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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (41 page)

Yo me estremecí. Una temible frialdad se apoderó de mí, una cólera implacable y atroz que avivaba el dolor, la locura, la esperanza. Odiaba la cabeza que sostenía en las manos y deseaba arrojarla al suelo, pero aún estaba viva. Las sanguinolentas cuencas de sus ojos temblaban ligeramente y la lengua se movía entre los labios de un lado a otro.

—¡Es asquerosa! —exclamé.

—Siempre decía unas cosas muy raras —repuso el de pelo negro—. Era pagano, ¿comprendes? Cosa que tú nunca fuiste. Quiero decir que creía en los dioses de los bosques escandinavos, y que Thor giraba en torno al mundo blandiendo su martillo...

—¿Vas a seguir hablando sin parar? —pregunté—. Debería quemar esta cosa, ¿no?

El otro me dirigió una sonrisa encantadora e inocente.

—Eres un idiota por permanecer en este lugar —observé. Las manos me temblaban de forma incontrolable.

Sin aguardar su respuesta, me volví y tomé otra vela, tras haber apagado la primera, y prendí fuego a la cabellera del vampiro muerto. El hedor me produjo náuseas. Emití un sonido semejante al lloriqueo de un niño.

Dejé caer la cabeza en llamas sobre el cuerpo decapitado cubierto por una toga. Arrojé la vela a las llamas para que la cera alimentara el fuego. Recogí las velas que yacían en el suelo, las arrojé también al fuego y retrocedí para esquivar el tremendo calor que emanaban los restos del difunto.

La cabeza comenzó a rodar entre las llamas, o eso me pareció, de modo que tomé el candelabro de hierro que había derribado y, utilizándolo a modo de rastrillo, aplasté y machaqué la masa de huesos y carne que ardía bajo las llamas.

En el último momento el vampiro extendió los brazos y sus dedos se curvaron y clavaron en las palmas de las manos. «¡Ah, vivir en ese estado!», pensé con desaliento, acercando los brazos al torso de un golpe con el rastrillo. El fuego apestaba a harapos y a sangre humana, una sangre que sin duda él había bebido, pero no percibí ningún otro olor humano. De pronto reparé con desesperación que había encendido la pira funeraria de aquel tipo sobre las cenizas de mis amigos.

En fin, era lógico.

—Os he vengado liquidando a uno de ellos —dije, emitiendo un suspiro de desánimo.

Arrojé el candelabro de hierro que había utilizado como rastrillo. Dejé los restos del escandinavo abrasándose entre las llamas. Era una habitación espaciosa. Me dirigí con paso cansino y descalzo, pues mis zapatillas de fieltro se habían quemado, hacia un amplio rincón entre los candelabros de hierro, donde la grata y húmeda tierra era negra y parecía limpia, y me tumbé de nuevo en ella, sin importarme que el vampiro de pelo negro pudiera observarme a sus anchas, puesto que me había tendido justo delante de él.

—¿Conoces esos ritos escandinavos? —preguntó el otro como si tal cosa, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal—. Por lo visto ese Thor se dedica a girar continuamente en torno a la Tierra con su martillo, y el círculo se va estrechando, y más allá reside el caos, y nosotros estamos aquí, condenados a permanecer dentro del círculo de calor que se va estrechando. ¿No has oído hablar de ello? Ese tipo era un pagano, creado por unos magos renegados que lo utilizaban para que asesinara a sus enemigos. Me alegro de haberme librado de él. Pero ¿por qué lloras?

No respondí.

Qué panorama tan descorazonador, esta horrenda cámara con un techo abovedado formado por calaveras, esta multitud de velas que iluminaban sólo los restos de la muerte, y este ser, este hermoso ser de pelo negro y complexión atlética que gobernaba entre este horror, sin sentir la muerte de uno de sus servidores reducido a un montón de huesos pestilentes y humeantes.

