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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (42 page)

—No creo que vuelva a ver nada con claridad —contesté—. Tengo frío, soy pequeño y en estos momentos no sé nada sobre sentimientos, ni anhelos, ni siquiera odio. No te odio, aunque debería odiarte. Me siento vacío. Deseo morir.

—Morirás cuando lo decida Dios, Amadeo, no tú —respondió el vampiro. Me miró con detenimiento y comprendí que no podía seguir ocultándole mis recuerdos sobre los monjes de Kíev, muriendo lentamente de hambre en sus celdas, afirmando que debían tomar algún sustento porque sólo Dios podía decidir cuándo debían morir.

Traté de ocultar estos pensamientos, me guardé estas pequeñas imágenes para mí y las encerré en lo más profundo de mi ser. No pensé en nada. Una sola palabra acudió a mi lengua: horror, y luego el pensamiento de que antes de ahora yo había sido un idiota.

En éstas apareció otro ser en la habitación. Era un vampiro hembra. Entró a través de una puerta de madera, dejando que se cerrara suavemente a sus espaldas, como habría hecho una buena monja para evitar hacer un ruido innecesario. La vampiro se dirigió hacia el otro y se situó detrás de él.

Su espesa caballera gris estaba sucia y enmarañada, como la del otro, formando también un velo de maravilloso peso y densidad sobre sus hombros. Iba cubierta con unos harapos antiguos. Lucía un cinturón apoyado en las caderas, al igual que las mujeres de antaño, que adornaba su ceñido vestido y ponía de realce su esbelta cintura y sus caderas ligeramente amplias, como los trajes de ceremonia que muestran las figuras talladas en piedra de los sarcófagos de los ricos. Tenía unos ojos enormes, al igual que el otro, que parecían querer absorber cada partícula de luz que brillaba en la lóbrega celda. Tenía la boca carnosa y bien delineada, y los hermosos huesos de sus pómulos y su mandíbula relucían bajo la sutil capa de polvo plateado que la cubría. Lucía el cuello y el pecho casi desnudos.

—¿Va a convertirse en uno de nosotros? —preguntó. Tenía una voz tan bella, tan tranquilizadora, que me conmovió—. He rezado por él. Le he oído llorar en su interior, aunque no emita ningún sonido.

Aparté la vista. No podía sino sentirme repelido por ella, mi enemiga, que había asesinado a los seres que yo amaba.

—Sí —repuso Santino, el del pelo negro—. Permanecerá con nosotros, y puede convertirse en un líder. Posee una gran fuerza. Ha matado a Alfredo. ¡Ah, fue magnífico contemplar cómo lo liquidaba, con qué expresión de rabia en su rostro aniñado!

La vampiro contempló por encima de mi hombro los restos del vampiro que había muerto abrasado. Ni yo mismo sabía qué había quedado de él. No me volví para mirarlo.

Un pesar profundo y amargo suavizó los rasgos de la vampiro. Qué hermosa debió de ser en vida; qué hermosa sería ahora sin esa capa de polvo que la cubría.

De pronto me dirigió una mirada acusadora, que al cabo de unos instantes suavizó.

—Unos pensamientos vanos, hijo mío —dijo—. No vivo obsesionada con los espejos, como tu maestro. No necesito terciopelo ni sedas para servir a mi Señor. ¡Ah, Santino, fíjate en él, si parece una criatura! —La vampiro se refería a mí—. Hace siglos quizás habría escrito unos versos en honor de tanta belleza, asombrada de que hubiera venido a alegrar el rebaño de ovejas negras del Señor, como un lirio en las tinieblas, un joven hado que la luz de la luna había depositado en la cuna de una lechera para cautivar al mundo con su mirada afeminada y su voz grave y viril.

