¿Qué amenaza se cierne sobre las aguas de la laguna de Venecia? La aparición de un hombre muerto frente a uno de los hornos de fundición de una fábrica de cristal de Murano implicará al comisario Brunetti en una asombrosa trama en la que se mezclan la corrupción política y los delitos ecológicos. La víctima ha dejado pistas en un ejemplar de un libro de Dante, y Brunetti deberá adentrarse en el Infierno para descubrir quién es el autor del crimen y qué intereses ocultos se mueven en la isla de Murano.
Navegando por Venecia, caminando por callejones estrechos y en bares sombríos, Donna Leon nos descubre esa Venecia casi legendaria donde cualquier misterio es posible. Veneno de cristal es una obra fascinante, la mejor Donna Leon en su intriga más inteligente.
Donna Leon
Veneno de cristal
Saga Comisario Brunetti 15
ePUB v1.0
Creepy28.04.12
Título Original:
Through a Glass, Darkly
, 2006
Autor: Donna Leon
[*]
Fecha edición española: 2006
Editorial: Editorial Seix Barral, S.A.
Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez
Para Cecilia Bartoli
Das Feuer, das in mir glimmt wird
mich nicht verzehren
El fuego que arde en mí no
me consumirá.
Capítulo 1Mozart, La flauta mágica
Brunetti estaba delante de la ventana, saludando a la primavera. La tenía justo enfrente, al otro lado del canal, en los brotes que empezaban a asomar de la tierra. Durante los días anteriores, alguien —en todos aquellos años nunca había visto a nadie trabajar en aquel jardín— habría pasado el rastrillo, aunque él no lo había notado hasta ahora. Entre la hierba se veían minúsculas florecillas blancas, y de la tierra recién removida brotaban esas otras cuyo nombre no recordaba —eran amarillas y rosas—, que se entreabrían, pequeñas pero atrevidas, a ras del suelo.
Abrió las ventanas y un aire puro inundó el caldeado despacho, trayendo aroma de brotes tiernos, de savia nueva o de lo que sea que en primavera hace bullir la sangre y despierta atávicas ansias de felicidad. Observó que los pájaros picoteaban en el suelo afanosamente, muy contentos sin duda de que algo hubiera hecho salir a la superficie los gusanos. Dos se disputaban un bocado, uno voló y Brunetti lo vio desaparecer a la izquierda de la iglesia.
—Perdón —oyó a su espalda y, antes de volverse, el comisario borró la sonrisa que tenía en los labios.
Era Vianello, vestido de uniforme y con una cara mucho más seria de la que cabía esperar en un día tan hermoso. Al observar la expresión del inspector y la rigidez de su actitud, Brunetti se preguntó si debía tratarlo de usted, formalidad que habían dejado de lado cuando Vianello fue ascendido a inspector.
—¿Sí? ¿Qué ocurre? —preguntó Brunetti con tono cordial, soslayando la duda protocolaria.
—¿Tienes un momento? —dijo Vianello, que con el tuteo daba a entender que la conversación sería de carácter extraoficial.
Para distender aún más el ambiente, Brunetti dijo:
—Estaba mirando esas flores de ahí delante. —Señaló el jardín con un movimiento de la cabeza—. Me preguntaba qué hacemos aquí encerrados con este día.
—Es el primero en que se deja sentir la primavera —convino Vianello, sonriendo por fin—. Yo siempre hacía novillos.
—Yo también —mintió Brunetti—. ¿Adónde ibas?
Vianello se sentó en la silla de la derecha, la suya, y dijo:
—Mi hermano mayor repartía fruta en Rialto y allí iba yo. Me fumaba las clases. Iba al mercado, buscaba a mi hermano y pasaba la mañana ayudándolo a llevar cajas de fruta y verdura. Luego volvía a casa a comer a la misma hora en que solía llegar de la escuela. —Sonrió otra vez y luego se rió—. Mi madre siempre lo sabía. No sé en qué lo notaba, pero siempre me preguntaba qué tal por Rialto y por qué no le había traído unas alcachofas. —Vianello meneó la cabeza al recordarlo—. Y ahora Nadia hace igual con los chicos: es como si pudiera leerles el pensamiento; siempre sabe cuándo no han ido a la escuela o han hecho algo que no deberían. ¿Tienes idea de cómo lo hacen?