Imaginé que estaba en casa. Me hallaba a salvo en la alcoba de mi maestro. Estábamos sentados juntos. Él leía un texto en latín. Las palabras no tenían importancia. Estábamos rodeados por objetos propios de la civilización, unos objetos bellos y exquisitos; las telas de la habitación habían sido tejidas por manos humanas.

—Cosas vanas —comentó el del pelo negro—. Vanas y absurdas, pero tú mismo lo comprenderás con el tiempo. Eres más fuerte de lo que imaginaba. Tu creador tenía siglos, nadie recuerda una época en que no existiera Marius, el lobo solitario, que no permitía que nadie pusiera los pies en su territorio, Marius, el destructor de jóvenes.

—Que yo sepa sólo destruía a los malvados —murmuré.

—Nosotros somos malvados, ¿no es cierto? Todos somos malvados. De modo que él nos destruyó sin titubeos. Creía estar a salvo de nosotros. ¡Nos volvió la espalda! No nos consideraba dignos de sus atenciones, y derrochó toda su fuerza sobre un muchacho. Pero debo reconocer que eres un muchacho muy hermoso.

En éstas oí un ruido, un rumor siniestro, que no me era desconocido. Percibí el olor a ratas.

—Ah, sí, mis pupilas, las ratas —dijo el otro—. Siempre acuden a mí. ¿Quieres verlas? Vuélvete y mírame, haz el favor. Deja de pensar en san Francisco, con sus aves y sus ardillas y el lobo pegado a él. Piensa en Santino y sus ratas.

Yo obedecí. Respiré hondo, me senté en tierra y le miré. Sobre su hombro estaba sentada una enorme rata gris, besándole con su bigotudo hocico en la oreja, la cola asomando sobre la cabeza del vampiro. Tenía otra rata sentada sobre las rodillas, plácidamente, como hipnotizada, y otras congregadas en torno a sus pies.

Como si temiera moverse para no asustar a las ratas, el vampiro metió la mano en un cuenco que contenía migas de pan seco. Entonces percibí su olor, junto con el de las ratas. El vampiro ofreció un puñado de migas a la rata que estaba posada sobre su hombro, la cual las devoró con avidez y curiosa delicadeza. Luego el vampiro derramó unas migajas sobre su regazo, sobre las cuales se abalanzaron rápidamente tres ratas.

—¿Crees que amo a estas criaturas? —preguntó el vampiro sin apartar la vista de mí, abriendo los ojos exageradamente para realzar sus palabras. Su cabello negro caía sobre sus hombros como un espeso y alborotado velo; su frente, lisa y blanca, resplandecía a la luz de las velas.

»¿Crees que me gusta vivir aquí, en las entrañas de la Tierra? —preguntó con tristeza— ¿Debajo de la gran ciudad de Roma, donde la tierra absorbe la porquería de la repugnante multitud que habita allí, y tener a estos bichos como única compañía? ¿Crees que no fui un hombre de carne y hueso, o que, tras haber sufrido esta transformación gracias al divino plan de Dios Todopoderoso, no envidio la vida que tú llevabas junto a tu codicioso maestro? ¿Acaso no tengo ojos para contemplar los brillantes colores que tu maestro extendía sobre sus lienzos? ¿Crees que no me gustan los sonidos de la música impía? —Tras esa perorata el vampiro emitió un suave y angustiado suspiro.

»¿Qué ha creado Dios o ha permitido que exista que sea desagradable en sí mismo? —continuó el vampiro—. El pecado no es repulsivo en sí mismo, sería absurdo pensarlo. A nadie le gusta el dolor. No nos queda más remedio que soportarlo.

—¿Y todo esto? —pregunté. Tenía ganas de vomitar, pero me contuve. Respiré hondo para dejar que todos los olores de esta cámara de los horrores penetraran en mis pulmones y dejaran de atormentarme.

Me senté cómodamente, con las piernas cruzadas para examinarlo. Me limpié los ojos para quitarme unas cenizas.