Sus halagos me enfurecieron, pero no soportaba perder en este infierno la belleza de su voz, su profunda dulzura. No me importaba lo que dijera. Al contemplar su rostro pálido en el que numerosas venas se habían convertido en surcos esculpidos en piedra, comprendí que era demasiado vieja para mi impetuosa violencia. Sin embargo deseaba matarla, sí, arrancarle la cabeza del tronco, sí, apuñalarla con las velas, sí. Furioso, tensando la mandíbula, pensé en esas cosas, y en él, en cómo le despacharía, pues era mucho menos viejo que ella, tal como demostraba su cutis aceitunado, pero esos impulsos murieron súbitamente como si un viento septentrional hubiera arrancado la cizaña de mi mente, un viento gélido que aniquilaba mi voluntad. Ah, qué hermosos eran.

—No renunciarás a la belleza —dijo la vampiro con tono amable, quien quizás había captado mis pensamientos pese a mis esfuerzos por ocultarlos—. Verás otra variante de la belleza, áspera y variopinta, cuando mates y contemples ese maravilloso diseño corporal transformarse en una deslumbrante tela de araña al tiempo que bebes su sangre, y unos pensamientos agonizantes caerán sobre ti como gimoteantes velos para cegarte y convertirte en la escuela de esas pobres almas que envías a la gloria o a la perdición. Belleza, sí. Verás belleza en las estrellas que se convertirán en tu eterno consuelo. Y en la tierra, que te mostrará mil matices de oscuridad. Esa será la belleza que contemplarás. Renunciarás a los estridentes colores del hombre y a la desafiante luz de los ricos y los fatuos.

—No renuncio a nada —repliqué.

Ella sonrió. Su rostro traslucía un calor tibio e irresistible; su larga cabellera canosa mostraba algún que otro rizo rebelde a la luz de las velas.

La vampiro miró a Santino.

—Comprende perfectamente lo que decimos —declaró—. Sin embargo, parece un niño travieso cuya ignorancia le lleva a burlarse de todo.

—Lo sabe, lo sabe —repuso el otro con extraña amargura. Dio de comer a sus ratas. Miró a la vampiro y luego a mí. Parecía meditar e incluso comenzó a canturrear de nuevo el viejo himno gregoriano.

Oí a otros seres moviéndose en la oscuridad. A lo lejos sonaban todavía los tambores, pero era un sonido insoportable. Contemplé el techo de la cámara donde nos encontrábamos, las calaveras sin ojos y sin boca que nos observaban con infinita paciencia.

Miré a Santino, sentado en el suelo meditabundo o enfrascado en sus pensamientos, y a sus espaldas la alta figura de la vampiro cubierta con harapos, su cabello gris peinado con raya en medio, su rostro adornado con una capa de polvo.

—¿Quiénes son esos seres que deben ser custodiados, hijo mío? —me preguntó ella.

Santino alzó la mano e hizo un gesto cansino.

—Él no sabe nada de eso, Allesandra. Te lo aseguro. Marius era demasiado listo para cometer la torpeza de decírselo. Es absurdo darle tantas vueltas a esa vieja leyenda que hemos perseguido durante años. Los seres que deben ser custodiados. Si esos seres deben ser custodiados, ya no existen, puesto que Marius ya no está aquí para custodiarlos.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, el terror de romper a sollozar desconsoladamente, de dejar que ellos lo vieran, no, era una abominación. Marius ya no estaba aquí...

Santino se apresuró a continuar, como si temiera por mí.

—Es la voluntad de Dios. Dios quiso que todos los edificios se derrumbaran, que todos los textos fueran robados o quemados, que todos los testigos que asistieron al misterio fueran destruidos. Piensa en ello, Allesandra. Reflexiona. El tiempo ha sepultado todas las palabras escritas por Mateo, Marcos, Lucas, Juan y Pablo. ¿Acaso queda un solo pergamino que ostente la rúbrica de Aristóteles? ¿O Platón? Ojalá poseyéramos uno de los fragmentos que arrojó al fuego cuando trabajaba febrilmente...

