Authors: Anne Rice
El tejado sobre el que yacía correspondía a un edificio vacío, abandonado, peligroso, desprovisto de calefacción y corriente eléctrica.
Del pozo metálico de la escalera y de sus desvencijadas habitaciones no emanaba el menor sonido. De vez en cuando el viento golpeaba la estructura, como si se tratara de un gigantesco órgano, y cuando Sybelle no tocaba el piano me dedicaba a escuchar esa música, cerrando los oídos a la intensa cacofonía de la ciudad que se extendía más arriba, más abajo, más allá de donde me encontraba.
De vez en cuando unos mortales se colaban en los pisos inferiores del edificio, despertando renovadas esperanzas en mí. ¿Sería uno de ellos lo bastante idiota como para subir al tejado y permitir que me arrojara sobre él y bebiera la sangre que precisaba para abandonar este saliente que me protegía y entregarme a los implacables rayos del sol? Tal como me hallaba ahora, el sol apenas podía alcanzarme. Tan sólo una luz blanca de escasa intensidad me chamuscaba a través del manto de nieve en el que estaba envuelto, y a medida que se alargaban las noches el nuevo dolor se confundía con el resto y se suavizaba.
No obstante, nadie subía nunca al tejado.
Iba a ser una muerte lenta, muy lenta. Quizá tuviera que esperar a que llegara el calor y fundiera la nieve.
Así, cada mañana, al tiempo que aguardaba impaciente la muerte, aceptaba resignado el hecho de despertarme, quizá más abrasado, pero más oculto debido a las tormentas invernales, tal como había permanecido oculto desde mi caída a los centenares de ventanas iluminadas desde las que se divisaba este tejado.
Cuando todo estaba en silencio, cuando Sybelle dormía y Benji dejaba de espiarme y dirigirse a mí desde la ventana, ocurría lo peor. Me ponía a pensar, con frialdad e indiferencia, en las extrañas cosas que me habían ocurrido mientras me precipitaba en el vacío, porque era incapaz de pensar en nada más. Qué real me había parecido el altar de Santa Sofía y el pan que había partido con mis manos. Había experimentado muchas cosas que ya no podía recordar ni expresar con palabras, unas cosas que no puedo articular en esta narración ni siquiera cuando trato de recordar la historia.
Real. Tangible. Había sentido el tacto del mantel del altar y había visto derramarse el vino, y unos momentos antes había visto el pájaro salir del huevo. Percibí el ruido de la cascara al partirse. Percibí la voz de mi madre, y todo lo demás.
No obstante, mi mente rechazaba esas cosas. No las quería. Mi celo pecaba de frágil. Había desaparecido, al igual que las noches con mi maestro en Venecia, como los años en que había recorrido mundo con Louis, como los alegres meses en la Isla Nocturna, como los largos y vergonzosos siglos pasados con los Hijos de las Tinieblas, cuando yo me había comportado como un imbécil, un imbécil rematado.
Podía pensar en el velo, eso sí, y en el cielo. Podía pensar en el momento en que me hallaba frente al altar obrando el milagro con el cuerpo de Cristo en mis manos. Sí, podía pensar en ello, pero la totalidad era demasiado espantosa; yo no había muerto, no tenía a Memnoch rogándome que me convirtiera en su ayudante, ni a Cristo con los brazos extendidos, con su silueta recortada sobre la luz infinita de Dios.
Era más agradable pensar en Sybelle, recordar que su habitación decorada con suntuosas alfombras turcas de color rojo y azul e inmensos cuadros cubiertos con una leve capa de laca oscura habían sido tan reales como Santa Sofía o Kíev, pensar en su pálido rostro ovalado cuando se había vuelto para mirarme, en el súbito resplandor de sus ojos húmedos, perspicaces.
Una noche, cuando logré abrir los ojos, cuando los párpados se alzaron sobre las órbitas y pude ver a través del pastel blanco de nieve que yacía sobre mí, me percaté de que había empezado a curarme.
Traté de flexionar los brazos. Conseguí levantarlos un poco, haciendo que la envoltura de nieve se partiera con un extraordinario sonido eléctrico.
El sol no podía alcanzarme aquí, al menos no lo suficiente para neutralizar la furia sobrenatural de la sangre que contenía mi cuerpo. ¡Ah, Dios! Quinientos años haciéndome más y más fuerte, nacido de la sangre de Marius, un monstruo desde el primer momento que ignoraba el alcance de su fuerza.
Durante unos momentos sentí una rabia y una desesperación como jamás había experimentado en mi vida. El dolor candente que devoraba mi cuerpo no podía ser peor.
Entonces Sybelle comenzó a tocar la Appassionata, y todo lo demás careció de importancia.
Nada volvería a ser importante hasta que su música cesara. La noche era más templada que de costumbre, ya que la nieve se había derretido un poco. Daba la impresión de que no había ningún mortal por las inmediaciones. Yo sabía que se habían llevado el velo al Vaticano. ¿Qué motivo tenían ya los mortales para acudir a este lugar?