—¿A qué viene? Tus argumentos me los conozco de memoria, pero ¿a qué viene este reino de vampiros ataviados con hábitos negros sacerdotales?

—Somos los defensores de la verdad —respondió el otro sinceramente.

—¡Por el amor de Dios! ¿Quién no es el defensor de la verdad? —repliqué con amargura—. ¡Mira, tengo las manos manchadas con la sangre de tu hermano en Cristo! Y tú, una burda imitación de un mortal que se alimenta de sangre humana, te quedas ahí sentado tan tranquilo, contemplando estos horrores y charlando conmigo a la luz de estas caprichosas velas.

—Tienes una lengua muy afilada para un jovencito de aspecto tan dulce —contestó el otro con frialdad, pero desconcertado—. Pareces tan dócil, con tus suaves ojos castaños y tu pelo de un rojo oscuro otoñal, pero eres muy listo.

—¿Listo? ¡Vosotros quemasteis a mi maestro! ¡Le destruisteis! ¡Quemasteis a sus pupilos! Yo soy vuestro prisionero, ¿no es así? ¿Y a santo de qué? ¿Y te atreves a hablarme de Jesucristo? ¿Tú? ¿Tú? Responde, ¿qué objeto tiene este cenagal asqueroso y delirante construido con barro y estas benditas velas?

El vampiro se echó a reír. En las esquinas de sus ojos aparecieron unas arruguitas y su rostro mostró una expresión dulce y jovial.

Su cabello, pese a tenerlo sucio y enredado, conservaba su brillo sobrenatural. Qué hermoso sería de poder librarse de los dictados de esta pesadilla.

—Nosotros somos los Hijos de las Tinieblas, Amadeo —me explicó con paciencia—. Los vampiros hemos sido creados para ser el azote del hombre, su peste. Formamos parte de los avatares y tribulaciones de este mundo; nos alimentamos de sangre, y matamos para mayor gloria de Dios, que desea poner a prueba a sus hijos.

—No digas disparates —repliqué, tapándome las orejas con las manos.

—Pero tú sabes que es cierto —insistió el otro sin alzar la voz—. Lo sabes al igual que me ves ataviado con esta toga y contemplas mi aposento. Estoy destinado a servir al Señor Viviente, al igual que lo estaban los monjes de antaño antes de que aprendieran a decorar sus muros con pinturas eróticas.

—Lo que dices es una locura, no sé por qué lo haces —protesté. ¡Me negaba a recordar el Monasterio de las Cuevas!

—Lo hago porque aquí he hallado mi propósito y el propósito de Dios, y no existe nada más sublime. ¿Preferirías vivir condenado, solo, egoísta, sin un propósito? ¿Estarías dispuesto a renunciar a unos designios tan magníficos que ni el ser más insignificante quedara fuera de ellos? ¿Creíste que podrías vivir eternamente sin el esplendor de estos grandes designios, pugnando por negar la intervención divina en todas las cosas bellas que codiciabas y conseguías ?

Yo guardé silencio. No pienses en los antiguos santos rusos. El otro, sensatamente, no insistió, sino que empezó a cantar suavemente, sin la típica cadencia demoníaca, el himno latino...

Dies irae, dies illa Solvet saeclum in favilla Teste David cum Sibylla Quantus tremor est futurus...

En ese día de ira,

la Tierra se convertirá en cenizas.

Tal como David y Sibila han anunciado,

se producirá un gran temblor...

—Y ese día, el día del Juicio Final, nosotros, sus ángeles negros, cumpliremos la misión de conducir al infierno a las almas perversas, según su voluntad divina.

Yo le miré de nuevo.

—Y luego el último ruego de este himno, que Dios se apiade de nosotros, ¿acaso su Pasión no fue por nosotros?

Canté suavemente en latín:

Recordare, Jesu pie,

Quod sum causa tuae viae...

