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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (27 page)

BOOK: Armand el vampiro
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—Eso es, bebe lentamente, dejando que el corazón bombee la sangre, así, oprímele el cuello con suavidad para no hacerle sufrir, pues no existe peor sufrimiento que saber que vas a morir.

Caminamos por el estrecho canal. No era necesario que estuviera atento a no perder el equilibrio, aunque tenía la vista fija en las profundas aguas cantarínas que discurrían a través de los numerosos conductos de piedra desde el lejano mar. Sentí deseos de tocar el musgo verde y húmedo adherido a las piedras.

Nos detuvimos en una pequeña plaza, desierta, ante la puerta Octangular de una imponente iglesia de piedra. La puerta estaba cerrada a cal y canto. Al igual que los postigos de las ventanas. Había sonado el toque de queda. Todo estaba en silencio.

—Una vez más, hermoso mío, para darte fuerzas —dijo mi maestro.

Al tiempo que sus mortíferos incisivos se clavaban en mi carne, me sujetó con fuerza para impedir que escapara.

—Ha sido un sucio truco. ¿Vas a matarme? —murmuré. Me sentía impotente; ni el esfuerzo más sobrenatural me habría librado de sus garras.

Sus labios oprimieron mi vena, haciendo que la sangre brotara a borbotones, mientras yo agitaba los brazos y pataleaba como un ahorcado. Me esforcé en conservar el conocimiento. Traté de soltarme, pero él siguió bebiendo, succionando la sangre de todas las fibras de mi cuerpo.

—Ahora bebe una vez más mi sangre, Amadeo.

El maestro me propinó un golpe en el pecho que casi me derribó al suelo. Estaba tan débil que tuve que asirme a su capa para no caer. Me incorporé y le rodeé el cuello con un brazo. El retrocedió, enderezándose, entorpeciendo mi labor. Pero yo estaba resuelto a burlarme de él y de sus lecciones.

—Muy bien, mi dulce maestro —respondí, hincándole de nuevo los dientes en el cuello—. Te tengo en mi poder y te chuparé hasta la última gota de sangre, a menos que reacciones con rapidez.

En aquel momento me percaté de que tenía unos incisivos tan diminutos como él.

El maestro lanzó una risotada, lo cual intensificó mi placer, pues me pareció cómico que ese ser a quien me proponía chuparle la sangre se riera de mis pequeños incisivos.

Me arrojé sobre él con todas mis fuerzas, tratando de arrancarle el corazón del pecho. Él soltó un grito seguido de una carcajada de asombro. Bebí su sangre, ingiriéndola con avidez al tiempo que emitía un ruido ronco y grosero.

—Grita, quiero oírte gritar de nuevo —murmuré, bebiendo su sangre, abriendo la herida con los dientes, mis nuevos dientes largos y afilados, unos incisivos destinados a matar—. ¡Grita pidiendo misericordia!

Él emitió una risa deliciosa.

Seguí bebiendo un trago tras otro de sangre, satisfecho y orgulloso de tenerlo en mi poder, de haberle hecho caer de rodillas en medio de la plaza, de sostenerlo inmovilizado por más que él se debatía tratando de soltarse.

—¡No puedo beber más! —declaré, tumbándome sobre las piedras.

El gélido cielo era de color negro y estaba tachonado de estrellas blancas y refulgentes. Lo contemplé deliciosamente consciente de las piedras sobre las que yacía, de la dureza que sentía debajo de la espalda y la cabeza. No me preocupaba la tierra húmeda, el peligro de contraer una enfermedad. No me preocupaban los bichos que pudieran aparecer de noche. No me preocupaba lo que pudiera pensar la gente que se asomara a las ventanas de su casa y me viera. No me preocupaba que fuera de noche. Miradme, estrellas. Miradme al igual que yo os miro a vosotras.

Los diminutos ojos del cielo me observaron, silenciosos y resplandecientes.