—¿Quiénes? ¿Las madres?
—Sí.
—Tú lo has dicho, Lorenzo. Leen el pensamiento. —Brunetti, estimando que el ambiente ya estaba más relajado, preguntó—: ¿Para qué querías verme?
La pregunta reavivó el nerviosismo de Vianello. Descruzó las piernas, juntó los pies e irguió el tronco.
—Se trata de un amigo. Tiene un problema —dijo.
—¿Qué clase de problema?
—Con nosotros.
—¿La policía?
Vianello asintió.
—¿Aquí? ¿En Venecia?
Vianello negó con la cabeza.
—No. En Mestre. Es decir, en Mogliano, pero los llevaron a Mestre.
—¿A quiénes?
—A los detenidos.
—¿Qué detenidos?
—Los que estaban en la puerta de la fábrica.
—¿La fábrica de pinturas? —preguntó Brunetti, recordando la noticia que había leído en el diario de la mañana.
—Sí.
El
Gazzettino,
en la primera página de la sección local, informaba del arresto de siete personas, efectuado la víspera en Mogliano Veneto, durante una protesta «antiglobalización» frente a una fábrica de pinturas. La fábrica había sido multada repetidamente por incumplimiento de la normativa sobre la eliminación de residuos tóxicos y había preferido pagar las irrisorias multas a invertir en modificar sus sistemas de producción. Los manifestantes exigían el cierre de la fábrica y trataban de impedir la entrada a los trabajadores. Ello había provocado un enfrentamiento entre unos y otros, la intervención de la policía y el arresto de siete personas.
—¿Tu amigo es trabajador o «antiglobalización»?
—Ninguna de las dos cosas —respondió Vianello, y puntualizó—: Bueno, no es un «antiglobalización» propiamente dicho. No lo es más que yo. —Al propio Vianello debía de parecerle ambigua la explicación, porque aspiró profundamente y volvió a empezar—: Marco y yo fuimos juntos al colegio, pero después él fue a la universidad y estudió para ingeniero. Pero siempre le ha interesado la ecología y por eso volvimos a encontrarnos: coincidíamos en reuniones y demás actividades. De vez en cuando, nos tomamos una copa después de una reunión.
Brunetti prefirió no indagar en aquellas reuniones. El inspector prosiguió:
—Le preocupa mucho lo que está pasando en esa fábrica. Y también en Marghera. Me consta que ha tomado parte en las protestas que se han hecho allí, pero nunca se había visto involucrado en algo así.
—¿Como qué?
—Acciones violentas.
—No sabía que hubiese habido violencia —dijo Brunetti. El diario informaba únicamente del arresto de varias personas, pero no hablaba de violencia—. ¿Qué pasó? ¿Quién empezó? —Sabía cómo contestaba siempre la gente a esta pregunta, tanto si hablaban de sí mismos como si se referían a sus amigos: siempre había empezado el otro.
Vianello se arrellanó en la silla y volvió a cruzar las piernas.
—No lo sé. Sólo he hablado con su esposa. Me ha llamado esta mañana para preguntar si se me ocurría alguna manera de ayudarlo.
—¿Hasta esta mañana no te ha llamado? —preguntó Brunetti.
Vianello asintió.
—Me ha dicho que él la llamó anoche desde la comisaría de Mestre para pedirle que se pusiera en contacto conmigo, pero que me llamara esta mañana. Me ha pillado cuando ya me iba. —Y, volviendo a la pregunta de Brunetti, añadió—: Por consiguiente, no sé quién empezó. Tanto pudieron ser los obreros como los manifestantes.
Brunetti se sorprendió al oír a Vianello admitir tal posibilidad.
—Marco es un chico pacífico —prosiguió el inspector—. No puede haber empezado él, me consta, pero algunos de los que van a esas manifestaciones, en fin, creo que en realidad van buscando diversión.
—Una palabra un poco extraña: «diversión».
Vianello alzó una mano y la dejó caer en el regazo.
—Ya lo sé, pero así es como lo ven algunos. Marco me ha hablado de ellos, dice que no le gustan y que le desagrada cuando se unen a una protesta, porque su presencia aumenta el riesgo de que haya problemas.
—¿Sabe tu amigo quiénes son los violentos? —preguntó Brunetti.
—No me lo ha dicho. Sólo que le ponen nervioso.
Brunetti decidió llevar la conversación a su objetivo original:
—¿Qué querías de mí?
—Tú conoces a la gente de Mestre. Mejor que yo. Y a los magistrados, aunque no sé a quién se ha adjudicado este caso. He pensado que podrías llamar, para informarte.
—Sigo sin comprender por qué no llamas tú —dijo Brunetti, haciendo que la frase sonara como lo que era: una petición de información y no como lo que no era: la sugerencia de que Vianello se arreglara solo.
—Me parece que sería preferible que la pregunta partiera de un comisario.
Brunetti lo pensó un momento y dijo:
—Quizá sí. ¿Sabes cuáles son los cargos?
—No. Probablemente, desorden público o resistencia a la autoridad en el ejercicio de sus funciones. La mujer de Marco no lo sabía. Le he dicho que no hiciera nada hasta que yo hablara contigo. He pensado que tú, que nosotros, podríamos hacer algo… en fin, extraoficialmente. Le ahorraría complicaciones.
—¿Te ha contado ella algo de lo sucedido?
—Sólo lo que le había dicho Marco: que él estaba en la calle con su grupo, unas doce personas, y que portaba una pancarta. De repente, tres o cuatro individuos a los que no conocían empezaron a gritar y escupir a los trabajadores y alguien lanzó una piedra. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello dijo—: No. Él no vio quién fue; dijo que no había visto nada. De la piedra le habló otra persona. Y entonces llegó la policía, a él lo tiraron al suelo, luego lo subieron a un furgón y lo llevaron a Mestre.
Nada de esto sorprendió a Brunetti. A menos que hubiera estado allí alguien con una videocámara, nunca se sabría quién había dado el primer golpe o tirado la primera piedra, de manera que era imposible adivinar cuáles serían los cargos y contra quién serían formulados. Después de una pequeña pausa, Brunetti dijo:
—Tienes razón. Vale más hacerlo personalmente. —Al menos, pensó Brunetti, era una excusa para salir del despacho—. ¿Preparado?
—Sí —dijo Vianello poniéndose en pie.
Cuando salían de la
questura,
Brunetti vio acercarse una de las lanchas.
Venía al timón Foa, el piloto nuevo que, tras parar en el embarcadero, saludó a Brunetti y a Vianello con una sonrisa y un ademán.
—¿Adónde van? —preguntó, y añadió—: señor —para dejar claro a quién estaba dirigida la pregunta.
—A
piazzale
Roma —dijo Brunetti.
Había llamado a aquella comisaría para pedir que tuvieran un coche preparado. Como por la ventana no había visto ninguna lancha disponible, había supuesto que tendrían que tomar el
vaporetto.
Foa miró el reloj.
—Estoy libre hasta las once, comisario. Tengo tiempo de llevarlos y volver. —Y a Vianello—: Vamos, Lorenzo, hoy hace un tiempo estupendo.
No necesitaban más para animarse a saltar a cubierta. Foa los llevó por el Gran Canal arriba. En Rialto, Brunetti miró a Vianello y dijo: