En la pared de la derecha había cuatro puertas. En la primera se leía el nombre de Fasano. Al ir a llamar con los nudillos, Brunetti advirtió qué era lo que acababa de llamarle la atención al ver aquellas figuras iluminadas por el resplandor de los hornos. Los
maestri
utilizaban la mano derecha para sostener la larga caña por el extremo, a fin de hacer palanca con más fuerza, y llevaban el guante y el manguito de protección en el lado izquierdo, el más expuesto al calor. Ahora bien, Tassini era zurdo —había sostenido el vaso y el teléfono con la izquierda— y habría tenido que llevar el guante y el manguito en la mano y el brazo derechos.
Brunetti golpeó la puerta con los nudillos y, al oír una voz, entró. Fasano estaba delante de la única ventana, inclinado sobre un objeto que sostenía hacia la luz. Estaba en chaleco y mangas de camisa, mirando atentamente la pieza que tenía en las manos.
—¿El
signor
Fasano? —preguntó Brunetti, a pesar de que lo había reconocido por las fotos y ya se habían visto una vez.
—Sí —respondió Fasano volviendo la cabeza—. Ah —dijo al ver a Brunetti—, es el policía que ha estado viniendo por aquí.
—Sí. Guido Brunetti —dijo el comisario, optando por no hacer referencia a la cena de años atrás.
—Ahora lo recuerdo —dijo Fasano—. En casa de los Guzzini, hará unos cinco años.
—Tiene buena memoria —dijo Brunetti, lo que podía significar tanto que él también recordaba el encuentro como que lo había olvidado.
Fasano sonrió y fue hacia su mesa. Puso en ella el objeto, un esbelto búcaro de filigrana con una boca que se abría en forma de lirio, y fue hacia Brunetti con la mano extendida.
—¿En qué puedo servirle?
—Me gustaría hacerle unas preguntas sobre Giorgio Tassini, si me permite —dijo Brunetti.
—Ese pobre hombre que murió ahí al lado —dijo Fasano, preguntando y afirmando al mismo tiempo, mientras señalaba con la barbilla hacia la fábrica De Cal—. Que yo recuerde, es la primera vez que aquí muere un hombre.
—¿Al decir «aquí» se refiere a Murano,
signore
?
—Sí. De Cal nunca había tenido un accidente grave hasta ahora. —Y con una mezcla de alivio y orgullo añadió—: Nosotros tampoco.
—Tengo entendido que hacía poco tiempo que Tassini trabajaba para usted, ¿es así? —preguntó Brunetti.
Fasano sonrió nerviosamente y dijo:
—Sin ánimo de ofender, comisario, me parece que no entiendo por qué me hace esa pregunta a mí. —Hizo una pausa y añadió—: Y no a De Cal.
—Estoy tratando de formarme una idea de las tareas de Tassini. Y de recoger la mayor información posible para deducir qué pudo suceder. Con el
signor
De Cal ya he hablado, y puesto que Tassini también trabajaba para usted… —Brunetti dejó la frase en el aire.
Fasano desvió la mirada. Imitando inconscientemente los titubeos de Palazzi, metió las manos en los bolsillos, miró al suelo, luego se encaró con Brunetti y dijo:
—Ese hombre trabajaba
in nero,
comisario. —Sacó las manos y las levantó en un ademán deliberadamente teatral—. Antes o después se enterará, de modo que vale más que se lo diga ya.
—Eso a mí no me incumbe,
signor
Fasano —dijo Brunetti con indiferencia—. No me interesa cómo cobraba sino qué pudo causarle la muerte. Nada más que eso.
Fasano miraba a Brunetti fijamente, sin duda tratando de adivinar en qué medida podía confiar en él. Finalmente, dijo:
—Yo supongo que estaba fabricando alguna pieza. —Como Brunetti no respondía aclaró—: Algún objeto, un vaso, un jarrón, por su cuenta.
—¿Él sabía hacerlo? —preguntó Brunetti.
—Hacía años que trabajaba aquí al lado. Debía de tener por lo menos los conocimientos básicos.
—¿Usted le había visto trabajar el vidrio? ¿Allí o aquí?
Fasano movió la cabeza negativamente.
—No, apenas volví a verlo, después de contratarlo —dijo, pronunciando la última palabra con voz nerviosa—. Él trabajaba de noche —prosiguió, hablando de prisa—, y yo estoy aquí durante el día. Pero la mayoría de los hombres que trabajan en el turno de noche hacen eso: fabrican una pieza o dos, la dejan enfriar y por la mañana se la llevan a casa. Está tolerado, por lo menos aquí, por mí.
—¿Por qué?
Fasano sonrió:
—Mientras no pongan el nombre de la
vetreria
en la pieza ni traten de venderla como obra de uno de los
maestri,
la cosa carece de importancia. Con los años, todos hemos acabado cerrando los ojos y ahora se ha convertido en una especie de paga extra para los hombres, por lo menos para los de su categoría. —Se quedó pensativo un momento y añadió—: Y, por lo que me han contado, parece ser que Tassini lo estaba pasando mal, con todo eso de la niña, así que ¿por qué no ser tolerantes? —En vista de que Brunetti no hacía ningún comentario, agregó—: Además, sin la ayuda de un
servente,
no podía hacer más que una fuente o un jarrón de lo más sencillo.
