Guardó algunos como cebo a pesar de que eran pequeños. La cuerda era demasiado pesada para resultar un buen sedal, mas la utilizó como lo había hecho antes, en los primeros días tras el hundimiento del
Manamix
, cuando lo había intentado con algo de su comida como cebo y no había capturado nada. Era un marino pero no sabía pescar. Dispuso tres sedales que se balanceaban y se sentó a esperar, deseando tener el refugio para aplacar al sol. La corriente discurría bien ahora y la marejadilla había amainado. Warren sopesó el arpón y esperó a que viniese un Pululante. Pensaba en ellos como apetitos móviles, insensatos cuando estaban solos, pero peligrosos si venían bastantes a la vez y acometían la barca.
Se inclinó y miró fijamente a un rizo de agua a unos treinta metros de la balsa. Algo se movió. Cambiantes prismas de luz verde descendieron en las oscuras aguas. Pensó en un señuelo. Con Rosa había sido fácil, un ademán para atraerlos y un disparo rápido. Warren se volvió, buscando algo que aparejar para engatusar, y vio que el sedal oscilante de la izquierda se atirantaba, luego siseó y saltó agua de él. Alargó la mano para restarle algo de peso y halar del sedal. Restalló. A la derecha algo brincó desde el agua. La delgada forma azul coleó ruidosamente tres veces. Otra nadaba enhiesta al otro costado de la balsa mientras que la primera se zambullía para atrás en alborotado chapoteo blanco. Una tercera saltó y brilló al sol como un espejo azul plata, y otra y otra, y estaban brincando por todas partes a la vez, liberándose del mar Uso, con las cabezas inclinadas a los lados para ver la balsa. Warren nunca había visto a Espumeantes en grupo ni la manera en que formaban ondas en el agua con sus arremetidas veloces. No se asemejaban a los Pululantes ni en su aspecto grácil ni en el modo en que planeaban por el aire durante más tiempo del que parecía verosímil, hasta que observabas de cerca las dos colas anteriores que batían el agua y creaban casi la ilusión de caminar.
Warren se irguió y miró. El balanceo acrobático de los Espumeantes en la cima del arco era veloz y diestro, una nota de alborozo. Sus marcas bajaban hacia la cola. Había motas púrpura y luego tres finas rayas blancas que se abrían en las colas anteriores. No había ningún orificio en la panza como el lugar en el que los Pululantes enrollaban sus hebras. Warren estimó que los más pequeños medían tres metros. Más grandes que la mayoría de los merlines o tiburones. Sus finas bocas se abrían en la punta del arco y mostraban estrechos dientes afilados, blancos contra la lisa piel azul.
Resultaba fácil entender por qué su desmañada pesca no había capturado nunca ningún pez grande. Estas criaturas y los Pululantes poseían dientes por algo. Había multitud de ellos en los océanos ahora y tenían que alimentarse.
Brincaron y brincaron y volvieron a brincar. Sus aletas anteriores se retorcían en vuelo. Las aletas se separaban en caballetes huesudos en sus extremos y se rizaban rápidamente. Cada caballete formaba una proyección achatada. Las aletas posteriores eran iguales. Golpeaban el agua enérgicamente y llenaban el aire de tanto rocío que pudo ver un arco iris en una de las tenues nubes blancas.
Con similar celeridad desaparecieron.
Warren esperó su regreso. Al cabo de un rato se lamió los labios y se sentó. Comenzó a pensar en agua sin desearlo. Algo de lluvia había entrado en su boca la noche anterior, pero poca. Cuando las olas estaban inundando la cubierta se había visto obligado a no continuar porque el agua salada le habría sido dañina aun cuando tuviera buen sabor al bebería junto con la lluvia.
Tenía que atrapar a un Pululante. Se preguntó si los Espumeantes los alejaban. Atrapar a un pez normal sería de alguna ayuda, pero los de aquí no proporcionaban mucho líquido incluso cuando exprimías la carne y, de cualquier modo, sólo contaba con dos sedales ahora y los pequeños camarones como cebo. Necesitaba un Pululante.
Por la tarde vio una ondulación al este pero pasó yendo al norte. El resplandor alto, riguroso del sol lo abrumaba. Nada tiraba de los sedales. El mástil trazaba una elipse en el cielo cuando venían las olas. La corriente discurría con fuerza.
Una salpicadura de luz blanca captó su atención. Era una mancha en la lisa planicie del mar. Se acercó paulatinamente. Él entrecerró los ojos.
Una lona. Debajo había una forma azul tirando de una esquina. Warren lo izó a bordo y el alienígena dio un gran brinco, rodándole de agua, con la huesuda cabeza sesgada para situar uno de los grandes ojos blancos y elípticos en dirección a la figura de la cubierta. El Espumeante se zambulló, volvió a brincar, y se alejó nadando veloz, dando cortos saltos.
Warren estudió la lona empapada, albeada. Se asemejaba a una lona empleada para cubrir los emplazamientos de los cañones en el
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pero no podía estar seguro. Había agujeros orlados de cobre a lo largo del borde. Los utilizó para enderezar el mástil, atándolos con un alambre y abriendo nuevos agujeros para ceñir la botavara. No tenía sedales suficientes para ponerlo bien pero la lona se llenó con la brisa rápida del atardecer.
