Él trató de recordar si había estado muy mordaz al hablar de Fasano: ¿podía ser ésa la razón de tanta formalidad?
Ella levantó el teléfono y pulsó un botón, preguntó al
dottor
Patta si podía recibir al comisario Brunetti, colgó y señaló la puerta con un movimiento de la cabeza. Brunetti le dio las gracias y entró sin llamar.
—Ah, Brunetti —dijo Patta al verlo—, ahora iba a llamarlo.
—¿Sí, señor? —dijo Brunetti acercándose a la mesa de Patta.
—Sí, siéntese, siéntese —dijo Patta con un amplio ademán.
Brunetti obedeció con todos los sistemas en alerta máxima al percibir la afabilidad de Patta.
—Quería hablarle de eso de Murano —dijo Patta.
Brunetti hizo los posibles por mostrar un leve interés.
—Sí —dijo Patta—; quería hablarle de ese caso que usted parece estar creando.
—Ha muerto un hombre, señor —dijo Brunetti, esperando sorprender a Patta y hacerle reconsiderar sus palabras.
Patta se lo quedó mirando.
—De paro cardíaco, Brunetti. El hombre murió de paro cardíaco. —De su voz había desaparecido la afabilidad. Como Brunetti no decía nada, Patta prosiguió—: Suponía que, a estas horas, usted ya habría hablado con su amigo Rizzardi, comisario. —Ante la resistencia de Brunetti a responder, Patta repitió—: Murió de paro cardíaco.
Brunetti guardaba silencio. Al parecer, Patta no había terminado. El
vicequestore
prosiguió:
—No sé si habrá tenido tiempo de tejer alguna teoría criminal, Brunetti, pero, si es así, quiero que la desteja. El hombre se cayó y murió de un ataque al corazón mientras estaba trabajando.
—Era vigilante, no soplador de vidrio —dijo Brunetti—. Él no tenía por qué estar trabajando cerca del horno.
—Al contrario —dijo Patta con una tranquilidad que a Brunetti le pareció tan sorprendente como irritante—, precisamente por ser el vigilante tenía muchas razones para estar ahí. Podía haber ido a investigar una anomalía en el horno, como una subida repentina de la temperatura, y tropezar con la caña de soplar que alguien había dejado en el suelo, o podía estar haciendo lo que hacen muchos por la noche: fabricar un objeto para su casa.
Patta acompañaba de una sonrisa sus conjeturas, para subrayar su consistencia, y Brunetti se preguntó dónde habría aprendido el
vicequestore,
que era siciliano, tantas cosas acerca del arte de la fabricación del vidrio de Murano. Una fuente de información podía ser Scarpa, que secundaba el afán de su superior por exhibir la imagen de una Venecia limpia de delincuentes. Y, para empañar esa imagen, nada mejor que un asesinato. Pero Scarpa no era más veneciano que el propio Patta. ¿Entonces, Fasano?
Ya antes de empezar a hablar, Brunetti había comprendido que cuanto pudiera decir sería inútil, dado lo convencido que parecía Patta de que la investigación —o simple conato de investigación— podía darse por terminada. No obstante, dijo:
—Venía a hablarle de unos papeles que estaban en poder de Tassini.
—¿Cómo, en su poder?
—En su casa.
—¿Y cómo es que ahora se encuentran en poder de usted, comisario?
—Porque me los entregó su viuda.
—¿Hizo el informe correspondiente?
—Sí, señor —mintió Brunetti, sabiendo que la
signorina
Elettra no tendría inconveniente en atrasar la fecha cuando él redactara el informe.
Patta no cuestionó esta afirmación, y preguntó:
—¿Y qué papeles son ésos?
—Listas de números.
—¿Qué clase de números?
—Referencias a leyes y a específicos puntos geográficos. Y también referencias al
Infierno
de Dante. Había un ejemplar del poema en su cuarto de la fábrica.
—¿Y ese libro es otra pieza que se halla en su poder? —preguntó Patta.
—Sí, señor.
—¿Es eso todo lo que había, Brunetti? ¿O había alguna otra cosa, además de… —aquí Patta adoptó el énfasis con que se habla a un niño díscolo o desobediente—: referencias a leyes, a puntos geográficos y al
Infierno?
—Patta no supo, o no quiso, resistir la tentación de repetir las palabras de Brunetti.
Como si las palabras de su superior fueran una petición de información y no una burla, Brunetti dijo:
—Debía de haber un motivo por el que él guardara esas referencias, señor.
Patta meneó la cabeza con estudiada perplejidad.
—¿Ha dicho leyes y puntos geográficos, Brunetti? ¿Y qué viene a continuación, el número del primer premio de la lotería o las coordenadas geográficas del lugar en el que aterrizarán los extraterrestres? —Se levantó del sillón, y dio dos pasos mientras musitaba «Dante» como para calmar el tumulto de su espíritu. Luego, se instó a sí mismo a volver a sentarse—. Aunque quizá le sorprenda, Brunetti, esto es una
questura
—dijo inclinándose sobre la mesa y señalando con el dedo al comisario— y nosotros somos policías. Esto no es una tienda en el desierto a donde la gente viene a que le lean la palma de la mano o le echen las cartas.
