pliegues de su manto.

—¡Fijaos en el niño Jesús! —exclamó mi padre con tono reverente—. ¡Pobre criatura, pronto morirá crucificado! —Su voz sonaba insólitamente suave, casi tierna—. Ah, Andrei, qué don el tuyo. ¡Observad los ojos y las manitas del niño Jesús, la piel del pulgar!

—¡Hasta tú has sido tocado por la luz de Cristo! —exclamó el sacerdote más anciano—. Incluso un hombre tan estúpido y violento como tú, hermano Iván.

Los sacerdotes se aproximaron a mí, formando un círculo. Mi padre me entregó un puñado de diminutas y rutilantes joyas.

—Toma, Andrei, para los halos. Apresúrate, el príncipe Miguel ha ordenado que vayamos a su castillo.

—¡Es una locura! —protestaron los sacerdotes. Todos se pusieron a vociferar al unísono, hasta que mi padre esgrimió el puño.

Alcé la vista y tomé otro panel de madera limpio. Tenía la frente cubierta de sudor. Seguí trabajando con ahínco. Al poco rato había pintado tres iconos.

Sentí una felicidad inmensa. Era una sensación muy dulce, cálida, y aunque no dije nada, sabía que se lo debía a mi padre, ese hombre jovial, rubicundo, de espaldas imponentemente anchas y rostro reluciente, ese hombre a quien por lógica yo debía odiar.

La Dolorosa y su Hijo, y el lienzo para enjugar sus lágrimas, y el mismo Jesucristo. Agotado, con los ojos que me escocían, me recliné en el respaldo de la silla. En la habitación hacía un frío polar. Ojalá hubiera podido encender un fuego. Tenía la mano izquierda entumecida por el frío. La mano derecha podía moverla sin dificultad gracias a la velocidad con que había completado el trabajo. Se me ocurrió chuparme los dedos de la mano izquierda para desentumecerlos, pero no habría sido correcto hacerlo en presencia de los sacerdotes, que no cesaban de elogiar los iconos. —Magistral. La obra de Dios.

De pronto tuve la horrible sensación de que de algún modo me había alejado de este momento, del Monasterio de las Cuevas al que había consagrado mi vida, de los sacerdotes que eran mis hermanos, de mi estúpido e irreverente padre, que a pesar de su ignorancia era un hombre orgulloso.

—Mi hijo —dijo mi padre ufano con los ojos llenos de lágrimas, apoyando la mano en mi hombro. A su modo era un hombre apuesto, noble y fuerte, que no temía a nada ni a nadie, un príncipe entre sus caballos, sus mastines y sus seguidores, entre los que me contaba yo, su hijo.

—Déjame en paz, mentecato —repliqué, sonriendo para enfurecerlo. Mi padre soltó una carcajada. Se sentía demasiado satisfecho y orgulloso para responder a mi provocación.

—Mirad lo que ha hecho —dijo con voz ronca, como si fuera a echarse a llorar. Y ni siquiera estaba borracho.

—No parece creada por manos humanas —comentó el sacerdote.

—¡Por supuesto que no! —exclamó mi padre con desprecio—. Ha sido creada por las manos de mi hijo Andrei.

Una voz melosa me susurró al oído:

—¿Vas a colocar las joyas en los halos, hermano Andrei, o prefieres que lo haga yo?

El trabajo quedó completado en un santiamén: la pintura aplicada y las cinco piedras colocadas en el icono de Jesucristo. El pincel voló de nuevo a mis manos para que diera los últimos toques al cabello castaño del Señor, peinado con raya en el medio y recogido detrás de las orejas, asomando sólo una parte del mismo a ambos lados de su cuello. El punzón apareció en mi mano para espesar y oscurecer las letras negras sobre el libro abierto que sostenía Jesús en la mano izquierda. El Señor me observó con aire serio y severo desde el panel, con los labios rojos y unidos en una línea recta bajo los cuernos de su bigote castaño.

