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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia ficción, #spanish

A través del mar de soles (28 page)

3

En el 2045, el
Lancer
había hecho una pausa en su uniforme aceleración de un g desde la Tierra, el tiempo suficiente para desplegar el mayor telescopio concebido jamás. Era una estructura de receptores ópticos y de microondas de la delgadez de una gasa, arrojado como una red de pesca. Nigel había ayudado durante días a lanzar los sensores en el orden adecuado, evitando el trabajo pesado por temor a que reflejase un aumento del agotamiento en su informe metabólico.

Hombres y mujeres arrojaron su red para capturar fotones, el telescopio mismo era abastecido por la distante mota blanca y luminosa de su sol. El espacio no es plano, como los vestíbulos de mármol italiano que Galileo imaginó, donde sus bloques deslizantes proseguían sempiternamente en experimentos ideales, llevados a cabo libres de fricción.

La masa de esos bloques hipotéticos expandiría el espacio mismo, deformaría al dócil espacio plano. La masa tira de la luz. Obligada a curvarse, la luz se focaliza. La simetría de las tres dimensiones, a su vez, transforma cualquier masa considerable en una esfera, perfecta para una lente. Cada estrella es un refractor inmenso, una lente gravitacional.

El
Lancer
dejó caer redes sensoras, empezando a tres días luz del Sol. Las redes recolectaban imágenes como cosecha de primavera, compilaban nítidas imágenes de estrellas recónditas, resolviendo detalles de sólo diez kilómetros de anchura. Para cada astro la distancia focal del sol era diferente y, por tanto, las redes tenían que pugnar contra el viento de partículas que soplaba desde el sol, sirviéndose de los campos magnéticos más allá de los planetas para orientar y guiar sus prolongadas órbitas festoneadas.

El
Lancer
ronroneó y dividió en dos un puro arco de plasma de un ígneo azul, se impulsó lejos de la lente gravitacional que era su estrella nativa, y dejó atrás el colosal telescopio. Las primeras e indistintas imágenes tardarían seis años en estar elaboradas. Desde que el Sol se originara a partir de polvo en suspensión, se habían estado formando imágenes de mundos a cientos de parsecs de distancia en los espacios allende los planetas. Esas historias focalizadas, perdidas ahora para siempre, habían seguido sus cursos en la gigantesca pantalla hipotética, el plano figurativo. A lo largo de billones de años, hasta este momento, no había habido nadie en el teatro para contemplarlas.

El destino del
Lancer
era un tenue punto rojo conocido en el catálogo como Ross 128. Era el duodécimo en vecindad con el Sol, una insignificante estrella M—5. En las postrimerías del siglo veinte algunos astrónomos lo habían estudiado brevemente con rayos X, comparando su fuerte radiación con la de nuestro Sol. Era un poco más activo, pero una vez que los físicos solares, subvencionados por la NASA, le sacaron todo el jugo, lo olvidaron. Lo mismo hicieron los demás.

La matriz de lentes gravitacionales mostró, sin embargo, un sistema solar al completo: cinco gigantes gaseosos más dos mundos del tamaño de la Tierra. Una sonda robot alcanzó Ross 128 en la época en que el
Lancer
entró en órbita alrededor de Ra. Algo había silenciado sus transmisiones según se adentraba en el sistema.

El
Lancer
estaba “cerca”. Podía estudiar un sistema mucho mejor que cualquier vuelo de pasada. La Tierra estimaba que la destrucción de la sonda robot merecía una segunda parte. Tal vez se había incrustado en una roca. O tal vez algo quería que diera esa impresión.

La estrategia de la Tierra era acumular información astronómica, aprisa, y agitarla en la olla con datos sobre los Pululantes y Espumeantes. Era éste un compromiso alcanzado por las naciones importantes que tenían bagaje espacial, totalmente al margen de la añeja estructura de las Naciones Unidas. La facción asiática deseaba fomentar la colonización de las estrellas próximas a la mayor brevedad. De esa forma, la humanidad estaría diseminada. Si la flota Pululante—Espumeante regresaba y destruía los recursos espaciales de la humanidad, al menos la raza se habría extendido ya por las estrellas, y sólo sería relativamente vulnerable.

Los europeos y los americanos apoyaron un programa puramente exploratorio. Tras éste había una ventaja calculada. A las economías asiáticas les estaba yendo mejor con el capitalismo que a las sociedades que habían inventado el concepto en primer término. Las economías occidentales estaban en quiebra. Si la colonización comenzaba de inmediato, las estrellas pertenecerían a los de ojos rasgados y corta estatura.

El
Lancer
tenía orden de investigar a Ross 128 y después retornar a casa. Pero Ra no había terminado para ellos. Tras un año de aceleración, el
Lancer
se estabilizó a 0,98 de la velocidad de la luz. Cuando amortiguó su penacho de fusión, la emanación de plasma que se desplegaba tras él perdió densidad. Cuanto más tenue es el plasma, más fácilmente pueden penetrar las ondas de radio.

