Authors: Anne Rice
Me parece contemplar ahora esos diminutos retratos de Bianca que el maestro regalaba, todos ellos engarzados con piedras preciosas.
—Es increíble el parecido que consigues plasmar de memoria en los retratos —comentaba Bianca, acercándose para besarlo. El Maestro acogía esas efusiones con reserva, manteniendo a Bianca a cierta distancia de su frío y duro pecho y de su rostro, depositando Unos besos en sus mejillas que transmitían un encanto, ternura y dulzura que, de haberla abrazado con pasión, habrían quedado destruidos.
Yo pasaba horas leyendo con ayuda del tutor Leonardo de Padua, recitando las palabras al unísono con él mientras trataba de captar el significado de los textos en latín, italiano y griego. Aristóteles me gustaba tanto como Platón, Plutarco, Livio o Virgilio. Lo cierto era que no comprendía bien esas obras. Me limitaba a hacer lo que deseaba el maestro, dejando que los conocimientos se acumularan en mi mente.
No veía la razón de hablar constantemente, como hacía Aristóteles, sobre cosas que ya estaban creadas. Las vidas de los antiguos que relataba Plutarco con excelente ingenio constituían unas historias apasionantes, pero yo deseaba conocer a mis coetáneos, prefería dormitar sobre el diván de Bianca que discutir sobre los méritos de este u otro pintor. Por lo demás, estaba convencido de que mi maestro era el mejor de todos ellos.
Este mundo estaba formado por habitaciones espaciosas, muros decorados, una luz generosa y fragante y un desfile constante de personajes vestidos a la última moda, a lo cual me acostumbré rápidamente, sin contemplar jamás el dolor y la miseria que padecían los pobres de la ciudad. Incluso los libros que leía reflejaban este nuevo ambiente en el que me movía con tal comodidad que nada ni nadie habría sido capaz de devolverme al mundo de caos y sufrimiento en el que había habitado antes. Aprendí a tocar algunas canciones con el virginal. Aprendí a pulsar las cuerdas del laúd y a cantar con voz suave, aunque sólo entonaba canciones tristes. A mi maestro le encantaban esas canciones.
En ocasiones, mis compañeros y yo cantábamos a coro, y ofrecíamos al maestro nuestras composiciones o unas danzas que nosotros mismos habíamos creado.
En las tardes calurosas, en lugar de dormir la siesta, jugábamos a los naipes. Riccardo y yo fuimos algunas veces a jugar a las tabernas. En un par de ocasiones bebimos demasiado vino. Cuando el maestro se enteró de nuestras escapadas, se apresuró a ponerles fin. Le horrorizaba pensar que yo me había caído borracho al Gran Canal y que unos torpes e histéricos transeúntes habían tenido que rescatarme de sus aguas. Pese a su dominio de sí mismo, juraría que el maestro palideció cuando le refirieron el incidente, ya que el color se desvaneció de sus mejillas.
Riccardo recibió unos azotes. Yo me sentí avergonzado. Riccardo encajó el castigo como un soldado, sin protestar ni lamentarse, de pie e inmóvil ante la inmensa chimenea, de espaldas para recibir los azotes en las piernas. Más tarde, se arrodilló y besó la sortija del maestro. Yo juré no volver a emborracharme.
Al día siguiente volví a emborracharme, pero tuve la sensatez de ir a casa de Bianca y ocultarme debajo de su lecho, donde pude echar un sueñecito sin peligro de que me descubrieran. Antes de la medianoche el maestro me sacó de mi escondite. Me temí lo peor, pero sólo me acostó en mi lecho, donde caí dormido antes de poder pedirle disculpas. Me desperté al cabo de un rato y le vi sentado a su escritorio, escribiendo con la misma agilidad con que pintaba en un voluminoso libro de tapas verdes que siempre ocultaba antes de salir de casa.
Durante las tardes más sofocantes del verano, cuando los otros dormían, inclusive Riccardo, salía sigilosamente y alquilaba una góndola. Tumbado de espaldas, contemplaba el firmamento mientras nos deslizábamos por el canal hacia las aguas turbulentas del golfo. Al regresar, cerraba los ojos, atento a las sofocadas voces que brotaban de las casas durante la hora de la siesta, al murmullo de las turbias aguas sobre los cimientos podridos de los edificios, a los gritos de las gaviotas. No me molestaban ni las cucarachas ni el hedor de los canales.
Una tarde no regresé a casa a la hora de la lección. Me metí en una taberna para escuchar a los músicos y a los cantantes; en otra ocasión asistí a una representación teatral sobre un escenario provisional instalado en la plaza. Nadie me reprochaba mis correrías. Nadie me denunciaba ante el maestro. Nadie nos ponía exámenes ni a mí ni a mis compañeros para que demostráramos los conocimientos que habíamos asimilado.
A veces me pasaba el día durmiendo, o hasta que me levantaba movido por la curiosidad. Me encantaba despertarme y hallar al maestro trabajando, en su estudio o moviéndose por el andamio mientras pintaba una gigantesca tela, o junto a mí, sentado a su mesa en la alcoba, escribiendo afanosamente.