Brunetti miró a Patta un momento y desvió los ojos hacia un punto de la mesa.
—¿Me entiende, Brunetti? —Como el comisario no parecía dispuesto a contestar, Patta exigió—: ¿Me entiende usted?
—Sí, señor —dijo Brunetti, sorprendido de cuánta verdad había en su respuesta; se levantó.
—¿Y qué piensa hacer con esos números, Brunetti? —preguntó Patta con una voz acidulada por el sarcasmo y la amenaza.
—Las referencias al Dante las guardaré, señor. Siempre conviene saber dónde situar a los hipócritas y los oportunistas.
A Patta se le crispó la cara, pero aún no tenía bastante.
—¿Y con sus leyes y sus coordenadas?
—Oh, no lo sé, señor —dijo Brunetti dando media vuelta y yendo hacia la puerta—. Pero es útil saber qué dicen las leyes y dónde está exactamente cada cual. —Abrió la puerta, dijo—:
Buon giorno.
—Con suavidad, salió y cerró.
Al abandonar el despacho de Patta, Brunetti se detuvo junto a la mesa de la
signorina
Elettra un momento para tomar la carpeta que ella le tendía. Le dio las gracias, comprobó que llevaba el papel en el que había anotado las coordenadas de Tassini y salió de la
questura.
En el muelle no se veía ni rastro de Foa, al que encontró en el bar próximo al puente, tomando café y leyendo
La Gazzetta dello Sport.
El piloto sonrió al ver entrar a Brunetti.
—¿Quiere un café, comisario?
—Con mucho gusto —dijo Brunetti.
En aquel momento, le habría gustado entender de deporte, de cualquier deporte, lo suficiente para entablar conversación, pero tuvo que limitarse a comentar que ya empezaba a hacer calor.
Cuando tuvo delante el café, Brunetti preguntó:
—¿Dispone usted de uno de esos aparatos que señalan la localización, Foa?
—¿Un GPS?
—Eso.
—Sí, señor. Está en el barco —dijo el piloto—. ¿Lo necesita?
—Sí —dijo Brunetti removiendo el café—. ¿Tiene algo que hacer ahora?
—Aparte de leer las gansadas de estos paquetes —dijo Foa golpeando el periódico con el dorso de los dedos—, nada. ¿Por qué? ¿Quiere ir a algún sitio?
—Sí —respondió Brunetti—. A Murano.
Mientras iban hacia la lancha, Brunetti habló al piloto de los números anotados por Tassini y aceptó complacido la felicitación de Foa por haber adivinado su significado. Cuando subieron a bordo, Foa abrió un compartimiento del cuadro y sacó un instrumento con cubierta de cristal. Mostró a Brunetti el GPS, que era poco mayor que un
telefonino
y tenía la doble función de señalar al norte e indicar las coordenadas exactas del lugar en el que se encontraba el aparato. Lo dejó ante sí en la repisa y puso en marcha el motor. La lancha se separó del muelle, al cabo de un momento, entró en Rio di Santa Giustina y salió a la laguna acelerando.
—¿Cómo funciona? —preguntó Brunetti tomando el aparato.
Él siempre había culpado de su falta de aptitudes para la mecánica y la tecnología a la circunstancia de haberse criado en Venecia, lejos de los automóviles; pero sabía que la verdadera razón era que nunca le había intrigado la manera en que funcionaban las cosas y, menos aún, los artilugios modernos.
—Por los satélites —dijo el piloto, decidiendo de pronto cruzar la estela de un 42 que iba al cementerio. Los saltos de la lancha obligaron a Brunetti a agarrarse a la barandilla, mientras Foa, manteniendo el equilibrio con soltura, se dejaba mecer por las olas. El piloto apartó la mano derecha del timón y señaló al cielo—. Ahí arriba está lleno de ellos, que giran, graban y vigilan. —Foa esperó un momento y añadió—: No me extrañaría que retrataran hasta lo que tomamos para desayunar.
Brunetti optó por no responder a esta divagación y Foa volvió a la información técnica.
—El satélite envía una señal que te dice dónde estás exactamente. Mire. —Señalaba dos rectángulos luminosos de la esfera del GPS, en los que se sucedían unos dígitos—. A este lado —añadió el piloto, apartando la mirada del agua que tenía ante sí para indicar un punto del instrumento— está la latitud. Y aquí, la longitud, que irá cambiando mientras nos movamos.
A modo de demostración, Foa hizo dos bruscos virajes, primero hacia la derecha e inmediatamente hacia la izquierda. Si la longitud y la latitud cambiaron, Brunetti no lo vio, ocupado como estaba en aferrarse a la borda para no salir despedido.
Brunetti devolvió el aparato a Foa y dirigió su atención a Murano, adonde se acercaban a velocidad considerable.
—¿Vamos al sitio de la última vez? —preguntó Foa.
—Sí, y me gustaría que me acompañara.
