Brunetti pensó otra vez en Juggernaut dos días después, cuando el
Gazzettino
publicó una foto de la excavadora gigante que iba descubriendo la tubería que se extendía desde el descampado —muy contaminado— hasta la
vetreria.
Revelaba el artículo que, al acercarse a las fábricas, la máquina había puesto al descubierto la unión de dos tuberías más pequeñas, procedentes cada una de una fábrica.
Brunetti miraba la foto, consciente de que, bajo las anchas huellas de la oruga que con tanto empeño perseguía la destrucción de las aspiraciones políticas de Fasano, quedaba enterrada toda esperanza de que Patta se interesara por esclarecer la muerte de Tassini. Patta, siempre dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad en beneficio de sus intereses, se volcó en la tarea de demostrar que Fasano había incurrido en el delito en cuya denuncia había basado su carrera política: la degradación de la laguna. Una condena por delito contra el medio ambiente frustraría sus aspiraciones políticas, y esto era suficiente para satisfacer a Patta y, de paso, a los estamentos a los que el
vicequestore
esperaba complacer con la destrucción de Fasano. Este objetivo era seguro, mientras que la solución del misterio de la muerte de Tassini implicaría una larga y complicada investigación que muy bien podía no acabar en una condena. Así que mejor dejarlo, considerarlo muerte accidental y archivarlo todo.
Brunetti siguió el caso a distancia y —gracias a la
signorina
Elettra— leyó las transcripciones de las sesiones grabadas en vídeo, durante las cuales Fasano, y después De Cal, fueron interrogados por un magistrado y por el teniente Scarpa.
De Cal lo admitió todo desde el principio, dijo que él había hecho lo que cualquier empresario sensato haría: utilizar el recurso más barato para resolver un problema de producción. Los tubos ya estaban allí en tiempos de su padre y él había seguido utilizándolos. Cuando el juez ordenó que se purgaran los tanques de sedimentación, en todos ellos se encontró, a unos cuarenta centímetros del borde superior, un segundo tubo de desagüe que atravesaba la pared. Cada tubo estaba provisto de un disco, lo mismo que los de la fábrica de Fasano, que podía hacerse girar para abrir o cerrar el tubo y regular así el caudal del desagüe que vertía los residuos a la laguna. El encharcamiento del campo se debía a una fuga de la centenaria tubería. La excavadora puso al descubierto que llegaba hasta el borde del agua, y allí se adentraba en la laguna, por debajo de un muelle abandonado.
Cuando se le notificó que sería multado, De Cal se quedó impasible, porque sabía que la multa sería irrisoria. El magistrado le preguntó si le constaba que el
signor
Fasano utilizaba el mismo sistema, a lo que De Cal contestó riendo que eso debía preguntárselo al
signor
Fasano.
La reacción de Fasano a las preguntas del juez fue totalmente distinta. Explicó que él se había hecho cargo de la dirección de la fábrica hacía sólo seis años y que no sabía nada de los tubos. Seguramente, los habría puesto su padre, cuya memoria él veneraba, pero que era un hombre de su tiempo y, por lo tanto, no se preocupaba por los problemas ecológicos de Venecia. Por supuesto, Fasano había sido informado de la fuga del tanque de sedimentación y del trabajo del fontanero. En aquel momento, él se encontraba en Praga, en viaje de negocios, y del asunto se había ocupado su encargado, que le había puesto al corriente a su regreso. Era tarea del encargado atender los pequeños problemas de la
vetreria.
Para eso lo tenía.
Scarpa, provocado sin duda por la altanería de Fasano, intervino para preguntar —al leer el informe, a Brunetti le parecía oír el sarcasmo en la voz del teniente— si era también su encargado el que se había ocupado de la muerte de uno de sus trabajadores.
«Pobre diablo —decía la transcripción—. Aquella mañana, yo volvía de mi casa de campo y me enteré al llegar a la fábrica. Pero no, teniente, eso no lo dejé en manos de mi encargado. Aunque apenas conocía al hombre, fui a preguntar si podía hacer algo, pero ya se lo habían llevado.»
Resentido, al parecer, Scarpa no hizo más preguntas y el magistrado volvió a referirse a los tanques de sedimentación y a los discos que abrían y cerraban los tubos. Todos estaban cerrados cuando los hombres de Bocchese los habían descubierto, y Fasano insistía en que no sabía nada de ellos. Al leer este pasaje de las actas, Brunetti empezó a pensar que Fasano podía librarse. Su venerado padre, o quizá su no menos venerado abuelo, sería el responsable de la colocación de aquellos tubos, que debían de haber sido utilizados cuando aún era legal verter a la laguna. No había pruebas concluyentes de que se hubieran utilizado recientemente, y el proceder de Fasano, por lo que a la defensa del medio ambiente se refería, no quedaba en entredicho.
El magistrado no hizo preguntas acerca de la relación de Fasano con Tassini ni presentó pruebas de que entre los dos hombres hubiera más trato que el normal entre patrono y trabajador. El magistrado tampoco mencionó las conversaciones telefónicas entre Tassini y Fasano. Brunetti imaginaba que, si se hubiera referido a ellas, Fasano habría protestado que no se le podía pedir que recordara todas las conversaciones que mantenía con sus trabajadores. Ni Patta ni ningún juez de la ciudad autorizaría una investigación ante esta falta de pruebas.
