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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Veneno de cristal (19 page)

—¿Qué ha pasado? —preguntó al verlo en la escalera—. ¿Qué ha sido? —Le falló la voz, como si bastara verlo (u olerlo, pensó Brunetti, durante un momento de horror) para perder la esperanza.

Él siguió subiendo la escalera, mientras trataba de borrar de su cara la compasión.


Signora
Tassini… —empezó a decir.

—¿Qué le ha pasado a mi marido? —preguntó ella.

La voz volvió a rompérsele en la última palabra.

Detrás de la mujer sonó otra voz que, en un primer momento, Brunetti no reconoció:

—¿Pasa algo malo? —preguntó, y luego ya le resultó familiar al decir—: Sonia, sube. —Al cabo de un momento, el tono se hizo más perentorio—: Sonia, Emma está llorando.

La mujer, dividida entre la amenaza que percibía en la presencia de Brunetti y el peligro más inmediato que anunciaba su madre, retrocedió rápidamente escalera arriba, pero, antes de llegar a la puerta y desaparecer en el apartamento, volvió dos veces la cabeza para mirar al visitante.

La madre lo esperaba en el rellano.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al verlo.

—Un accidente, en la fábrica. —Le pareció conveniente decirlo así, aunque lo dudaba; antes hubiera creído en el hada madrina.

Por la forma en que lo taladraron los ojos verdes, él comprendió que había subestimado la inteligencia que albergaban.

—Ha muerto, ¿verdad?

Brunetti asintió. Detrás de la mujer se oía la voz de la hija, acompañada de otros sonidos, arrullando a su propia hija.

—¿Cómo ha sido? —preguntó la mujer en voz más baja.

—Aún no lo sabemos,
signora
—dijo Brunetti—. Eso lo dirá la autopsia, espero. —Hablaba como si aquello fuera un proceso normal.


Maria Santissima
—dijo ella, sacando el arrugado paquete de Nazionale blu. Brunetti sólo tuvo tiempo de leer las grandes letras que vaticinaban la muerte antes de que ella encendiera el cigarrillo y devolviera el paquete al bolsillo—. Pase. Yo entraré cuando acabe.

Sorteando a la mujer, Brunetti entró en el apartamento. La esposa de Tassini estaba sentada en el manchado sofá, acunando a la niña que lloriqueaba. La mujer sonrió y se inclinó para dar un beso a la pequeña. No se veía al niño, pero a Brunetti le pareció oír una vocecita que canturreaba en el fondo del apartamento.

Él se acercó a la ventana, apartó el visillo y se quedó mirando los ladrillos y las ventanas de la casa de enfrente sin pensar en nada.

La primera señal de que había entrado la otra mujer se la dio el sonido de su voz:

—Dígaselo ya, comisario.

Brunetti se volvió y la vio sentada en el sofá, al lado de su hija.

—Lo lamento,
signora
—comenzó a decir—, le traigo una mala noticia. La peor noticia. —La mujer levantó la cara, pero no dijo nada. Lo miraba fijamente, esperando la peor noticia, a pesar de que ya debía de saber cuál era—. Esta mañana —prosiguió él—, al entrar en la fábrica, uno de los trabajadores ha encontrado a su esposo, muerto.

Antes de que él pudiera leer su expresión, ella bajó la cara y miró a la niña que parecía haberse dormido. Luego levantó la mirada y preguntó:

—¿Cómo ha sido?

—Aún no lo sabemos,
signora.
—Brunetti no sabía cómo consolar a esta mujer y deseaba que su madre hiciera o dijera algo, pero ninguna de las dos se movía.

La niña gorgoteó, y la mujer le puso la mano en el pecho. Como si hablara a la niña, dijo:

—Él lo sabía.

—¿Qué sabía,
signora
?

—Que algo ocurriría. —Miró a Brunetti, después de hablar.

—¿Qué decía,
signora
? —Ella no contestó, y él insistió—: ¿Que le ocurriría algo así?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No, sólo que sabía cosas y que saberlas era peligroso.

La madre asintió. Se lo había oído decir.

—¿Le dijo cuál creía él que era el peligro,
signora
? ¿O lo que él sabía? —Frente a su silencio, él añadió—: ¿O dijo cuál era la causa del peligro?

La madre miró a su hija, tratando de adivinar el alcance de lo que sabía, pero la esposa de Tassini dijo:

—No. Nada. Sólo que sabía cosas, y que saberlas era peligroso para él.

Brunetti pensó en la información de la que le había hablado Tassini durante su entrevista.

—Cuando hablé con él… —dijo, preguntándose si ella demostraría sorpresa. En vista de que no era así, prosiguió—: Su marido dijo que tenía una carpeta en la que guardaba la información que iba reuniendo. Dijo que tenía papeles importantes.

Ella ni parpadeó. Estaba enterada de la existencia de la carpeta.

—Quizá la carpeta pueda ayudarnos a comprender lo que ha ocurrido.

