Ninguno de los tres hombres se movió. Venturi dio dos pasos hacia la izquierda para sortear a Bocchese. No se molestaron en volver la cabeza para verlo marchar, y no vieron cómo se arrancaba la mascarilla y la arrojaba al suelo.
Bocchese gritó a los fotógrafos:
—¿Ya lo tenéis todo, chicos?
—Sí.
Brunetti no quería hacer aquello, y estaba seguro de que ni Bocchese ni Vianello deseaban intervenir. Pero cuanto antes tuvieran una idea de lo que había podido ocurrirle a Tassini antes podrían… ¿qué? ¿Preguntarle? ¿Hacerlo volver a la vida? Brunetti ahuyentó estos pensamientos.
—No tienen obligación de ayudarme —dijo a los dos hombres, acercándose al cuerpo de Tassini.
Se puso de rodillas. El olor a orina y heces se acentuó. Vianello se situó al otro lado y Bocchese se arrodilló junto al inspector. Los tres hombres pusieron las manos debajo del cuerpo. Aquello estaba muy caliente, y Brunetti tuvo la impresión de que tocaba algo viscoso. Notó el sabor de la
grappa
en la boca.
Lentamente, dieron la vuelta al hombre. Tenía la cara hinchada, y Brunetti observó una señal en la frente, junto al nacimiento del pelo. Al poner el cadáver boca arriba, el brazo izquierdo, que estaba aprisionado debajo, quedó libre y golpeó el suelo con un sonido sordo, amortiguado por el grueso manguito antitérmico que lo cubría. Vianello y Bocchese se levantaron y fueron hacia la puerta. Brunetti se dispuso a registrar los bolsillos de Tassini, lo miró una vez más y abandonó la idea. Fuera encontró a Vianello apoyado en la pared. Bocchese estaba donde la hierba, con el cuerpo doblado y las manos en las rodillas. Ninguno de los dos llevaba ya la mascarilla.
Brunetti se quitó la suya.
—Al otro lado hay un bar —dijo con una voz que quería ser normal.
Los llevó por la orilla del canal, puente arriba y puente abajo. Cuando llegaron al bar, la cara de Vianello había recuperado su color y Bocchese tenía las manos en los bolsillos.
El regusto a
grappa
hizo comprender a Brunetti que no debía repetir, y pidió una infusión de manzanilla. Bocchese y Vianello se miraron y pidieron lo mismo. Permanecieron en silencio hasta que les pusieron en el mostrador tres pequeñas teteras. Echaron el azúcar directamente en las teteras y se las llevaron, con las tazas, a una mesa situada al lado de la ventana.
—Puede haber sido cualquier cosa —apuntó finalmente Bocchese rompiendo el silencio.
Vianello se sirvió la manzanilla y sopló varias veces antes de decir:
—Se daría un golpe en la cabeza.
—O se lo darían —dijo Brunetti.
—Quizá tropezó con la caña —sugirió Bocchese.
Brunetti recordó la precisión con que estaban ordenadas las herramientas.
—No, a no ser que estuviera usándola. La nave está muy bien ordenada, no había nada más fuera de su sitio, y en el extremo de la caña había vidrio, lo que significa que estaba utilizándola para fabricar algo. Quizá iba a empezar.
Recordó que Grassi había dicho que Tassini no tenía aptitudes para soplador de vidrio. Pero nada le impedía probar.
—Quizá era la manera de mantenerse despierto —sugirió Bocchese—. Soplar vidrio.
—Él leía —dijo Brunetti.
Los otros dos lo miraron con extrañeza.
Bocchese apuró la manzanilla de la taza y volvió a servirse de la tetera.
—No es así como se aprende a soplar el vidrio, jugando a solas en la fábrica, de noche.
Brunetti miró el reloj, vio que eran más de las nueve, sacó el
telefonino
y marcó el número del
dottor
Rizzardi en el hospital.
—Soy yo, Ettore. Estoy en Murano. Sí, un muerto. —Escuchó unos instantes y dijo—: Venturi. —Un silencio, éste más largo, a uno y otro lado, y Brunetti dijo—: Le agradecería que se encargara usted.
Vianello y Bocchese oían el murmullo de la voz de Rizzardi, pero sólo distinguían con claridad la de Brunetti, que decía:
—En una fábrica de vidrio. Estaba delante de uno de los hornos. —Otro silencio y Brunetti dijo—: No lo sé, quizá toda la noche.
Brunetti miró los carteles de la pared del fondo del bar, concentrando la atención en la Costa Amalfitana, para apartarla de las palabras que acababa de pronunciar. Casas colgadas del acantilado, que se agarraban a la roca como podían, y colores que se alternaban caprichosamente, sin preocuparse por la armonía. El sol relucía en el agua y los veleros navegaban rumbo a lugares que el observador tenía que suponer más bellos todavía.
—Gracias, Ettore —dijo Brunetti y colgó.
Se levantó, fue al mostrador, dejó un billete de diez euros y los tres hombres salieron del bar.
