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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (6 page)

Sentí el tacto de algo duro, hecho de madera o metal, pero el objeto se movía como si fuera orgánico. Por fin abrí los ojos y vi un hombre que me abrazaba, y esas cosas que parecían de piedra o de metal eran sus dedos. El hombre me miró preocupado con unos ojos azules y amables.

—Amadeo —dijo.

Iba ataviado de terciopelo rojo y era imponentemente alto. Tenía el pelo rubio y lo llevaba peinado con raya al medio, un peinado que le daba cierto aire de santo, en una melena que le rozaba los hombros y se desparramaba sobre su capa, formando unos lustrosos bucles. Tenía la frente lisa, sin la menor arruga, y unas cejas altas de color dorado oscuro que conferían a su rostro una expresión franca y decidida. Sus párpados estaban orlados por unas pestañas de color dorado oscuro como sus cejas, que se curvaban hacia arriba. Cuando sonreía, sus labios adquirían de pronto un tono rosa pálido que resaltaba su perfilada forma.

Yo le reconocí. Le hablé. Jamás había contemplado esos prodigios en el rostro de otra persona.

Él me miró, sonriendo. No observé ni sombra de vello sobre su labio superior ni en su barbilla. Tenía la nariz fina y delicada, pero lo bastante grande para guardar la debida proporción con el resto de sus atractivas facciones.

—No soy Jesucristo, hijo mío —comentó—, sino alguien que porta su propia salvación. Abrázame.

—Me muero, maestro —respondí, no recuerdo en qué idioma, pero él comprendió mis palabras.

—No, pequeño, no te mueres. Te acogeré bajo mi protección y, si los astros nos son propicios, jamás morirás.

—Pero tú eres Jesucristo. ¡Te reconozco! Él denegó con la cabeza y luego, en un gesto muy común y humano, bajó los ojos y sonrió. Cuando sus labios carnosos se entreabrieron, vi unos dientes blanquísimos de un ser humano. El hombre me tomó por las axilas, me alzó y me besó en el cuello, lo cual me provocó un intenso escalofrío. Cerré los ojos y sentí sus labios sobre mis párpados.

—Duerme mientras te llevo a casa —me murmuró al oído.

Cuando me desperté, comprobé que nos hallábamos en un baño de gigantescas dimensiones. Ningún veneciano había poseído jamás un baño semejante; eso lo sé por todo lo que contemplé más tarde. Pero ¿qué sabía yo sobre las costumbres de aquel lugar? Esto era un auténtico palacio; yo había visto muchos palacios.

Me levanté del nido de terciopelo sobre el que yacía, formado por su capa roja, si no recuerdo mal. A mi derecha vi un gigantesco lecho rodeado por una cortina y, más allá, una bañera ovalada. El agua manaba de una concha sostenida por unos ángeles y de la amplia superficie se alzaba una nube de vapor. De pronto mi maestro se levantó de la bañera y apareció enmarcado por el vapor, mostrando su pecho desnudo y sus tetillas levemente rosadas. Tenía el pelo estirado hacia atrás, más espeso y hermoso que antes.

Mi maestro me indicó que me acercara.

El agua me infundía respeto. Me arrodillé junto a la bañera y metí la mano en el agua.

Con un ademán pasmosamente rápido y airoso, mi maestro me agarró y sumergió en la cálida bañera hasta que el agua me cubrió los hombros. Luego me inclinó la cabeza hacia atrás.

Al alzar la vista, observé que el techo azul estaba pintado con unos ángeles de aspecto muy real provistos de unas grandes y plumosas alas. Jamás había contemplado unos ángeles tan lustrosos y juguetones, triscando sin el menor pudor, exhibiendo su belleza humana y sus musculosas piernas bajo unas túnicas vaporosas, sus rizados cabellos agitados por el viento. Me pareció un tanto exagerado, esas robustas y retozonas criaturas, esa orgía de juegos celestiales plasmada en el techo hacia el que ascendía el vapor de la bañera, esfumándose en una luz dorada.

Miré a mi maestro, cuyo rostro estaba ante mí. «Bésame otra vez, sí, haz que vuelva a estremecerme.» Sin embargo, él era de la misma pasta que esos ángeles pintados en el techo, era uno de ellos, y ese cielo era un lugar pagano habitado por dioses-soldados en el que abundaba el vino, la fruta y los placeres de la carne. Me había equivocado de lugar.

