—No, deseo hacerle unas preguntas acerca de un cliente —dijo él, sacando la credencial de la cartera.
Ella miró el documento, lo miró a él y volvió a mirar la foto.
—Nunca había visto una de éstas —dijo—. Es como en la televisión, ¿verdad?
—Un poco, sí. Pero no tan interesante, supongo —dijo Brunetti.
Ella echó una última mirada a la credencial y se la devolvió.
—Ahora mismo le aviso, comisario.
Se puso en pie. Tenía el talle más robusto de lo que él imaginaba, pero daba gusto verla cruzar el despacho. La muchacha abrió una puerta sin llamar.
Salió al cabo de un momento.
—El
signor
Repeta dice que pase, comisario.
Brunetti vio a un hombre de su misma edad que se levantaba de detrás de una mesa y venía hacia él. Tenía la boca grande, como la muchacha de la entrada, y también los ojos oscuros.
—¿Su hija? —preguntó Brunetti señalando la puerta, que volvía a estar cerrada.
—¿Tanto se nota? —sonrió el hombre.
Tenía la sonrisa afable de su hija y su misma complexión recia.
—Los ojos y la boca —dijo Brunetti.
—
«Signor
Repeta» me llama siempre en el trabajo —dijo el hombre, sin dejar de sonreír.
Llevaba un pantalón de lana negra y una camisa de color rosa con las mangas hasta el codo, enseñando los antebrazos musculosos de un trabajador. Indicó a Brunetti una silla, se instaló detrás de su mesa y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, comisario?
—Deseo saber la clase de trabajo que hacen ustedes para la Vetreria Regina —dijo Brunetti.
Era evidente que la pregunta sorprendió a Repeta. Al cabo de un momento, respondió:
—Lo mismo que para todas las
vetrerie
que contratan nuestros servicios.
—¿Y es?
—Oh, disculpe —dijo Repeta—. ¿Cómo va usted a saberlo? —Se pasó la mano derecha por el pelo canoso, dejándolo parcialmente de punta—. Nos encargamos del mantenimiento de los sistemas de agua y de la eliminación de los desperdicios de la sección de pulido.
Brunetti esbozó la sonrisa del profano, levantó las manos y preguntó:
—¿Y para que lo entienda una persona como yo,
signore
?
Como a tantos hombres que viven para su trabajo, a Repeta le costaba encontrar palabras para explicarse con claridad.
—Lo del mantenimiento básicamente se reduce a comprobar que se puede abrir y cerrar el agua y regular el caudal en la sección de pulido.
—No parece muy complicado —dijo Brunetti, a media voz, como si de tan sencillo hubiera de complacerles a ambos por igual.
—No —reconoció Repeta con una sonrisa—, no es complicado. Pero los tanques sí lo son.
—¿Por qué?
—Hay que hacer que el agua pase de uno a otro lo bastante despacio como para permitir la sedimentación.
—Al ver la expresión de Brunetti, tomó una carta que tenía encima de la mesa, la miró un momento, le dio la vuelta y agarró un lápiz—. Mire —dijo, y Brunetti acercó la silla a la mesa.
Rápidamente, con la soltura que da la práctica, Repeta dibujó una hilera de rectángulos del mismo tamaño. Una línea, trazada cerca del extremo superior, que debía de representar un tubo, comunicaba el primer recipiente con el segundo y éste con el tercero; después del último tanque, la línea descendía y desaparecía por el borde inferior de la hoja.
Señalando el primer rectángulo, Repeta dijo:
—Mire, el agua de la
molatura,
que viene de la sección de pulido, entra en el primer tanque arrastrando todo el desperdicio. Son partículas pesadas que empiezan a caer al fondo, mientras el agua pasa al segundo tanque. Y así sucesivamente —añadió golpeando el tercer y cuarto rectángulos con la punta del lápiz—. Al final, todas las partículas están en el fondo de los tanques y el agua que sale del último va al desagüe —terminó resiguiendo la línea diagonal que desaparecía por el borde inferior de la hoja.
—¿Agua limpia?
—Bastante limpia.
Brunetti miró el croquis un momento y preguntó:
—¿Qué se hace con el sedimento?
—Ésa es la segunda parte de nuestra tarea —dijo Repeta apartando el papel hacia un lado y volviendo a fijar la atención en Brunetti—. Cuando purgan los tanques, nos llaman y nosotros nos llevamos el sedimento.
—¿Y después?
—Lo llevamos a la empresa que se encarga de eliminarlo. Es una especie de lodo pesado.
—¿Cómo lo eliminan?
—Lo calientan y las partículas de vidrio se funden con los minerales.
—¿Qué minerales? —preguntó Brunetti, con más interés.
—Todos los que entran en la fabricación del vidrio —respondió Repeta—: cadmio, cobalto, manganeso, arsénico, potasio.
—¿Cómo llegan al agua?
—Están en el vidrio. Durante el pulido, las partículas pasan al agua de los tanques. —Acercó el papel y señaló con el lápiz el primer rectángulo y después fue punteando toda la hilera—. El agua también impide que el polvo llegue a los pulmones de los pulidores.