En la casa había bandejas de comida por doquier: suculentos racimos de uva, melones maduros y cortados en rodajas, listos para comer, y un delicioso pan de miga fina preparado con el aceite de la mejor calidad. A mí me gustaba comer olivas negras acompañadas por unas lonchas de queso fresco y puerros recién recogidos del huerto. Un criado me servía leche fresca en una jarra de plata.
El maestro no comía nada, todo el mundo lo sabía. Además, se ausentaba siempre de casa durante el día. Jamás nos referíamos al maestro de forma irrespetuosa. El maestro era capaz de adivinar nuestro pensamiento. Sabía distinguir entre el bien y el mal, y no tardaba en descubrir una mentira. Los aprendices eran buenos chicos. A veces alguien comentaba en voz baja que el maestro había expulsado a uno de ellos de la casa, pero nadie hablaba en tono superficial sobre él, nadie comentaba el hecho de que yo durmiera en el lecho del maestro.
Hacia el mediodía comíamos todos juntos, por lo general pollo asado, costillas de cordero lechal y unas jugosas rodajas de carne de buey.
Durante la jornada acudían tres o cuatro profesores para instruir a diversos y reducidos grupos de aprendices. Algunos hacían sus tareas mientras otros estudiaban.
Yo pasaba con toda naturalidad de la clase de latín a la de griego. En ocasiones hojeaba los sonetos eróticos o leía lo que podía mientras Riccardo me echaba una mano leyendo algo cómicamente y provocando la hilaridad entre nuestros compañeros, mientras los profesores aguardaban a que las risas cesaran.
Hice grandes progresos en este ambiente grato y tolerante. Aprendí con rapidez y era capaz de responder a todas las preguntas que formulaba el maestro, ofreciendo algunos comentarios de mi propia cosecha.
El maestro se dedicaba a pintar cuatro de siete noches a la semana, por lo general pasada la medianoche hasta que desaparecía al alba. No dejaba que nada interrumpiera esas sesiones.
Trepaba por el andamio con asombrosa agilidad, como un enorme mono blanco, y, tras dejar caer su capa al suelo, tomaba el pincel de manos del chico que lo sostenía y se ponía a pintar con tal furia que nos manchaba a todos de pintura mientras le contemplábamos fascinados. Bajo su toque genial, a las pocas horas cobraban vida grandes paisajes; plasmaba grupos de seres humanos con todo detalle.
El maestro tarareaba en voz alta mientras trabajaba; anunciaba los nombres de los grandes escritores o héroes cuyos retratos pintaba de memoria o utilizando su imaginación. Nos hablaba sobre los colores y las líneas que empleaba, los efectos de perspectiva mediante los cuales emplazaba a los grupos de personas que pintaba en unos jardines, estancias, palacios y salones reales.
A los aprendices dejaba sólo la tarea de ultimar por la mañana algunos pequeños detalles, como el colorido de los cortinajes, las alas, los amplios espacios de carne humana a los que el maestro se aplicaba de nuevo por la noche para añadir los muebles de una sala mientras la pintura al óleo era aún dúctil, el suelo reluciente de unos palacios que después de sus últimos toques parecían de mármol auténtico bajo los rollizos pies de sus filósofos y sus santos.
El trabajo nos unía a mí y a mis compañeros de forma natural y espontánea. En el palacio había docenas de telas y muros por terminar de pintar, los cuales ofrecían un aspecto tan real que parecían puertas de acceso a otro mundo.
Gaetano, uno de los aprendices más jóvenes, era el más dotado para la pintura. Pero cualquiera de los chicos, salvo yo, podía compararse con los aprendices de cualquier pintor de renombre, incluso con los de Bellini.
Ciertos días estaban reservados a recibir a las personas que acudían al palacio. Bianca asumía entusiasmada la tarea, con ayuda de sus sirvientes, de ejercer de ama y señora de la casa, de recibir a los hombres y las mujeres de las casas nobles de Venecia que acudían para contemplar las pinturas del maestro. Todos se quedaban maravillados de sus dotes. Al escuchar sus comentarios, me enteré de que el maestro vendía muy pocas de sus telas, pues le gustaba llenar su palacio con sus propias obras, y poseía sus propias versiones de los temas más célebres, desde la escuela de Aristóteles hasta la crucifixión de Jesucristo. Un Jesucristo humano, de pelo rizado, fuerte y musculoso; el Jesucristo de estas personas. Un Jesucristo parecido a Cupido o a Zeus.
A mí, ni me importaba no saber pintar tan bien como Riccardo y los demás aprendices, ni tenerme que contentar la mayoría de las veces con sostener para ellos los potes de pintura, lavar los pinceles y borrar los errores que debían corregirse. Yo no deseaba pintar. El mero hecho de pensar en ello hacía que mis manos se crisparan y que sintiera náuseas.
Yo prefería conversar, bromear, hacer cábalas sobre el motivo por el que el maestro no aceptaba encargos, aunque cada día recibía numerosas cartas invitándole a competir para obtener el encargo de pintar un mural en el Palacio Ducal o una de las miles de iglesias que había en la isla.
