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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (33 page)

Sentí que se me erizaba el vello. ¿Iván, mi padre, estaba vivo? ¿Vivo para morir de nuevo de forma deshonrosa? ¿Acaso no le habían asesinado los tártaros en el páramo?

Sin embargo, al cabo de unos instantes todo pensamiento y comentario sobre mi padre se esfumó de la cabeza de aquellos patanes. Mi tío cantó otra canción, una canción para bailar. Nadie bailaba en esta casa, estaban demasiado cansados después de trabajar, y las mujeres semiciegas mientras seguían remendando la ropa que yacía en un montón en su regazo. Pero la música los animó y uno de ellos, un chico más joven que yo cuando me morí, mi hermanito, dijo en voz baja una plegaria por mi padre, rogando al Señor que mi padre no se helara esta noche, como le había ocurrido tantas veces, al caerse borracho sobre la nieve.

—Haz que regrese a casa —musitó el niño.

De pronto oí decir a Marius a mis espaldas, con el fin de calmarme y poner las cosas en orden:

—Sí, todo indica que es cierto. Tu padre vive.

Antes de que pudiera detenerme, me dirigí hacia la entrada y abrí la puerta. Fue una barbaridad, una imprudencia, debí pedirle permiso a Marius, pero siempre fui, como te he dicho, un discípulo rebelde. Tenía que hacerlo.

Una ráfaga de aire invadió la casa. Las figuras sentadas al amor de la lumbre se estremecieron y se arrebujaron en sus prendas de piel. El aire atizó el fuego que ardía en la estufa de piedra, haciendo que las llamas se encabritaran.

Yo sabía que debía quitarme el sombrero, que en este caso consistía en la capucha de mi capa, y que debía acercarme al rincón de los iconos y santiguarme, pero no lo hice.

De hecho, para ocultarme, me enfundé la capucha al tiempo que cerraba la puerta. Me apoyé contra ella y sostuve la capa frente a mi boca, de forma que sólo se veían mis ojos y un mechón de pelo cobrizo.

—¿Por qué se ha aficionado Iván a la bebida? —pregunté, recordando la vieja lengua rusa—. Iván era el hombre más fuerte de esta población. ¿Dónde está?

Todos me miraron con recelo, indignados por aquella intromisión. El fuego que ardía en la estufa crepitaba y danzaba saturado de aire fresco. El rincón de los iconos semejaba un grupo de llamas perfectas y radiantes, con sus brillantes imágenes y velas dispuestas al azar, un fuego de una naturaleza distinta y eterna. El rostro de Cristo apareció con toda claridad a la luz oscilante de las velas, con los ojos clavados en mí.

Mi tío se levantó y depositó el arpa en manos de un chico joven que no reconocí. Vi en las sombras a unos niños incorporados en sus lechos, abrigados con gruesos cobertores. Vi cómo me observaban con sus ojos relucientes. Los otros, instalados frente al fuego, hicieron causa común y se encararon conmigo.

Vi a mi madre, ajada y triste como si hubieran transcurrido siglos desde que yo me había marchado de su lado, una anciana achacosa sentada en un rincón, con las manos crispadas sobre la manta que le cubría las rodillas. La observé detenidamente, tratando de descifrar la causa de su deterioro. Desdentada, decrépita, con las manos agrietadas y relucientes de tanto trabajar, parecía una mujer que se dirigía a pasos agigantados hacia la muerte.

Se agolpó en mi mente un cúmulo de pensamientos y palabras.

Ángel, demonio, visitante nocturno, terror de las tinieblas, ¿qué eres? Los otros alzaron las manos apresuradamente para hacer la señal de la cruz. Pero los pensamientos acudieron prestos y diáfanos en respuesta a mi pregunta.

¿Quién no sabe que Iván el Cazador se ha convertido en Ivan el Penitente, Iván el Borracho, Iván el Loco, debido a aquel fatídico día en el páramo cuando no logró impedir que los tártaros raptaran a su amado hijo Andrei?