—¿Para cuántas
vetrerie
trabajan ustedes?
—Más de treinta. Pero si quiere que se lo diga con exactitud, tendré que mirar la lista de clientes.
—¿Con qué frecuencia hacen ustedes la recogida?
—Según el trabajo que tengan. Cada tres meses, cada seis. Vamos cuando nos llaman. Depende.
—¿Van antes de las veinticuatro horas de recibir el aviso? —preguntó Brunetti, imaginando un cuadro de fregaderos atascados y cocinas inundadas.
—No —respondió Repeta riendo—. Generalmente, nos llaman con una semana de antelación. Eso nos permite programar cinco o seis recogidas para un mismo día. —Repeta miró al comisario para comprobar que lo seguía y agregó—: Así reducimos costes. El cargo por el servicio es fijo, sea cual sea la cantidad que nos llevemos. Mejor dicho, facturamos por peso, pero la tarifa por desplazamiento no varía, de manera que a ellos les conviene esperar a que los tanques estén llenos.
—Uno de los operarios me dijo que había visto un barco de ustedes en la Vetreria Regini hace un par de meses —dijo Brunetti—. ¿Fue a hacer una recogida?
Repeta movió la cabeza negativamente.
—No lo sé —dijo echando hacia atrás la silla para levantarse—. Se lo preguntaré a Floridana. —Antes de que Brunetti tuviera tiempo de abrir la boca ya se había ido.
Mientras esperaba, el comisario examinó el despacho: carteles de agencias de viajes, una ventana tan sucia que apenas dejaba pasar luz ni ruido y tres archivadores metálicos. Ni ordenador, ni teléfono, lo que sorprendió a Brunetti.
Repeta entró con un papel en la mano.
—No —dijo acercándose a Brunetti—. Parece ser que necesitaban que se les reparase una fuga.
—¿Qué clase de fuga?
Repeta le entregó el papel.
—En uno de los tanques. Para eso nos llamaron.
Lo escrito en el papel no tenía sentido para Brunetti, que lo devolvió.
Repeta volvió a sentarse detrás de la mesa. Cerró los ojos y dijo:
—A ver si recuerdo esos tanques. —Estuvo un rato sin mover ni un músculo de la cara, abrió los ojos y dijo—: Sí, ya recuerdo. Están montados sobre patas metálicas, a unos cinco centímetros del suelo, y adosados a la pared. —Volvió a mirar la factura—. Según esto, supongo que una junta, probablemente, en una de las esquinas, debía de estar suelta. —Volvió a mostrar el papel a Brunetti—. ¿Ve? Dice que tuvieron que tapar una fuga en la pared del tercer tanque. Eso debió de ser.
—¿Dice la factura quién hizo el trabajo? —preguntó Brunetti.
—Sí. Biaggi. Es uno de nuestros mejores hombres.
Brunetti, que había pagado a un fontanero ciento sesenta euros por cambiar un grifo, no estaba seguro de que ambos dieran el mismo significado al calificativo.
—¿Podría informarme de qué se hizo exactamente? —preguntó Brunetti, recordando las coordenadas de Tassini.
Repeta lo miró con curiosidad, pero se levantó y salió a la otra oficina. Brunetti volvió a abstraerse en la contemplación de los carteles de viajes, pensando en lo poco que le apetecía solazarse en una playa tropical.
A los pocos minutos, Repeta volvió a entrar y dijo:
—Está en el taller. Ahora mismo viene.
Mientras esperaban, Brunetti preguntó cómo se eliminaban otras sustancias de las
vetrerie
y si Repeta se encargaba de llevarse también los ácidos, y se enteró de que los recogía una empresa aún más especializada, que trasvasa los líquidos a camiones cisterna, los cuales los transportaban a unas plantas de Marghera, encargadas de la eliminación de sustancias tóxicas.
Antes de que Brunetti pudiera pedir más información, oyó una voz a su espalda.
—¿Me has llamado, Luca?
Pronuncia la palabra «fontanero» y en tu imaginación aparecerá la figura de Biaggi, el hombre que ahora estaba en la puerta: estatura mediana, cuadrado de los hombros a las caderas, nariz no menos cuadrada, pelo escaso, piel basta y manos y antebrazos enormes. El recién llegado sonreía a Repeta como si la jovialidad fuera su condición natural.
—Pasa, Pietro —dijo Repeta—. Este señor quiere saber qué hicisteis en la fábrica de Fasano la última vez.
Biaggi dio unos pasos y saludó a Brunetti con un movimiento de la cabeza. Ladeó el mentón y miró al techo, como si esperara ver allí la copia de la factura. Frunció los labios y, con un gesto sorprendentemente femenino, bajó el mentón y dijo:
—El tercer tanque tenía una fuga y el encargado quería que la soldáramos. El dueño estaba de vacaciones o no sé qué, bueno, no podían localizarlo y el encargado nos llamó. Hizo bien porque, si llegan a esperar un par de días, habrían tenido un buen fregado.
—¿Por qué?