Cuando volvieron a la fábrica, el barco ambulancia del hospital se alejaba del muelle. No se veía a De Cal, pero en la puerta había tres o cuatro hombres fumando y hablando en voz baja. Dentro del edificio, los técnicos, enfundados en sus monos, recogían el equipo. Brunetti observó que una de las cañas de soplar estaba cubierta de polvo gris y apoyada en la pared. El suelo parecía limpio. ¿Tassini había barrido antes de morir?
Bocchese habló con dos de sus hombres y volvió a donde estaban Vianello y Brunetti.
—En esa caña hay huellas —dijo—. Y manchas. —Dejó pasar un momento antes de añadir—: Eso significa que pudo caer sobre ella.
—¿Hay huellas en algún otro sitio? —preguntó Brunetti.
Antes de que Bocchese pudiera responder, uno de sus hombres sacó un objeto de su maleta y se acercó al largo tubo de hierro. Había sacado una bolsa de plástico larga y delgada, parecida a las que se usan en las panaderías para envolver las
baguettes,
pero mucho más larga. Metió la caña en ella. Volvió a la maleta y extrajo un rollo de cinta adhesiva que usó para sellar la parte de abajo de la funda. Luego, retorciendo la cinta, hizo un asa a cada extremo, para que el largo tubo pudiera ser transportado por dos personas sin rozar la superficie en la que estaban las huellas.
—Vale más analizarlo a fondo —dijo Bocchese, y Brunetti pensó en la señal que Tassini tenía en la frente.
Cuando el técnico se iba, Brunetti dijo:
—¿Me tendrá informado?
Bocchese contestó con un gruñido y un movimiento de cabeza, y él y los técnicos se alejaron. Al cabo de unos minutos, dos de ellos volvieron, agarraron la caña por las asas y la sacaron de la fábrica.
—Vamos a echar una mirada —dijo Brunetti.
Como sabía que los técnicos habían examinado el suelo y las superficies, fue hasta el fondo de la fábrica, donde había una mesa llena de objetos de vidrio.
Allí estaban, puestos en fila, los delfines y los toreros de reluciente pantalón negro y chaquetilla roja.
—
De gustibus
—dijo Vianello, contemplando las piezas.
Una puerta daba a una especie de celda, ocupada por una cama plegable y una silla. Un ejemplar del
Gazzettino
de la víspera estaba abierto en la silla, como si lo hubieran dejado allí apresuradamente. En la cabecera de la cama, apoyada en la pared, había una almohada con lo que parecía la huella de una cabeza en el centro.
Brunetti levantó el periódico por las dos puntas de arriba y lo depositó en la cama. En la silla aparecieron entonces dos libros:
Enfermedades laborales, la maldición de nuestro milenio
y el
Infierno
de Dante, edición rústica para colegios, cuyo ajado aspecto hacía pensar que era objeto de lectura frecuente. Brunetti apartó a un lado el primer libro y abrió el segundo. Las esquinas de muchas páginas estaban gastadas y amarillentas. Al ojearlo, vio muchas anotaciones en el margen. Tassini había firmado el libro en tinta roja en la cara interior de la cubierta. Era una firma amanerada, con superfluas líneas horizontales que partían del punto de la última «i». La edición databa de veinte años atrás. Brunetti observó que las anotaciones estaban hechas en rojo y en negro, y que estas últimas, escritas en letra más pequeña, eran menos concisas.
Vianello se había adelantado para mirar por una ventanilla situada junto a la cabecera de la cama. Desde allí se veían claramente las rutilantes llamas de los hornos.
—¿Qué es? —preguntó señalando con la barbilla el libro que Brunetti tenía en la mano.
—El
Infierno.
—Muy apropiado —comentó el inspector.
Brunetti se llevó los libros de Tassini. Él y Vianello salieron del pequeño dormitorio y atravesaron la fábrica. Como uno de los libros era en rústica y el otro de pequeño formato, le cupieron en el bolsillo de la chaqueta. Acababa de guardarlos cuando De Cal entró como catapultado por la puerta principal y fue directamente hacia ellos.
—Gasto dos mil euros a la semana en gas para los hornos, por Dios —dijo, como si hubiera llegado al fin de una larga explicación que ellos no habían querido escuchar—. Dos mil euros. Si pierdo un día de producción, ¿quién me paga el gas? Estos hornos no pueden encenderse y apagarse como un aparato de radio, ¿comprenden? —dijo señalando con un movimiento frenético los tres hornos, que ahora estaban abiertos.
»Y también he de pagar a los trabajadores. Ahora mismo me están costando dinero. Sus hombres se han marchado y ustedes están ahí sin hacer nada. Lo mismo que los trabajadores, sólo que a ellos tengo que pagarles.
Vianello y Brunetti se acercaron a él. De Cal prosiguió:
—Los he visto marchar —dijo señalando al canal—. He visto que volvían a la ciudad. Yo quiero abrir la fábrica y quiero que mis hombres vuelvan al trabajo y no tener que pagarles por estar charlando sin hacer nada, mientras se desperdicia el gas.
Brunetti no pudo por menos que decir:
—Aquí ha muerto un hombre esta mañana.
De Cal se contuvo de escupir, con evidente esfuerzo.
—Ha muerto esta mañana. Como si hubiera muerto ayer, o hubiera muerto hace dos días. ¿Qué importa eso? Ya no está. —Mientras hablaba, iba perdiendo el control—. Mantener los hornos encendidos me cuesta dinero —gritó, recalcando la última palabra—. Y a mis trabajadores los pago tanto si están aquí dentro, trabajando, como si están ahí fuera, diciendo lo buen chaval que era Tassini, a pesar de todo. —Se acercó y levantó la mirada primero hacia la cara de Brunetti y después hacia la de Vianello, como buscando la razón por la que no podían entender algo tan simple—: Estoy perdiendo dinero.
Brunetti y Vianello no se miraron. Al fin Brunetti dijo:
—Ya pueden entrar a trabajar,
signor
De Cal.
Sin molestarse en darle las gracias, el hombre dio media vuelta y salió. Le oyeron llamar a los hombres y decir a uno de ellos que fuera a avisar a los demás. Ya era hora de volver al trabajo. El negocio es el negocio. La vida sigue.
Brunetti descubrió de pronto lo que debía hacer, y le sorprendió haber conseguido no pensar en ello hasta este momento. La esposa de Tassini, la familia de Tassini: alguien tenía que ir a decirles que las cosas ya nunca volverían a ser como antes. Alguien tenía que ir a decirles que la vida que habían conocido hasta entonces había terminado. Sintió el impulso de llamar a la
questura
para pedir que enviaran a una agente. No conocía a la viuda, con la suegra había hablado una única vez y su conversación con Tassini no había durado ni un cuarto de hora. A pesar de todo, debía ir él.
Se volvió hacia Vianello, le dijo adónde iba y le pidió que se quedara para hablar con los trabajadores y, a poder ser, con De Cal. ¿Tenía enemigos Tassini? ¿Quién más podía haber venido a la fábrica por la noche? ¿Era Tassini tan torpe como decía Grassi?
Brunetti se despidió de Vianello diciendo que ya hablarían en la
questura,
salió a la
riva
y se dirigió hacia la lancha de la policía. Foa estaba en la cabina. Había abierto una de las puertas de madera del armario de control y estaba enrollando cinta aislante en un cable. Al oír los pasos de Brunetti en la cubierta, el piloto levantó la mirada, saludó con la cabeza, introdujo el cable en su lugar y cerró el armario. A continuación, puso en marcha el motor.
—Vamos a la parada de Arsenale —dijo Brunetti.
Empezó a bajar a la cabina, pero, cuando la lancha salió al canal y sintió en la cara el aire de la mañana, decidió quedarse en cubierta. Trataba de mantener la mente en blanco, pero tenía la sensación de que, primero, la brisa y, luego, cuando la lancha aceleró, el viento que le sacudía la ropa se llevaban todo lo que aún pudiera estar adherido a ella.
—¿Tenemos prisa, comisario? —preguntó Foa cuando se acercaban a Fondamenta Nuove.
Brunetti deseaba que la travesía durase lo más posible; quería no tener que dar aquella noticia. Pero respondió:
—Sí.
—Entonces preguntaré si podemos cruzar por el Arsenale —dijo Foa, sacando su
telefonino.
Buscó un número programado y habló apenas un momento. Guardó el aparato en el bolsillo, hizo un viraje cerrado hacia la izquierda, luego describió un arco hacia la derecha, pasó bajo el puente peatonal y cruzó el Arsenale en línea recta.
¿Cuántos años habían transcurrido desde que el número 5 hacía ese recorrido cada diez minutos?, se preguntó Brunetti. En otras circunstancias, hubiera disfrutado con la vista de los astilleros que habían alimentado la grandeza de Venecia, pero en este momento no podía pensar más que en el viento purificador.
Foa entró en uno de los puntos de atraque de los taxis, al lado de la parada de Arsenale, y detuvo la lancha el tiempo suficiente para que Brunetti saltara al muelle. El comisario agitó la mano en señal de agradecimiento, pero no dijo al piloto lo que debía hacer a continuación: Foa podía regresar a la
questura
o irse a pescar. A él le daba igual.
Subió por Via Garibaldi, resistiendo a cada bar que pasaba la tentación de entrar a tomar un café o un simple vaso de agua. Tocó el timbre del piso de Tassini, vio que eran casi las once y volvió a llamar.
—¿Quién…? —oyó que preguntaba lo que le pareció una voz de mujer, que fue ahogada por el crepitar de parásitos del contacto defectuoso—. ¿Giorgio? —dijo la misma voz, terminando la pregunta en una nota aguda de esperanza.
Él volvió a llamar y la puerta se abrió.
Mientras subía la escalera, oyó unos pasos rápidos sobre su cabeza y, al poner el pie en el último tramo, vio en lo alto a una mujer. Era más esbelta que su madre, pero también tenía los ojos verdes. El cabello le llegaba hasta más abajo de los hombros, con abundantes canas que la hacían aparentar más edad de la que tenía. Llevaba una falda marrón, zapatos planos y se ceñía al cuerpo una chaqueta de punto beige, tanto para abrigarse como para protegerse.