—¡Apresúrate! El príncipe ya ha llegado, está aquí.

Frente a la entrada del monasterio nevaba chuzos. Los sacerdotes me ayudaron a enfundarme el jubón de cuero y la chaqueta de piel de cordero. Me abrocharon el cinturón. Era agradable percibir de nuevo el olor a cuero, aspirar el aire frío. Mi padre sostenía mi espada. Era una espada antigua y pesada que había utilizado hacía tiempo para pelear contra los caballeros teutónicos en unas tierras situadas al este; las piedras preciosas se habían partido y desprendido de la empuñadura, pero era una magnífica espada de guerra.

En éstas apareció a través de la nieve una figura montada a caballo. Era el príncipe Miguel, vestido con una capa forrada de piel y unos guantes, el gran señor que gobernaba Kíev para nuestros conquistadores católicos, cuya fe nos negábamos a aceptar, aunque ellos permitían que conserváramos la nuestra. Iba ataviado con unas prendas de terciopelo y oro confeccionadas en un país extranjero. Ofrecía una elegante estampa, digna de las cortes reales de Lituania, de las que habíamos oído unos relatos fantásticos. ¿Cómo podía soportar Kíev, la ciudad destruida?

El caballo se encabritó. Mi padre corrió a sujetar las riendas, amenazando al animal con la ferocidad con que me amenazaba a mí. El icono para el príncipe Feodor, que yo debía transportar, estaba envuelto en lana. Apoyé la mano en la empuñadura de la espada.

—No puedes llevarte al muchacho en esta diabólica misión —exclamó el sacerdote más anciano—. Príncipe Miguel, excelencia, poderoso señor, decid a este hombre impío que no puede llevarse a nuestro Andrei.

Observé el rostro del príncipe a través de la nieve, cuadrado y enérgico, con unas cejas y una barba canosas y unos grandes ojos azules y duros.

—Dejad que vaya, padre —pidió el príncipe al sacerdote—. El chico ha cazado con Iván desde que tiene cuatro años. Nadie me ha proporcionado tan suculentos manjares para mi mesa, y para la vuestra, padre, como él. Dejad que parta.

El caballo ejecutó unos pasos de danza hacia atrás. Mi padre tiró de las riendas. El príncipe Miguel sopló para quitarse un poco de nieve que tenía en el bigote.

Unos mozos nos trajeron los caballos destinados a mi padre y a mí. El de mi padre era un poderoso corcel de cuello esbelto y airoso, y el mío, un caballo castrado más bajo, que me había pertenecido antes de venir al Monasterio de las Cuevas.

—¡Regresaré, padre! —prometí al anciano sacerdote—. Dame tu bendición. ¿Qué puedo hacer contra mi amable, tierno e infinitamente piadoso padre cuando el mismo príncipe Miguel me ordena partir?

—¡Cierra tu asquerosa boca! —me espetó mi padre—. No estoy dispuesto a escuchar esas zarandajas durante todo el camino hasta que lleguemos al castillo del príncipe Feodor

—¡Hasta que lleguéis al infierno! —exclamó el viejo sacerdote—. Llevas a mi novicio a la muerte.

—¡Vosotros lleváis a vuestros novicios a una fosa! Tomáis las manos que han pintado estas maravillas...

—Las pintó Dios —murmuré secamente—, y tú lo sabes, padre. Deja de dar el espectáculo con tu irreverencia y tu beligerancia.

Monté en mi caballo con el icono envuelto en lana atado al pecho.

—¡No creo que mi hermano Feodor haya muerto! —exclamó el príncipe, tratando de controlar a su caballo y colocarlo junto al de mi padre—. Quizás esos viajeros vieron otro castillo en ruinas, un viejo...

—Nada sobrevive en los páramos —afirmó el anciano sacerdote—. No llevéis a Andrei, príncipe. Os lo ruego.

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