De pronto, acusó el peso de todos los sucesos del día.
—Me parece que lo mejor que puedo hacer es acostarme —dijo, sin dar más explicaciones.
Ella se limitó a asentir y volvió a sumirse en el
Infierno.
Apenas se metió en la cama, Brunetti cayó en un pesado sueño y no oyó acostarse a Paola. No hubiera podido decir si encendió la luz, si hizo ruido, ni si estuvo leyendo. Pero cuando las campanadas de San Marcos resonaron en su ventana a las cinco de la mañana, él abrió los ojos y dijo:
—Leyes.
Encendió la luz y se incorporó sobre un codo para ver si había despertado a Paola. Ella dormía. Brunetti se levantó y salió al pasillo, una de cuyas paredes estaba cubierta de los libros que él consideraba suyos: los historiadores griegos y romanos, y los que les habían sucedido a lo largo de dos mil años. Al otro lado había libros de arte y de viajes y, en el estante de arriba, algunos textos de la universidad y varios tomos de derecho civil y penal.
Los papeles de Tassini seguían en la mesa de la sala, al lado de
Enfermedades laborales.
Él era licenciado en derecho, había dedicado años a leer y memorizar leyes, ¿cómo no había reconocido la anotación? Si los seis primeros dígitos del primer número se leían como una fecha, resultaba 20 de septiembre de 1973, y los del segundo, 10 de septiembre de 1982. Las tres últimas cifras corresponderían entonces al número de la ley. Él sabía que los tomos de la
Gazzetta Ufficiale
los tenía en el despacho, pero, no obstante, se puso a buscarlos. Sintió los pies fríos, y volvió a la habitación con los papeles y el libro de Tassini.
Se sentó en la cama, ahuecó la almohada para apoyar la espalda, juró entre dientes, se levantó otra vez y fue a la sala en busca de las gafas. Al volver a la habitación, se puso el jersey nuevo sobre los hombros y se metió otra vez en la cama.
Dejó que los papeles se deslizaran hacia el valle que había entre él y su mujer, que parecía encontrarse en estado comatoso, y abrió las
Enfermedades laborales
por el índice.
Estuvo leyendo hasta casi las seis y entonces dejó el libro, fue a la cocina, se preparó un
caffè
latte
y volvió a la habitación con la taza. Sentado en la cama, tomaba el café y observaba la luz que iluminaba los cuadros de la pared del fondo.
—Paola —dijo poco después de que dieran las siete. Y luego—: Paola.
Ella debió de responder más al tono que a su nombre, porque dijo, con voz completamente normal:
—Si me traes café, te escucho.
Él se levantó por cuarta vez, puso la cafetera grande y llevó dos tazas a la habitación. La encontró sentada en la cama, con las gafas en la punta de la nariz y el libro de Tassini abierto sobre las rodillas.
Brunetti le entregó una taza. Ella la tomó, bebió y dio las gracias con una sonrisa. Dio unas palmadas en el colchón, a su lado, y él se sentó. Bebieron el café. Al cabo de un rato, ella se puso las gafas en la frente.
—No entiendo por qué haces eso, Guido. Pasarte la mitad de la noche leyendo una cosa así. —Con la mano libre, cerró el libro y lo arrojó sobre la cama.
—Me parece que ya sé lo que significan los números —dijo él—. Tassini sabía cuáles son las leyes que tratan de la contaminación y las anotó, pero sin separar fechas y números.
Él esperaba que Paola quisiera saber qué leyes eran, pero lo sorprendió al preguntar:
—¿Cómo sabía él los números de las leyes?
Brunetti detectó en su tono algo del desdén que las personas cultas reservan para los que aspiran a adquirir sus conocimientos.
—No tengo ni idea —confesó.
—¿Había estudiado leyes?
—Lo ignoro —dijo Brunetti, advirtiendo lo poco que sabía de Tassini. El hombre había pasado muy pronto de sospechoso a víctima—. Su suegra me dijo que quería ser vigilante nocturno para poder leer durante toda la noche.
Ella dijo con una sonrisa:
—Es posible que en otro tiempo mi madre hubiera dicho lo mismo de ti, Guido.
Pero se inclinó y le apretó la mano, dando a entender que bromeaba. O así lo esperaba él.
Brunetti se levantó y le quitó de la mano la taza vacía.
—Me voy a la
questura
—dijo, pensando comprar los periódicos por el camino, para ver cómo se informaba del caso.
Ella asintió y alargó la mano hacia la lectura que tenía en la mesita de noche. Brunetti recogió el libro de Tassini y volvió a la cocina, a poner las tazas en el fregadero.
Camino de la
questura,
Brunetti compró el
Corriere
y el
Gazzettino,
y lo primero que hizo al llegar a su despacho fue abrirlos sobre la mesa. Como la muerte había sido descubierta muy temprano, los reporteros habían tenido todo el día para husmear en la fábrica, el hospital y el domicilio de Tassini. Había una foto de Tassini, hecha años atrás, y otra de la fábrica De Cal con tres
carabinieri
delante: Brunetti ignoraba que hubieran intervenido. Ambos periódicos decían que el cadáver de Tassini había sido encontrado por un compañero cuando éste había entrado en la fábrica para ajustar la temperatura del
gettate
que había pasado la noche en los hornos. El hombre yacía delante de uno de los hornos, a una temperatura que se calculaba en más de cien grados centígrados.
La policía había interrogado a los compañeros y a la familia de Tassini, pero la investigación oficial no empezaría hasta que se conociera el resultado de la autopsia. Tassini contaba treinta y seis años, hacía seis que trabajaba en la fábrica De Cal y dejaba esposa y dos hijos.
Cuando acabó de leer los periódicos, Brunetti marcó el número del
telefonino
de Ettore Rizzardi, el
medico legale,
que contestó con un lacónico:
—¿Sí?
—Soy Guido —dijo Brunetti.
Sin darle tiempo de continuar, Rizzardi dijo:
—No se lo va a creer, pero murió de un ataque al corazón.
—¿Cómo? ¡Si aún no tenía cuarenta años!
—Bueno, no fue un ataque de ésos —dijo Rizzardi, con lo que sorprendió a Brunetti, que no sabía que hubiera más de un tipo de ataque al corazón.
—¿De cuáles entonces?
—Por deshidratación —dijo Rizzardi—. Estuvo allí tendido casi toda la noche. Fue la temperatura. El idiota de Venturi no se molestó en tomarla, pero llamé a los hombres del
fornace
y ellos me lo dijeron. Bueno, me dijeron que la temperatura que habría dentro del horno sería de unos 1.400 grados Fahrenheit y la puerta estaba abierta.
—¿Y cuánto sería en grados centígrados?
—Ciento cincuenta y siete —respondió Rizzardi—. Pero eso, justo delante de la puerta. En el suelo, no sería tan alta, pero lo suficiente para matarlo.
—¿Cómo?
—A esa temperatura se suda. Es peor que cualquier sauna que pueda imaginar, Guido. Sudas y sudas hasta que se te acaba el sudor. Y el sudor se lleva todos los minerales. Y cuando has perdido los minerales, especialmente sodio y potasio, viene la arritmia y, después, el paro cardíaco.
—Y te mueres —concluyó Brunetti.
—Exactamente, te mueres.
—¿Señales de violencia? —preguntó Brunetti.
—Tenía un golpe en la cabeza, con una pequeña herida, pero sin suciedad ni restos del objeto con el que se hubiera golpeado.
—O le hubieran golpeado —sugirió Brunetti.
—O con el que entrara en contacto, Guido —dijo Rizzardi con voz firme—. Sangró un rato, hasta que murió.
Brunetti ya se había informado por Bocchese de que el fuego habría destruido cualquier resto de tejido humano que pudiera haber en la puerta del horno, y no tuvo que preguntar.
—¿Algo más? —dijo Brunetti.
—Nada —respondió Rizzardi—. Nada que pudiera parecerle sospechoso.
—¿La ha hecho usted? —preguntó Brunetti.
De pronto, sintió curiosidad; deseaba averiguar cómo podía Rizzardi saber tantas cosas sobre el estado del cuerpo de Tassini.
—Me ofrecí para ayudar a mi colega, el
dottor
Venturi, con la autopsia. Le dije que sentía curiosidad porque nunca había visto algo así —dijo Rizzardi con su voz neutra y profesional. Pero entonces cambió de tono—: Y es verdad, Guido. Nunca lo había visto, sólo había leído sobre ello. Tendría usted que haber visto esos pulmones, Guido. Nunca lo hubiera imaginado. La cantidad de líquido que producían al aspirar ese aire tan caliente. Yo lo había visto en cuerpos afectados por humo, desde luego, pero no imaginaba que el calor pudiera tener el mismo efecto.
—Pero ¿fue un fallo cardíaco? —preguntó Brunetti, deseoso de evitarse las expansiones clínicas de Rizzardi.
—Sí, eso es lo que Venturi puso en el certificado de defunción.
—¿Qué hubiera puesto usted? —preguntó Brunetti, esperando que Rizzardi confirmara sus propias sospechas.
—Fallo cardíaco, Guido. Fallo cardíaco. De eso murió, de un fallo cardíaco.
—Una cosa más, Ettore: ¿hay una lista de lo que tenía en los bolsillos?
—Un momento —dijo el médico—. La tenía aquí ahora mismo. —Brunetti oyó un golpe seco cuando el otro dejó el teléfono en la mesa, luego un roce de papeles. Al fin, volvió la voz—: Unas llaves, una billetera con el documento de identidad y treinta euros en billetes, un pañuelo y tres euros y ochenta y siete céntimos. Eso es todo.
Brunetti le dio las gracias y colgó.
Brunetti bajó a los archivos y sacó fotocopias de las leyes a las que se referían las notas de Tassini. De vuelta en su despacho, las leyó. La ley de 1973 fijaba límites para los vertidos en la laguna, el alcantarillado e incluso el mar. También señalaba el plazo dentro del cual los fabricantes de vidrio debían instalar purificadores de agua y mencionaba la agencia que se encargaría de inspeccionarlos. La ley de 1982 imponía límites aún más estrictos en el sistema de desagüe, y hacía referencia a los ácidos mencionados por Assunta. Mientras Brunetti leía lo legislado sobre límites y restricciones, no dejaba de oír la vocecita que preguntaba qué pasaba antes, qué se echaba a la laguna antes de que se aprobaran aquellas leyes.
Terminada la lectura, la razón instaba a Brunetti a bajar al despacho de Patta e informar al
vicequestore
del contenido de la carpeta de Tassini y del significado de algunos de aquellos números, y sugerirle que se practicara una inspección de los lugares señalados por las coordenadas, a fin de comprobar qué fundamento podían tener las sospechas de Tassini. Ahora bien, tras años de tratar con Patta y de observar su manera de escurrirse entre la burocracia, Brunetti no se hacía ilusiones respecto a la acogida que su superior dispensaría a la sugerencia. Si Pelusso decía la verdad —y Brunetti no comprendía por qué iba a mentir—, Fasano tenía suficiente influencia para quejarse a Patta, una influencia mayor de la que le había atribuido Brunetti en un principio.
Cuando volvía a la silla, uno de los libros de Tassini rozó el canto de la mesa, atrayendo la atención de Brunetti. ¿Dónde habría puesto Dante a Patta?, se preguntó de pronto. ¿Con los hipócritas? ¿Con los iracundos? También podía mostrarse magnánimo y poner al
vicequestore
en la puerta, con los oportunistas. Abrió el
Infierno
por la portada y la miró atentamente. Canto I. Canto II. Pasó varias páginas y allí lo tenía: Canto II y, después, Canto III, y Canto IV. Brunetti aspiró profundamente, asombrado de su propia ceguera. Había tenido en la mano el libro y los números de Tassini al mismo tiempo, y no lo había visto.
Sacó la hoja en la que había copiado los números de Tassini, miró el primero y abrió el Dante por el Canto VII, línea 103.
«L’acqua era buia assai più
che persa.»
«El agua era mucho más oscura que
persa»,
repitió. ¿Qué diantres era
persa
? Miró el reloj: Paola aún estaría en casa. Marcó.
—
Pronto
—contestó ella a la quinta señal.
—Paola, ¿qué quiere decir
persa
?
—¿En qué contexto? —preguntó su mujer, sin mostrar curiosidad por el motivo de la pregunta.
—Dante —dijo él.
—Me parece que es un color; pero deja que lo compruebe. —En menos de un minuto, ella volvió al lado del teléfono. Se la oía musitar mientras buscaba la palabra, costumbre que Chiara había heredado. Al fin dijo—: Es un color que está entre el morado y el negro, pero predomina el negro. —Esperó respuesta, y como no llegaba, preguntó—: ¿Algo más?
—Aún no. Ya te llamaré.
Paola colgó.
Brunetti volvió al libro. El arroyo que seguía Dante desembocaba en la Estigia, pero la referencia de Tassini se limitaba al verso 103, al agua negruzca.
No era menos lúgubre la siguiente:
«no fronda verde: de color oscura; no esbeltas ramas; tuertas y nudosas».
Siguió con las referencias de Tassini:
«de un sarro están los muros guarnecidos que trae de abajo un hálito asqueroso por el que ojo y nariz son ofendidos».
Y la última:
«en esa ardiente arena no aventures tu pisada».
Esto mal podía considerarse materia de grave escándalo medioambiental, pero si la
signorina
Elettra estaba en lo cierto y Tassini tenía la fe del verdadero creyente, él podía haber interpretado estas descripciones dantescas a su manera y visto en ellas cuantas señales y presagios se le antojara.
Brunetti decidió bajar a hablar con Patta, al menos por el perverso afán de tener la satisfacción de comprobar que no se había equivocado al catalogarlo. ¿No había abdicado Celestino V para rehuir el poder que conlleva la dignidad del papado? Qué distinto de Patta, que se zafaba de las obligaciones sin renunciar al poder y las prebendas del cargo. Correr desnudo por un campo de gusanos y larvas, llorando lágrimas de sangre quizá fuera un castigo excesivo para la desidia de Patta, pero Brunetti se distraía con la escena mientras bajaba al despacho de su superior.
La
signorina
Elettra levantó la mirada de unos papeles y le dirigió una extraña sonrisa.
—Tengo cierta información respecto a Fasano que parece confirmar que es lo que dice ser.
—Me alegro —dijo él sin inmutarse—: Muchas gracias. —Luego preguntó—: ¿Está el
vicequestore
?
—Sí, señor. ¿Desea hablar con él? —preguntó, como si Brunetti pudiera tener otra intención, después de bajar dos tramos de escaleras y preguntar si estaba Patta.