Brunetti apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
—Sigo sin ver la relación —dijo.
—Es que la persona que omitió poner el número de fax en la carta que me enviaron podría muy bien ser tan competente como la encargada de hacer girar una llave o una palanca en una de las fábricas de Marghera, y en lugar de hacer así —dijo, y esperó a que él abriera los ojos, y entonces la vio empuñar una imaginaria rueda gigante y hacerla girar hacia la derecha—, hace así —prosiguió, moviendo la mano hacia la izquierda—. Y adiós Marghera, y adiós Venecia, y adiós todos nosotros.
—Vamos, vamos —dijo él, cansado e irritado por su histrionismo—, no seas catastrofista.
—¿Tanto como Vianello? —preguntó ella.
Brunetti no recordaba cómo se había metido en esto, pero ya hablaba sin miramientos.
—En sus peores momentos, sí. Tanto como él.
Un tenso silencio sustituyó la vivacidad y el humorismo con que ella hablaba al principio. Brunetti se inclinó a recoger el
Espresso
de la semana. Lo abrió por la crítica de cine y se concentró en la lectura de unas críticas de películas que nunca, ni en un momento de delirio, se le ocurriría ir a ver. Cuando terminó, pasó varias páginas y encontró el tema de portada: el juicio de Marghera. Cerró la revista y la dejó caer al suelo.
—Está bien —dijo—. Está bien. —Esperó un momento y añadió—: He tenido un día muy largo, Paola. Y no quiero pasar lo poco que queda discutiendo contigo.
Cerró los ojos, la oyó acercarse y notó que, a su lado, el sofá cedía bajo su peso.
—Voy a hacer la cena —dijo ella.
El sofá se recuperó y él sintió unos labios en la frente.
Una hora después, se sentaban a cenar, y mientras la familia comía y bebía, Brunetti observaba a sus hijos y escuchaba sus quejas de los profesores y de la presión de los deberes, que nunca se acababa.
—Para ir a la universidad, hay que estudiar mucho en casa. Es el precio que hay que pagar —dijo Brunetti.
—Y si no voy, ¿qué? —preguntó Chiara.
El padre no advirtió desafío en sus palabras, pero notó que Paola aguzaba el oído.
—Pues supongo que tendrías que buscar trabajo —respondió él, procurando que su voz sonara ecuánime más que crítica; para él la elección no admitía duda.
—Es que todo el mundo dice que no hay trabajo —se lamentó Chiara.
—Los periódicos siempre están hablando de eso —agregó Raffi, con el tenedor suspendido sobre el filete de pez espada—. Mira a Kati y a Fulvio —dijo, refiriéndose a los hermanos mayores de su mejor amigo—. Los dos son licenciados y ninguno tiene trabajo.
—No es verdad —dijo Chiara—. Kati trabaja en un museo.
—Di mejor que vende catálogos en el Correr —dijo Raffi—. Eso no es trabajo para alguien que se ha pasado seis años en la universidad. Ganaría más vendiendo zapatos en Prada.
Brunetti se preguntó si para su hijo ése sería un trabajo más apetecible.
—Prada no es el lugar ideal para trabajar, si lo que buscas es un empleo para un licenciado en Historia del Arte —dijo Chiara.
—Tampoco lo es la sección de saldos del museo Correr —replicó su hermano.
Brunetti, que había visitado la última exposición y pagado más de cuarenta euros por el catálogo, no consideraba que la tienda del museo fuera una sección de saldos, pero se reservó la opinión y se limitó a preguntar:
—¿Y Fulvio qué hace?
Raffi bajó la mirada al pescado y Chiara extendió el brazo para servirse más espinacas, a pesar de que ya había alineado el cuchillo y el tenedor sobre el plato. Ninguno de los dos respondió, y el ambiente se enrareció. Brunetti hizo como si no se diera cuenta.