Pobre Dora. Las noticias de la noche decían que le habían arrebatado su premio. Roma deseaba examinar el velo. Las historias de Dora sobre unos extraños ángeles rubios fueron publicadas por la prensa sensacionalista, y ella ya no estaba aquí. En un momento de insólita osadía, dejé que la música de Sybelle ablandara mi corazón, y volviendo la cabeza todo lo que pude, pese al dolor que me causaba la postura, envié mi visión telepática como si fuera una parte carnosa de mi ser, una lengua falta de vigor, para ver a través de los ojos de Benjamin la habitación donde ambos se hallaban.
A través de un maravilloso resplandor dorado, vi los muros llenos de pinturas rodeados por pesados marcos, vi a mi hermosa Sybelle, vestida con una bata blanca de gasa y calzada con unas zapatillas raídas, tocando el piano. ¡Qué música tan noble! Y a Benjamin, su pequeño defensor, con el ceño fruncido, fumándose un cigarrillo negro, con las manos en la nuca, paseándose de un lado a otro, descalzo, meneando la cabeza y mascullando:
—¡Te he dicho que volvieras, ángel!
Yo sonreí. Las arrugas en mis mejillas me dolían como si alguien las hubiera hecho con la punta de un cuchillo afilado. Cerré mi ojo telepático. Me quedé adormecido escuchando los furiosos crescendos del piano. Por otra parte, Benjamín había presentido algo; su mente ingenua, muy distinta de la sofisticada mentalidad occidental, había captado una chispa de mi poder telepático.
Entonces tuve otra visión, muy nítida, muy especial e insólita, la cual no pude pasar por alto. Volví de nuevo la cabeza, haciendo que el hielo se agrietara. Mantuve los ojos bien abiertos. Más arriba vi la imagen borrosa de unas torres iluminadas.
Un inmortal en la ciudad estaba pensando en mí, alguien que se hallaba lejos, a muchas manzanas de la catedral, que estaba cerrada. Presentí de inmediato la remota presencia de dos poderosos vampiros, unos vampiros que yo conocía, los cuales se habían enterado de mi muerte y se lamentaban de ella con amargura mientras llevaban a cabo una importante tarea.
La situación entrañaba cierto riesgo. Si trataba de verlos me arriesgaba a que captaran mucho más que una chispa de mi poder telepático que Benjamin había percibido al instante. Pero, que yo supiera, en la ciudad no quedaba ningún vampiro salvo ellos, y quería averiguar por qué se movían con tanto empeño y sigilo.
Transcurrió una hora. Sybelle había dejado de tocar. Ellos, los poderosos vampiros, seguían merodeando por ahí, de modo que decidí arriesgarme.
Agucé mi vista desencarnada y no tardé en constatar que podía ver a uno a través de los ojos del otro, pero no a la inversa. El motivo era bien simple. Agucé más la vista y me percaté de que miraba a través de los ojos de Santino, el jefe de la antigua asamblea romana; el otro era Marius, mi creador, cuya mente estaba vinculada a la mía para siempre.
Ambos se movían sigilosamente por el interior de un enorme edificio público, vestidos como unos caballeros de la época con elegantes trajes color azul marino, cuellos blancos almidonados y corbatas de seda. Ambos se habían cortado el pelo en deferencia a la moda que imperaba entre los ejecutivos. Sin embargo, no merodeaban por los pasillos de una empresa, hechizando aunque de forma inofensiva a cualquier mortal que pudiera importunarlos, sino que era un centro médico. Comprendí en el acto el propósito que los había llevado allí.
Merodeaban por el laboratorio forense de la ciudad, y aunque se habían entretenido lo suyo en recoger unos documentos y guardarlos en sus pesados maletines, en estos momentos se dedicaban a retirar nerviosa y apresuradamente de las cámaras refrigeradas los restos de los vampiros quienes, siguiendo mi ejemplo, se habían entregado a merced del sol.
Por supuesto, habían decidido requisar cuantos datos poseía el mundo sobre nosotros, extrayendo de unos grandes cajones semejantes a ataúdes los restos de los vampiros, que guardaban en unas sencillas y relucientes bolsas de plástico. Arrojaron en ellas huesos, cenizas e incluso dientes. Luego sacaron de unos archivadores unas bolsitas de plástico que contenían los restos de ropa.
Mi corazón latía aceleradamente. Me moví en mi lecho de hielo y éste crujió de nuevo. Cálmate, corazón. Veamos. Un volante de encaje, el grueso satén veneciano, un poco quemado en los bordes, y unos fragmentos de terciopelo rojo. Sí, eran mis pobres ropas las que sacaron del compartimiento debidamente etiquetado del archivador y metieron en las bolsas.
Marius se detuvo. Yo volví la cabeza y orienté mi mente hacia otro lugar. No me veas; si me ves y te presentas aquí, juro por Dios que... ¿Qué? No tengo ni fuerzas para moverme. No tengo fuerzas para escapar. ¡ Ah, Sybelle!, toca para mí, te lo ruego, tengo que evadirme de esta pesadilla.
Pero luego, al recordar que era mi maestro, que sólo podía localizarme a través de la mente más débil y confusa de su compañero, Santino, noté que los latidos de mi corazón se aplacaban.