Él echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada. Tomó un puñado de agua y la vertió sobre mi pecho. De golpe abrió la boca y durante unos instantes vi el destello de algo nocivo y peligroso, unos dientes afilados como los de un lobo. Pero desaparecieron de inmediato y sólo sentí sus labios sobre mi cuello, mis hombros. Luego comenzó a succionarme una tetilla, sin hacer caso de mis esfuerzos por detenerle.

Emití un gemido de gozo. Me sumergí de nuevo en el agua cálida sintiendo los labios de él sobre mi pecho y mi vientre. Mi maestro me succionó la piel con delicadeza, como si succionara la sal y el calor que emanaba, e incluso el tacto de su frente sobre mi hombro me provocaba un cosquilleo delicioso. Le rodeé con un brazo y cuando él halló el objeto de pecado, sentí que éste se disparaba como una flecha; sentí el impulso, la potencia de esa flecha, y volví a gemir de placer. Él dejó que reposara un rato apoyado en él mientras me lavaba lentamente. Me lavó el rostro con un esponjoso trapo. Luego me obligó a inclinar la cabeza hacia atrás para lavarme el pelo.

Luego, cuando creyó que yo había reposado lo suficiente, empezamos a besarnos de nuevo.

Me desperté antes del alba, apoyado en su hombro. Me incorporé y le observé mientras se ponía la capa y se cubría la cabeza. La habitación estaba llena de muchachos, pero muy distintos de los tristes y depauperados instructores del burdel. Estos jóvenes que estaban congregados alrededor del lecho eran hermosos, bien alimentados, risueños y dulces.

Iban vestidos con unas túnicas de vibrantes colores, plisadas, y la cintura ceñida por un cinturón que les confería una gracia femenina. Todos lucían unas espesas y lustrosas cabelleras.

Mi maestro se volvió hacia mí y en una lengua que yo comprendí perfectamente, me dijo que yo era su único pupilo, que regresaría aquella noche y que para entonces yo habría contemplado un mundo nuevo.

—¡Un mundo nuevo! —exclamé—. No me dejes, maestro. No deseo conocer el mundo entero. ¡Sólo te deseo a ti!

—Amadeo —repuso, inclinándose sobre el lecho y utilizando un lenguaje íntimo y confidencial. Tenía el pelo seco y cepillado; se había aplicado unos polvos en las manos para suavizarlas—. Me tendrás siempre. Deja que estos chicos te den de comer y te vistan. Ahora me perteneces a mí, a Marius Romanus.

Mi maestro se volvió hacia ellos y les dio unas órdenes en aquella lengua dulce y melodiosa.

A juzgar por los alegres rostros de los jóvenes, cualquiera habría pensado que les había dado oro y golosinas.

—Amadeo, Amadeo —canturrearon mientras se arremolinaban a mi alrededor. Me contuvieron para impedir que siguiera a mi maestro. Me hablaban en griego, rápidamente y con fluidez, aunque me costaba un poco entenderlos. No obstante, comprendí lo que decían.

Ven con nosotros, eres uno de los nuestros, nos portaremos bien contigo, tenemos órdenes de tratarte muy bien. Me vistieron apresuradamente con prendas suyas, discutiendo entre ellos sobre qué túnica me sentaba mejor, protestando porque esas medias estaban deslucidas, aunque era un atuendo provisional. Cálzale estas zapatillas; ponle esta chaquetilla, a Riccardo le queda muy estrecha. A mí me parecían unas prendas dignas de un rey.

—Te amamos —dijo Albinus, el segundo en orden jerárquico después de Riccardo, un joven rubio de ojos verde pálido cuya belleza contrastaba con la de Riccardo. En los otros no me fijé, pero estos dos constituían un festín para los ojos.

—Sí, te amamos —apostilló Riccardo, apartándose el pelo negro de la frente y guiñando el ojo. Tenía la piel más suave que los demás y unos ojos negros como el azabache. Me tomó de la mano y observé que tenía los dedos largos y finos. Aquí todo el mundo tenía unos dedos finos muy hermosos. Tenían unos dedos como los míos, los cuales destacaban entre los de mis compatriotas, pero en aquellos momentos no pensé en eso.