Cerré los ojos. ¡Lo que le había ocurrido a mi padre era peor que la muerte! Yo no había imaginado, no me había atrevido a pensar que estuviera vivo, no lo quería lo suficiente para confiar en que hubiera sobrevivido, ni siquiera había pensado en qué había sido de él. En Venecia abundaban los establecimientos donde podía escribirle una carta, una carta que los grandes mercaderes venecianos habrían llevado a un puerto desde donde habría viajado por los caminos por los que transportaban el correo, que el Khan había mandado construir.

Yo lo sabía, el joven y egoísta Andrei lo sabía, conocía los detalles que podían sellar el pasado de forma que pudiera olvidarlo. Pude haber escrito:

Querida familia:

Estoy vivo y me siento satisfecho, pero no puedo regresar a casa. Envío un dinero para mis hermanos, mis hermanas y mi madre.

Pero en realidad, yo no lo sabía. El pasado constituía un caos que no dejaba de atormentarme. Cada vez que aparecía en mi mente una de esas vividas imágenes, me sumía en una tortura inenarrable.

Mi tío se plantó ante mí. Era tan alto y corpulento como mi padre. Iba bien vestido, con un jubón de cuero ceñido con un cinturón y unas botas de fieltro. Me observó con calma y expresión severa.

—¿Quién eres y por qué irrumpes de esta forma en nuestra casa? —preguntó—. ¿Quién es este príncipe que está ante mí? ¿Nos traes acaso un mensaje? Si es así, te perdonaremos por haber partido la cerradura de nuestra puerta.

Respiré hondo. No tenía más preguntas. Sabía que podía hallar a Iván el Borracho. Que estaba en la taberna con los pescadores y los tratantes en pieles, pues ése era el único local cerrado que amaba casi tanto como su hogar.

Con la mano me palpé el cinturón en busca del talego que siempre llevaba sujeto a él, lo arranqué y se lo entregué al hombre. Él lo contempló perplejo. Luego miró ofendido y retrocedió un paso.

De golpe tuve la impresión de que aquel hombre se había convertido en parte de una imagen nítida y pormenorizada de aquella casa. Vi la casa. Vi los muebles tallados a mano, el orgullo de la familia que los había construido, las cruces y los candelabros de numerosos brazos tallados a mano. Vi los símbolos pintados en los marcos de madera de las puertas, y las baldas sobre las que estaban dispuestos los decorativos potes, cazos y cuencos de confección casera.

Vi el orgullo de esa gente, de toda la familia, de las mujeres que se ufanaban de sus bordados y la habilidad con que remendaban la ropa, y recordé con una sensación plácida y reconfortante la estabilidad y el calor de su vida cotidiana.

Sin embargo, era triste, espantosamente triste, comparado con el mundo que yo conocía.

Me acerqué a ese hombre y le ofrecí de nuevo el talego.

—Te ruego que lo aceptes como un favor hacia mí, para permitir que salve mi alma —dije, disimulando la voz y sin mostrar mi rostro—. Es de tu sobrino Andrei. Está muy lejos, en el país al que le llevaron los tratantes de esclavos. Jamás regresará a casa. Pero está bien y desea compartir con su familia una parte de lo que posee. Me ha pedido que le informe quién de vosotros vive y quién ha muerto. Si no te entrego este dinero, y si tú no lo aceptas, cuando muera iré al infierno.

Mis palabras no obtuvieron una respuesta verbal, pero sus mentes me transmitieron lo que yo deseaba. Había conseguido averiguarlo todo. Sí, Iván estaba vivo, y ahora, este extraño, les decía que Andrei también estaba vivo. Iván lloraba un hijo que no sólo vivía sino que había prosperado. La vida es una tragedia, se mire como se mire. La única certeza es que todos moriremos.