Contempló la lona abultada y pacientemente dejó de pensar en la sed. Un chapoteo de rocío le sobresaltó. Un Espumeante, ¿el mismo?, estaba brincando junto a la balsa.
Se lamió los labios hinchados y pensó por un momento en coger el arpón y luego descartó la idea. Contempló al Espumeante arqueándose y zambulléndose para alejarse luego velozmente. Recorrió unas cuantas decenas de metros, dio un salto elevado, viró y regresó. Le salpicó, se fue luego y le salpicó, luego se marchó y volvió a hacer lo mismo.
Warren frunció el ceño. El Espumeante se estaba dirigiendo al sudoeste. Trazó una línea recta en las aguas semovientes.
Para mantener ese curso precisaría de una caña de timón. Arrancó un tablón del borde de la balsa y amarró a él una estaca. Realizar un collar que se asentara en la cubierta resultaría más dificultoso. Enrolló tiras de corteza firmemente dentro de un agujero que había practicado con el arpón. Se sostuvieron durante un rato y hubo de continuar reemplazándolas. La caña del timón era endeble y no podía girarla con rapidez por temor a romper la amarra. Era imposible ejecutar ninguna maniobra seria como girar si el viento variaba, pero la brisa crepuscular generalmente se mantenía constante y, en cualquier caso, podía arriar la lona si el viento variaba demasiado. Asintió. Sería suficiente.
Orientó la proa hacia la senda que el Espumeante estaba describiendo. La corriente le desvió a un lado y pudo sentirlo a través de la caña del timón, mas la balsa se enderezó y comenzó a producir un gorgoteo donde ésta friccionaba contra la corriente. La lona se hinchó.
Las nubes estaban engrosándose de nuevo y confió en que no se desencadenaría otra tormenta. La balsa era más frágil y el maderamen crujía con el alzarse y caer de cada ola. No duraría ni una hora si tenía que asirse a un tronco en él agua.
Un profundo cansancio se apoderó de él.
El mar se estaba serenando, alisándose. Se rascó la piel donde la sal la había resecado y escocía. Entornó los ojos y miró hacia el ocaso. En el océano, que ahora al ocaso semejaba un lago, se reflejaban bancos de nubes. Las olas mudaban la imagen de las nubes en franjas de luz yuxtapuestas. Una pálida nube, a continuación tres pinceladas de azul, después hileras de nubes nuevamente. El reflejo otorgaba a la luz un matiz óseo, quebrado en haces y ángulos. Cremosas cuñas cuadradas flotaban sobre la piel cristalina. Alzó la mirada al cielo despoblado, por encima de la bola anaranjada del sol, y avistó una fina raya de color blanco. Al principio intentó discernir cómo se originaba esta ilusión, si bien nada había en óptica que ocasionara una línea de luz que se proyectara hacia arriba, en vez de extenderse horizontalmente. No era la cola de ningún reactor o cohete. Se adelgazaba levemente según ascendía por la bóveda oscura del firmamento.
Tras describírselo a sí mismo de esta manera, Warren barruntó luego lo que debía ser. El Gancho del Cielo. Había olvidado el proyecto, no lo había oído mencionar durante años. Supuso que lo estaban construyendo todavía. El ramal comenzaba bien adentrada la órbita y descendía hacia la Tierra conforme se aplicaban a él más hombres. Faltaban años aún para que el extremo entrase en contacto con el aire y se iniciase la peor parte de la tarea. Si lograban hacerlo descender a través de kilómetros de aire y lo anclaban al suelo, el artilugio sería una especie de ascensor. La gente y las máquinas subirían por él hasta la órbita, y los cohetes no volverían a surcar el cielo nunca más. Años atrás Warren pensó en intentar conseguir un empleo trabajando en el Gancho del Cielo, pero únicamente sabía cómo funcionaban los motores y allí no utilizaban nada semejante, nada que requiriese aire para hacer combustión. Resultaba hermoso donde captaba el sol como la tela de una araña. Lo contempló hasta que se convirtió en rojo sobre la negrura para desvanecerse posteriormente al tenderse la noche.
Despertó por la mañana con el primer alborear de luz. Tenía el brazo izquierdo en torno a la caña del timón a pesar de haberla atado con un alambre. Lo primero que comprobó fue el rumbo. Se había desviado un poco y se incorporó para corregirlo, descubriendo entonces que tenía el brazo izquierdo acalambrado. Lo sacudió. Dado que no se distendía, le dio unos cuantos minutos para que se restableciera la circulación mientras desataba la caña del timón y giraba en la dirección correcta. Muy seguro estaba de conocer el rumbo aun cuando podía apreciar que la corriente había cambiado. La balsa atajaba mejor las olas en este nuevo ángulo. La espuma rompía sobre la cubierta, el oleaje era más profundo y la tablazón crujía, pero la controló.