—Ya había por todo el suelo un agua gris, mezclada con el sedimento del mismo tanque o del agua que entraba con su sedimento.
—¿Qué hicisteis? —preguntó Repeta.
—Lo normal, cerrar el agua de la
molatura.
Dijimos a los operarios que fueran a tomar café y volvieran al cabo de una hora. Mejor eso que tenerlos dando vueltas por allí sin hacer nada o tratando de ayudar.
—¿Quién iba contigo?
—Dondini.
—¿Qué tuvieron que hacer? —preguntó Brunetti.
Antes de que Biaggi pudiera empezar la explicación, Repeta le dijo que se acercara y se sentara. El hombre así lo hizo. Cuando su cuerpo se aposentó sobre la silla, abultaba aún más que estando de pie.
—Lo primero que vi es que aquello iba a llevarnos mucho tiempo, más de una hora. —Miró a Brunetti, sonrió y dijo—: Antes de que piense que esto es lo que dicen siempre los fontaneros,
signore,
le aseguro que en ese caso era verdad. Esos tanques están muy cerca del suelo, no puedes meterte debajo para echar un vistazo, ni detrás, porque están adosados a la pared. Para buscar el fallo y poder trabajar, has de purgarlos.
—¿Se puede ver algo, con el lodo que hay dentro? —preguntó Brunetti, presumiendo de su dominio de la materia.
—Tuvimos que vaciarlo. Menos mal que sólo hacía un mes que habíamos estado allí y casi todo era agua. Cerramos el grifo del taller de pulido y, con un balde, pasamos el agua al tanque de al lado, hasta que el nivel bajó unos cuarenta centímetros. Ahí estaba la fuga.
—¿En una soldadura de una esquina? —preguntó Repeta.
—No —respondió Biaggi—. Parece que antes purgaban el tanque por detrás, a través de la pared. O quizá lo usaban para otra cosa antes de instalarlo allí para depurar el agua de la
molatura.
Supongo que por eso cambiaron de sitio los tubos —dijo con displicencia—. Eso no es asunto mío, ¿no le parece? —preguntó a Brunetti, que asintió dándole la razón—. No sé quién les hizo el trabajo, pero era una chapuza —prosiguió Biaggi—. Habían tapado el tubo con una plancha circular, de estaño o qué sé yo, que tenía una especie de bisagra soldada a un lado, que permitía abrirla y cerrarla. Pero los que montaron el tubo no sabían lo que se hacían, no lo soldaron bien y había empezado a perder.
—¿Y qué hizo usted? —preguntó Brunetti.
—Taparlo.
—¿Cómo?
—Sacando la plancha circular y cubriendo el agujero del tubo con una placa de material plástico y un buen adhesivo. La reparación durará tanto como el tanque —concluyó Biaggi con orgullo.
—¿Y los otros tanques? ¿Tenían el mismo problema?
Biaggi se encogió de hombros.
—A mí me llamaron para que tapara una fuga, no para que revisara todo el sistema.
—¿Dónde estaba exactamente ese agujero? —preguntó Brunetti.
Biaggi repitió el gesto que había hecho al recordar los tanques.
—A unos cuarenta centímetros del borde superior, quizá un poco menos.
—¿Cómo sería el líquido que había a esa profundidad,
signor
Biaggi? —preguntó Brunetti.
Nuevamente Biaggi hizo con los labios aquel mohín femenino.
—Tendría bastante sedimento.
—¿Adónde iba el viejo tubo?
Biaggi volvió a repasar la escena mentalmente y dijo:
—Donde yo estaba, apenas tenía ángulo, no veía el interior, hacia dónde iba ni hasta dónde llegaba. Lo único que sé es que se metía en la pared. Pero ahora está bien tapado. No volverá a perder.
—¿Podría decir cuándo se hizo ese trabajo?
—¿Se refiere a la soldadura?
—Sí.
—No con exactitud. Hace diez años. Quizá más, pero es sólo una suposición. No hay forma de saberlo.
Biaggi miró su reloj, lo que indujo a Brunetti a decir:
—Sólo una pregunta más,
signore.
¿Era fácil descubrir lo de ese tubo?
La pregunta desconcertó al hombre, que preguntó:
—¿Quiere decir la abertura del tanque?
—Sí.
—Pero ¿para qué iba a mirar nadie eso?
—Oh, no sé —respondió Brunetti con indiferencia—. Pero si alguien hubiera buscado, ¿lo habría encontrado?
Biaggi miró a su jefe, que asintió. Miró otra vez el reloj, se frotó las manos produciendo un ruido seco como de papel de lija y al fin dijo:
—Si sabía que estaba ahí, supongo que habría podido encontrarlo palpando con la mano. Por la noche, el agua se cierra a uno y otro extremo, de manera que, si abrió el drenaje del final para que saliera el agua, podría ver la pared, por lo menos hasta el nivel del sedimento. Luego, cuando quisiera volver a llenar los tanques, no tendría más que cerrar el desagüe, pasar a la otra sala, dar el agua y esperar. Así de sencillo.
Con una sonrisa que trataba de que fuera tranquilizadora, Brunetti dijo: