Esto era algo que le había sido otorgado por los alienígenas. La habilidad, la sensibilidad extrañamente larvada, habían estado en él —estaba en todo el mundo— y los cegadores momentos en contacto directo con el ordenador
Mare Marginis
, en la nave alienígena despedazada, las habían liberado. En los primeros años sucesivos, el olor de la revelación le había seguido a todas partes. Antes, el chorrear del agua desde una urna de sillería de gruesos bordes había sido una visión reposada, hermosa, nada más. Después, tras la nave
Mare Marginis
, el mismo chorrear se había convertido en algo portentoso, preñado de significado. Ahora, por último, se trataba de nuevo del chorrear dentro de una urna de gruesos bordes.
Había hablado de ello, ocasionalmente, y las palabras habían quedado tergiversadas, ramificadas y definidas hasta el olvido. Sabía, aunque los demás no, que en realidad no podía hablar por nadie más, no podía penetrar en su experiencia para que otros la sintieran. Las cosas te ocurren y aprendes de ellas. Pero pretender un paisaje interior común susceptible de ser cartografiado era absurdo. Nadie se lo apropiaba. Había visto al acostumbrado surtido de eruditos, con sus fórmulas cristalizadas, pero no parecían diferentes. Escuchó aquellas frases del Tao, de Buda y del Zen, cual grandes bloques blanquiazules de luminoso granito, a través de los cuales se filtraban pálidas láminas de luz, frías y desde un lugar remoto, eternamente ciertas y por siempre inmutables y tan válidas como estatuas de alabastro en la plaza de una ciudad.
Se sintió agradecido cuando, por fin, los demás le dejaron en paz. Había trabajado y hecho la labor de la Cámara de Retardo, se sometió a sí mismo a la serie de ensayos con la calma de un animal domesticado. Pero la jeringonza alfabética
de
organizaciones —la AIE, después la UNDSA, luego la ANDP— eran máquinas, no personas. Y las máquinas no tienen necesidad alguna de olvidar. Así que para ellas era una
rara avis
con cierta fama y gloria en declive. Había estado en el programa espacial desde los veinte años. Había tomado parte en el conjunto de descubrimientos que condujeron a la yerma llanura del
Mare Marginis y
al encuentro con el ordenador alienígena. Eso daba utilidad a su nombre para la AIE.
Significaba también que tenían que dejarle ir en el
Lancer.
Había dedicado años al desarrollo de la Cámara de Retardo que había dispuesto de diecisiete años de su vida. Lo había hecho por la importancia de la investigación, sí. Para poner las estrellas al alcance del tiempo de la vida humana expandida. Mas también se había pasado años flotando en los lechosos fluidos nutritivos para ralentizar su auténtica edad, de forma que las agencias alfabéticas no pudieran utilizar sus años de vida como un arma contra él.
El yerro en la lógica, apreció, era que después del lanzamiento, la tripulación del
Lancer
podía hacer lo que le viniese en gana con la asignación de tareas. Ahora tenía que maniobrar.
Sabía lo que era y que ellos no harían de él un santo de yeso... aun así, la ilusión tenía su utilidad. Le dieron mayor intimidad que a cualquier miembro corriente de la tripulación, dejando que Nikka y él se labraran un apartamento nuevo para sí mismos en la roca del
Lancer.
Y la intimidad le ofreció tiempo para pensar.
Nigel interrumpió su labor de jardinería y se enderezó. Sintió como un esguince en la espalda y luego un súbito dolor lacerante. La conmoción le hizo soltar tres tomates que había arrancado. Parpadeó e hizo una mueca y después, antes de que nadie viese su aspecto, asomó en su rostro un aire impasible. El dolor menguó. Se inclinó cuidadosamente para recoger los polvorientos tomates. Los traidores músculos que se extendían a lo largo de su columna se estiraron y protestaron. Dejó que el dolor lo inundara, sintiéndolo con plenitud y, por tanto, desarmándolo. Era bastante por hoy. Una leyenda no debía airear problemas si podía remediarlo.
Warren contempló cómo el
Manamix
se iba a pique. El océano había penetrado en él y pronto ahogaría los motores, hundiéndolo en el silencio. Sus luces refulgían aun bajo la niebla y la lluvia.
Se hallaba en su varadero, en la parte frontal, y la marejada lo acometía firmemente con un sordo martilleo. Las hebras que los Pululantes arrojaron se habían entrelazado por sus cubiertas y envuelto el emplazamiento de los cañones y a los hombres que se habían ocupado de ellos.
Las largas hebras verdes y amarillas todavía lamían los costados y se extendían por encima de la cubierta, buscando y adhiriéndose, desplegadas desde las abultadas bolsas ventrales de los Pululantes. Sus verdes cuerpos se agolpaban en la umbría agua a proa.
Un largo relámpago del trópico iluminó el espacio entre las negras nubes tormentosas que se cernían y la encrespada superficie del mar, golpeada por la lluvia. Los grandes alienígenas cabrillearon en el resplandor.