El brazo izquierdo no se desentumecía. Ello se debía al frío de la noche y a dormir sobre él. Esperaba que el calor aflojara los músculos más adelante, aunque entendía que probablemente era a causa de que su cuerpo no estaba recibiendo suficientes aumentos o los adecuados. El brazo tendría que distenderse por sí mismo. Lo masajeó. Los músculos vibraron bajo su mano derecha y al cabo de un rato pudo sentir un cosquilleo por todo el brazo aunque, a su parecer, era consecuencia de que la sal se estaba introduciendo con la frotación.
No había nada en los sedales. Extrajo el cebo, pero se lo habían comido. Se mantuvo ocupado recogiendo algas a sabiendas de que no servirían de mucho y de que estaba procurando mantener la sed apartada de su mente. Mal le había ido desde que despertó y estaba empeorando con el ascender del sol. Buscó el Gancho del Cielo para olvidarse de la garganta y de la acre sensación tumefacta que tenía en la boca, mas no llegó a avistarlo. Verificaba el rumbo cuando se acordaba de ello, pero en su cabeza se había alojado un zumbido que le hacía difícil estimar cuánto tiempo había transcurrido. Fantaseó con los Pululantes y con cuánto ansiaba uno. Los Espumeantes eran distintos, aunque ahora le habían abandonado aquí y no estaba seguro de hasta cuándo podría mantener el rumbo ni de recordar cuál era éste siquiera. El regular golpeteo hueco de las olas contra el envés de la balsa le apaciguó y cerró los ojos ante el sol.
No sabía cuánto tiempo había dormido, pero al despenar le ardía la cara y tenía el brazo izquierdo libre. Permaneció allí tendido sintiéndolo y se apercibió de un nuevo tipo de zumbido. Miró en torno en busca de un insecto —a pesar de no haber visto ninguno durante muchos días—, luego alzó la cabeza y percibió que el sonido venía del cielo. A kilómetros de distancia una mancha atravesaba una nube. El aeroplano era pequeño y funcionaba con hélice, no a chorro. Warren se puso en pie con esfuerzo y agitó los brazos. Estaba convencido de que le verían porque no había nada más en el mar y de que destacaría con tal de que lograra mantenerse erguido. Hizo señas, el aeroplano continuó yendo en línea recta y creyó acertar a ver bajo él algo brincando en el agua después que hubo pasado su sombra. Luego el aeroplano fue una mota, perdió su sonido y, finalmente, dejó de agitar los brazos aunque realmente no se había hecho a la idea de que no le hubieran visto. Se sentó desmayadamente. Estaba jadeando de tanto hacer señas y entonces, sin percatarse de ello durante un tiempo, comenzó a llorar.
Al cabo de un rato volvió a comprobar el curso, entrecerrando los ojos ante el sol, considerando la corriente. Se sentó, observó y se abstuvo de pensar.
El chapoteo y los golpes le arrancaron de un sueño febril.
El Espumeante se alejó raudo, zambulléndose en una ola y emergiendo del otro lado con una sacudida de sus aletas posteriores.
Un cilindro parecido a los demás rodó por la cubierta. Lo cogió con denuedo. La hoja enrollada del interior era desigual y estaba rasgada.
WAKTPL OGO SHIMA
WSW WSW CIRCLE ALAPMTO GUNJO
GEHEN WSW WSW
SCHLECT SCHLECT YOUTH UNSSTOP
NONGO LUCK LOTS
Ahora en vez de NONGO aparecía OGO. ¿Pensaban que esto era lo contrario? De nuevo WSW y de nuevo CIRCLE. ¿Otra isla? El mal deletreado SCHLECT, si es que de eso se trataba, y repetido. ¿Una advertencia? ¿Qué objeto podía haber en ello cuando no había visto a un Pululante hacía días? Si UNS correspondía al
nosotros
germano, entonces UNSSTOP podía ser
nosotros stop
, detener. El renglón podía significar:
nosotros detenemos jóvenes malos no ir.
Y podía no significarlo. Si bien GEHEN WSW WSW significaba
ir oeste suroeste
, o de lo contrario todo lo demás carecía de sentido, y venía incurriendo en un error desde la isla. Había también algo en japonés, pero nunca se había enrolado en un barco en el que se hablara y lo desconocía por completo. SHIMA. Le vino a la memoria la ciudad, Hiroshima, y se preguntó si
shima
aludía a “localidad” o a “río”, o a algo geográfico. Sacudió la cabeza. El último renglón le hizo sonreír. Los Espumeantes debían haber estado en contacto lo bastante estrecho con algo para saber que un saludo al final era un gesto humano. ¿O era a eso a lo que se referían? Se le ocurrió la idea fatídica de que esto podía significar
adiós.
O, mirándolo de otra forma, le estaban diciendo que necesitaría
lots of luck
, muchísima suerte. Volvió a sacudir la cabeza.
Esa noche soñó con los ojos, la sangre y el fluido de las aletas de los Pululantes, soñó con nadar en él y empapar en él la cabeza, y con el agua que era clara y fresca. Cuando despertó, el sol estaba ya en lo alto y abrasaba, la vela ondeaba al oeste. Ajustó el rumbo tanto como le era dado recordar y luego se arrastró hasta la sombra de la vela, tal como había hecho días antes.