—Lo que ha ocurrido es que Giorgio ha muerto —explotó la madre—. No sé en qué pueden ayudar ahora los papeles.

Brunetti no trató de contradecirla.

—Podrían ayudarme a mí —dijo.

La
signora
Tassini se volvió hacia su madre y le puso en el regazo a la niña dormida. Se levantó y se dirigió al fondo del apartamento, como si sólo fuera a vigilar al niño.

Él la oyó hablar a su hijo en la otra habitación, con voz serena y tranquilizadora. A los pocos minutos, salió con una carpeta marrón en la mano, que le entregó diciendo:

—Me parece que esto es todo lo que voy hacer por usted. Ahora agradecería que se marche.

Brunetti se levantó, tomó la carpeta que ella le tendía y, sin dar las gracias a ninguna de las dos mujeres, salió del apartamento.

Capítulo 17

Una vez en la calle, Brunetti abrió la carpeta. No sabía qué esperaba encontrar, pero sin duda algo más que tres hojas de papel con unos cuantos números escritos a mano. En la parte superior de la primera estaban las letras VR y DC, estas últimas, sin duda, alusivas a De Cal. Debajo había dos números: 200973962 y 100982915. ¿Sumas de dinero sin puntos ni comas? ¿Códigos bancarios? ¿Números de teléfono? En la segunda hoja había cuatro números: la primera parte de cada uno estaba escrita en cifras romanas, separadas por una barra de unas cifras arábigas. Al principio, pensó que podían ser fechas, primero, el mes y, después, el día, pero uno de los números era más alto que 31, lo que le obligó a descartar esta posibilidad. La tercera página contenía seis pares de números. El primero era 45° 27.60, y 12° 20.90; los otros pares eran casi idénticos y sólo cambiaban las últimas cifras. La primera suposición, al ver el signo de grados, fue que se trataba de un sistema para anotar las temperaturas de un horno, o quizá de cada uno de ellos, pero serían temperaturas muy bajas.

Brunetti nunca había sentido afición por los crucigramas, y los jeroglíficos y las adivinanzas lo aburrían. Se encaminó hacia la
questura
y, al llegar al pie de Ponte dei Grechi, se detuvo al darse cuenta de que había perdido la noción del tiempo. Vio que eran más de las doce y media, y llamó a Paola para decirle que no volvería a casa hasta la noche. Ella, reaccionando más al tono que al mensaje, sólo le dijo que comiera algo y que procurara llegar a una hora razonable.

Él entró en el bar y pidió un
panino
y un vaso de agua mineral, y después, cuando se le despertó el hambre, otro
panino:
Una vez hubo terminado —aunque sin sentirse saciado— bajó por la
riva
hasta la
questura.
La lancha de Foa estaba amarrada frente al edificio, pero no se veía al piloto.

El agente de la puerta dijo que Vianello aún no había vuelto. Brunetti le pidió que, cuando viera al inspector, le dijera que subiera a su despacho, y fue al laboratorio en busca de Bocchese.

Cuando entró Brunetti, el técnico levantó la cabeza un momento y luego volvió a mirar lo que tenía ante sí en su larga mesa de trabajo. A un lado estaba la caña de soplar, descansando sobre dos bloques de madera de unos diez centímetros de alto, situados uno a cada extremo.

—¿Hay algo? —preguntó Brunetti señalándola con el mentón.

Bocchese, que estaba afilando unas tijeras, levantó la mirada y dijo:

—En el extremo hay muchas huellas del muerto. Se ven otras parciales, pero debió de estar manejándola mucho rato y sus huellas borraron o taparon todo lo que había debajo.

Brunetti miró el largo tubo de hierro como si a simple vista pudiera descubrir algo. En el extremo que estaba más cerca había una especie de burbuja en forma de tortuga: plana por debajo y abombada por encima.

—¿Qué pudo pasar? —dijo Brunetti, que conocía al técnico lo suficiente para no preguntarle directamente qué creía él que había pasado.

Bocchese nunca contestaba esta clase de preguntas. Quizá no le gustaba hacer conjeturas.

Señaló a la tortuga con las tijeras.

—A lo mejor quería hacer alguna pieza. El horno frente al que estaba tenía una temperatura mucho más alta que los otros: allí se preparaba el vidrio para el día siguiente. Él estaba solo en la fábrica. Puede que quisiera hacer algo. Si dejó caer la caña, el vidrio fundido se aplastaría por abajo y quedaría así.

—¿Qué pudo pasarle? —repitió Brunetti.

Bocchese levantó la mirada de las tijeras.

—Guido, yo puedo hablar de lo que dicen las pruebas. El porqué habrá de averiguarlo usted.

Brunetti hizo como si no le hubiera oído.

—¿Ha visto el cuerpo?

—Tenía una señal en la frente. Quizá al caer se dio un golpe con la puerta.

—¿Alguna marca en la puerta?

