—¿Los vacían del todo? —aclaró Brunetti—. Es decir, para poder ver el interior.
—Tendría que mirar la factura —dijo Repeta y explicó—: No sé qué sistema utilizamos con cada cliente, pero en la factura está el detalle de los cargos y eso me dirá lo que hemos hecho. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Quiere que le llame?
—No, gracias —dijo Brunetti—. Ya que lo tengo al teléfono, prefiero esperar.
—De acuerdo. Serán sólo unos minutos.
Brunetti oyó un golpe seco cuando Repeta dejó el teléfono, luego unos pasos y un roce áspero que tanto podía ser de una puerta como de un cajón al abrirse. Y después silencio. Brunetti miraba por la ventana al cielo, contemplando las nubes y pensando en el tiempo. Trataba de controlar la imaginación, de concentrarse únicamente en el cielo azul y en el ir y venir de las nubes.
Volvieron los pasos y Repeta dijo:
—Según la factura, lo único que hacemos es recoger los barriles de lodo. Por lo tanto, los tanques los limpian ellos.
—¿Eso es normal?
—¿Se refiere a si las otras
vetrerie
hacen lo mismo?
—Sí.
—Unas sí y otras no. Yo diría que las dos terceras partes nos encargan la limpieza a nosotros.
—Otra última pregunta —dijo Brunetti y, antes de que Repeta tuviera tiempo de acceder a responder, añadió—: ¿Van también a la fábrica De Cal?
—¿Ese viejo pirata? —preguntó Repeta sin asomo de buen humor.
—Sí.
—Íbamos hasta hace unos tres años.
—¿Qué pasó?
—Nos debía dos recogidas, y cuando le reclamé el pago, me dijo que tendría que esperar para cobrar.
—¿Y entonces?
—Dejamos de ir.
—¿Trató usted de hacerle pagar?
—¿Cómo? ¿Presentando una demanda y pasándome diez años en los juzgados? —preguntó Repeta, sin mejor humor.
—¿Sabe quién le hace la recogida? —preguntó Brunetti.
Repeta titubeó, pero dijo:
—No. —Y colgó.
La esperada llamada llegó a las once de la mañana siguiente, cuando Brunetti ya había leído tres veces el artículo del
Gazzettino,
que no llevaba la firma de Pelusso. Informaba de que un departamento de la administración municipal, alertado de un vertido ilegal en una fábrica de Murano, iba a iniciar una investigación. Seguía el detalle de las distintas inspecciones que estaba llevando a cabo el Magistrato alle Acque, con lo que, implícitamente, se daba a entender que éste era el departamento aludido. Como todos los casos que se citaban implicaban un vertido de residuos tóxicos, el lector también deduciría que la causa era la misma. En el último párrafo se indicaba que en el caso intervenía la policía, que ya investigaba una muerte sospechosa.
—El
vicequestore
desea verlo —dijo la
signorina
Elettra por teléfono, sin más explicaciones, señal inequívoca de tormenta.
—Bajo ahora mismo —respondió él, y decidió llevar consigo la carpeta en la que guardaba toda la información acumulada desde que había empezado a seguir la estela de Giorgio Tassini.
La puerta del despacho de Patta estaba abierta, por lo que Brunetti no pudo sino sonreír a la
signorina
Elettra, quien lo sorprendió levantando la mano derecha con el índice y el mayor abiertos en una «V».
¿Vittoria?,
se preguntó Brunetti. Probablemente,
vittima.
O, quizá,
vendetta.
—Cierre la puerta, Brunetti —dijo Patta a modo de saludo.
Él obedeció, se acercó y se sentó, sin ser invitado, frente a la mesa de Patta. En momentos como éste, siempre tenía la impresión de que había vuelto al colegio.
—Este artículo —dijo Patta golpeando la primera página de la segunda sección del
Gazzettino
con un índice de uña bien cuidada—, ¿es cosa suya?