—Te lo suplico —insistí.

Mi tío tomó el talego, pero no sin cierta reticencia. Estaba lleno de ducados de oro, que les permitiría adquirir lo que necesitaran.

Solté la esquina de la capa con la que me cubría el rostro, me quité el guante izquierdo y luego los anillos que lucía en cada dedo de mi mano izquierda. Ópalos, ónices, amatistas, topacios, turquesas. Avancé entre el hombre y los jóvenes hasta un rincón situado al otro lado de la estufa y deposité las alhajas en el regazo de la anciana que había sido mi madre. Ella alzó la vista y me miró.

Deduje que dentro de unos instantes mi madre me reconocería. Me apresuré a cubrirme el rostro de nuevo, pero con la mano izquierda extraje el cuchillo de mi cinturón. Era una Misericorde, una pequeña daga que los guerreros llevan consigo al campo de batalla para rematar a sus víctimas malheridas que agonizan. Era un objeto decorativo, más bien un complemento que un arma; su empuñadura de oro estaba cubierta de unas perlas perfectas.

—Es para ti —dije—. Para la madre de Andrei, a quien le encantaba su collar de perlas de río. Acéptalo por la salvación del alma de Andrei. —Tras estas palabras deposité la daga a los pies de mi madre.

Luego hice una profunda reverencia, casi rozando el suelo con la cabeza, y me fui sin mirar atrás, cerrando la puerta a mis espaldas, pero permanecí lo suficientemente cerca para oírles levantarse de un salto y apresurarse a contemplar los anillos y la daga, y algunos para examinar la cerradura de la puerta.

Durante unos instantes experimenté una intensa emoción, pero nada me impediría hacer lo que debía hacer. No me dirigía hacia Marius, pues habría sido una grosería pedirle que me apoyara o que aprobara mi decisión. Eché a caminar por la calle cubierta de barro y nieve hacia la taberna más cercana al río, donde supuse que hallaría a mi padre.

De niño había entrado pocas veces en ese lugar, y sólo para llevarme a mi padre a casa. Apenas lo recordaba, salvo como un lugar donde se reunían unos extraños para beber y blasfemar.

Era un edificio alto y alargado, construido con unos troncos toscos como mi casa, con una argamasa de barro, y las inevitables grietas y orificios por los que se colaba el aire helado. Tenía un techo muy alto, de unos seis pisos para compensar el peso de la nieve, y de los aleros pendían unos carámbanos, al igual que en mi casa.

Me maravillaba de que la gente pudiera vivir así, que este frío no los animara a construir unas viviendas más recias y duraderas. Pero en este lugar siempre había ocurrido lo mismo: el invierno feroz arrebataba a los pobres, a los enfermos y a los atribulados buena parte de lo que poseían, y las breves estaciones de primavera y el verano apenas les daban nada, pero al final la resignación de estas gentes se convertía en su mayor virtud.

Quizás estuviera equivocado en mis apreciaciones, y quizá me equivocaba ahora. Lo importante es que era un lugar desolado, y aunque no era feo, pues la madera y el barro y la nieve y la tristeza no son necesariamente feos, era un lugar desprovisto de belleza, a excepción de los iconos y acaso las lejanas siluetas de las airosas cúpulas de Santa Sofía en lo alto de la colina, que se recortaban sobre el cielo tachonado de estrellas. Y eso no bastaba.

Al entrar en la taberna, calculé que había unos veinte hombres, los cuales charlaban entre sí con una camaradería que me sorprendió, dada la naturaleza espartana del lugar, que era poco más que un refugio contra la noche que los mantenía sanos y salvos en torno al fuego. Allí no había iconos para reconfortarlos, pero algunos cantaban, y estaba el inevitable arpista que pulsaba las cuerdas de su humilde instrumento, y otro hombre que tocaba una pequeña gaita.