Empecé a morir. Sentí un intenso dolor en la boca del estómago que, al cabo de unos instantes, se extendió al vientre.

—Ahora todo lo que queda de un joven mortal en ti desaparecerá —anunció mi maestro—. No temas.

—¿No volveré a oír música? —murmuré. Me di la vuelta y abracé al maestro, quien estaba tumbado junto a mí con la cabeza apoyada en el codo. Él me estrechó contra su pecho.

—¿Quieres que te cante una nana? —preguntó suavemente.

Yo me aparté. De mi cuerpo brotaba un líquido inmundo. Sentí vergüenza, pero ese sentimiento se disipó al poco rato. El maestro me tomó en brazos, con la facilidad que le caracterizaba, y oculté el rostro en su cuello. El viento soplaba con fuerza.

Luego sentí las frías aguas del Adriático, como si flotara sobre el inconfundible oleaje del mar. El agua de mar era salada, deliciosa, no representaba una amenaza. Me volví y, al comprobar que estaba solo, traté de conservar la serenidad. Me hallaba mar adentro, cerca de la isla del Lido. Volví la vista hacia la isla principal, y a través del numeroso grupo de barcos anclados en el puerto, vi las antorchas del Palacio Ducal, con una visión extraordinariamente clara.

Percibí las voces confusas del puerto, como si yo estuviera nadando en secreto entre los barcos, aunque no era así.

Qué maravilloso poder escuchar estas voces, ser capaz de concentrarme en una determinada voz y escuchar las frases más o menos coherentes que pronunciaban a esas horas de la mañana, y luego concentrarme en otra y tratar de asimilar lo que decía.

Floté durante un rato bajo la cúpula celeste, hasta que el dolor de vientre desapareció. Me sentía limpio, y no deseaba estar solo. Di la vuelta y empecé a nadar hacia el puerto, sumergiéndome bajo la superficie del agua cuando me acercaba a los barcos.

Lo que más me asombró fue poder contemplar el fondo del mar. Mis ojos vampíricos contenían la suficiente luz para permitirme ver las inmensas anclas clavadas en el fondo de la laguna, y las grandes quillas de las galeras. Era un universo submarino. Deseé explorarlo más detenidamente, pero oí la voz de mi maestro, no una voz telepática, como diríamos ahora, sino una voz audible, llamándome con suavidad para que regresara a la plaza, donde él me aguardaba.

Me quité la ropa que había ensuciado y salí del agua desnudo. Eché a correr hacia él bajo el frío aire de la noche, aunque éste no me molestaba. Al verlo, extendí los brazos y sonreí.

El maestro sostenía una capa de piel, que abrió para recibirme, secándome el pelo con ella y echándola luego sobre mis hombros para cubrirme.

—¿Te complace tu nueva libertad? Como habrás notado, la frialdad de las piedras no hiere tus pies. Si te cortas, tu piel cicatrizará enseguida, y ningún bichejo nocturno te repelerá. No pueden hacerte daño. No contraerás ninguna enfermedad. —El maestro me cubrió de besos—. Podrás alimentarte incluso de la sangre más pestilente, pues tu cuerpo sobrenatural la limpiará a medida que la asimile. Te has convertido en un ser poderoso y aquí, en tu pecho, que toco con mi mano, está tu corazón, tu corazón humano.

—¿De veras, maestro? —pregunté. Me sentía eufórico, con ganas de divertirme—. ¿Cómo es que tienes un aspecto tan humano?

—¿Es que me consideras inhumano, Amadeo? ¿Me consideras cruel?

Mi cabello se secó casi al instante. El maestro y yo echamos a andar del brazo y abandonamos la plaza. La capa de piel me cubría por completo.

Al comprobar que yo no respondía, el maestro se detuvo, me abrazó de nuevo y me besó con pasión.

—¿Me amas como antes? —pregunté.