¿Qué podía hacerle Patta? ¿Expulsarlo? ¿Enviarlo a casa con una nota para sus padres? Su padre había muerto y su madre era una ausente, con el cerebro enredado en los filamentos del Alzheimer. Guido no tenía a quién entregar la nota.
—Si se refiere a si soy el responsable —dijo Brunetti, súbitamente cansado—, sí, señor.
La sorpresa de Patta fue evidente. Se acercó el periódico y, olvidando ponerse las gafas que tenía en la mesa para impresionar, volvió a leer el artículo.
—Fasano, ¿eh?
—Parece que está implicado —dijo Brunetti.
—¿En qué? —preguntó Patta con verdadera curiosidad.
Brunetti tardó casi media hora en hacer la exposición de los hechos, empezando por su visita a Mestre para hablar en favor de Marco Ribetti (dejando que Patta dedujera que eran viejos amigos) y terminando con el registro de las llamadas telefónicas y un croquis de los tanques de sedimentación de la fábrica de Fasano.
—¿Cree que Fasano lo mató? —preguntó Patta cuando Brunetti acabó de hablar.
Brunetti respondió evasivamente:
—De lo dicho, podría deducirse que sí.
Patta suspiró.
—No es eso lo que le he preguntado, Brunetti. ¿Usted cree que él lo mató?
—Sí.
—¿Por qué no el otro? ¿Cómo se llama? —preguntó, revolviendo los papeles hasta que lo encontró—. ¿De Cal?
—No tenía con Tassini más trato que el de patrono y empleado, y apenas sabía quién era. Por otra parte, ¿qué supondría para él ser acusado de contaminar el medio ambiente? ¿Una multa? ¿Unos miles de euros? Además, está enfermo. Ningún juez lo enviaría a la cárcel. No tiene nada que perder.
—No como Fasano, ¿verdad? —preguntó Patta con lo que a Brunetti le pareció una satisfacción malsana.
Brunetti no sabía si Patta se refería a que Fasano tenía mucho que perder o a que estaba sano.
—Él puede perder mucho. Es presidente de los vidrieros de Murano, pero tengo entendido que eso no es más que un primer paso.
Patta asintió.
—¿Adónde cree usted que quiere llegar?
—¿Quién sabe? Primero, a la alcaldía de la ciudad y, después, a Europa, de diputado. Es la trayectoria habitual. Incluso puede que consiga las dos cosas y, además, siga dirigiendo la fábrica. —Brunetti prefería no pensar en los políticos que llegaban a acumular dos, tres y hasta cuatro sueldos—. Ha abrazado la causa ecologista, pero sigue siendo un empresario que, por encima de todo, busca beneficios. ¿Qué mejor combinación en nuestros tiempos? —preguntó Brunetti, pensando que era extraño estar hablando abiertamente de estas cosas nada menos que con. Patta.
El
vicequestore
volvió a mirar los papeles.
—Ha dicho usted que había enviado unas muestras a Bocchese. ¿Ya tiene los resultados?
—Lo he llamado al llegar, pero aún no habían terminado de analizarlas —dijo Brunetti.
Patta levantó el teléfono y pidió a la
signorina
Elettra que le pusiera con el laboratorio. Casi al momento, dijo:
—Buenos días, Bocchese. Sí, soy yo. Es sobre esas muestras que le envió el comisario Brunetti.
Patta miraba a Brunetti con una cara tan tersa como pretendía que fuera su voz. Segundos después dijo:
—¿Cómo? Sí, está aquí. —Los ojos de Patta reflejaron un vivo asombro, como si Bocchese le hubiera dicho que las muestras contenían peste o botulismo—. Sí —repitió—, está aquí. Un momento. —Sostuvo el teléfono en alto, sobre la mesa—. Quiere hablar con usted.
—Buenos días, Bocchese —dijo Brunetti.
—¿Puedo decírselo?
—Sí.
—Pásemelo.