Bocchese levantó una hoja del
Gazzettino
que tenía abierta encima de la mesa y la cortó por la mitad de seis tijeretazos. Mientras una de las mitades se posaba en la mesa, él dijo:

—En el interior del horno, la temperatura estuvo rozando los 1.400 grados Fahrenheit toda la noche. Quizá un poco menos en la puerta. No hay marca que pueda resistir esa temperatura.

—¿Y en el suelo? —preguntó Brunetti—. ¿O en el cuerpo?

Bocchese meneó la cabeza.

—Nada. Todo estaba limpio, recién barrido. —Dio otro tijeretazo al
Gazzettino
—. Una de sus tareas, tengo entendido: barrer.

—A usted no le gusta esto, ¿verdad?

Bocchese se encogió de hombros.

—Yo mido y anoto. Usted decide si ha de gustar o no.

Brunetti levantó una mano aceptando la respuesta, le dio las gracias y se volvió para marcharse. A su espalda oyó decir a Bocchese.

—Pero no me gusta, no.

En su despacho, Brunetti puso las tres hojas de papel en la mesa, apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente los números. Veinte minutos después, se levantó y fue a la ventana, pero el cambio de postura no le ayudó a comprender.

Repasó mentalmente su conversación con Tassini. Cuanto más pensaba en la conducta de Tassini, más extraña le parecía. Se mostraba muy reservado, como si quisiera impedir que trascendiera lo que había descubierto, al tiempo que daba a entender que su información era de gran importancia. Había dicho que leía mucho, que anotaba sus conclusiones y que grandes científicos le habían ayudado a comprender, pero no había explicado qué era lo que comprendía. Tampoco había dejado claro por qué De Cal deseaba con tanto empeño mantener a su yerno alejado del
fornace.

Tassini había dicho que estaba a punto de descubrir la prueba definitiva, pero Brunetti ignoraba a qué podía referirse. Y lo cierto era que Tassini había muerto y su esposa decía que él tenía miedo.

Brunetti volvió a la mesa y, de nuevo, miró los números.

Así lo encontró la
signorina
Elettra cuando entró, al cabo de un rato, con un papel en la mano.

—Comisario —dijo cuando él la miró con gesto de preocupación—, ¿qué sucede? —Y como él no respondiera, ella agregó suavizando el tono—. Me han dicho lo de ese pobre hombre. Lo siento.

—Era demasiado joven —dijo Brunetti, sorprendiéndose de sus propias palabras. Después de una pausa, dijo—: Estoy tratando de resolver un enigma. —Al ver que la joven parecía desconcertada, él fijó su atención en ella y preguntó—: ¿Qué pasa?

—He encontrado algo que quizá le interese. Es el informe de los
carabinieri.
—Al ver que él la miraba confuso, explicó—: De una visita que les hizo Tassini.

Brunetti la invitó a sentarse. Ella así lo hizo, puso el papel en la mesa y dijo:

—Es copia del informe, aunque no dice mucho. Pero también he averiguado cosas hablando con la gente.

—De acuerdo —dijo Brunetti—. Cuente.

Ella señaló el papel con el dedo.

—Un amigo me envió copia de ese informe. Hace un año, Tassini presentó una denuncia contra su patrono por dirigir una planta de producción insegura. Consta en el informe que el
maresciallo
del cuartel de Riva degli Schiavoni le dijo que las pruebas no eran suficientes y le sugirió que se buscase un abogado y presentara una demanda civil. Eso, en el caso de que Tassini deseara insistir en su queja. Ellos no se la admitieron oficialmente.

—¿Y él buscó un abogado?

—No lo sé. Ellos no tienen nada más en sus archivos y a nosotros no acudió. No sé si debería seguir buscando.

Brunetti negó con la cabeza. Tassini ya no necesitaba abogados.

—¿Algo más? —preguntó.

—La fábrica De Cal, comisario. He preguntado, y se dice que está a punto de venderla.

—¿A quién ha preguntado?

—A un amigo —respondió ella escuetamente.

La
signorina
Elettra era tan reacia como el propio Brunetti a revelar una fuente, si no era indispensable.

—¿Se sabe quién puede estar interesado en comprarla?

—Puesto que los chinos aún no han descubierto el vidrio… —contestó ella con el tono irónico que reservaba para referirse al afán adquisitivo de los chinos de Venecia—, por lo menos el vidrio de Venecia, el único nombre que se ha mencionado es el de Gianluca Fasano. Es dueño de la fábrica de al lado. Mi amigo dice que los hornos De Cal son mucho más nuevos que los suyos.

—¿Entonces quiere seguir dirigiendo fábricas de vidrio? —preguntó Brunetti, pensando en los rumores acerca de las aspiraciones políticas de Fasano.

—¿Qué hay más típicamente veneciano que el vidrio de Murano? —preguntó ella, y a él lo sorprendió observar que hablaba en serio—. Sería la prueba de que realmente quiere ayudar a la ciudad a cobrar nueva vida. —La
signorina
Elettra no solía expresarse en estos términos, salvo cuando adoptaba un tono de jocosa solemnidad, pero ahora no era así—. Sería bueno para nosotros —añadió—. Para los venecianos.

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