Ella fue a decir algo, pero él la atajó con un ademán, dando a entender que sobraban las palabras:
—No consiento la opresión de la mujer —dijo.
Fueron en busca de otra copa de
prosecco
y él observó que Paola bebía la mitad con sed.
Brunetti le preguntó si había visto las obras y la acompañó en su recorrido alrededor de cada vitrina. Al llegar al final, ella dijo:
—No tenemos sitio donde ponerla para que luzca —como si él le hubiera preguntado si deseaba comprar alguna y cuál de ellas.
Brunetti miró en derredor y comprobó que la concurrencia era ahora más densa. Observó que el profesor Amadori había atrapado a un barbudo con pinta de espantapájaros y vuelto a poner en marcha el casete. Una mujer alta que llevaba una minifalda con un fleco de abalorios pasó al lado del profesor, pero éste mantuvo la mirada fija en la cara de su oyente, a quien los ojos sí se le fueron detrás de la minifalda.
Junto a la primera vitrina aparecieron un hombre y una mujer. Los dos llevaban casquete blanco de ganchillo y poncho de lana áspera, como si vinieran de Damasco tras pasar por Machu Picchu. Él iba señalando las piezas una a una y ella agitaba las manos en un ademán que Brunetti no podía adivinar si era de aprobación o de condena.
Al volverse hacia Paola, Brunetti descubrió que ya no estaba. Pero, a menos de un metro, vio a Ribetti, que hablaba con una mujer de cabello oscuro y corto. Él tenía mucho mejor aspecto que en su primer encuentro, y no sólo porque ahora vestía de americana y corbata en lugar del pantalón y la cazadora arrugados que llevaba cuando Brunetti lo conoció y con los que había sido derribado y detenido por la policía. El traje le sentaba bien, pero daba la impresión de que la compañía de la mujer le sentaba aún mejor.
Brunetti miraba su copa sin saber si existía alguna regla de etiqueta que dijera cómo has de comportarte en sociedad con una persona a la que has sacado del calabozo. Pero Ribetti libró de dudas al comisario porque, nada más advertir su presencia, dijo unas palabras a la mujer y se acercó:
—Me alegro de verlo, comisario —dijo con lo que parecía sincero placer. Y, después de una pausa—: No esperaba encontrarlo aquí. —Al comprender que eso podía interpretarse como la duda de que un policía pudiera interesarse por el arte, explicó—: Quiero decir en Murano, no aquí precisamente. —Calló, como si se diera cuenta de que cuanto más hablara, peor. Se volvió hacia donde estaba la mujer y dijo a Brunetti—: Permita que le presente a mi esposa.
Brunetti lo siguió y vio que la mujer sonreía al ver acercarse a su marido. Brunetti observó vetas grises en su cabello. De cerca, parecía mayor que su marido, quizá diez años.
—Te presento al hombre que no me detuvo, Assunta —dijo Ribetti y la abrazó por un hombro.
Ella sonrió a Brunetti levantando la copa de
prosecco.
—No sé cuál es el protocolo para estos casos —dijo, expresando lo que pensaba.
Ribetti también levantó la copa:
—Creo que el protocolo exige brindar agradeciendo que a estas horas yo no esté en chirona —dijo, apuró el
prosecco
y sostuvo la copa en alto un momento.
—Muchas gracias por ayudar a Marco —dijo ella—. No sabía qué hacer y llamé a Lorenzo, pero no creí que hiciera intervenir a nadie más. —Mientras hablaba a Brunetti, parecía haber olvidado la copa que tenía en la mano—. En realidad, no sé qué pensaba que pudiera hacer él. Sólo sabía que algo haría. —Tenía los ojos castaños, unas cejas más gruesas de lo que exige la moda y la nariz roma y un poco respingona; pero la boca, que parecía hecha para la sonrisa, adornaba toda la cara.
—Yo no hice nada,
signora,
se lo aseguro. Cuando nosotros llegamos, el magistrado ya había decidido soltarlos a todos. No era posible formular cargos.
—¿Por qué? —preguntó ella—. No entiendo por qué se los llevaron entonces.
Brunetti no tenía el menor deseo de ponerse a explicar el intríngulis del procedimiento policial, y mucho menos ahora, mientras una copa de
prosecco
se le calentaba en la mano y su mujer venía hacia él abriéndose paso entre la gente, y dijo:
—Nadie pudo aclarar lo que había ocurrido, y no se formularon cargos. —Antes de que ellos pudieran decir algo, advirtiendo ya la llegada de Paola, añadió—: Mi esposa. —Y a Paola—: Assunta de Cal y Marco Ribetti.
Paola sonrió, dijo las frases de rigor acerca de las piezas expuestas y preguntó cómo era que estaban en la inauguración. La encantó saber que Assunta era hija del dueño del
fornace
en el que uno de los artistas había hecho sus obras.
—Los paneles —dijo Assunta—. Es un chico de aquí, sobrino de una antigua condiscípula mía. Por eso usó el
fornace
de mi padre. Ella me llamó, yo hablé con el
maestro,
Lino vino a verlo, a cada uno le gustó el trabajo del otro y él encargó al
maestro
que cociera las piezas.
Una solución muy veneciana, pensó Brunetti: alguien conoce a alguien que ha ido al colegio con alguien, y todo resuelto.
—¿Y no podía hacerlo él mismo? —preguntó Paola. Al ver que ni Assunta ni Ribetti parecían entenderla, añadió señalando las piezas de la vitrina—: El artista. ¿No podía hacerlas él?
Assunta levantó una mano como para protegerse del mal.
—Eso nunca. Una persona tarda años, décadas, en aprender a cocer una pieza. Has de conocer la composición del vidrio, cómo preparar la
miscela
para obtener los colores que deseas, la clase de horno con que trabajas, quién es tu
servente,
lo rápido y lo fiable que es para las operaciones que requiere cada pieza en particular. —Calló, como si estuviera exhausta por tan larga enumeración—. Y eso no es más que el principio —añadió, y sus oyentes se rieron.
—Da la impresión de que podría hacerlo usted misma —dijo Paola con evidente respeto.
—Oh, no —dijo Assunta—. Soy muy baja. Ha de ser un hombre, o alguien tan fuerte como un hombre. —Levantó una mano que era poco mayor que la de una niña—. Y yo no lo soy, como pueden ver. —Dejó caer la mano—. Pero he estado en el
fornace
desde que era muy pequeña, y supongo que llevo el vidrio, o la arena, en la sangre.
—¿Trabaja para su padre? —preguntó Paola.
Pareció que la pregunta la sorprendía, como si nunca se le hubiera ocurrido que podía hacer otra cosa en la vida.
—Sí. Lo ayudo a dirigir el
fornace.
Ya iba a la fábrica antes de ir al colegio.
—Es una esclava a sueldo —dijo Ribetti revolviéndole el pelo.
Ella agachó la cabeza, como rehuyéndole, pero estaba claro que le gustaban el gesto y el contacto.
—No digas eso, Marco. Sabes que me gusta lo que hago. —Miró a Paola—. ¿Y usted qué hace,
signora
?
—Llámame Paola —dijo ella, iniciando el tuteo con naturalidad—. Enseño Literatura Inglesa en la universidad.
—¿Y te gusta? —preguntó Assunta con sorprendente franqueza.
—Sí.
—Pues entonces ya me comprendes. —Brunetti se alegraba de que no le hubiera hecho a él la misma pregunta, porque no hubiera sabido cómo contestar. Poniendo una mano en el brazo de Paola, la mujer prosiguió—: Me encanta ver cómo los objetos van tomando forma y embelleciéndose, y hasta me gusta verlos reposar en el
fornace
durante la noche. —Apoyó la palma de la mano en el costado de la vitrina—. Y adoro estas piezas porque tienen vida. Por lo menos, a mí me lo parece.
—Entonces yo diría que hace el trabajo ideal —dijo Brunetti.
Assunta sonrió y se acercó aún más a su marido. Brunetti casi esperaba que anunciara que también tenía el hombre ideal, pero ella dijo tan sólo:
—Lo único que deseo es poder conservarlo.
Paola preguntó, sin disimular la extrañeza:
—¿Por qué? ¿Es que puede perderlo?
Paola miraba a Assunta a la cara y no vio la mirada que Ribetti dirigía a su mujer frunciendo el ceño y meneando la cabeza ligeramente. Pero Assunta la captó y se apresuró a decir:
—Oh, claro que no. —Brunetti vio que ella buscaba algo que añadir, algo que no fuera lo que había estado a punto de decir. Tras una pausa un poco larga, Assunta prosiguió—: Es sólo que te gustaría que estas cosas duraran para siempre, supongo.
—Sí, desde luego —dijo Brunetti sonriendo como si no hubiera observado el gesto de Ribetti ni advertido el cambio de tono, el descenso de la temperatura humana de la conversación. Rodeando los hombros de Paola con el brazo, dijo—: Lo siento, pero es hora de que nos vayamos. —Miró el reloj—. Hemos quedado para cenar y ya se nos ha hecho tarde.
Paola, nunca mala embustera, miró su reloj y ahogó una exclamación:
—Ay, Dios mío, Guido. ¡Sí que es tarde! Y tenemos que ir hasta Saraceno. —Revolvió en el bolso, buscando algo que no encontraba, desistió y dijo a Brunetti—: He olvidado el
telefonino.
¿No podrías llamar a Silvio y Verónica para avisarles del retraso?
—Por supuesto —dijo Brunetti con la mayor naturalidad, a pesar de que Paola nunca había tenido
telefonino
y de que no conocían a ningún Silvio—. Pero llamaré desde fuera. Habrá mejor cobertura.
Siguió el habitual intercambio de frases amables, las mujeres se besaron en las mejillas, mientras los hombres se las ingeniaban para eludir expresiones que les obligaran a elegir entre el
tú
y el
usted.
Hasta que salieron a la
riva,
él no pudo mirar a Paola a la cara y preguntar:
—¿Silvio y Verónica?
—Toda mujer tiene derecho a sus fantasías —declamó ella con fervor y, dando media vuelta, se encaminó hacia el
vaporetto
que los llevaría a Venecia y a casa.
Había llegado la primavera y volvían los turistas, que traían consigo el barullo habitual, del mismo modo en que la migración de los ñúes atrae a chacales y hienas. Los trileros rumanos se instalaban en lo alto de los puentes, mientras sus centinelas oteaban los alrededores, para avisarles de la llegada de la policía. Los
vu comprà
sacaban de sus grandes bolsas los últimos modelos de bolsos. Y tanto los
carabinieri
como la
polizia munizipale
entregaban formularios y más formularios a las personas a las que se les había sustraído el bolso o la billetera. Primavera en Venecia.
Una tarde, Brunetti entró en el despacho de la
signorina
Elettra y no la vio en su sitio. Él quería hablar un momento con el
vicequestore,
y al observar que la puerta del despacho de Patta estaba abierta, supuso que ambos se habrían ido ya. Esto era normal en Patta, pero ese día la
signorina
Elettra no entraba a trabajar hasta después de la hora de comer y solía quedarse por lo menos hasta las siete.
Brunetti ya iba a irse con los papeles en la mano cuando un impulso le hizo acercarse a la puerta del despacho de Patta para cerciorarse de que no había nadie. Lo sorprendió oír a la
signorina
Elettra hablando en inglés muy despacio, pronunciando cada sílaba como para hacerse entender por una persona dura de oído:
—
May I have some strawberry jam with my scones, please?
Después de una pausa más bien larga, se oyó la voz de Patta que decía:
—
May E ev som strubbry cham per mió sgonzem pliz?
—
Does this bus go to Hammersmith?
El proceso continuó con otras cuatro frases de dudosa utilidad, hasta que Brunetti oyó otra vez la esforzada petición de mermelada de fresa. Temiendo tener que esperar mucho rato, el comisario retrocedió hasta la puerta del pasillo, dio unos fuertes golpes con los nudillos y dijo con voz potente:
—
Signorina
Elettra, ¿está usted ahí?
A los pocos segundos, ella apareció en la puerta del despacho de Patta, con la cara iluminada por una expresión de jubilosa sorpresa, como si la voz de Brunetti acabara de sacarla de unas arenas movedizas.
—Ah, comisario, ahora iba a llamarlo —dijo, acariciando amorosamente cada sílaba del idioma italiano.
—Me gustaría hablar un momento con el
vicequestore,
si es posible.
—Ah, sí —dijo ella, apartándose de la puerta—. En este momento está libre.
Brunetti pasó por su lado tras un «con permiso». Patta estaba sentado con los codos en la mesa, la barbilla en la palma de las manos y la mirada fija en el libro que tenía delante. Al acercarse, Brunetti distinguió una foto del Puente de Londres en la página de la izquierda y otra de un
beefeater
tocado con su sombrero negro en la de la derecha.
—
Mi scusi, dottore
—dijo procurando hablar con voz suave y pronunciación clara.
Los ojos de Patta se volvieron hacia Brunetti.
—¿Sí? —dijo.
—¿Tiene un momento, señor?
Con un movimiento lento y resignado, Patta cerró el libro y lo apartó a un lado.
—¿Sí? Siéntese, Brunetti. ¿De qué se trata?
Brunetti obedeció, teniendo buen cuidado en apartar la mirada del libro, aunque era imposible no ver la Union Jack que ondeaba en la cubierta.
—Es sobre los menores, señor —dijo Brunetti.
Patta aún tardó en cruzar el Canal y volver a su mesa, pero al fin llegó.
—¿Qué menores?
—Esos a los que siempre estamos arrestando, señor.
—Ah —dijo Patta—. Esos juveniles. —Brunetti observó cómo su superior trataba de recordar los papeles o informes de arrestos que habían pasado por su escritorio durante las últimas semanas, y vio que no lo conseguía.
Patta se irguió en su sillón y preguntó:
—¿No hay una directriz del Ministerio del Interior?
Brunetti venció la tentación de responder que había una directriz del Ministerio del Interior hasta para determinar el número de botones de la chaqueta del uniforme de los agentes y se limitó a decir:
—Sí, señor.
—Pues ésas son las órdenes a las que hemos de atenernos, Brunetti. —El comisario pensaba que Patta se daría por satisfecho con esto, habida cuenta de que ya era casi la hora en que solía irse a casa, pero algo le hizo añadir—: Me parece que esta conversación ya la hemos tenido antes. Su deber es hacer obedecer la ley, no cuestionarla.
Brunetti sabía que ni en sus palabras ni en su actitud había indicio alguno de que él cuestionara ni pretendiera cuestionar la ley. No obstante, al cabo de tantos años de disensiones en la interpretación de las normativas, bastaba que Brunetti mencionara una ley para que Patta creyera percibir un tono de crítica o duda en su voz.