—Seguro que encuentra algo —dijo—. Es un chico inteligente. —Y a Paola—: ¿Me pasas las espinacas? Eso, si Chiara deja algo.
Al pasarle la fuente, Paola demostró que había detectado la reacción provocada por la alusión a Fulvio, diciendo con naturalidad:
—A mis alumnos les ocurre lo mismo. Hacen sus tesis, obtienen el título, empiezan a llamarse
dottore
y se consideran afortunados si encuentran empleo de maestro suplente en sitios como Burano o Dolo.
—La fontanería —interrumpió Brunetti, levantando una mano para reclamar su atención—. A mis hijos les aconsejo que estudien para fontaneros. Es un oficio bien remunerado. Se conoce a gente interesante y nunca falta trabajo. Nada bueno conseguiréis leyendo libros y libros, pasando horas y horas en las bibliotecas o discutiendo sobre ideas. Es malo para el cerebro. No, a mí que me den un oficio de hombres: aire puro, buen dinero y un trabajo duro pero honrado.
—¡Oh, papá! —Como siempre, Chiara fue la primera en captar la intención—. Qué tonto eres a veces.
Brunetti puso cara de inocencia y trató de convencerla para que dejara las matemáticas y aprendiera soldadura. El postre interrumpió su representación, pero para entonces ya se había disipado la sombra que las actividades de Fulvio habían proyectado sobre la cena.
Ya estaban en la cama cuando Brunetti, exhausto por el madrugón, preguntó:
—¿Qué pasa con Fulvio?
Ya habían apagado la luz, y sintió más que vio que Paola se encogía de hombros.
—Supongo que cosa de drogas.
—¿Consume?
—Quizá. —No parecía convencida.
—Entonces, vende —dijo él y se volvió del lado derecho, de cara a la tenue silueta de su mujer.
—Es probable.
—Pobre muchacho —dijo Brunetti, y añadió—: Pobres todos. —Se puso boca arriba, mirando al techo—. ¿Tú tienes idea de si…? —empezó, preguntándose por la cuantía de la venta y si era un asunto en el que tuviera que intervenir profesionalmente.
¿Y quiénes serían los compradores? Esta simple pregunta dio la salida al gusano que está siempre preparado en la línea de salida para iniciar la carrera hacia el corazón de los padres.
—Si lo que quieres saber es si a Raffi le interesa, creo que podemos estar relativamente seguros de que no. Él no consume drogas.
El policía quería saber por qué Paola podía decir eso, cuál era su fuente de información y en qué medida era fidedigna. ¿Había preguntado a Raffi o él se lo había dicho espontáneamente, o era su confidente otra persona que conocía el caso o a los sospechosos? Mientras miraba el techo, al otro lado de la calle se apagó una luz, dejándolo en una grata oscuridad. Qué ingenuidad, y qué temeridad, creer en la palabra de una madre acerca de la inocencia de su hijo.
Miraba al techo, temiendo preguntar. La ventana estaba entornada y las campanadas de San Marcos decían que era medianoche, hora de dormir. Con este acompañamiento, la voz de Paola murmuró:
—Tranquilo, Guido. No te preocupes por Raffi.
Él cerró los ojos con momentáneo alivio, y cuando los abrió, ya era de día.
Mientras se dirigía a la
questura
a la mañana siguiente, Brunetti pensaba en cuál sería la mejor manera de abordar el tema de Fasano con la
signorina
Elettra. No adivinaba la razón de la alta estima en que tenía a aquel hombre, siendo como ella era, una alta estima que habitualmente no le merecían los políticos, por quienes solía sentir el más absoluto desdén, lo que era prueba de su sensatez. ¿Por qué defendía a éste? Dado el peculiar carácter de los prejuicios de la
signorina
Elettra, quizá su actitud se debía, sencillamente, a que Fasano aún no había declarado abiertamente su intención de dedicarse a la política y, por eso, ella se inclinaba a tratarlo aún como a un ser humano.