Me divertía observar cómo los demás extendían los colores sobre los lienzos, aspirar el aroma de los barnices, pigmentos y óleos.
De vez en cuando se apoderaba de mí una extraña furia, pero no debido a mi falta de destreza. En ocasiones me atormentaba otro sentimiento, relacionado con las posturas húmedas y tempestuosas de las figuras pintadas, con sus relucientes mejillas sonrosadas enmarcadas por un cielo hirviente y nublado, o las gráciles ramas de árboles sombríos.
Me parecía una locura esta exagerada representación de la naturaleza. Con el corazón dolorido, caminaba solo y apresuradamente por entre los canales hasta hallar una vieja iglesia, un altar dorado decorado con santos de postura rígida y mirada recelosa, demacrados y sombríos: el legado de Bizancio, tal como observé en San Marcos el día en que llegué. El alma me dolía profunda e incesantemente mientras contemplaba con todo detalle esas viejas reliquias. Cuando mis nuevos amigos daban con mi paradero, me enojaba. Permanecía arrodillado, negándome a darme por enterado de su presencia. Me tapaba los oídos para no oír las carcajadas de mis compañeros. ¿Cómo se atrevían a reírse en una iglesia en la que estaba presente Cristo crucificado, moribundo, derramando unas gotas de sangre como escarabajos negros de sus deslucidas manos y pies?
De vez en cuando me quedaba dormido ante un antiguo altar. Había burlado a mis compañeros. Estaba solo pero feliz tendido sobre las frías losas. Creía oír el murmullo del agua que se deslizaba debajo del suelo.
Fui a Torcello en una góndola, para visitar la gran catedral de Santa María Assunta, célebre por sus mosaicos que, según decían, eran tan antiguos y espléndidos como los de San Marcos. Me deslicé sigilosamente bajo los arcos, admirando el antiguo iconostasio de oro y los mosaicos del ábside. En lo alto, en la curva posterior del ábside, se hallaba la Virgen, Theotokos, la portadora de Dios. Tenía un rostro austero, casi amargo. Sobre su mejilla izquierda relucía una lágrima. En sus manos sostenía al niño Jesús, junto con un paño, el emblema de la Mater Dolorosa.
Yo comprendía esas imágenes, aunque hacían que se me encogiera el corazón. Me sentía mareado, y el calor de la isla y el silencio de la catedral me provocaron náuseas. Sin embargo, me quedé allí, me paseé por el iconostasio y recé.
Estaba seguro de que nadie me encontraría allí. Al anochecer, me sentí enfermo. Tenía fiebre, pero busqué un rincón de la iglesia, me tumbé en el suelo y apoyé el rostro y las manos en las frías losas. Ante mí, al alzar la cabeza, contemplé unas escenas aterradoras del día del Juicio, de unas almas condenadas al infierno. «Merezco este dolor», pensé.
El maestro vino a buscarme. No recuerdo el trayecto de regreso al palacio. Al cabo de unos minutos, o eso me pareció, me acostaron y mis compañeros me aplicaron en la frente unas compresas frías. Me hicieron beber un poco de agua. Alguien comentó que yo había contraído «la fiebre», a lo que otro replicó: «Cállate.»
El maestro me veló toda la noche. Tuve una pesadilla que no logré hacer revivir cuando desperté. Antes del alba, el maestro me besó y me arrulló en sus brazos. Nunca me había parecido tan reconfortante el tacto frío y duro de su cuerpo como en aquellos momentos; me abracé a su cuello y apoyé la mejilla sobre la suya.
El maestro me administró un caldo caliente que sabía a especias. Después de besarme, volvió a acercar el cuenco de caldo a mis labios. Sentí que un fuego sanador me recorría el cuerpo.
Sin embargo, cuando el maestro regresó aquella noche, me había vuelto a subir la fiebre. No tuve ningún sueño, pero permanecí en un estado de duermevela; tuve la sensación de atravesar un siniestro pasillo incapaz de hallar un lugar cálido y limpio. Tenía tierra bajo las uñas. De pronto vi moverse una pala y un montón de tierra; temí que esa tierra me sepultara, y rompí a llorar.
Riccardo también permaneció a mi lado, sosteniéndome la mano, asegurándome que pronto anochecería y el maestro regresaría a casa.
—Amadeo —dijo el maestro, tomándome en brazos como si yo fuera una criatura.
En mi mente se agolparon numerosas preguntas. ¿Acaso iba a morir? ¿Dónde me llevaba el maestro? Yo iba envuelto en terciopelo y pieles y él me transportaba en brazos, pero ¿adonde?
Nos encontrábamos en una iglesia en Venecia, entre pinturas de nuestra época. Ardían las velas de rigor. Unos hombres rezaban. El maestro me sostuvo en sus brazos y me dijo que contemplara el gigantesco altar que había ante nosotros.
Los ojos me escocían debido a la fiebre, pero le obedecí. Al alzar la cabeza, vi una virgen sobre el altar, coronada por su amado hijo, Cristo Rey.