Brunetti ignoraba en qué medida la investigación de la contaminación de la laguna podía afectar a las ambiciones políticas de Fasano. Ya hacía tiempo que la asociación con delincuentes o las pruebas de conducta delictiva no eran obstáculo para el desempeño de un cargo político, por lo que era posible que un número suficiente de votantes estuvieran dispuestos a elegirlo para alcalde. Si esto sucedía, lo mejor que podría hacer Brunetti sería consolarse pensando en el berrinche de Patta y, por lo demás, seguir el consejo que Paola le había dado, extraído de una novela de Jane Austen que acababa de leer: «Guárdate tus alientos para enfriar el té.» Por otra parte, Patta preferiría ver a Fasano de alcalde que tener que enfrentarse al clamoroso escándalo suscitado por la investigación de un asesinato en el que estuviera involucrado un hombre rico y poderoso, relacionado con hombres aún más ricos y poderosos.
Ante semejante perspectiva, Brunetti sintió el deseo de salir de la
questura;
fue un impulso irresistible que le hizo levantarse y bajar la escalera. Aunque no hiciera nada más que ir hasta la esquina a tomar un café, por lo menos, sentiría el sol en la cara y quizá captaría un soplo de perfume de las lilas del otro lado del canal. Parecía que habían pasado muchas cosas y, sin embargo, aún era primavera.
Y eran lilas lo que encontró, pero dentro de la
questura.
La
signorina
Elettra bajaba la escalera, con una blusa que él no le conocía: sobre un fondo de seda de color crema, unas panículas de color rosa y magenta competían entre sí, aunque era el buen gusto el que salía vencedor.
—Ah, comisario —dijo ella, mientras Brunetti le sostenía la puerta—. Lamentándolo mucho, tengo que darle una mala noticia.
Su sonrisa desmentía sus palabras, y Brunetti preguntó en el mismo tono:
—¿Qué mala noticia?
—Lo siento, no ha ganado en la lotería.
—¿Lotería? —preguntó Brunetti, distraído por las lilas y por el aire cálido que los envolvió al salir.
—El
vicequestore
ha recibido carta de la Interpol. —Ella borró la sonrisa y añadió—: No ha sido seleccionado para el cargo de Inglaterra.
Se habían detenido y el reverbero del canal les bailaba en la cara.
—Esa noticia supone un grave perjuicio para la nación —dijo Brunetti con voz grave.
Ella sonrió, dijo que estaba segura de que el
vicequestore
tendría la suficiente fortaleza de ánimo para soportarlo, dio media vuelta y se alejó.
Brunetti vio a Foa seguir con la mirada a la
signorina
Elettra desde la cubierta de la lancha. Cuando ella dobló la esquina, el piloto miró a Brunetti.
—¿Lo llevo, comisario? —preguntó.
—¿No está de servicio?
—Hasta las dos, no. A esa hora he de recoger al
vicequestore
en el Harry's Bar.
—Ah —musitó Brunetti, reconociendo el buen gusto de su superior—. ¿Y hasta entonces?
—Imagino que debería quedarme aquí, por si hay alguna llamada —dijo el piloto, sin entusiasmo—, pero preferiría que usted me pidiera que lo llevara a algún sitio. Hace tan buen día…
Brunetti levantó una mano para protegerse los ojos del sol de la mañana.
—Sí —dijo, dejándose contagiar del buen humor de Foa—. ¿Y si fuéramos Gran Canal arriba?
Cuando pasaban por delante del Harry's Bar, donde Patta estaría ahora departiendo con algún poderoso, Brunetti empezó a percibir la vuelta a la vida de los jardines de una y otra orilla. El azafrán silvestre se disimulaba entre los arbustos mientras los narcisos no hacían nada por esconderse. El magnolio habría florecido dentro de una semana, o antes, si llovía.
Vio la placa que señalaba la casa de lord Byron, quien, lo mismo que el pequeño Brunetti, había nadado en estas aguas. Eran otros tiempos.
—¿Vamos a Sacca Serenella? —preguntó Foa mirando el reloj—. Tendría tiempo hasta de almorzar allí.
—Gracias, Foa, pero no creo que vaya a volver a Murano por ahora, por lo menos, para asuntos de trabajo.
—Sí, ya lo he leído, y Vianello me ha contado algo —dijo Foa saludando con la mano a un
gondoliere
que pasaba a cierta distancia por delante de ellos—. ¿Así que pueden contaminar cuanto quieran y no les pasa nada?
—Los tubos de la fábrica de Fasano habían sido tapados no se sabe cuándo. Quizá hace años —explicó Brunetti—. Y no hay pruebas de que él estuviera enterado de su existencia. Pudo ponerlos su padre. Incluso su abuelo.
—Todos han sido unos canallas roñosos —dijo Foa.
—¿Quién lo dice?
Foa apartó una mano del timón, se desabrochó la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata en deferencia al sol.