A las 15.46 horas del 11 de junio, las antenas de a bordo de la nave detectaron una intensa irrupción de emisión de microondas. Procedía de la popa y duró 73 segundos. Después de eso, nada.


No, mira, no puedo disociarla más. Como te estaba diciendo, los datos están por todo el tablero.

—Hay dispersión en los impulsos por toda esa basura que estamos lanzando detrás nuestro que distorsiona completamente la señal.

—No procede de los EM, sin embargo
,
ésa no es su frecuencia. Nunca recibimos nada de ellos por encima de los diez MGz.

—Bien, cieno, pero Ted quiere saber si hay alguna posibilidad de que la emitieran.

— ¿Quién puede saberlo? Cristo, no hay ni la más mínima información en esa irrupción.

—Sí, correcto, pero fíjate en la energía, hombre. Yo diría que no se parece a una llamarada solar ni a nada natural.

—Por supuesto que no, es una banda demasiado estrecha, y una estrella pequeña como Ra no puede dar lugar más que a megahertzios hunnert. Nunca llegóa los diez gigakertzios; y tienes razón en cuanto ala energía. De ninguna forma puede tratarse de esos EM.

—Ted, lo he calibrado y esa irrupción contiene una descarga energética bestial. No tiene sentido.

—Demasiada energía. Sí. Ninguna fuente artificial produciría tanta. Es descabellado...

—Exacto, si piensas que están transmitiendo en todas direcciones, una onda esférica, entonces haría falta una avalancha energética descomunal para que se registrara al nivel que estamos recibiendo.

— ¿Quién estáen la línea?

—Parece Walmsley. Mira, Nigel, esto es sólo una charla técnica.

—Estoy meramente haciendo acto de presencia. No me prestéis ninguna atención.

—Debe de ser artificial, aunque la irrupción es tan corta...

—Soy Ted. Estoy seguro de que tus resultados son correctos globalmente, pero, con toda honestidad, damas y caballeros, no creo que podamos atribuir un nivel energético como
ése a los EM, ni a nadie más. Debe de ser de la misma Ra, una irrupción ocasional de alguna
índole, o...

—Es absurdo, yo digo...

—Bueno, Nigel, no entiendo cómo puedes simplemente desestimar...

—Interesante.
¿No es cierto que nuestro penacho de emanación distorsiona la señal lo bastante para que no podamos leerla? Decididamente conveniente.

—Bien, asíes, pero eso es sólo un accidente de...

—En una irrupción de setenta y tres segundos se puede atesorar mucho.

—Si hay contenido informativo, sí, claro. Pero
¿quién dice que...?

—Ted, soy Nigel. Si alguien hubiera de emitir una—señal estrechamente enfocada a lo largo de nuestra trayectoria, daría la impresión de poseer una enorme energía, porque estamos analizándola como si la emisión estuviese fluyendo por todo el espacio, en vez de estar constreñida a un
ángulo reducido.

—Bien, cierto, supongo. Pero las emisiones naturales procedentes de Ra...
¡Oh!, ya entiendo.

—Asípues, esto nos dice que alguien envióun mensaje en nuestra dirección, pero lanzado en una frecuencia que resultaría muy absorbida por nuestra propia emanación para que no lográramos desentrañarla.

—Bien, cieno. Quiero decir que constituye una hipótesis alternativa.

—Soy Ted. Te importa darme la visual de eso. Supongo que tienes razón. No hay forma de decodificar un embrollo semejante. Pero, mira Nigel, no la sustento.
¿Por qué
iban los EM a emitir en una frecuencia tan elevada? No pueden, con su estructura corporal, y cualquiera que quisiese comunicar utilizaría algo que, al menos, nos fuera posible decodificar.

—Asíes, si quisieran que lo hiciéramos.

—No comprendo.

—Nos hallamos en línea visual desde Ra, recuerda.

— ¿Te refieres a que no ha sido dirigida a nosotros, sino...?

—Exacto. Nos hallamos en una línea recta precisa, y...

—Ross 128 es otro punto en esa línea.

—Bien, lo tomaremos en consideración, Nigel. Gracias, de veras. Sí, gracias.


Bueno, no, no sé —dijo Nigel.

—Vamos. Eres decididamente tímido. —Nikka sonreía burlona.

—Del todo cierto. —Le gustaba ella con este humor, aunque, en ocasiones, bueno, se pasaba. Era tímido, y bien que así fuera. Miró en derredor a las esmeradas hileras de vegetales inverosímilmente altos—. Es demasiado público para mi gusto.

Arriba, pudo ver una figura lejana trabajando en un campo de trigo en el otro extremo del cilindro que rotaba lentamente. A lo largo del eje discurría una flota de nubes rollizas, naves con un único destino. Nikka dijo:

—Vamos a esos árboles, ahí. Obedientemente, la siguió.

— ¿No violentaremos a God?