—¿Los otros trabajadores sabían lo que hacía?
Fasano consideró la pregunta y dijo:
—Supongo que sí. Los empleados siempre están enterados de todo lo que pasa.
—No parece que eso le preocupe.
—Como le he dicho, creo que ese hombre merecía un poco de compasión.
—Ya —dijo Brunetti, y entonces preguntó—: ¿Le había hablado de su teoría de que el estado de su hija era consecuencia de las condiciones de trabajo que hay aquí?
—Le repito, comisario, que hablé con él una sola vez, cuando lo contraté, y no ha estado aquí más que dos meses.
Brunetti dijo con una media sonrisa:
—Perdón, no me he expresado con claridad. Ya sé que trabajó aquí poco tiempo. Lo que quería preguntar es si había usted oído comentar a alguien que él decía esas cosas. —Como Fasano tardaba en responder, Brunetti, añadió, con sonrisa cómplice—: Los empleados siempre están enterados de todo lo que pasa.
Las manos de Fasano volvieron a los bolsillos y la mirada de sus ojos a los zapatos. Finalmente, sin levantar la cabeza, dijo:
—No me gusta decir estas cosas de él.
—Nada de lo que usted diga puede hacerle daño,
signote
—dijo Brunetti.
Al oír esto, Fasano levantó la mirada.
—Bien, pues sí, oí comentarios. De que él creía haber respirado minerales y sustancias químicas trabajando para De Cal y que ello era la causa de… de los problemas de su hija.
—¿Usted lo cree posible?
—Es una pregunta muy difícil, comisario —dijo Fasano, tratando de sonreír—. He visto las estadísticas relativas a los trabajadores de aquí, y no he encontrado nada que indique… en fin, que sugiera que lo que Tassini creía sea posible. —Al ver la reacción de Brunetti, añadió—: Yo no soy científico, ni médico, desde luego, pero se trata de algo que me afecta.
—¿La salud de los trabajadores? —preguntó Brunetti.
—Sí. Desde luego —dijo Fasano con súbita vehemencia, y añadió—: Y la mía. —Aquí sonrió dando a entender que bromeaba—. Pero lo peligroso no es trabajar en Murano, comisario, sino trabajar tan cerca de Marghera. Usted habrá leído en los periódicos lo que está ocurriendo en el juicio. —Con una sonrisa maliciosa, rectificó—. Lo que no está ocurriendo. —Dio un paso hacia la izquierda y levantó una mano apuntando en dirección a lo que Brunetti supuso que era el noroeste—. El peligro está allí —dijo y, como si no quisiera dejar espacio para la duda, recalcó—: En Marghera. —Al ver que había captado la atención de Brunetti, prosiguió—: De ahí viene la contaminación, ésa es la amenaza. —Su voz se había hecho más firme—. Allí está la gente que contamina, que vierte de todo a la laguna o lo embarca y lo manda al sur, para que lo esparzan por el campo. No aquí, créame. —Fasano se interrumpió, consciente del énfasis que había ido poniendo en sus palabras. Rió, tratando de sosegar el tono, pero no lo consiguió—. Perdone si me altero al hablar de esto. Es que cuando pienso en lo que ellos están echando a la atmósfera y al agua día tras día, me… en fin me saca de quicio.
—¿Y aquí no vierten nada? —preguntó Brunetti.
Fassano respondió con un gesto que descartaba toda posibilidad.
—Aquí nunca hemos tenido un gran problema con la contaminación. Pero ahora nos tienen tan vigilados y controlados que no habría posibilidad de contaminar sin que nos descubrieran. —Al cabo de un momento, añadió—: Por el bien de mis hijos, me gustaría poder decir lo mismo de Marghera, pero no puedo.
Con los años, Brunetti había adquirido la costumbre de recelar de las personas que decían preocuparse por el bien de los demás, pero tenía que reconocer, aunque fuera sólo para sus adentros, que la forma en que se expresaba Fasano al hablar de la contaminación le recordaba a Vianello. Y, por la confianza que le merecía el inspector, estaba dispuesto a creer en la sinceridad de Fasano.
—¿La contaminación de Marghera pudo ser la causa de los problemas de la hija de Tassini? —preguntó Brunetti.
Fasano se encogió de hombros y, casi a regañadientes, dijo:
—Creo que no. Aunque estoy convencido de que Marghera está envenenándonos a todos poco a poco, no creo que sea responsable de lo que le ocurrió a la niña. —Brunetti no pidió explicación alguna, pero Fasano se la dio—. Me enteré de lo que ocurrió cuando nació.
Al ver que Fasano no iba a entrar en detalles, Brunetti preguntó:
—¿Entonces por qué echaba la culpa a De Cal?
Fasano fue a responder, pero se detuvo y miró fijamente a Brunetti un momento, como si se preguntara en qué medida podía confiar en una persona a la que no conocía. Al fin dijo:
—A alguien tenía que echar la culpa, ¿no le parece?