—Claro que sí —repuso él. Me abrazó con fuerza y me besó en el cuello, los hombros y el pecho—. Ya no puedo lastimarte, no puedo matarte sin querer con mi abrazo. Eres mío, de mi carne y mi sangre.

Marius se detuvo. Estaba llorando. No quería que yo lo notara. Cuando traté de acariciarle el rostro con mis impertinentes manos y obligarle a volverse, apartó la cara.

—Te amo, maestro —dije.

—Presta atención —repuso, apartándome bruscamente para ocultar sus lágrimas. Luego señaló el cielo y agregó—: Si prestas atención, sabrás siempre cuándo está a punto de amanecer. ¿Lo sientes? ¿Oyes el canto de los pájaros? En todos los lugares del mundo hay pájaros que se ponen a cantar poco antes de que amanezca.

En aquel momento se me ocurrió una idea, horrible y siniestra, de que una de las cosas que más había añorado en el Monasterio de las Cuevas, situado a los pies de Kíev, era el sonido de los pájaros. Cuando iba a cazar con mi padre en las estepas, buscando unos árboles donde ocultarnos con nuestras monturas, me deleitaba oír el canto de las aves. No pasábamos mucho tiempo en aquellas míseras chozas junto al río en Kíev sin emprender uno de esos viajes prohibidos a las estepas de las que muchos no regresaban jamás.

Sin embargo, todo eso había terminado. Ahora me encontraba en la encantadora Italia, en la Serenísima. Tenía a mi maestro y la voluptuosa magia de su transformación.

—Por eso me llevó a las estepas —musité—. Por eso me sacó del monasterio el último día.

El maestro me miró con tristeza.

—Espero que sea así —dijo—. Lo que sé de tu pasado lo averigüé en tu mente cuando me la revelaste, pero ahora permanece cerrada porque te he convertido en un vampiro, como yo, y ya no podemos penetrar en la mente del otro. Estamos demasiado compenetrados, la sangre que compartimos produciría un ruido ensordecedor en nuestros oídos si tratáramos de comunicarnos en silencio. De modo que he desechado de mi mente esas espantosas imágenes del monasterio subterráneo que aparecían con toda nitidez en tus pensamientos, aunque te atormentaban hasta el punto de hacerte enloquecer. —Me atormentaban, sí, pero esas imágenes han desaparecido como hojas que se desprenden de un libro y el viento se las lleva volando. Han desaparecido para siempre.

El maestro echó a andar más deprisa, arrastrándome del brazo. Pero no nos dirigimos a casa, sino que enfilamos por otro camino a través de unos laberínticos callejones.

—Vamos a visitar nuestra cuna —propuso—, nuestra cripta, nuestro lecho que constituye nuestra sepultura.

Entramos en un palacio dilapidado, habitado tan sólo por unos pocos mendigos que dormían entre sus ruinas. No me sentí a gusto allí. Marius me había acostumbrado a los lujos. No obstante, le seguí dócilmente y al poco rato penetramos en un sótano, lo cual parece imposible en la húmeda Venecia, pero se trataba efectivamente de un sótano. Bajamos por una escalera de piedra y pasamos frente a unas recias puertas de bronce, que un hombre no era capaz de abrir, hasta hallar en la oscuridad la estancia que él andaba buscando.

—Observa el truco —dijo el maestro—, que alguna noche tú mismo podrás poner en práctica.

Oí un chisporroteo y un pequeño estallido, y al instante comprobé que sostenía una antorcha encendida. La había encendido con el solo poder de su mente.

—Con cada década que transcurra te harás más fuerte, y con cada siglo comprobarás muchas veces durante tu larga existencia que tus poderes han aumentado como por arte de magia. Ponlos a prueba con tiento, y protege lo que descubras. Utiliza lo que descubras con cautela. No menosprecies ningún poder, pues sería tan absurdo como menospreciar tu fuerza.

Yo asentí, contemplando fascinado la llama de la antorcha. Jamás había contemplado unos colores semejantes en el fuego, el cual no me produjo aversión, aunque sabía que el fuego era prácticamente la única cosa capaz de destruirme. Él mismo me lo había dicho.

Marius me indicó que contemplara la estancia en la que nos hallábamos. Era una cámara espléndida, revestida de oro, hasta el techo. En el centro había dos sarcófagos de piedra, cada uno adornado con una figura tallada al estilo antiguo, es decir, con una expresión más severa y solemne de lo habitual; al aproximarme, vi que las figuras consistían en unos caballeros ataviados con unos cascos y unas largas túnicas; yacían con unas espadas esculpidas junto a ellos, sus manos enguantadas unidas como si rezaran, sus ojos cerrados en un sueño eterno. Cada figura había sido recubierta de oro y plata, y adornada con multitud de pequeñas gemas. Los cinturones de los caballeros estaban engarzados con amatistas. Las pecheras de sus túnicas ostentaban zafiros y en las empuñaduras de sus espadas relucían unos topacios.

—¿No es una imprudencia guardar esta fortuna debajo de este edificio en ruinas, donde cualquier ladrón podría apoderarse de ella? —pregunté.

Mi maestro lanzó una sonora carcajada.

—¿Pretendes enseñarme a ser cauto? —preguntó sonriendo—. ¡Qué descaro! Ningún ladrón puede penetrar aquí. No mediste tus fuerzas cuando abriste esa puerta. Fíjate en el cerrojo que he echado después de que hubiéramos entrado. Trata de levantar la tapa de ese ataúd. Anda, inténtalo. Veamos si tu fuerza es equiparable a tu impertinencia. —No pretendía ser impertinente —protesté—. Gracias a Dios que sonríes. —Alcé la tapa del ataúd y moví la parte inferior a un lado. No me costó ningún esfuerzo, aunque sabía que era de piedra y pesaba mucho—. Ya entiendo —comenté con timidez, mirándole con una sonrisa radiante e inocente. El interior del ataúd estaba forrado con damasco color púrpura.

—Acuéstate en esa cuna, hijo mío —ordenó Marius—. No temas mientras aguardas que salga el sol. Cuando ocurra, te quedarás profundamente dormido.

—¿No puedo acostarme contigo?

—No, debes acostarte en este lecho que he preparado para ti. Yo me tenderé en ese ataúd junto al tuyo, el cual no es lo suficientemente amplio para que quepamos los dos. Pero ahora eres mío, Amadeo. Regálame un último beso tuyo. ¡Ah, qué dulzura!

—No dejes que te enoje nunca más, maestro. No permitas...

—No, Amadeo, desafíame, interrógame, sé mi pupilo descarado e ingrato —respondió Marius. Parecía triste. Señaló el ataúd y me empujó suavemente hacia él. El damasco color púrpura relucía.

—Soy muy joven para tenderme en este ataúd —murmuré.

Su rostro se ensombreció, como si mis palabras le hubieran herido. Me arrepentí de haberlas pronunciado. Quería decir algo para remediar mi torpeza, pero él me indicó que me metiera en el ataúd.

¡Qué frío estaba, y qué duro pese a los cojines! Coloqué la tapa en su lugar y permanecí tendido en él, inmóvil. Al cabo de unos instantes, oí a Marius retirar la tapa de su ataúd e introducirse en él.

—Buenas noches, amor mío, mi joven amante, hijo mío —dijo.

Mi cuerpo se relajó. Qué sensación tan deliciosa. Qué nuevo era todo para mí.

Lejos, en mi tierra natal, los monjes cantaban en el Monasterio de las Cuevas.

Adormilado, pensé en todas las cosas que recordaba. Había regresado a mi hogar, en Kíev. Había creado con mis recuerdos una imagen para que me enseñara todo cuanto debía aprender. En los postreros momentos antes de perder la conciencia, me despedí de ellos para siempre, de sus creencias y de las limitaciones que éstas imponían.

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