Hacía años que Brunetti veía la foto y leía el nombre de Fasano en el
Gazzettino.
Era alto, atlético y fotogénico, y tenía fama de buen orador y de patrono justo. Brunetti había coincidido con él y con su esposa años atrás en una cena, y conservaba el vago recuerdo de un hombre afable y una rubia atractiva, pero poco más. Quizá habló con ella de una obra que habían visto en el Goldoni, o de una película. Lo había olvidado.
Entró en Ballarin, pidió un café y un brioche, y siguió tratando de recuperar todo lo que la marea de los cotilleos le hubiera depositado en la memoria a lo largo de los años sobre el personaje. Con el brioche a medio camino de la boca, se le ocurrió que, para obtener información acerca de una persona, no había medio más eficaz que hablar con ella. Se quedó unos segundos con el brioche en el aire y la cabeza ladeada. Un hombre se hizo un hueco en la barra a su lado, y Brunetti se vio en el espejo. Rápidamente, terminó el brioche y el café, pagó y se dirigió a Fondamenta Nuove y la parada del 42.
Ya conocía el camino que debía tomar desde el embarcadero de la ACTV de Sacca Serenella. Al final del sendero de cemento, en lugar de dirigirse hacia la derecha y la fábrica De Cal, torció a la izquierda, en dirección al otro edificio, al que hasta ahora no había prestado atención. Tenía paredes de ladrillo y tejado a dos aguas, muy inclinado, con dos hileras de claraboyas. Se entraba por unas puertas correderas metálicas, como en la mayoría de
fornaci.
Al acercarse, Brunetti vio a Palazzi frente al edificio, fumando.
—Hola —dijo saludando con la mano al hombre—. Parece que va a hacer bueno.
Palazzi correspondió con una sonrisa bastante afable, tiró el cigarrillo y lo aplastó con la punta del zapato.
—La costumbre —dijo al ver que Brunetti observaba el movimiento—. Antes trabajaba en una fábrica de productos químicos y había que tener cuidado con los cigarrillos.
—Me sorprende que les dejaran fumar —dijo Brunetti.
—No nos dejaban —dijo Palazzi y volvió a sonreír.
Al ver que Brunetti respondía con otra sonrisa, moviendo la cabeza hacia atrás para señalar el campo que se extendía entre las dos fábricas, hasta el agua, preguntó—: ¿Han encontrado algo ahí?
—Aún no tenemos los resultados —dijo Brunetti.
—¿Esperan encontrar algo?
Brunetti se encogió de hombros.
—El jefe del laboratorio lo dirá.
—¿Qué buscan?
—Ni idea —reconoció Brunetti.
—¿Simple curiosidad? —preguntó Palazzi sacando los cigarrillos. Sacudió el paquete y ofreció a Brunetti, que rechazó la invitación con un movimiento de la cabeza. Como Brunetti no respondía, el hombre repitió—: ¿Simple curiosidad?
—Siempre he sido curioso.
—¿Es por lo de Tassini?
—En parte.
—¿Y en parte?
—Porque a la gente no le gusta que venga por aquí.
—¿Ni que haga preguntas?
Brunetti asintió.
Palazzi encendió el cigarrillo, aspiró profundamente, alzó la cara y exhaló una serie de anillos de humo perfectos que fueron agrandándose hasta alcanzar el tamaño de coronas y se desvanecieron en el aire tibio de la mañana.
—También Tassini hacía muchas preguntas —dijo Palazzi.
—¿Sobre qué? —El sol ya calentaba, y Brunetti se desabrochó la americana.
—Sobre esto y lo otro.
—¿Por ejemplo?
—Quién llevaba el registro de las sustancias químicas que entraban y salían y si alguno de nosotros conocía a alguien de otra fábrica que tuviera hijos con… con problemas.
—¿Como su hija?
—Supongo.
—¿Y?
Palazzi tiró su medio cigarrillo junto a los restos del otro y luego frotó el suelo con el pie haciendo desaparecer hasta el último vestigio.