Del banco de la memoria reciente extraje la música de Sybelle y la enmarqué con números, cifras y fechas, todos los datos que había recopilado a lo largo de los siglos hasta conocerla a ella: que fue Beethoven quien escribió la dulce y magistral obra que ella interpretaba, la Sonata número 23 en fa menor, Op. 57. Piensa en eso, piensa en Beethoven. Imagina una noche en la fría ciudad de Viena (tuve que imaginarla pues en realidad no sabía nada de ella), piensa en Beethoven componiendo su música, anotándola con una ruidosa pluma que araña el papel, aunque probablemente él no percibe ese sonido. Y piensa con una sonrisa, sí con una dolorosa sonrisa que hace que sangre tu rostro, en que le llevaban a su casa un piano tras otro, pues tocaba con tal furia, tal afán de perfección, que rompía el teclado.
Ella, mi bonita Sybelle, era su hija solícita, golpeando con sus poderosos dedos las teclas con una fuerza que sin duda a Beethoven le habría complacido de haber podido vislumbrar en el futuro remoto, entre sus frenéticos discípulos y adoradores, a esta exquisita y perturbada joven.
Esta noche hacía menos frío. El hielo comenzaba a fundirse. Era innegable. Apreté los labios y alcé de nuevo la mano derecha. Se había producido un hueco en el que podía mover los dedos de mi mano derecha.
Pero no podía olvidarme de ellos, esa extraña pareja de vampiros, el que me había creado y el que había tratado de destruirle, Marius y Santino. Tenía que averiguar qué hacían en estos momentos. Con cautela, envié mi débil y tentativo rayo de poder telepático, y al cabo de unos instantes los había localizado.
Se hallaban frente de un incinerador en las entrañas del edificio, arrojando a las crepitantes llamas del fuego todas las pruebas que habían logrado reunir, una bolsa tras otra de plástico.
Qué raro que no quisieran examinar ellos mismos esos fragmentos bajo el microscopio. Aunque bien pensado, ya lo habrían hecho otros. Por otra parte, ¿qué necesidad tenían de analizar los huesos y los dientes de quienes habían ardido en el infierno cuando podían cortar un fragmento de tejido de su blanca mano y examinarlo bajo el microscopio al tiempo que su mano cicatrizaba milagrosamente, tal como mis heridas estaban cicatrizando en estos instantes? Me detuve en esa visión. Vi el borroso sótano donde se encontraban, las vigas sobre sus cabezas. Concentrando todo mi poder en esa imagen, contemplé el rostro de Santino, preocupado, afable, el ser que había destruido la única juventud que pude haber tenido. Vi a mi antiguo maestro observando las llamas casi con nostalgia.
—Hemos terminado —anunció Marius con voz suave y a la par autoritaria, expresándose en un italiano perfecto—. Ya no nos queda nada por hacer aquí.
—Destruye el Vaticano y roba el velo —repuso Santino—. ¿Qué derecho tienen ellos a reclamarlo?
Sólo percibí la reacción de Marius, su desconcierto, seguido por una sonrisa amable y cortés.
—¿Por qué? —preguntó como si no tuviera secretos para el otro—. ¿Qué importancia tiene ese velo para nosotros, amigo mío? ¿Crees que con él lograremos hacer que recupere el juicio? Discúlpame, Santmo, pero eres muy joven.
¿Lograr que recupere el juicio? Sin duda se referían a Lestat. No existía otro posible significado. Forzando mi suerte, exploré la mente de Santino para averiguar todo lo que sabía. Lo que vi me horrorizó, pero no me alejé de esa imagen.
Mi Lestat, que nunca había sido de ellos, se había vuelto completamente loco a consecuencia de esta espantosa epopeya, y había sido hecho prisionero por el más viejo de nuestra especie, quien había decretado que si Lestat no cesaba de armar jaleo, o sea, de poner en peligro nuestro secreto, sería destruido, como sólo el más anciano podía decretar, y nadie podía interceder por él.
¡No, eso es imposible! Me retorcí y gemí de rabia y desesperación. El dolor que experimenté me provocó unas descargas luminosas de color rojo, violeta y naranja. No había visto esos colores desde que me había precipitado en el vacío. Deduje que había comenzado a recuperar los sentidos, pero ¿para qué? ¡Se proponían destruir a Lestat! Lestat estaba prisionero, como yo lo había estado hacía siglos en las catacumbas de Santino, en Roma. ¡Dios, esto era peor que el fuego del sol, que ver a aquel miserable golpear el dulce rostro de mejillas regordetas de Sybelle y arrojarla al suelo! Sentí una rabia que me ahogaba.
Pero el daño, aunque insignificante, estaba hecho.
—¡Vamos, larguémonos de aquí! —exclamó Santino—. Algo va mal, lo presiento, aunque no sabría explicártelo. Tengo la sensación como si alguien estuviera cerca de nosotros y al mismo tiempo lejos, como si un ser tan poderoso como yo mismo hubiera oído mis pisadas a lo lejos.