De pronto se me ocurrió la extraña posibilidad de que yo, ese pálido jovencito, el que había provocado aquella situación, el de los dedos finos y largos, había sido conducido a la tierra a la que pertenecía. Sin embargo, eso era inverosímil. Me dolía la cabeza. Vi unas imágenes efímeras y silenciosas de los fornidos jinetes que me habían capturado, de la hedionda bodega del barco en el que me habían trasladado a Constantinopla, de los individuos delgados y de ademanes bruscos que se habían hecho cargo de mí allí.

Dios mío, ¿por qué me amaron aquellos hombres? ¿Con qué fin? ¿Por qué me amas tú, Marius Romanus?

Mi maestro sonrió al despedirse con la mano desde la puerta. Se había enfundado la capucha, un marco escarlata que ponía de realce sus hermosos pómulos y perfilados labios.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Una bruma blanca envolvió a mi maestro cuando la puerta se cerró tras él. La noche se desvanecía, pero las velas seguían ardiendo.

Entramos en una espaciosa estancia, donde vi unos potes de pintura y unos recipientes de barro que contenían unos pinceles. Unos grandes lienzos cuadrados aguardaban que alguien les aplicara pintura.

Aquellos chicos no elaboraban sus colores con la yema de un huevo al estilo tradicional. Mezclaban los hermosos pigmentos directamente con los óleos de color ámbar. Los potecitos contenían unas grandes y relucientes masas de color dispuestas para que yo las utilizara. Tomé el pincel que me entregaron los jóvenes. Contemplé la tela inmaculadamente sobre la que debía pintar.

—No creado por manos humanas —comenté. Pero ¿qué significaban esas palabras? Alcé el pincel y comencé a esbozar al hombre rubio que me había rescatado de las tinieblas y la escualidez. Introduje el pincel en los potes de pintura crema, rosa y blanco, aplicando esos colores al lienzo perfectamente tensado, pero no fui capaz de pintar un cuadro.

—¡No creado por manos humanas! —musité. Dejé caer el pincel y me cubrí el rostro con las manos.

Busqué las palabras en griego. Cuando las pronuncié, varios de los jóvenes asintieron, pero no captaron el significado. ¿Cómo podía explicarles aquella catástrofe? Me miré los dedos. ¿Qué había sido de...? Pero ahí concluían mis recuerdos y lo único que me quedaba era Amadeo.

—No puedo hacerlo —dije contemplando el lienzo, aquel amasijo absurdo de colores—. Quizá podría pintar sobre madera en lugar de tela.

Los muchachos me observaron sin comprender a qué me refería.

Mi maestro, el rubio de ojos azules, no era el Señor encarnado en un mortal, pero era mi señor. Y yo no podía hacer lo que se suponía que debía hacer.

Para tranquilizarme, para distraerme, los muchachos tomaron sus pinceles y, al poco rato, me asombraron con las imágenes que pintaban en un abrir y cerrar de ojos.

El rostro de un chico, las mejillas, los labios, los ojos, sí, el espeso cabello dorado rojizo. Dios santo, era yo...; no era una tela sino un espejo. Era Amadeo. Riccardo aplicó los últimos toques para refinar la expresión, para conferir mayor profundidad a la mirada y modificar un poco los labios de forma que parecía que me disponía a hablar. ¿Qué magia era esa que hacía que apareciera un muchacho de la nada, con una expresión de lo más natural, inclinado hacia un costado, con el ceño fruncido y unos mechones cayéndole sobre la oreja? Se me antojó a un tiempo blasfema y hermosa esta figura fluida, desenvuelta, carnal.

Riccardo leyó las palabras en griego mientras las escribía. Luego arrojó el pincel.

—Un cuadro muy distinto de lo que imagina nuestro maestro —dijo, recogiendo los dibujos.

Los jóvenes me mostraron toda la casa, el palazzo, como lo llamaban, enseñándome a pronunciar esta palabra.

