Read A través del mar de soles Online

Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia ficción, #spanish

A través del mar de soles (25 page)

Gijan volvió a mostrarle los chismes que contenía la caja. Estaban bastante baqueteados y cubiertos de sal, y Warren presumió que habían sido abandonados hacía años, cuando el carguero todavía estaba en funcionamiento. En la época en la que los Pululantes se estaban expandiendo, Warren poseía un arma como todo el resto de la tripulación, no en su propio petate donde alguien podía haberlo encontrado, sino en un armario de repuestos para las máquinas. Ahora que pensaba en ello, un bote salvavidas era un sitio mejor para estibar un arma, junto con algunos pertrechos raros que nadie querría. Al necesitar un arma, ya estarías en cubierta y podrías acceder a ella fácilmente.

Miró el rostro consternado de Gijan y trató de leer en él, pero los ojos del hombre eran inexpresivos, meramente observaban con un fruncimiento de estupor. Era difícil apreciar lo que Gijan quería dar a entender con algunos de sus dibujos, y Warren se hartó de todo el asunto.

Comieron cocos a la puesta de sol. Los verdes eran como gelatina por dentro. Gijan tenía un medio de abrir los usando una estaca metida en cuña en el suelo apretado. La estaca era aguzada y Gijan golpeaba el coco contra ella hasta que la cáscara verde se rompía. Los de cáscara dura tenían la correosa carne blanca en el interior aunque no mucha leche. Las palmeras se combaban con los vientos alisios y eran de poca altura. Warren las contó a todo lo largo de la playa y estimó cuánto les llevaría a los dos despojar la isla. Menos de un mes.

Más tarde, Warren bajó a la playa y se metió en el agua. Una corriente le tironeó de los tobillos y siguió con la mirada el rizarse de las aguas claras donde discurría una corriente profunda. Rodeaba la isla hacia el pasaje en los corales, evacuando la cuenca de la laguna en el océano bajo la marea nocturna. Las crestas se ondulaban blancas contra la cuña oscura del anillo de coral y, más allá, se divisaba el negro horizonte abrupto.

Tendrían que conseguir pescado de la laguna y los sedales de la costa no serían suficientes. Aunque ése era solamente uno de los motivos para volver a salir.

Regresó a la sombría luz de la luna, pasado el fuego donde Gijan estaba sentado contemplando la silbante destiladora y, luego, se internó en los matorrales. Colina arriba, Warren encontró un árbol y lo descortezó. Lo hizo astillas y las maceró sobre una roca. Se hallaba extenuado para cuando tuvo una sopa de amargo sabor cociéndose en el fuego. Gijan observaba. Warren no tenía ganas de intentar contarle lo que estaba haciendo.

Warren vigiló la cocción, cayó dormido y despertó cuando Gijan se inclinó sobre él para probar la mezcla espesa de la lata. Hizo una mueca. Warren apartó la lata, quemándose los dedos. Meneó la cabeza bruscamente y puso la lata donde alcanzaría una borboteante ebullición. Gijan se marchó. Warren le ignoró y volvió a caer dormido.

Los mosquitos nocturnos dieron con ellos. Warren despertó y se palmeó la frente, y, en cada ocasión, a la decreciente luz anaranjada del fuego, su mano estaba cubierta por una masa aplastada de color marrón rojizo. Gijan gruñía y se quejaba.

Por la mañana, volvieron andando penosamente a los matorrales, los mosquitos les abandonaron y se ovillaron en el suelo para dormir hasta que el sol atravesó el dosel de hojas de arriba.

Los sedales que Warren había dejado durante la noche estaban vacíos. La pesca estaba abocada a ser mala cuando no tenías ninguna oportunidad de manejar el sedal. Para desayunar tomaron más cocos y Warren comprobó la mezcla, ahora enfriándose, que había preparado. Era espesa y había teñido la madera de un negro intenso. La apartó sin pensar mucho en el uso que podía darle.

Con el fresco de la mañana, reparó la balsa. El lento obrar de la marea había soltado las amarras y algunos de los tablones estaban corroídos. Serviría en la laguna, pero mientras trabajaba rememoró a los Pululantes arrastrándose tierra adentro en la última isla. Los grandes seres eran lentos y torpes, y con la pistola de Gijan los hombres tendrían ventaja, aunque sólo eran dos. Nunca podrían cubrir toda la isla. Si los Pululantes venían, la balsa podría ser la única escapatoria de que dispusieran.

Llevó los aparejos de pescar a bordo y soltó las amarras. Gijan le vio y bajó corriendo por la dura arena blanca. Warren le hizo señas. Gijan estaba alborotado farfullaba y su mirada iba de Warren a la abertura en los corales. Sacó la pistola y la blandió en el aire. Warren izó la vela de lona y giró en redondo el botalón con lo que la balsa se alejó del pasaje y avanzó a lo largo de la playa, en torno a la isla. Cuando volvió a mirar, Gijan le estaba apuntando con la pistola.

Warren frunció el ceño. No podía comprender al hombre. Un momento después, cuando Gijan vio que estaba navegando decididamente por la laguna, la pistola descendió. Warren le vio devolver el objeto al bolsillo y, a continuación, ponerse a trabajar disponiendo sus sedales. Mantuvo viento suficiente en la vela para enderezar el impulso y desplazar el cebo a fin de que pareciera que estaba nadando. Quizá debería haber hecho un dibujo para Gijan. Warren lo rumió por un instante y luego se encogió de hombros. Un sedal de popa se agitó al rozarlo algo, y Warren se olvidó de Gijan y de su pistola y se dedicó a la captura.

Cogió cuatro peces grandes por la mañana. Uno tenía el lomo listado y la panza plateada de un bonito, no reconoció a los demás. Gijan y él se comieron dos, limpiando y destripando a los restantes y, por la tarde, volvió a salir. De pie sobre la balsa, acertaba a ver la sombra de los peces grandes cuando entraban en la laguna. Un Espumeante se movía veloz en lontananza y permaneció alejado de él, temiendo que viniera a por los sedales remolcados. Al cabo de un rato se acordó de que nunca habían tocado sus sedales en el océano, por lo que no viró la balsa cuando el Espumeante dio un gran brinco cerca, volteando de aquel modo insólito. Gijan se hallaba en la esplendente playa blanca, reparó Warren, observando. Otro brinco, salpicando espuma, y entonces un tubo repiqueteó en la tablazón de la balsa.

SHIMA STONES CROSSING SAFE YOUTH

WORLD NEST UNSSPRACHEN SHIG ANO

YOU SPRACHEN

YOUTH UMI HIRO SAFE NAGARE CIRCLE

UNS SHIO

WAIT WAI TYOU

LUCK

Warren fue a tierra con él y Gijan alargó la mano hacia la hoja lisa. El hombre se movió de improviso y Warren retrocedió, protegiéndose. Ambos permanecieron rígidos durante un momento, mirándose mutuamente. El rostro de Gijan crispado y atento. Luego, de manera controlada, se relajó, naciendo un ademán despreocupado con las manos, y ayudó a amarrar la balsa. Warren llevó el tubo y la hoja de una mano a otra y, finalmente, sintiéndose torpe, los tendió a Gijan. Éste leyó las palabras despacio, con los labios apretados.

—Shima —dijo—. Shio. Nagare. Umi. —Sacudió la cabeza y miró a Warren, volviendo a formar las palabras con los labios en silencio.

Dibujaron imágenes en la arena. Por SHIMA, Gijan bosquejó la isla, y por UMI el mar que la rodeaba. En la laguna, dibujó líneas sinuosas en el agua y dijo varias veces, “Nagare”. Al otro lado de la isla dibujó una línea y luego hizo gestos en picado indicativos de algo grande, diciendo: “Hiro”.

Warren murmuró.

— ¿Una isla extensa? ¿Hiro Shima? —Pero, aparte de parpadear, Gijan no mostró ningún signo de haber comprendido. Warren le enseñó una piedra por STONE, y dibujó la Tierra en vez de WORLD, aunque no tenía la certeza de si era eso lo que significaban las palabras de la hoja rebujadas con la otras. ¿Qué significaba la W en negrita de WORLD?