Warren braceó en el agua y flotó, tratando de no hacer ruido alguno. Una hebra flotaba cerca y una ola le restregó contra ella, pero no hubo picadura. El Pululante del que provenía estaba muerto probablemente y zozobrando. Pero había muchos más en el batiente oleaje junto al navío y acertó a oír gritos de otros tripulantes que habían saltado por la borda con él.
Las serviolas de babor colgaban en la cubierta superior. Los cabos oscilaban, y los botes salvavidas pendían inclinados e inútiles. Warren había tratado de bajar uno, pero la manivela y las amarras se enredaron y, finalmente, había saltado por la borda como el resto.
Sus luces de navegación fluctuaron y luego recobraron su intensidad nuevamente. Las hebras formaban ya una red enmarañada sobre las cubiertas. Una vez que había aturdido a un hombre, la pegajosa savia amarilla del nervio dejaba de manar y perdía su ponzoña. Mientras observaba, meciéndose en las olas, uno de los grandes alienígenas en medio del navío se dio la vuelta, retrajo su hebra y empujó un cuerpo por encima de la barandilla. El hombre estaba muerto y cuando el cuerpo golpeó el agua se produjo una espumeante avalancha tras él.
Jirones de vapor se ensortijaban desde la escotilla de la sala de máquinas. Creyó poder oír el gemido de los diesel. La hélice de babor estaba despejada y giraba como una flor de metal. Acertó a ver en las planchas del casco los dentados orificios practicados por las bandadas de Pululantes. Ahora hacía agua con gran celeridad.
Warren sabía que los reactores que los
Filipinos
le habían prometido al capitán nunca se alejarían tanto. La tormenta era torrencial, tempestuosa, y dejar caer los recipientes de veneno que darían muerte a los Pululantes obligaba a un vuelo bajo y peligroso. Los
Filipinos
no correrían el riesgo.
Se hundió sin previo aviso. La marejada invadió la proa y la chimenea se sumergió deprisa. Las tenebrosas aguas se vertieron en su interior y en los altos sombreretes de sus ventiladores, y las luces de navegación empezaron a apagarse. El oscuro canalón de su cubierta de paseo delantera y la rada se inundaron, y el vapor salió a chorro por las escotillas, como la exhalación de un ser gigantesco.
Se cubrió protegiéndose, pensando en la máquina de la que se había ocupado, y la detonación repentina, grave, llegó cuando el mar alcanzó el interior. Se sumergió rápidamente. Brilló un relámpago y fue reflejado por un millar de espejos marinos hechos añicos. Las aguas lo acogieron y lo último que vio fue un enorme torrente de vapor cuando reventaron grandes cordajes en el casco.
En la quietud posterior, llegaron hasta él llamadas y gritos, llevados por las ráfagas de aire. Habían sido tantos los hombres que abandonaron la cubierta a popa que los Pululantes no se habían fijado en él. Ahora habían vuelto a enrollar sus hebras e iban a encontrarlo pronto. Braceó, flotando de espaldas, tratando de no chapotear. Algo le rozó la pierna. Se quedó inmóvil. Regresó.
Contuvo el miedo, apartándolo de sí. El ser estaba ahí abajo, en la oscuridad, viendo únicamente con sus bandas fosforescentes a lo largo de la mandíbula. Si captaba algún movimiento...
Una ola le volteó. Flotaba boca abajo y nada hizo por evitarlo. Le meció una ola y luego otra, su cara emergió por un instante e inhaló una bocanada de aire. Lentamente, dejó que la corriente lo girase a la izquierda hasta que un resquicio de su boca se abrió camino hasta el aire y pudo succionarlo en cortas inspiraciones.
Sintió el frío contacto en un pie. En la cadera. Aguardó. Dejó escapar el aire despacio, cuando empezó a arderle el pecho, para tener los pulmones vacíos al salir a la superficie. Una piel lisa se restregó contra él. Empezó a formársele un nudo en la garganta. Su cabeza volvió a quedar sumergida y se percibió a sí mismo ingrávido en la tiniebla y vio un oscuro rielar, una estela de luz plateada como de estrellas. Se dio cuenta de que estaba mirando la fosforescente sonrisa de la mandíbula del Pululante.
La quemazón de la garganta y el pecho era constante y pugnó porque no se convirtiera en un espasmo. La sonrisa de luz grisácea se acercó. Algo frío le tocó el pecho, le golpeó con el hocico, le empujó...
Una ola rompió con fuerza sobre el, se giró y se mantuvo a flote, boca arriba, resollando, con un pitido en los oídos. La ola era profunda y tomó dos rápidas inspiraciones antes de que el agua se cerrase sobre él nuevamente.
Abrió los ojos en las sombrías aguas. Nada. Ninguna luz por parte alguna. No podía arriesgarse a agitar una pierna para que le impulsara hasta el aire. Esperó a emerger de nuevo, lo hizo, y en esta ocasión vio algo descendiendo por la ola a su lado. Un bote salvavidas. Se impulsó despacio, con soltura, hacia él. Nada le rozó. Si el Pululante había comido ya, podía haber sentido meramente curiosidad. O tal vez, sólo estuviera dando un rodeo para regresar.