Había muchas mesas, algunas cubiertas con un mantel de lino y otras desnudas, en torno a las cuales se hallaban sentados los parroquianos. Algunos eran extranjeros, tal como yo recordaba. Tres italianos, según comprobé al oírlos hablar, genoveses para más información. Pero dos de esos hombres habían acudido atraídos por el comercio fluvial, lo que me dio a entender que Kíev se había convertido en una ciudad pujante.

Detrás del mostrador había numerosos toneles de cerveza y vino, que el tabernero vendía en copas. Vi muchas frascas de vino italiano, sin duda costoso, y unas cajas de jerez español.

A fin de no llamar la atención, atravesé el local y me dirigí hacia un oscuro rincón situado a la izquierda, confiando en que nadie se fijara en un viajero europeo ataviado con elegantes ropas, puesto que si de algo andaban sobrados en Rusia era de pieles.

Estos hombres estaban demasiado ebrios para fijarse en mí. El tabernero fingió mostrarse interesado en el nuevo cliente que acababa de entrar en su establecimiento, pero al poco rato apoyó de nuevo la cabeza en la palma de la mano y se puso a roncar. La música continuó sonando, otra vieja leyenda rusa, pero mucho menos alegre que la que había cantado mi tío en casa, porque tuve la impresión de que el músico estaba muy cansado.

Entonces vi a mi padre. Yacía boca arriba, cuan largo era, sobre un tosco y grasiento banco, vestido con su jubón de cuero y envuelto en su gruesa capa de piel, cuidadosamente doblada sobre su cuerpo, como si los otros le hubieran tapado para que no se resfriara al perder el conocimiento. Su capa era de piel de oso, lo cual indicaba que mi padre era un hombre rico.

Emitía unos estentóreos ronquidos y apestaba a licor. Estaba sumido en un sueño etílico tan profundo que, cuando me arrodillé junto a él y contemplé su rostro, no se despertó.

Tenía las mejillas más enjutas aunque sonrosadas, pero mostraba un aspecto demacrado, y su bigote y larga barba estaban salpicados de canas. Me pareció que había perdido bastante pelo en las sienes, y que su frente aparecía más despejada, pero quizá me engañara. La piel en torno a sus ojos estaba arrugada y oscura. No alcancé a ver sus manos, pues las tenía ocultas debajo de la capa, pero observé que seguía siendo un hombre fuerte, de complexión atlética, y que su afición a la bebida aún no le había destruido.

De pronto tuve una turbadora sensación de su vitalidad; percibí el olor de su sangre y su vigor, como si me hubiera topado con una posible víctima. Borré esos pensamientos de mi mente y le miré con afecto, alegrándome sinceramente de que estuviera vivo. Mi padre había escapado con vida de aquel encuentro en el páramo con los tártaros, quienes parecían los mismos heraldos de la muerte.

Acerqué un taburete para sentarme un rato junto a mi padre y observar su rostro. No me había vuelto a poner el guante izquierdo.

Apoyé mi mano fría sobre su frente, ligeramente, pues no deseaba tomarme excesivas confianzas, y mi padre abrió los ojos lentamente. Tenía los ojos vidriosos e inyectados en sangre, pero tan relucientes como de costumbre. Me miró suavemente y en silencio durante un rato, como si no tuviera motivos para moverse, como si yo fuera una visión que se le había aparecido en sueños.

Noté que la capucha de mi capa se deslizaba hacia atrás, pero no hice el menor ademán para impedirlo. Yo no veía lo que veía mi padre, pero sabía quién era: su hijo, con el rostro rasurado y desprovisto de vello, como había tenido su hijo cuando este hombre vivía con él y le veía a diario, y una caballera castaña y ondulada salpicada de nieve. Al otro lado de la taberna, los cuerpos de los hombres constituían unas meras siluetas que se recortaban sobre el inmenso resplandor del fuego; algunos charlaban y otros cantaban. Y el vino corría a raudales.

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