Todo el lugar estaba repleto de cuadros —en las paredes, en los techos, en los paneles de madera y en unas pilas de lienzos—, unos inmensos cuadros de edificios en ruinas, columnas rotas, prados sin fin, lejanas montañas y un infinito río de gente con el rostro acalorado, una lujuriante masa de pelo y unas elegantes ropas invariablemente arrugadas y agitadas por el viento.

Era como las grandes bandejas de fruta y entremeses que depositaron ante mí. Un desorden caótico, una abundancia exagerada, un gigantesco amasijo de colores y formas. Como el vino, demasiado dulce y ligero.

Era como el panorama de la ciudad que se divisaba desde las ventanas cuando las abrían. Vi las pequeñas embarcaciones, las góndolas, reluciendo bajo el sol mientras navegaban por las aguas verduscas de los canales; unos hombres ataviados con suntuosas capas escarlata y oro se apresuraban por el muelle.

Nos montamos en unas góndolas y comenzamos a deslizarnos ágil y silenciosamente por entre las fachadas de los edificios; cada gigantesca vivienda era tan magnífica como la catedral, con sus arcos ojivales, sus ventanas como flores de loto y su deslumbrante piedra blanca.

Incluso los edificios más antiguos y destartalados, no excesivamente ornados pero de unas proporciones monstruosas, estaban pintados de variados colores: un rosa tan intenso que parecía provenir de los pétalos de la flor, un verde tan denso que parecía haber sido elaborado con las propias aguas opacas del canal.

Por fin llegamos a San Marcos, deslizándonos entre las largas y fantásticas arcadas que se erguían a ambos lados de la plaza. Al contemplar los centenares de personas que desfilaban ante las distantes y doradas cúpulas de la iglesia, tuve la impresión de hallarme en el propio cielo.

Unas cúpulas doradas, unas cúpulas doradas.

Alguien me había contado alguna vez una historia sobre cúpulas doradas, y creí recordar haberlas visto en un viejo grabado. Unas cúpulas sagradas, destruidas, envueltas en llamas, de una iglesia violada, como yo mismo había sido violado. Las ruinas desaparecieron de pronto, arrasadas por el súbito estallido de todos los objetos íntegros y palpitantes que me rodeaban. ¿Cómo era posible que todo hubiera brotado de unas cenizas invernales? ¿Cómo era posible que yo hubiera perecido entre nieve y hogueras para renacer de nuevo aquí, bajo este sol que acariciaba mi piel?

Su cálida y dulce luz bañaba a los mendigos y a los comerciantes e iluminaba a los príncipes que pasaban seguidos por unos pajes que portaban sus largas y vistosas colas de terciopelo, los libreros que exhibían sus libros bajo unas marquesinas escarlata, los juglares que tocaban por un puñado de monedas. Todas las mercancías existentes en el ancho y diabólico mundo aparecían expuestas en los comercios y los mercadillos: objetos de cristal como yo jamás había visto, copas de todos los colores imaginables y unas figurillas que representaban animales y seres humanos; unos maravillosos rosarios con cuentas de cristal; unos espléndidos encajes que mostraban unos delicados y airosos diseños, inclusive unas escenas inmaculadamente blancas de las torres de la iglesia y casitas con puertas y ventanas; unas plumas inmensas pertenecientes a aves que yo desconocía; otras especies exóticas que se agitaban dentro de sus jaulas doradas; suntuosas alfombras, exquisitamente tejidas, que me recordaron a los poderosos turcos y su capital, de la que había logrado huir. No obstante, ¿quién podía resistirse a esas alfombras? Puesto que la ley les prohibía representar a seres humanos, los musulmanes dibujaban flores, arabescos, grecas y otros complejos diseños con tintes de vivos colores y admirable precisión. Había aceite para lámparas, cirios, velas, incienso, un variado surtido de rutilantes joyas de una belleza indescriptible y magníficos objetos salidos de los talleres de los orfebres en oro y plata, nuevos y antiguos. Había comercios dedicados exclusivamente a las especias. En otros vendían toda clase de medicinas y remedios. Había estatuas de bronce, cabezas de león, linternas, armas. Había comerciantes de tejidos que vendían sedas orientales, las lanas de mejor calidad teñidas con unos tintes prodigiosos, algodón y lino, increíbles bordados y cintas de todos los colores del arco iris.

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