Una ola, una brazada, otra ola. Se estiró y aferró la amarra de popa que iba a remolque. Se izó y se tendió abordo, haciendo crujir los remos en la regala. Bogó silenciosamente hacia los débiles gritos. Luego la corriente le arrastró a estribor. No utilizaba los remos en las guardas porque rechinarían y el ruido se propagaría. Remó hacia los sonidos pero éstos se extinguieron. La niebla vino tras la lluvia.
Había un palmo de agua en el bote y el fondo estaba astillado allí donde un Pululante había intentado agujerearlo. Un maletín de suministros estaba sujeto todavía en la regala.
Un rato después avistó un bulto amarillo. Se trataba de una mujer, Rosa, que se asía a un chaleco salvavidas que apenas había logrado ponerse.
Él había permanecido agachado en el bote para mantenerse oculto de los Pululantes pero, sin pensárselo dos veces, la izó a bordo.
Era una periodista a la que había visto anteriormente en el
Manamix.
Estaba haciendo un reportaje sobre la travesía para la TV brasileña y deseaba hacer esta veloz singladura desde Taiwán hasta Manila. Había dicho que quería ver a un Pululante rezagado y sus cámaras estaban todo el día en la cubierta, incordiando a la tripulación del navío.
Ella se sentó a popa, se acurrucó y después, al cabo de un rato, empezó a hablar. Le tapó la boca. Los ojos de ella rodaron de lado a lado, escudriñando el agua. Warren remaba despacio. Llevaba unos vaqueros y una camisa de manga larga, e incluso empapados le evitaban el frío de la noche. La bruma era densa. Escucharon algunos chapoteos distantes y en una ocasión el estampido de un rifle. La bruma ahogaba los sonidos.
Comieron algo de las provisiones cuando hubo claridad suficiente para ver. Había árboles desarraigados, probablemente arrastrados hasta el mar por la tormenta. La lluvia había comenzado justo cuando las primeras bandadas acometieron la proa. Eso había dificultado el alcanzarlos con los rifles automáticos de cubierta y Warren estaba convencido de que los Pululantes lo sabían.
Cerca de ellos había maderas despedazadas de otros botes, una caja vacía, algunas cuerdas finas, chalecos salvavidas, botellas. Nadie había visto nunca a los Pululantes mostrar interés por los pecios en el agua, sólo por las presas. Los seres no poseían instrumentos. Ciertamente ellos no habían fabricado las naves que cayeron en la atmósfera e infectaron los océanos. Hubiera valido la pena ver esos aparatos, pero habían quedado destruidos en los mares y se habían hundido antes de que nadie pudiera llegar hasta ellos.
El naufragio no atraería a los Pululantes, pero podían estar siguiendo la corriente para hallar supervivientes. Warren sabía que no había cerca ningún grupo de Pululantes porque siempre emergían a la superficie en tropel y su número era visible desde la lejanía. Siempre había que contar, no obstante, con los Pululantes solitarios a los que alguna gente consideraba exploradores. Nadie sabía qué hacían en realidad, pero eran tan peligrosos como los otros.
No pudo gobernar lo bastante bien para recoger restos. El bote hacía cada vez más agua y no creía que dispusieran de mucho tiempo. Necesitaban la madera a la deriva y hubo de nadar a por ella. Se tiró al agua en cinco ocasiones y cada vez tuvo que dominar el miedo que sentía. Nadó tan suave y sigilosamente como pudo hasta que finalmente el miedo hizo presa en él con fuerza y no fue capaz de hacerlo ni una vez más.
Desbastó la corteza de dos grandes maderos, utilizando el cuchillo del maletín de provisiones, y confeccionó amarres. El bote estaba ya rezumando agua, mientras se bamboleaba en la marejada. Rosa y él cortaron ligaduras y las ensamblaron. Cuando tuvieron una armazón de maderos, despedazaron el bote y utilizaron parte de las tablas para la cubierta. El bote se hundió antes de que lograran salvar su mayor parte, pero subieron el maletín a la balsa.
Extrajo clavos de algunos de los pecios. Pero se le estaba enturbiando la vista, ante el fulgor de la luz del Sol y le embargó la torpeza. Despejaron un espacio en el armazón para tenderse y Rosa cayó dormida mientras estaba clavando el último tablón. Cada tarea que le quedaba ahora se le hacía eterna. Se observó las manos mientras hacía el trabajo y las sintió entumecidas y gruesas como si llevara guantes. Aseguró el maletín y otras piezas sueltas y afirmó el brazo derecho en un saliente para no caer por la borda. Se durmió boca abajo.
Al día siguiente, mientras recogía más madera a la deriva y la amarraba a la balsa, una especie de ira pausada, ardiente y extraña, se apoderó de él. Podía haber seguido en tierra y vivir del subsidio de paro. Conocía el riesgo cuando aceptó el cargo de ingeniero.