—¿Qué nos importan estas cosas, Santino? —preguntó Allesandra con tono de reproche, pero cuando él agachó la cabeza ella le acarició el pelo, alisándoselo como si fuera su madre.

—Me refiero a que ésos son los designios de Dios —dijo Santino—, de su creación. Incluso lo que es esculpido en piedra desaparece con el tiempo, y las ciudades yacen bajo el fuego y las cenizas de montañas que estallan. Me refiero a que la tierra lo devora todo, y ahora se lo ha llevado a él, a esta leyenda, Marius, un ser mucho más viejo que todos los seres que hemos conocido, y con él han desaparecido sus preciosos secretos. Resígnate.

Junté las manos para impedir que temblaran. No dije nada.

—Yo vivía en una hermosa población —prosiguió Santino en voz tan baja que era casi un murmullo. Sostenía en brazos a una rata gorda y negra a la que acariciaba como si fuera una linda gatita, cuyos ojitos permanecían clavados en los suyos, incapaz de moverse, con la cola curvada como una guadaña hacia abajo—. Era una población maravillosa, con unas murallas altas y gruesas, donde todos los años organizábamos una feria. Me faltan palabras para describir el espléndido espectáculo de los artículos que exhibían los mercaderes, y las gentes, jóvenes y ancianos, que acudían de aldeas vecinas y remotas para comprar, vender y divertirse. ¡Era un lugar perfecto! Pero la peste lo asoló. Llegó la peste, sin respetar portal, tapia ni torre, invisible para los hombres del Señor, para el padre que araba en el campo y la madre que atendía su huerto. La peste lo arrasó todo, todo salvo a los más perversos. Me emparedaron entre los muros de mi casa, junto con los cadáveres hinchados de mis hermanos y hermanas. Me halló un vampiro que buscaba sangre con que alimentarse. Y sólo halló la mía, pese a que en la población habían abundado los cadáveres.

—¿Acaso no renunciamos a nuestra historia mortal por amor a Dios? —preguntó Allesandra con sumo tacto mientras seguía acariciándole la cabeza y apartándole el pelo de la frente.

En los grandes ojos de Santino se reflejaban sus pensamientos y recuerdos; al hablar me miró, quizá sin verme siquiera.

—Las murallas han desaparecido, han sucumbido bajo los árboles, la hierba y los montones de cascotes. En los castillos de los alrededores podemos observar las piedras con las que antaño fue construida la propiedad de nuestro señor, nuestra calle mayor, nuestras mansiones nobles. La naturaleza de este mundo establece que todas las cosas serán devoradas por el tiempo, que constituye una boca tan voraz como la que más.

Se hizo el silencio. Yo no cesaba de temblar. Me dolía todo el cuerpo. De mis labios brotó un gemido. Miré a diestro y siniestro y agaché la cabeza, estrujándome las manos para no ponerme a gritar.

Al cabo de un rato alcé la cabeza y dije:

—¡Me niego a serviros! Conozco vuestro juego. Conozco vuestras escrituras, vuestra piedad, vuestra afición a la resignación. Sois como arañas que tejéis unas trampas complejas y siniestras, eso es todo; sólo sabéis copular para procrear más vampiros, sólo sabéis tejer unas trampas para atrapar a los incautos, como las aves que construyen sus nidos con porquería sobre edificios de mármol. Adelante, seguid tejiendo vuestras mentiras. ¡Os odio! ¡No os serviré!

Ambos me miraron con profundo amor. —Pobre niño —dijo Allesandra, suspirando—. No has hecho sino empezar a sufrir. ¿Por qué te empeñas en sufrir por orgullo en lugar de hacerlo por Dios?

—¡Yo os maldigo!

Santino chasqueó los dedos. Fue un gesto insignificante, pero de pronto salieron de las sombras, a través de unas puertas como bocas secretas y mudas en los muros de arcilla, sus sirvientes, ataviados con unas togas, encapuchados, como los otros.