—El padre de un amigo que vive allí y los conoció a los dos, al padre y al abuelo. Y un tío mío que trabajó para el padre. Dice que habría hecho cualquier cosa para ahorrarse cincuenta liras. —Y, con una risa incipiente, como si acabara de recordar algo, agregó—: Y un antiguo compañero del colegio.
—¿Qué le parece tan divertido? —preguntó Brunetti, con la mirada puesta en los árboles de un jardín de su izquierda.
—Mi amigo es capitán de la ACTV —dijo Foa, con un resto de hilaridad en la voz—. Vive en Murano, y conoce a Fasano, y su padre conocía al padre, etcétera. — Este tipo de conocimiento era muy frecuente, y Brunetti asintió—. Un par de días atrás me contó que, hará cosa de una semana, pillaron a Fasano en su barco viajando sin pagar. Decía que había olvidado sellar el billete, pero lo cierto es que ni lo llevaba.
—¿Los revisa el capitán? —preguntó Brunetti, intrigado por quién llevaría el barco en tal caso.
—No, no, los revisores. Normalmente, sólo trabajan de día, pero desde hace cosa de un mes también vigilan de noche, porque es cuando el público no se lo espera. —Foa se interrumpió para lanzar un grito de saludo a un hombre que pasaba en una barca de transporte muy cargada, y Brunetti pensó que el tema se había agotado. Pero el piloto prosiguió—: Lo cierto es que reconoció a Fasano, que viajaba de pie en cubierta, y al final de la travesía, sabiendo quién era, preguntó a los revisores qué les había dicho. Lo de siempre: «He olvidado sellar el billete.» «Se me pasó sacarlo.» Las excusas habituales —dijo Foa riendo—. Una vez, una mujer hasta les dijo que iba al hospital a dar a luz.
—¿Y qué pasó?
—El revisor le pidió que se abriera el abrigo, y estaba tan delgada como… —Foa miró a Brunetti—. Tan delgada como yo —terminó. Quizá para poner fin a una pausa incómoda, el piloto volvió al tema principal—. Los revisores pidieron a Fasano la tarjeta de identidad y él dijo que no la llevaba. Que había olvidado la cartera en casa. Pero luego sacó dinero y pagó la multa en el acto. Dijo Nando que, con lo tacaño que es Fasano, creyó que les daría el nombre y luego haría que algún amigo se la pagara, pero pagó en ese momento, antes de que pudieran tomarle el nombre, para enviarle la notificación y la multa.
Brunetti volvió la cabeza, saliendo de la contemplación del avance de la primavera, y preguntó:
—¿Qué barco era?
—El 42 —respondió Foa—. Iba a la fábrica.
—¿Por la noche?
—Sí. Eso me dijo Nando.
—¿Le dijo la hora?
—¿Eh? —preguntó Foa, acercándose a un barco de carga.
—¿Le dijo a qué hora ocurrió?
—No que yo recuerde. Pero normalmente los de ese turno terminan a medianoche —respondió Foa, avisando con un largo toque de sirena al barco al que estaban adelantando.
—¿Cuándo ocurrió eso exactamente? —preguntó Brunetti.
—Fue la semana pasada, me parece —respondió Foa—. Eso me dijo Nando por lo menos. ¿Por qué?
—¿Podría comprobarlo?
—Supongo que sí. Si él lo recuerda —dijo Foa, intrigado por la repentina curiosidad de su superior.
—¿Querría usted llamarlo?
—¿Cuándo?
—Ahora.
Si la petición le pareció extraña, Foa no lo demostró. Sacó el
telefonino,
pulsó unas teclas, miró la pantalla y pulsó más teclas.
—
Ciao,
Nando —dijo—. Sí, soy Paolo. —Hubo una pausa larga y Foa prosiguió—: Estoy trabajando y tengo que hacerte una pregunta. ¿Recuerdas que me dijiste que la semana pasada llevabas a Fasano en el barco y lo multaron por viajar sin billete? Sí. ¿Sabes qué noche fue? —Siguió un silencio, Foa se apoyó el móvil en el pecho y dijo—: Está mirando su registro.
—Pregúntele qué hora era, por favor —dijo Brunetti.
El piloto asintió y se puso el teléfono entre el hombro y el oído, y Brunetti contempló la fachada de Ca' Farsetti, el ayuntamiento. Qué bella, tan blanca, tan perdurable, con las banderas delante, sacudidas por el viento. Gobernar Venecia ya no era gobernar el Adriático y Oriente, pero aún era algo.
—Sigo aquí, sí —dijo Foa, por teléfono—. ¿El martes? ¿Seguro? —preguntó—. ¿A qué hora? ¿Te acuerdas? —Una pausa, y—: No, eso es todo. Gracias, Nando. Nos llamamos, ¿vale? —Unas amistosas palabras más, y Foa se guardó el móvil en el bolsillo—. ¿Lo ha oído, comisario?
—Sí, Foa. Lo he oído. —La noche en que Tassini murió, la noche en que, durante el interrogatorio, grabado en vídeo cuya transcripción había sido firmada por Fasano, éste había declarado que estaba fuera de la ciudad—. ¿Y qué hora era?