Hablaron atropelladamente sobre el atronar en el arrecife. La retahíla de palabras no dio pie a ningún plan sensato y, aunque así hubiera sido, Warren no estaba seguro de poder contar a Gijan su parte en él, los retazos de palabras inglesas, o de que Gijan pudiera hacerle entender las extranjeras. Sintió en Gijan ahora una inquieta energía, una impaciencia ante el enrevesado batiburrillo de lenguaje. WAIT WAIT YOU (espera espera tú) después LUCK, (suerte). A Warren se le antojaba que llevaba ya largo tiempo esperando. Aun cuando en este mensaje el inglés se prodigaba más y resultaba más claro, los Espumeantes no tenían manera de saber qué lenguaje comprendía Warren, no a menos que se lo dijera. Frunciendo el ceño por encima del diagrama que Gijan estaba dibujando en la arena harinosa, se dio cuenta repentinamente de por qué había hecho la mezcla de corteza la pasada noche.

Le llevó horas escribir un mensaje en el dorso de la hoja. Una pluma de bambú rascaba la superficie, pero si la mantenías recta no presionaba. La acre tinta negra goteaba y se corría, pero poniendo la hoja plana al sol logró que se secara sin muchos borrones.

HABLO INGLÉS. ¿VENDRÁN AQUÍ LOS JÓVENES? ¿ESTAMOS A SALVO DE LOS JÓVENES EN LA ISLA? SHIMA ES ISLA EN INGLÉS. ¿DE DÓNDE SOIS? ¿PODEMOS AYUDAROS? SOMOS AMISTOSOS.

SUERTE

Gijan no pudo comprender nada o, al menos, no lo demostró. Warren volvió a sacar la balsa al anochecer cuando el viento se retiró hacia el norte y amainó en brisas caprichosas. La vela se orzó y tuvo dificultades para sacar la balsa de las raudas corrientes de la laguna hacia el punto en el que sombras vacilantes cruzaban la blanca extensión de un banco de arena. Un Espumeante saltó y giró mientras se aproximaba. Sostuvo el botalón para beneficiarse de las últimas ráfagas de viento crepuscular y, cuando las sombras estuvieron bajo la balsa, arrojó el tubo al agua. Se balanceó y comenzó a derivar hacia el pasaje al mar en tanto Warren aguardaba, observando las sombras, preguntándose si lo habían visto, con la certeza de no poder alcanzar ahora el tubo antes de que llegara al arrecife y, entonces, un veloz movimiento impreciso debajo revolvió la arena pálida y una forma ascendió, rizando el agua lisa al saltar. El Espumeante se dobló en el aire y gravitó durante un instante, volteando, antes de caer con un restallido y desaparecer en una cascada de brillante espuma. El tubo se había esfumado.

Esa noche los mosquitos vinieron de nuevo y les expulsaron hasta el suelo rocoso cercano al centro de la isla. Por la mañana, tenían las manos entreveradas de sangre donde se habían palmeado la cara y las piernas durante la noche, pillando a los rollizos mosquitos a medio camino de su banquete.

Al alba, Warren salió de nuevo y dispuso sus sedales a la mayor brevedad. Había muchos peces junto al banco de arena. Uno de ellos rozó un sedal, y, cuando Warren lo sacó, el ser tenía los ojos muy hundidos, una boca pequeña como pico de loro, agallas legamosas y duras escamas azules. Oprimió la carne y la depresión permaneció durante un tiempo, como ocurre si aprietas las piernas a un hombre con lepra o hidropesía. Desprendía mal olor según se iba calentando sobre la tablazón, por lo que lo tiró, convencido de que era venenoso. Flotó. Un Espumeante saltó en su proximidad, luego lo cogió y desapareció. Warren pudo ver más Espumeantes moviéndose debajo. Estaban comiéndose el pez venenoso.

Capturó dos atunes saltarines y los llevó a tierra para que Gijan los limpiara. El hombre le estaba observando fijamente desde la playa y a Warren no le agradó. Lo que había entre los Espumeantes y él era algo suyo, y no deseaba continuar con la estupidez de los dibujos y la gesticulación para intentar explicárselo a Gijan.