Fasano volvió a su mesa y se inclinó sobre el jarrón que había dejado allí. Era una pieza de unos cincuenta centímetros de alto y líneas sencillas y elegantes.
—Es hermoso —dijo Brunetti espontáneamente.
Fasano se volvió a mirarlo con una sonrisa que suavizaba sus facciones.
—Gracias, comisario. De vez en cuando, me gusta comprobar si todavía soy capaz de hacer algo que no salga contrahecho o tenga un asa más grande que la otra.
—No sabía que trabajara usted el vidrio —dijo Brunetti sin disimular la admiración.
—Pasé la niñez aquí —dijo Fasano con orgullo—. Mi padre quiso que fuera a la universidad, el primero de la familia, y fui, pero todos los veranos los pasaba aquí, en el
fornace.
Levantó el jarrón y lo hizo girar dos veces, contemplándolo. Brunetti observó que tenía un ligerísimo tinte de color amatista, tan leve que a plena luz apenas se notaba.
Sin dejar de mirar y dar vueltas al jarrón, Fasano dijo al fin, como si hubiera estado pensándolo desde que Brunetti le había hecho la pregunta:
—Él tenía que creerse sus teorías. Aquí todo el mundo sabe lo que pasó cuando nació la niña. Supongo que por eso todos tenían tanta paciencia con él. Él necesitaba culpar a alguien, a cualquiera menos a sí mismo, y acabó por culpar a De Cal. —Volvió a poner el jarrón en la mesa—. Pero nunca hizo daño a nadie.
Brunetti se abstuvo de apuntar que bastante daño había hecho Tassini a su propia hija, y sólo preguntó:
—¿El
signor
De Cal había tenido problemas con él?
Observó que Fasano meditaba la respuesta.
—Nunca oí decir que los tuviera.
—¿Usted conoce al
signor
De Cal?
Fasano sonrió al responder:
—Hace más de cien años que nuestras familias tienen fábricas colindantes, comisario.
—Sí, por supuesto —reconoció Brunetti, con aire de disculpa—. ¿Ha dicho alguna vez algo de Tassini o de algún problema que tuviera con él?
—¿Usted conoce al
signor
De Cal?
—Sí.
—¿Cree usted que ha nacido el trabajador que pudiera causarle un problema?
—No.
—Si Tassini se hubiera permitido insinuar siquiera que era el responsable de lo que le pasó a la niña, De Cal se lo habría comido vivo. —Fasano se apoyó en la mesa, afianzando en ella las manos—. Ésa es otra de las razones por las que Tassini tenía que ir diciéndolo a unos y otros. No podía decírselo a De Cal. Debía de tenerle miedo.
—Da la impresión de que ha pensado bastante en sus acusaciones,
signor
—dijo Brunetti.
Fasano se encogió de hombros.
—Indudablemente. Al fin y al cabo, todos trabajamos con esos materiales, y no me gusta pensar que puedan ser nocivos para mí, o para nadie.
—Pero, si me permite decirlo, no parece usted creer que lo sean.
—No lo creo, no. He leído informes y publicaciones científicas, comisario. El peligro, repito, está allí. —Girando el cuerpo a medias, señaló al noroeste.
—Uno de los inspectores cree que eso nos está matando.
—Y tiene razón —dijo Fasano con vehemencia, pero no añadió más, y Brunetti casi se lo agradeció.
Fasano se apartó de la mesa.
—Lo lamento, pero debo volver al trabajo —dijo.
Brunetti esperaba que diera la vuelta a la mesa y se sentara, pero Fasano tomó el jarrón y fue hacia la puerta.
—Tengo que pulir unos defectos —dijo, dejando claro que Brunetti no estaba invitado a acompañarlo.
El comisario le dio las gracias por el tiempo que le había dedicado, salió de la fábrica y se dirigió hacia el muelle.
Brunetti tomó el 42 para regresar a Fondamenta Nuove, y continuó a pie hacia la cercana Fondamenta della Misericordia. Entró a tomar café en un bar, donde preguntó por Adil-San, y fue informado no sólo de dónde estaba el taller sino también de que eran gente honrada y tenían mucho trabajo, y que el hijo del dueño hacía poco que se había casado con una danesa a la que había conocido en la universidad, pero aquello no duraría, y no porque ella fuera extranjera sino porque Roberto era un
donnaiolo,
y ésos no cambian, siempre andan detrás de las faldas. Tras asentir para darse por enterado y agradecer la información, Brunetti salió del bar, torció a la derecha y siguió el canal hasta que vio el rótulo de la fontanería, que estaba al otro lado. Cruzó el puente, retrocedió y entró en una oficina, donde encontró a una muchacha sentada detrás de un ordenador.
La joven levantó la cabeza, sonrió y le preguntó qué deseaba. Quizá tenía la boca muy grande, o usaba un lápiz de labios muy oscuro, pero era bonita, y Brunetti agradeció la sonrisa.
—¿Podría hablar con el dueño, por favor? —dijo.
—¿Es para un presupuesto, señor? —preguntó ella acentuando la sonrisa, lo que sugirió a Brunetti que quizá la boca tenía el tamaño justo.