—Tassini no empezó a trabajar con nosotros hasta hace un par de meses. Pero llevaba años en la De Cal y todos lo conocíamos. Luego, cuando se jubiló nuestro vigilante, supongo que al jefe le pareció bien que también trabajara aquí. Al fin y al cabo,
l'uomo di notte
tampoco tiene tantas cosas que hacer. —Palazzi suavizó el tono—. Entonces ya sabíamos lo de su hija. Por los empleados de De Cal. Pero, como ya le dije ayer, no queríamos escucharle, ni hablar con él, ni implicarnos en sus ideas.
Brunetti asintió, dando a entender que comprendía los motivos de su reticencia, para que Palazzi no se sintiera violento por hablar de Tassini en estos términos estando tan reciente su muerte.
Después de una pausa de reflexión, o de respeto, Palazzi añadió:
—A todos nos daba un poco de lástima. —En respuesta a la mirada interrogativa de Brunetti, aclaró—: Es que era un torpe. Era un desastre. De todos modos, lo único que tiene que hacer
l’uomo di notte
es echar los ingredientes, mezclar y vigilar la
miscela,
y remover cuando haga falta.
—¿Hacía preguntas sobre otras cosas? —preguntó Brunetti.
Palazzi se quedó pensativo. Hundió las manos en los bolsillos y se miró la puntera de los zapatos. Luego miró a Brunetti y dijo:
—Hará cosa de un mes me preguntó por el fontanero.
—¿Qué quería saber?
—Quién era el que venía a la fábrica y cuándo fue la última vez que estuvo aquí.
—¿Usted lo sabía? —Al ver a Palazzi mover la cabeza afirmativamente, preguntó—: ¿Qué le contestó?
—Que me parecía que era Adil-San. Tienen el taller en la Misericordia. Es su barco el que viene cuando hay que recoger algo o hacer alguna reparación. Eso le dije.
—¿Y cuándo vinieron por última vez? —preguntó Brunetti, sin saber por qué.
—Hace unos dos meses, me parece, por las mismas fechas en que él empezó a trabajar aquí. El taller de pulido estuvo cerrado un día, mientras trabajaban en los tanques de sedimentación.
—¿Tassini lo sabía?
—No, él trabajaba de noche y ellos se fueron a media tarde.
—Comprendo —dijo Brunetti, aunque no era así.
Palazzi miró el reloj. Al ver que su interlocutor se disponía a marchar, Brunetti preguntó:
—¿Está su jefe?
—Lo vi entrar hace un rato. Debe de estar en su despacho. ¿Quiere que vaya a ver?
—No, muchas gracias —dijo Brunetti con naturalidad—. Si me indica dónde es, yo lo buscaré. No se trata de nada importante, sólo unas preguntas sobre Tassini y el tiempo que estuvo aquí, puro trámite.
Palazzi miró a Brunetti sin pestañear y dijo:
—Es extraño que la policía haga venir hasta aquí a un comisario para unos trámites, ¿no? —El hombre sonreía y Brunetti se preguntó cuál de los dos sería el que había llevado el interrogatorio.
Una vez más, el comisario dio las gracias a Palazzi y éste volvió a la fábrica. Al cruzar el umbral, Brunetti se encontró en la ya familiar penumbra de la nave. Ante él brillaban los rectángulos incandescentes de cuatro hornos situados al fondo. A su resplandor se perfilaban las figuras de los hombres que se movían frente a ellos. Estuvo mirándolos varios minutos, vio cómo se inclinaban hacia delante y, cuidadosamente, introducían las cañas en el fulgor de los hornos. Había algo en aquellos movimientos acompasados que despertó un eco en su memoria; pero no veía más que a unos hombres que hacían girar las cañas, las introducían en el fuego y las sacaban, sin dejar de darles vueltas: lo mismo había visto hacer varias veces durante los últimos días. Se volvió hacia un lado.