Recuerda, Jesús misericordioso, que yo fui la causa de tu vía crucis...

Continué, no obstante el desaliento que sentía, aceptando plenamente aquel horror.

—¿Qué monje del monasterio de mi infancia no confiaba en reunirse un día con Dios? ¿Qué pretendes decirme ahora, que nosotros, los Hijos de las Tinieblas, le servimos sin esperanza de reunirnos con Él algún día?

El otro me miró desmoralizado.

—Reza para que exista algún secreto que no conocemos —murmuró. Luego fijó la mirada en el infinito como si rezara—. ¿Cómo puede Él no amar a Satanás cuando Satanás le ha servido tan bien? ¿Cómo puede no amarnos a nosotros? No lo comprendo, pero yo soy lo que soy, es decir, esto, y tú eres como yo. —El vampiro me miró arqueando de nuevo las cejas ligeramente para realzar su asombro—. Debemos servirle. De lo contrarío, estamos perdidos.

El vampiro se levantó del taburete y avanzó hacia mí, sentándose en el suelo frente a mí, con las piernas cruzadas, y extendió su largo brazo para apoyar la mano en mi hombro.

—Eres un ser espléndido —dije—. Y pensar que Dios te creó como a los jóvenes que destruísteis esta noche, unos cuerpos perfectos a los que prendisteis fuego.

El vampiro parecía profundamente trastornado. —Amadeo, asume otro nombre y ven con nosotros, permanece con nosotros. Te necesitamos. ¿Qué harás si te quedas solo?

—Dime por qué matasteis a mi maestro.

El vampiro retiró la mano de mi hombro y la dejó hacer sobre el regazo formado por la toga negra extendida sobre sus rodillas.

—Nos está prohibido utilizar nuestros talentos para deslumbrar a los mortales. Nos está prohibido embaucarlos con nuestras habilidades. Nos está prohibido buscar el consuelo de su compañía. Nos está prohibido andar por lugares iluminados.

Nada de esto me sorprendió.

—Somos unos monjes tan puros de corazón como los de Cluny —explicó el del pelo negro—. Nuestros monasterios son estrictos y sagrados, cazamos y matamos para perfeccionar el paraíso de Nuestro Señor en cuanto valle de lágrimas. —Se detuvo unos instantes y, adoptando un tono de voz más suave y reflexivo, continuó—: Somos como las abejas que pican, y las ratas que roban el trigo; somos como la peste que se apodera de los jóvenes y los viejos, los seres hermosos o grotescos, con el fin de que los hombres y las mujeres tiemblen al constatar el poder de Dios.

El vampiro me miró, implorando mi comprensión.

—Las catedrales surgen del polvo —prosiguió— para que el hombre se maraville del poder divino. Y los hombres esculpen en piedra la danza macabra para demostrar que la vida es breve. En el ejército de esqueletos envueltos en siniestras capas negras que aparece tallado en un millar de portales, un millar de muros, se nos representa empuñando guadañas. Somos los seguidores de la muerte, cuyo cruel rostro aparece dibujado en un millón de pequeños devocionarios que sostienen en sus manos los ricos y los pobres.

El vampiro abrió desmesuradamente los ojos, que mostraban una expresión soñadora. Luego echó un vistazo a su alrededor, contemplando la macabra celda abovedada en la que nos hallábamos. En las pupilas de sus ojos vi las oscilantes llamas de las velas. El vampiro cerró los ojos unos momentos y al abrirlos parecían más claros, más luminosos.

—Tu maestro sabía esto —dijo con tono contrito—. Lo sabía perfectamente. Pero pertenecía a una época pagana, rebelde y airada, que se negaba a aceptar la gracia de Dios. Él vio en ti la gracia de Dios, porque posees un alma pura. Eres joven y tierno, abierto como la flor de la luna para asimilar la luz de la noche. Ahora nos odias, pero con el tiempo verás las cosas con más claridad.

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