— ¿A God? Ella procura estimular este tipo de cosas.

— ¡Hum! —Nigel agradecía que lo metiera en esto; precisamente por ser disparatado le haría olvidarse de sí mismo durante un rato. Entraron en un cultivo de abedules. En lo alto, nubes frescas dispersaban una luz azul. Los ingenieros habían montado espejos y lentes para traer la potente luminosidad de la llamarada de emanación al volumen vital, donde su fulgor otorgaba un calor iridiscente al aire.

—Aquí —dijo Nikka, y se quitó rápidamente el mono. Bajo los pies, la tierra crujía con un hálito de pseudoprimavera, floreciente gracias a los mecanismos microambientales en vida nueva. El ritmo de variación era instigado por una ajustada sintonización en el nivel molecular. No obstante, Nigel percibió, al tenderse, la saturada madurez otoñal de las hojas antiguas, mezclada con un aroma vigoroso de brotes nuevos en los abedules de arriba y, realzándolo todo, una fragancia húmeda y seca de las cosechas de verano que florecían al otro lado del eje, donde la siega estaba pronta a llegar. En la Tierra, celosa de las tradiciones, uno nunca caminaba en medio de tal contracorriente de estaciones.

Al arrodillarse, Nigel apreció que ambos habían empezado a sudar. Lamió
el
reguero que corría entre los pechos de ella y lo encontró tibio, salado. La rodeó, libó de ella, trazó rastros arremolinados que dejaron algunas gotas de saliva que espejeaba en su vello púbico. Los dardos levemente violáceos de un sol hecho por el hombre pasaban a través de las ramas e iban a parar a los labios, cárdenos como tajadas de salmón, mientras se perdía en ella, buscando algún sabor más hondo. Sus manos recorrieron la cadera que descendía ondulante hasta sus esbeltas piernas, hasta el punto donde el cuerpo se bifurca. Este portal de bucles se convirtió en lo esencial del teorema de Euclides de ella, punto axial en el que todas las líneas deben cortarse. Ella parecía precipitarse desde el aire hasta él en esta gravedad controlada, respirando superficialmente, desbocado el corazón. La tomó con la sencillez que permitía la edad de ambos. Aferró su centro como copa de vino y la estrechó contra sí. Sintió que la percepción que ella tenía de él se ensanchaba paulatinamente. Cerró los ojos. Una brisa agitó las ramas por encima de ellos. Abrió los ojos cuando ella le apretó y, absorto, estudió sus párpados, de sinuosas venas purpúreas, y contempló la sonrisa de sus labios. A ella la embargó un sentimiento de alegría y prorrumpió en un torbellino de risas. La besó en el hombro y lo sintió tan redondo como una luna. Ella torció la cara a un lado y le hizo alzarse, por lo que la experimentó como una barca debajo suyo, bogando en sus propias corrientes, algo inmenso procedente de la oscuridad natural, y, en ese extraño abismo, saltó y volvió a saltar para unirse a ella.

— ¡Oh! —exclamó ella, en un grito repetido.

Al cabo de un rato, él se encontró tendido de espaldas, estudiando solemnemente a los cuidadores de los campos que, a un kilómetro de distancia, se afanaban cabeza abajo.

Ella estaba tendida como un juguete roto, aceptando plenamente los dardos de la luz del sol. Nigel contemplaba a unos polluelos que bajaban por el eje, de paseo, en busca de granos de trigo. Aquí y allá, caían de ellos pequeños glóbulos. Excrementos que descendían en línea recta. Desde su marco rotatorio, las deyecciones se curvaban en espirales. Giros newtonianos.

—Pareces contento —murmuró Nikka.

—Esto ha sido una magnífica idea.

—Me alegro de que la apruebes. Iba a pedirle a Carlotta que viniera también, pero tiene un turno ahora.

—Bien está. Ella y yo, bueno, no congeniamos últimamente.

—Algo así me parecía... ¿Alguna razón en particular?

—Ninguna que yo pueda precisar. Simplemente tiene un aire de inquietud.

—Ha estado muy ocupada, desde luego.

—Cierto. Creo que, sexualmente, ya no estamos en la misma longitud de onda. Fue agudo e intenso mientras duró, no obstante. —Se desperezó indolentemente y rodó por la hierba—. ¿Quién fue el que dijo que los placeres sencillos son el último refugio de lo complejo?

—Osear Wilde. —La voz de Carlotta procedía de detrás de ellos. Se aproximó; al parecer, se había perdido la charla anterior. Su cabello oscuro se meció al dirigir la mirada de Nigel a Nikka.

—Nunca antes en mi vida había visto a esta mujer, oficial —dijo Nigel.

—Una historia plausible. Los vecinos me han pedido que viniera a regaros.

— ¿Por qué no te apuntas? —preguntó Nikka.

—Da la impresión de que el principal acontecimiento ha concluido. Siempre creí que los caballeros se ponían en pie al entrar una dama en la habitación.

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