Authors: Anne Rice
Yo poseía un alma religiosa, de ello no cabía duda alguna, y me habían sido dadas dos modalidades de pensamiento religioso; y ahora, al rendirme a una guerra entre esas dos modalidades, había entablado una batalla conmigo mismo, pues aunque no tenía la menor intención de renunciar a los lujos y las glorias de Venecia, la rutilante belleza de las lecciones de Fra Angélico y los pasmosos y espléndidos logros de sus seguidores, los cuales habían creado una belleza sin par en aras de Cristo, beatifiqué en silencio al perdedor de mi batalla, el bendito Isaac, quien, en mi mente pueril, imaginé que había seguido el auténtico camino del Señor.
Marius estaba al tanto de mi batalla, sabía el influjo que Kíev ejercía sobre mí, y sabía la importancia crucial que esto suponía para mí. Comprendía mejor que nadie que cada ser pelea con sus ángeles y demonios, que cada ser sucumbe a unos valores esenciales, a un tema, por así decir, inseparable del hecho de vivir una existencia como es debido.
Para nosotros, la vida era vampírica, pero era vida en todos los aspectos: una vida sensual, carnal. No me ofrecía el medio de escapar de las compulsiones y obsesiones que había sentido como un joven mortal. Antes bien, esas compulsiones y obsesiones se habían magnificado.
Al cabo de un mes de mi regreso, comprendí que había sentado el tono de mi actitud hacia el mundo que me rodeaba. Me deleitaría con la lujuriante belleza de la pintura, la música y la arquitectura italianas, sí, pero lo haría con el fervor de un santo ruso. Transformaría todas las experiencias sensuales en bondad y pureza. Aprendería, aumentaría mis conocimientos, intensificaría mi compasión por los mortales que me rodeaban, y no cejaría nunca de presionar a mi alma para que alcanzara lo que yo consideraba bondad.
La bondad consistía ante todo en amabilidad, gentileza. Significaba no desperdiciar nada. Significaba pintar, leer, estudiar, escuchar, incluso rezar, aunque no estaba seguro de a quién, y aprovechar cada oportunidad para mostrarme generoso con los mortales a los que no mataba.
En cuanto a los mortales que mataría, me propuse hacerlo con misericordiosa rapidez, convertirme en un auténtico maestro de la misericordia, sin causarles jamás dolor ni confusión, atrayendo a mis víctimas por medio del encanto inducido por mi voz melosa y la profundidad que ofrecían mis ojos para dirigir miradas lánguidas, o por medio de un poder que al parecer poseía y era capaz de utilizar, el poder de introducir mi mente en la del desdichado e impotente mortal y ayudarle a crear unas imágenes consoladoras a fin de que la muerte se convirtiera en el destello de una llama de éxtasis, y luego un silencio dulcísimo.
Asimismo, me propuse gozar de la sangre, profundizar en la sensación que me producía, más allá de la turbulenta necesidad de mi sed, con el fin de saborear este líquido vital que sustraía a mí víctima, y sentir plenamente lo que éste contenía y portaba a su último destino, el destino del alma mortal.
Mis lecciones con Marius se interrumpieron durante un tiempo, pero un día él me comunicó suavemente que debía reanudar mis estudios, que deseaba que hiciéramos muchas actividades juntos.
—Yo sigo mi propio plan de estudios —repliqué—. Sabes que no he permanecido ocioso durante mis paseos por la ciudad, que mi mente está tan ávida de asimilar conocimientos y experiencias como mi cuerpo. Lo sabes perfectamente. De modo que déjame tranquilo.
—De acuerdo, pequeño maestro —respondió Marius con tono afable—, pero debes regresar a la escuela que he creado para ti. Hay muchas cosas que debes aprender.
Yo le di largas durante cinco noches. A la sexta, hacia media noche, mientras dormía en su lecho tras haber pasado la velada en la Plaza de San Marcos donde se había celebrado un alegre festival, escuchando a los músicos y admirando a los saltimbanquis, me sobresalté al sentir un golpe de su látigo sobre mis pantorrillas.
—Despiértate, jovencito —dijo Marius.
Me volví y alcé la vista, asustado. Marius se hallaba de pie junto a mí, sosteniendo el largo látigo, con los brazos cruzados. Lucía una larga túnica color púrpura ceñida a la cintura y el cabello recogido en la nuca.
Yo me volví de espaldas. Supuse que Marius me había propinado un latigazo para intimidarme y que, al comprobar que no lo había logrado, me dejaría tranquilo. Pero Marius volvió a asestarme un azote con el látigo, seguido por una lluvia de feroces latigazos.
Sentí esos azotes como jamás los había sentido cuando era mortal. Yo era más fuerte, más resistente a ellos, pero durante una fracción de segundo cada latigazo traspasó mi guardia sobrenatural, provocándome un diminuto y exquisito estallido de dolor.
Yo estaba furioso. Traté de levantarme de la cama, dispuesto a golpear a Marius por tratarme de esa forma. Pero él apoyó una rodilla sobre mi espalda y siguió azotándome hasta que grité de dolor.