Fue al palmeral donde el fuego crepitaba y cogió la mascarilla de buceo que había visto en la caja de Gijan. Estaba hecha para una cabeza más pequeña, pero con la tira de goma apretada pudo ceñirla contra el puente de la nariz y hacerla encajar. Cuando bajaba a la playa Gijan dijo algo, mas Warren prosiguió hasta la balsa y zarpó, bogando con el viento del sur hacia el banco de arena. Varó la balsa en el banco para que se mantuviera firme.

Se tendió en la balsa y escudriñó las sombras movedizas. Estaban al menos a cuatro brazadas por debajo y habían acabado con el pez venenoso. Siete Espumeantes flotaban por encima de una mancha oscura, ondulando sus aletas delanteras donde los huesudos lomos sobresalían como gruesos dedos. La luz del sol arrancó destellos del objeto en el que estaban afanados y una vaharada de niebla gris emergió súbitamente de él, deshaciéndose en burbujas. Era vapor.

Warren yacía asomado de medio cuerpo sobre el costado de la balsa y observaba las bocanadas regulares de vapor ascendiendo desde la máquina. Sin pensar en el peligro, se deslizó por la borda y se zambulló, nadando con fuerza, impeliéndose tan hondo como le fue posible a pesar de la tirantez y la quemazón en el pecho. Los Espumeantes se movieron al verle y la máquina ganó nitidez. Era un montón de chatarra, piezas del casco de un barco y collares de cubierta y aparatos de todos los tamaños. Había cuatro baterías montadas en un flanco y cables recubiertos de óxido iban desde ellas hasta la máquina. Había otros fragmentos y trozos de metal trabajado y estaba seguro de que parte de ella no había sido fabricada por el hombre. Aquí y allá crecían nudos de algo amarillo, y a la luz ondulante, vacilante, había algo en la forma y configuración del objeto que Warren reconoció como pertinente y, sin embargo, le constaba no haber visto nunca antes nada semejante. Hay una lógica en una máquina que deriva de la labor que ha de ejecutar, y estimó que ésta estaba bien moldeada, en tanto que los pulmones al fin le ardieron demasiado y pugnó hacia arriba, abandonándole todo pensamiento cuando dejó que el aire escapara de él y siguió el ascenso de las burbujas plateadas hacia las láminas cambiantes, oblicuas, de sol amarillo verdoso.

4

En la laguna, el agua se ensombrecía desde el azul pálido de la playa hasta el esmeralda del profundo canal en el que las corrientes discurrían con las mareas. Más allá de los corales retorcidos, el mar era de un gris intenso.

Warren faenó durante cinco días en las lentas aguas oscuras próximas al banco de arena. Realizó un anclaje doble en la balsa con lo que la cubierta quedó afirmada. De ese modo pudo escribir bien en ella con la mixtura de cortezas, secando luego las hojas que los Espumeantes le traían.

La primera réplica de ellos no fue mucho mejor que los primeros mensajes, pero él imprimió una respuesta simple en letras mayúsculas y, gradualmente, averiguaron lo que no podía comprender. Su siguiente mensaje contenía más inglés, menos japonés y alemán y menos de las extrañas palabras compuestas a partir de partes de lenguajes. Había extensiones más largas asimismo, más similares a oraciones ahora que a sartas de nombres.

Los Espumeantes no parecían pensar en cosas que actúan sino en cosas que meramente son, por lo que anotaban nombres de objetos en largas hileras como si las cosas aludidas reaccionaran unas con otras, cada una dotando de mayor claridad a las demás y de mayor especificidad, hallándose en las relaciones entre ellas lo que las cosas llevaban a cabo. Era un modo arduo de aprender a pensar, y la mayoría de las veces Warren no tenía la certeza de saber lo que significaban los apretujados grupos de palabras. En ocasiones, las sucesiones de palabras no le decían nada. Las formas azules de debajo recorrían la arena de ósea blancura en elaborados arabescos sinuosos, volteando y volteando con destellos de sus aletas ventrales, en bosquejos que se le escapaban. Cuando el sol estaba bajo por la mañana o al anochecer, no lograba distinguir a los Espumeantes por sus sombras, y las largas siluetas deslizantes se fundían con los ecos oscuros de la arena en una suerte de lenta danza elíptica.

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