Inexpresivamente, Brunetti devolvió el teléfono a Patta.
Patta se lo llevó al oído y, con voz seca y autoritaria, espetó:
—¿Y bien? —Brunetti oía la voz de Bocchese, pero no distinguía las palabras. Patta se acercó una hoja de papel y empezó a escribir—. Repita, por favor —dijo.
Brunetti veía aparecer las palabras cabeza abajo: «manganeso», «arsénico», «cadmio», «potasio», «plomo» y otras más, sustancias nocivas, si no letales, todas ellas.
Patta dejó la pluma y se quedó escuchando unos minutos.
—¿Por encima de los límites? —Bocchese se extendió un tanto en la respuesta—: Gracias, Bocchese —dijo Patta y colgó. Dio la vuelta a la hoja, para que Brunetti pudiera leer con más facilidad—: Un buen cóctel.
—¿Qué ha dicho Bocchese cuando le ha preguntado si estaba por encima de los límites?
—Que habría que tomar una muestra mayor, pero que, si ésta es indicativa, el lugar es peligroso.
Brunetti sabía que ése era un término relativo. Peligroso ¿para quién, para qué clase de criaturas y con cuánto tiempo de exposición? Pero, no deseando poner en peligro la tregua con Patta, sólo dijo:
—Necesitará que un juez le autorice a tomar muestras.
—Eso ya lo sé —dijo Patta secamente.
Brunetti calló.
Patta extendió el brazo y volvió a golpear el periódico.
—¿Esto es todo mentira? ¿No hay investigación?
—No, señor.
Vio a Patta sopesar la información. La respuesta de Brunetti destruía las esperanzas de Patta de sumarse a otra investigación y no le dejaba más opción que la de hacer de tiburón en lugar de carroñero. Miró a Brunetti, apoyó la palma de la mano en los papeles que éste le había traído y preguntó:
—¿Cree que tiene suficientes pruebas para relacionarlo con el vertido?
El vertido, en opinión de Brunetti, podía ser el motivo por el que Fasano había eliminado a Tassini. Si se demostraba que venía haciéndose durante mucho tiempo y que Tassini lo había descubierto, ¿se podría relacionar a Fasano con Tassini, quizá encontrar una prueba tangible, quizá un testigo que recordara haber visto a Fasano cerca de la fábrica la noche en que murió Tassini? Nada más considerar tal posibilidad, Brunetti se preguntó qué podía haber más natural en una fábrica que la presencia de su dueño. Decidió responder a la pregunta brevemente:
—Sí. Si no él personalmente, su fábrica. Alguien utilizó ese tubo, y quizá otros tres, para eliminar el sedimento de la
molatura.
—Como en los viejos tiempos —dijo Patta, sin asomo de ironía, y luego preguntó—: ¿Cuánto puede haberse ahorrado?
—No lo sé.
—Averígüelo. Pregunte cuánto cuesta cada recogida. —Patta hizo una pausa, lanzó a Brunetti una mirada larga y calculadora y dijo—: Lo conozco del Lions Club, y nunca nadie le ha visto invitar. No me sorprendería que esa rata roñica hiciera cualquier cosa con tal de ahorrarse un par de cientos de euros. O menos.
No se habría sorprendido más Brunetti si hubiera oído a una dama de honor llamar furcia a una reina. Fasano, un hombre rico y poderoso, ¿era «una rata roñica» a los ojos de Patta?
—¿Algo más, señor? —dijo Brunetti, al que el asombro había vuelto lacónico.
—Nada más, de momento. Yo me encargaré de que un juez firme la orden para que Bocchese pueda tomar más muestras. Y dígale que vale más que se deshaga de las que tiene. Es una investigación nueva, y no quiero que haya pruebas de que ya hemos indagado.
—Sí, señor —dijo Brunetti poniéndose en pie.