Entonces Marius se incorporó al tiempo que me alzaba por el cuello de la camisa. Yo temblaba de ira y confusión.
—¿Quieres más? —preguntó.
—No lo sé —respondí, soltándome, lo cual él permitió con una pequeña sonrisa—. ¡Tal vez sí! ¡Tan pronto te muestras profundamente preocupado por mi corazón como me tratas como si fuera un colegial! ¡No hay quién te entienda!
—Has tenido tiempo suficiente para llorar y para evaluar todo lo que has recibido —replicó Marius—. Es hora de que te pongas de nuevo a estudiar. Siéntate ante el escritorio y disponte a escribir. ¿O quieres otra tanda de azotes?
—No permitiré que me trates de esta forma —protesté airadamente—. No hay ninguna necesidad. ¿Qué quieres que escriba? He escrito volúmenes en mi corazón. Crees que puedes obligarme a encajar en el monótono molde de un discípulo obediente, crees que es lo indicado para descifrar los pensamientos cataclísmicos que me asaltan, crees que...
Marius me propinó un bofetón que me dejó aturdido. Cuando se me aclaró la vista, le miré a los ojos.
—Deseo que me prestes atención. Deseo que abandones tu actitud meditabunda. Siéntate ante el escritorio y escribe un resumen de lo que el viaje a Rusia ha supuesto para ti, y lo que ves ahora aquí que antes no veías. Utiliza tus mejores sonrisas y metáforas y escríbelo de forma concisa, pulcra y rápida.
—Qué tácticas tan groseras —mascullé. Pero me dolía todo el cuerpo debido a los latigazos. Era un dolor distinto del que siente un cuerpo mortal, pero era desagradable y odiaba sentirlo.
Me senté ante el escritorio. Iba a escribir algo hiriente como: «He comprobado que soy el esclavo de un tirano.» Pero cuando levanté los ojos y le vi de pie ante mí, sosteniendo el látigo, cambié de parecer.
Él sabía que era el momento ideal para besarme, y me besó. Yo me di cuenta de que había alzado el rostro para que me besara antes de que él agachara la cabeza. Lo cual no le detuvo.
Sentí una inmensa dicha al claudicar ante él. Le rodeé los hombros con un brazo.
Al cabo de unos momentos, Marius se apartó y yo me puse a escribir una frase tras otra, describiendo lo que he explicado antes. Escribí sobre la batalla que se libraba en mi interior entre lo carnal y lo ascético; escribí que mi alma rusa pretendía alcanzar el grado más sublime de exaltación. Lo había hallado al pintar el icono, el cual, debido a su belleza, había satisfecho mi necesidad de lo sensual.
Mientras escribía, comprendí por primera vez que el antiguo estilo ruso, el antiguo estilo bizantino, encarnaba una lucha entre lo sensual y lo ascético: las figuras contenidas, aplanadas, disciplinadas, rodeadas de una orgía de color que deleitaba la vista al tiempo que representaba la negación de los sentidos.
Mientras yo escribía, Marius salió de la alcoba. Reparé en ello, pero no me importó. Estaba enfrascado en mi tarea, y poco a poco dejé de analizar las cosas y empecé a relatar una vieja historia:
En los viejos tiempos, cuando los rusos no conocían a Jesucristo, el gran príncipe Vladimir de Kíev (en aquella época Kíev era una espléndida ciudad) envió a unos emisarios a estudiar las tres religiones del Señor: la religión musulmana, que a esos hombres les pareció delirante y repulsiva; la religión del papa de Roma, en la que esos hombres no hallaron gloria alguna; y el cristianismo de Bizancio. En la ciudad de Constantinopla los rusos pudieron contemplar las magníficas iglesias en las que los griegos católicos adoraban a su Dios, unos edificios tan hermosos que los emisarios de Vladimir no sabían si se hallaban en el cielo o si seguían en la Tierra. Los rusos jamás habían contemplado nada tan esplendoroso; estaban convencidos de que Dios habitaba entre los hombres en la religión de Constantinopla, y Rusia abrazó la religión del cristianismo. Por tanto, fue la belleza la que dio origen a nuestra Iglesia rusa.
Antiguamente, los hombres hallaban en Kíev lo que Vladimir había tratado de recrear, pero ahora que Kíev se ha convertido en una ruina y los turcos se han apoderado de Santa Sofía de Constantinopla, es preciso venir a Venecia para contemplar la gran Theotokos, la virgen madre de Dios, y su hijo el Pantokrator, el creador divino de todas las cosas. En Venecia he hallado, en los resplandecientes mosaicos dorados y en las musculosas imágenes de una nueva era, el milagro que llevó la luz de Cristo Nuestro Señor a la tierra donde nací, la luz de Cristo Nuestro Señor que todavía arde en las lámparas del Monasterio de las Cuevas.
Dejé la pluma. Aparté la hoja, apoyé la cabeza en los brazos y rompí a llorar suavemente en la penumbra de la silenciosa alcoba. No me importaba que el maestro me azotara, me propinara patadas o prescindiera de mí.