Me condujeron a rastras a una celda compuesta por barrotes de hierro y muros de piedra y arcilla. Cuando traté de excavar un agujero con las uñas para huir a través de él, mis dedos toparon con piedra revestida de hierro, y no pude seguir excavando.

Me tumbé en el suelo y rompí a llorar. Lloré por mi maestro. No me importa que alguien me oyera o se burlara de mí. Me tenía sin cuidado. Sólo pensaba en mi pérdida y en lo mucho que había amado a mi maestro, y al reparar en lo inmenso de ese amor, sentí en cierto modo su esplendor. Lloré con desconsuelo. Me revolqué sobre la tierra. Clavé mis uñas en ella, la arranqué a puñados. Luego me quedé inmóvil, dejando que las lágrimas rodaran en silencio por mi rostro.

Allesandra se acercó a la celda y apoyó las manos en los barrotes.

—Pobre criatura —murmuró—. Estaré siempre a tu lado. No tienes más que decir mi nombre.

—¿Por qué? —contesté. Mi voz reverberó entre los pétreos muros de la celda—. ¡Responde!

—¿Acaso los demonios no se aman en el infierno? —me replicó ella.

Transcurrió una hora. La noche era fría.

Sentí sed, una sed de sangre.

Me quemaba las entrañas. Ella lo sabía. Me senté de cuclillas, cabizbajo. Prefería morir antes que volver a beber sangre. Pero era lo único que veía, que sentía, que deseaba. Sangre.

La primera noche creí morir de sed. La segunda, temí morir gritando. La tercera, sólo soñé con sangre entre sollozos de desesperación, lamiendo las lágrimas de sangre que tenía en las yemas de los dedos.

Al cabo de seis noches, cuando ya no soportaba más mi sed, me trajeron una víctima que luchó denodadamente para escapar a su suerte.

Olí la sangre mientras la conducían por el largo y negro pasadizo. La olí antes de percibir el resplandor de las antorchas.

Arrojaron en mi celda a un joven hediondo y musculoso, quien no cesaba de propinarles patadas y maldecirlos, rugiendo y babeando como un poseso, chillando cada vez que le azuzaban con la antorcha para que se aproximara a mí.

Me levanté, casi demasiado débil para sostenerme en pie, y me arrojé sobre él, sobre su cálida y suculenta carne. Le desgarré el cuello, riendo y sollozando de gozo, y succioné hasta ahogarme casi con la sangre que me llenaba la boca.

El joven cayó a mis pies, balbuciendo y gritando. La sangre brotaba a borbotones de la arteria y se derramaba sobre mis labios y mis dedos. Yo tenía los dedos tan delgados que eran meros huesos. Bebí y bebí hasta que me harté. Todo el dolor, toda la desesperación se desvaneció en la pura satisfacción de mi sed de sangre, en el puro, egoísta y odioso afán de devorar aquella bendita sangre humana.

Los demonios dejaron que siguiera saciando mi glotonería, que gozara de aquel festín absurdo y salvaje.

Luego me desplomé de costado; noté que veía con más claridad en la oscuridad. Los muros que me rodeaban relucían cubiertos pedacitos dorados como un firmamento estrellado. Miré a mi víctima y comprobé que se trataba de Riccardo, mi amado Riccardo, mi brillante y buen Riccardo: desnudo, sucio, un prisionero que habían engordado en una pestilente celda de barro para esto.

Grité horrorizado. Aporreé los barrotes y me golpeé la cabeza contra ellos. Mis celadores de rostro blanco se acercaron apresuradamente a los barrotes de mi celda pero luego retrocedieron aterrorizados y me observaron desde el otro lado del oscuro pasadizo. Caí de rodillas, sollozando amargamente.

Tomé el cadáver en brazos.

—¡Bebe, Riccardo! —grité. Me mordí la lengua y escupí la sangre en su rostro grasiento y de mirada ausente. Pero estaba muerto y vacío, y ellos se habían ido dejándole allí para que se pudriera en este inmundo lugar, y para que me pudriera yo junto a él.

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