Foa no disimuló la satisfacción que la petición le producía. Aminoró la velocidad y, al acercarse al muelle, dio marcha atrás hasta que la lancha se detuvo. La corriente los empujó y el costado de la embarcación rozó el muro. Foa saltó a tierra, ató una amarra a una anilla del pavimento y aseguró la proa con otra amarra.
Brunetti guardó el GPS en el bolsillo de la chaqueta y desembarcó. Los dos hombres fueron hacia la fábrica De Cal.
—¿Quiere hablar con el viejo otra vez? —preguntó Foa.
—No, he venido a ver dónde están estos puntos.
Sacó de la cartera el papel en el que había anotado las coordenadas. Foa tomó el papel y leyó los números.
—La latitud y la longitud corresponden a la laguna —dijo, y añadió—: Deben de estar todos por aquí.
Brunetti, que ya tenía una vaga idea de la situación por lo que había visto en las cartas de navegación, asintió.
Rodearon el edificio de la fábrica por la izquierda, en dirección al descampado que había detrás. Brunetti observó, complacido, que en aquel lado del edificio no había ventanas.
Se pararon donde empezaba la hierba y Brunetti sacó el GPS. Fue a entregar el papel a Foa, pero rectificó y le dio el instrumento, pensando que el piloto estaría más familiarizado con su manejo. Foa miró el papel y se alejó en dirección al agua.
Con la mirada fija en el instrumento, el piloto cruzó el campo desviándose ligeramente hacia la izquierda, al norte de la isla. A mitad del camino entre la fábrica De Cal y el agua, se detuvo. Cuando Brunetti se reunió con él, Foa tiró de la mano con la que el comisario sostenía el papel y comprobó el segundo número.
Con la atención puesta en el GPS, Foa fue hacia la izquierda, donde había estado la cerca que separaba la propiedad de De Cal del terreno contiguo y de la que no quedaban más que unas estacas descoloridas, como los huesos resecos de un animal devorado por una tribu primitiva. Como para marcar más claramente la línea divisoria entre una y otra propiedad, había una franja de tierra desnuda donde estuviera la cerca: a uno y otro lado, la hierba empezaba a un metro de los palos caídos.
Al cabo de unos minutos, Foa se detuvo, miró el instrumento y dio unos pasos hacia la cerca.
—¿Cuál es el último dígito, comisario? Del segundo número.
Brunetti miró el papel.
—Punto noventa.
Foa dio dos pasos cortos hacia un lado, situándose con un pie a cada lado de los podridos restos de la cerca, que apartó de un puntapié. Miró el GPS, se movió ligeramente hacia la derecha, atento a la lectura, y dijo a Brunetti:
—Ya lo tengo, es aquí. Fuera lo que fuera lo que el hombre quería señalar, está aquí. —Tomó el papel de Brunetti, lo miró un momento y se volvió hacia la fábrica De Cal—. La segunda serie de coordenadas nos llevaría ahí dentro.
El piloto comprobó el GPS y volvió a mirar en derredor.
—Seguramente el tercer sitio se encuentra allí —dijo señalando a la fábrica del otro lado del campo, a la derecha de la De Cal.
Brunetti miró alrededor. ¿Podía verse desde aquí algo que no fuera visible desde otro ángulo? Los dos hombres giraron sobre sí mismos varias veces, y sin mencionar siquiera la posibilidad de que hubieran de ver algo, la descartaron. Brunetti se volvió hacia la fábrica De Cal, y los dos oyeron el chapoteo que sonó cuando levantó el pie. Al llegar, no habían reparado en la humedad del terreno, pero ahora, al mover los pies, vieron cómo las huellas de sus zapatos se llenaban de agua rápidamente.
Los dos tuvieron la misma idea.
—Tengo un cubo en la lancha, comisario, por si quiere llevar un poco de esto a Bocchese.
—Sí —dijo Brunetti, sin estar seguro de lo que podía haber allí, pero convencido de que había algo.
Se quedó esperando mientras el piloto se alejaba en dirección a la lancha, rodeando la fábrica. De vez en cuando, movía los pies y percibía el chasquido viscoso del barro.
Foa no tardó en volver con un cubo y una pala de plástico, como los que usan los niños para jugar en la playa. Al ver que Brunetti miraba esos objetos con atención, el piloto apretó los labios nerviosamente.
—Algún fin de semana me llevo la lancha para repasar el motor.
—¿Su hija le ayuda?
—Sólo tiene tres años —sonrió Foa—, pero le gusta ir conmigo a pescar almejas a la laguna.
—Mejor salir en un barco que uno conoce bien —dijo Brunetti—. Sobre todo, llevando a una niña.
Foa respondió con una sonrisa.
—El combustible lo pago de mi bolsillo —dijo, y Brunetti le creyó.
Le gustó que a Foa le pareciera importante decírselo.
Brunetti hundió la pala en el suelo y echó varias paladas de barro en el cubo que sostenía Foa. Luego, haciendo presión con la pala en sentido horizontal, recogió sólo agua que agregó al barro.