Al cabo de un rato, Marius regresó para conducirme a nuestra cripta. Ahora, tras varios siglos, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de que, al obligarme a escribir mis impresiones aquella noche, el maestro hizo que yo recordara para siempre las lecciones de aquellos días.
La noche siguiente, cuando Marius leyó lo que yo había escrito, se mostró contrito por haberme azotado. Confesó que le resultaba difícil no tratarme como a un niño, aunque ya no fuera un niño. Dijo que yo le parecía un espíritu que había penetrado en el cuerpo de un niño: ingenuo y obsesionado con ciertos temas. Añadió que no había imaginado llegar a amarme tanto.
Por más que traté de mostrarme frío y distante con él, debido a los latigazos que me había propinado, no lo conseguí. Antes bien, me maravilló que sus caricias, sus besos y sus abrazos significaran para mí más que cuando yo era un ser mortal.
Quisiera alejarme de esta imagen feliz de Marius y de mí en Venecia y situar esta historia en Nueva York, en la época moderna. Me gustaría trasladarme al momento en la habitación en Nueva York cuando Dora me mostró el velo de la Verónica, la reliquia que Lestat había traído de su viaje al infierno, pues así tendría una historia contada en dos mitades perfectas: sobre el niño que fui y el adorador en el que me convertí, el ser que soy ahora.
Pero no puedo engañarme tan fácilmente. Sé que lo que nos ocurrió a Marius y a mí en los meses que siguieron a mi viaje a Rusia forma parte integrante de mi vida.
No tengo más remedio que atravesar el Puente de los Suspiros de mi vida, el largo y oscuro puente que abarca siglos de mi atormentada existencia y me conecta con la época moderna. El hecho de que ese pasaje haya sido tan bien descrito por Lestat no significa que yo pueda escipar sin añadir unas palabras de mi propia cosecha, y ante todo reconocer sin ambages que durante trescientos años me dejé cautivar por Dios.
Ojalá hubiera escapado a esa suerte. Ojalá Marius hubiera escapado a lo que nos ocurrió. Ahora me doy cuenta de que él sobrevivió a nuestra separación con mayor inteligencia y fuerza que yo. Es evidente que él tenía muchos siglos y era muy sabio, mientras que yo era todavía un niño.
Nuestros últimos meses en Venecia no estuvieron empañados por ninguna premonición de lo que iba a suceder. Marius se aplicó con vehemencia en enseñarme las lecciones esenciales.
Una de las más importantes era cómo pasar por un ser humano entre mortales. Desde mi transformación, yo apenas había frecuentado a los otros aprendices y había evitado a mi amada Bianca, a quien debía una inmensa deuda de gratitud no sólo por la amistad que me había brindado sino por cuidar de mí cuando estuve tan enfermo.
Sin embargo, ahora debía enfrentarme a Bianca, tal como me había ordenado Marius. Yo era quien debía escribirle una educada carta explicándole que, debido a mi enfermedad, no había podido ir a verla.
Una tarde, después de un breve recorrido en busca de presas durante el cual bebí la sangre de dos víctimas, Marius y yo fuimos a visitarla cargados de regalos. La encontramos rodeada por sus amigos italianos e ingleses.
Marius se había vestido para la ocasión con un elegante traje azul oscuro de terciopelo, con una capa del mismo color, cosa insólita en él, y me había pedido que me vistiera de azul celeste, el color que prefería para mí. Yo llevaba una cesta de higos y tortas para Bianca.
Hallamos la puerta de su casa abierta, como de costumbre, y entramos sigilosamente, pero ella reparó en nosotros de inmediato.
En cuanto la vi, sentí un intenso deseo de compartir unos minutos de intimidad con ella, esto es, de contarle todo lo que había sucedido. Naturalmente, eso estaba prohibido; Marius insistía en que yo debía aprender a amarla sin confiarle ningún secreto.
Bianca se levantó, se acercó a mí y me abrazó, aceptando mis habituales besos ardientes. Me sentí rebosante de sangre caliente; entonces comprendí por qué Marius había insistido en que matara a dos víctimas esta noche.
Bianca no sintió nada que le infundiera temor. Me rodeó el cuello con sus brazos suaves como la seda. Estaba radiante, ataviada con un traje de seda amarillo y terciopelo verde oscuro sobre una vaporosa túnica de color amarillo salpicada con unas rosas bordadas. Lucía un generoso escote que mostraba sus hermosos y níveos pechos, como sólo una cortesana puede mostrarlos.
Cuando empecé a besarla, procurando ocultar mis afilados incisivos, no sentí deseos de morderla porque la sangre de mis víctimas habían saciado mi apetito. La besé tan sólo con amor al tiempo que evocaba unos ardientes y eróticos recuerdos y mi cuerpo demostraba la pasión que había compartido en ella en otras ocasiones. Deseaba acariciarle todo el cuerpo, como un ciego palparía una escultura para contemplar cada curva de la misma con sus manos.
—Veo que no sólo te has curado, sino que además te encuentras en una forma espléndida —comentó Bianca—. Pasad, Marius y tú, nos sentaremos en otra salita.