—Y vuelva usted a hablar con los fontaneros, pero aquí, delante de una cámara de vídeo. —Brunetti asintió y Patta prosiguió—: Asegúrese de que describen ese tubo de la pared trasera y pregúnteles si sabe qué minerales hay en los residuos que se llevan y si son peligrosos. Y pregúnteles otra vez cuándo les parece que pusieron esa plancha en el tubo.
—Sí, señor.
—Puede venir a recoger la orden después de comer, y en cuanto la tenga, quiero allí a Bocchese —dijo Patta con creciente perentoriedad. Y añadió—: Y que lleve consigo a los de Medio Ambiente. No quiero que puedan decir que las muestras han sido contaminadas. Quizá también los de Medio Ambiente deberían tomar muestras y hacer sus propios análisis, al mismo tiempo que Bocchese.
—Entendido.
—Bien. —Patta sonrió con fruición—. Eso será suficiente.
—¿Suficiente para qué, señor? ¿Para demostrar que tenía un motivo para asesinar a Tassini?
Patta no habría mostrado más estupefacción si a Brunetti se le hubiera incendiado el pelo de repente.
—¿Quién ha hablado de asesinato, Brunetti? —El
vicequestore
ladeó la cabeza y miró al comisario como si dudara de que habían estado todo el rato en este mismo despacho, hablando del mismo asunto—. Lo que yo quiero es pararle los pies. Si consigue el cargo y nombra a un nuevo consistorio, ¿en qué quedarán las relaciones que he estado tejiendo durante diez años? —inquirió—. ¿Se le ha ocurrido pensarlo? —Estudió la expresión de Brunetti y agregó—: Y no vaya a creer, Brunetti, que Fasano utiliza esas monsergas del medio ambiente con fines políticos. Él se las cree. —Patta levantó las manos ante la idea—. Yo le he oído hablar. Es un fanático, como todos los conversos. Es lo único que le importa. Si Fasano sale elegido alcalde, ya puede usted despedirse del metro del aeropuerto, de los diques de la laguna y de las licencias para la construcción de más hoteles. Hará que la ciudad vuelva atrás cincuenta años. ¿Y qué haremos entonces?
Atónito, Brunetti no pudo decir sino:
—No lo sé, señor.
Sonó el teléfono y Patta lo cogió. Al oír la voz del otro extremo, agitó una mano, despidiendo a Brunetti, que salió del despacho.
Brunetti, como gran lector que era, estaba familiarizado con Juggernaut, el ídolo de Krishna en la religión hindú, que es llevado en procesión en un enorme carruaje bajo cuyas ruedas se arrojan los piadosos, con el resultado de que muchos de los imprudentes son aplastados. Era la imagen que se le aparecía una y otra vez al ver cómo todos los indicios que podrían conducir al esclarecimiento de la muerte de Tassini iban cayendo o siendo arrojados, uno tras uno, bajo las ruedas de la investigación promovida por Patta.
Desde el momento en que Bocchese, acompañado por los inspectores de Medio Ambiente, envueltos en sus monos protectores, y armado de un mandamiento firmado por el más acérrimo ecologista de los jueces locales, se presentó en la fábrica de Fasano, éste emprendió el contraataque. Respaldado por su abogado y seguramente alertado por el artículo del
Gazzettino,
se encaró con Bocchese en el campo de detrás de la fábrica. En un principio, trató de impedir que los inspectores pusieran los pies en su propiedad, pero cuando Bocchese mostró al abogado la orden del juez, Fasano tuvo que claudicar.
Una vez que los técnicos empezaron a cavar, recoger, etiquetar y guardar, Fasano señaló que se encontraban trabajando sobre la línea que separaba su propiedad de la de De Cal, y que fuera lo que fuese lo que estuvieran buscando —aquí hizo alarde de su ignorancia—, debía de proceder de su vecino. Los técnicos hicieron oídos sordos, y al fin Fasano y su abogado volvieron a la fábrica y los dejaron trabajar en paz.