—Así pues, ¿usted le cree? —preguntó Brunetti—. ¿A pesar de que quiera dedicarse a la política?
Advirtiendo el escepticismo del comisario, ella moderó su entusiasmo y dijo únicamente:
—Es presidente de la Asociación de Fabricantes de Vidrio; no es un cargo político.
—Es un buen peldaño —dijo Brunetti en tono objetivo—. Se empieza en Murano y se pasa a Venecia. Usted lo ha dicho: ¿qué puede ser más veneciano que el vidrio de Murano? —Tomando por asentimiento su silencio, él preguntó—: ¿De qué otro modo piensa Fasano ayudar a Venecia a cobrar nueva vida?
—Dice que no habría que vender más apartamentos a los no venecianos. —Y, antes de que él pudiera hacer una objeción o citar las leyes europeas, agregó—: Salvo si pagaran un fuerte impuesto de no residentes. —En vista de que Brunetti no respondía, añadió—: Dice que si quieren vivir aquí que paguen.
—¿Algo más? —preguntó Brunetti con voz neutra.
—Como la ciudad siempre está quejándose de que no tiene dinero, él propone que se hagan públicas las cuentas del Casino, para que la gente sepa lo que se gasta en salarios, cuánto cobra cada cual y qué alquileres pagan los arrendatarios de los restaurantes y los bares. Y quiénes son los concesionarios. —A Brunetti le parecían propuestas razonables, y asintió, animándola a continuar—. Él quiere que la ciudad, o la región, vuelva a pagar el cuarenta por ciento del suministro del gas que consumen los hornos de Murano. De lo contrario, dentro de pocos años, habrá mucha gente sin trabajo. —Como Brunetti seguía sin hacer comentarios, prosiguió—: También le preocupa el peligro que supone Marghera para la laguna. Pregunta por qué se pagan tan pocas multas.
—¿Se trata de penalizar a la gran empresa? —preguntó Brunetti, e inmediatamente se arrepintió de sus palabras.
—O de salvar la laguna —dijo ella—, como prefiera usted plantearlo.
—¿Tiene respaldo político? —preguntó Brunetti.
—Los verdes simpatizan con él, pero no es su candidato. Supongo que se propone hacer lo mismo que Di Pietro, fundar su propio partido. Pero en realidad no lo sé.
—Espero que con mejor fortuna —dijo Brunetti, recordando la fracasada campaña de Di Pietro.
—Aquí está el informe, comisario —dijo ella acercándole el papel. No era la primera vez que el brusco cambio de conversación denotaba que la
signorina
Elettra prefería no discutir de política. Por eso lo sorprendió que agregara—: Me parece que nuestros puntos de vista sobre la necesidad de proteger la laguna difieren, señor. —Se levantó y fue hacia la puerta.
—Gracias —dijo él alargando la mano hacia el papel.
Aquella sombra de formalidad, incluso de censura, que de repente había caído sobre la conversación hizo que Brunetti desistiera de enseñarle las tres hojas de la carpeta de Tassini. Tampoco ella le preguntó antes de marcharse si deseaba algo más.
Cuando la
signorina
Elettra se fue, Brunetti se preguntó, con la actitud de un miembro del Centro de Control de Epidemias, qué trayectoria describía ahora el arco de la infección ecológica: si partía de ella en dirección a Vianello o hacía el recorrido en sentido contrario. Y pensó si no estaría él mismo expuesto al contagio por trabajar tan cerca de ellos y si tardaría mucho en sentir los primeros síntomas.
Brunetti consideraba que su preocupación por la ecología y el futuro del entorno era mayor que la del ciudadano medio —tendría que haber sido de piedra para resistir la campaña permanente de sus hijos—; pero era evidente que, a los ojos de sus dos colegas, estaba muy por debajo del nivel que ellos juzgaban aceptable. Siendo tan firme y sincero su compromiso, ¿por qué Vianello y la
signorina
Elettra prestaban sus servicios a la policía, en lugar de trabajar en alguna agencia de protección del medio ambiente?
Y, apurando el razonamiento, por qué seguían trabajando para la policía todos ellos, se preguntaba Brunetti. Él y Vianello aún tenían una explicación: trabajaban en esto desde hacía décadas. Pero ¿y Pucetti, por ejemplo? Era joven, inteligente y ambicioso. ¿Por qué había decidido vestir de uniforme, recorrer las calles de la ciudad a todas horas y velar por el mantenimiento del orden público? Pero aún más sorprendente y enigmático era el caso de la
signorina
Elettra. Al cabo de los años, había dejado de hablar de ella con Paola, no tanto porque hubiera observado en su esposa reacción alguna como porque a él mismo le parecía improcedente oírse elogiar o mostrar curiosidad por otra mujer. ¿Cuánto tiempo llevaba en la
questura
la
signorina
Elettra? ¿Cinco años? ¿Seis? Brunetti reconocía que ahora sabía de ella poco más que al principio: sólo que podía confiar en su competencia y discreción, y que su máscara de festiva ironía ante las debilidades humanas era sólo eso, una máscara.
Brunetti puso los pies en la mesa, cruzó las manos tras la nuca y echó la silla hacia atrás. Con la mirada perdida en el vacío, se puso a pensar en todo lo sucedido desde que Vianello le pidió que fuera a Mestre. Hacía desfilar los hechos como el que pasa las cuentas de un rosario: cada uno, una entidad en sí mismo, pero enlazado con el anterior y con el siguiente, hasta llegar al hallazgo del cadáver de Tassini delante del horno.
No había comido nada más que los dos
panini
en todo el día, y ahora se arrepentía. Los bocadillos habían servido poco más que para hacerle pensar en la comida, sin calmarle el apetito, y ahora ya era muy tarde para conseguir algo en un restaurante y muy temprano todavía para irse a casa.
Se inclinó hacia delante y tomó las tres hojas de papel, las miró y luego las dejó caer, una a una, en la mesa. Sentía rigidez en la rodilla izquierda y cruzó los tobillos para poder doblarla un poco. Cuando se revolvió en el asiento al cambiar de postura, notó que rozaba el respaldo del sillón uno de los libros que tenía en el bolsillo y de los que se había olvidado.
Los sacó, miró el tomo de la admonición ecológica y lo echó sobre la mesa. Quedaba el Dante, un viejo amigo del que nada sabía desde hacía más de un año. Optimista por naturaleza, Brunetti hubiera preferido el
Purgatorio,
el único libro que admite la posibilidad de la esperanza, pero, ante la alternativa de
Las enfermedades laborales,
eligió la lúgubre aflicción del
Infierno.
Como solía hacer en los últimos años, abrió el libro al tuntún, mientras pensaba que ésta podía ser la manera en que otras personas leían los textos religiosos: dejando que el azar los llevara a la iluminación.
Fue a parar al momento en el que Dante, recién llegado al infierno y aún capaz de sentir piedad, trata de dejar para Cavalcante el mensaje de que su hijo vive, antes de seguir a su guía hacia el hondo valle, asfixiado ya por el hedor. Pasó unas páginas, encontró a Vanni Fucci haciendo aquel gesto obsceno a Dios, y siguió ojeando. Leyó la violencia que Dante descarga sobre Bocea Degli Abbati y sintió un punto de satisfacción ante el atroz castigo infligido al traidor.
Retrocedió y se encontró leyendo uno de los pasajes señalados por las notas que Tassini había escrito en rojo. Canto XIV, la arena ardiente, el arroyo de sangre y la lluvia de llamas, el horrendo trasunto de la naturaleza que Dante creía lugar a propósito para quienes pecaban contra ella: los usureros y los sodomitas. Brunetti siguió a Dante y a Virgilio infierno adentro, en medio de la nieve llameante que caía a su alrededor. Aparecieron entonces el cortejo de sombras, en una de las cuales Brunetti reconoció a Brunetto Latino, el respetado maestro de Dante. A pesar de que nunca le habían gustado los pasajes que ahora seguían —el elogio del genio del Dante que el autor pone en boca de
ser
Brunetto y la aparición de figuras públicas—, siguió leyendo hasta el final del canto siguiente. Volvió atrás, a las gruesas líneas rojas que subrayaban «…el llano que rechaza las plantas de su albero… Su guirnalda es el bosque doloroso». Tassini había escrito en el margen: «Ni plantas, ni vida. Nada.» Y en tinta negra: «El arroyo
gris.»
Brunetti llegó a los hipócritas. Los reconoció por sus capas, tan voluminosas como los mantos de los benedictinos de Cluny, áureas y ligeras por fuera y oscuras y pesadas como el plomo por dentro, perfecta imagen de su falsedad, capas que estaban condenados a arrastrar hasta el fin de los tiempos.
Los versos que describen las capas estaban rodeados por un trazo verde y unidos por una línea al texto de la página anterior, donde Virgilio dice: «Si emplomado vidrio fuese yo, mejor tu exterior no reflejara.»
El sonido del teléfono sacó del
Infierno
a Brunetti, que dejó caer la silla hacia delante y contestó con su apellido.
—Se me ha ocurrido llamarte…
Era Elio Pelusso, un compañero de colegio de Brunetti, que trabajaba en la redacción del
Gazzettino
y que en más de una ocasión le había facilitado información y prestado ayuda. Brunetti no imaginaba cuál podía ser el motivo de la llamada; en otras palabras, no adivinaba qué clase de favor iría a pedirle Pelusso.
—Hombre, me alegro de oír tu voz.
Pelusso se echó a reír.
—¿Es que ahora os dan clases de diplomacia para tratar con la prensa? —preguntó.
—¿Tanto se nota?
—Que un policía me diga que se alegra de oír mi voz me pone la piel de gallina.
—¿Y si lo dice un amigo? —preguntó Brunetti, como si se hubiera ofendido.
—Eso es distinto —dijo Pelusso con un tono más afable—. ¿Vuelvo a llamar y empezamos otra vez?
—No hace falta, Elio —rió Brunetti—. Sólo dime qué quieres saber.
—Esta vez llamo para contar no para que me cuentes.
Brunetti se reservó el comentario de que anotaría la fecha para conservarla en la memoria y se limitó a preguntar:
—¿Contarme qué?
—Una persona me ha dicho que tu jefe ha recibido una insinuación de un tal Gianluca Fasano.
—¿Qué clase de insinuación?
—La que suele hacer la gente a la que no le gusta enterarse de que alguien anda haciendo preguntas acerca de los amigos.
—Supongo que no me dirás de dónde has sacado la información, ¿verdad? —preguntó Brunetti.
—Supones bien.
—¿Es persona de confianza?
—Sí.
Brunetti meditó un momento. El camarero. O el camarero o Navarro.
—Estuve en la fábrica de al lado.
—¿La De Cal? —preguntó el periodista.
—Sí. ¿Lo conoces?
—Lo suficiente como para saber que es un cafre y que está muy enfermo.
—¿Cómo de enfermo? —preguntó Brunetti—. ¿Y cómo lo sabes?
—Lo había visto varias veces, pero últimamente fui al hospital a visitar a un amigo y él estaba en la misma habitación.
—¿Y?
—Bueno, ya sabes lo que pasa en Oncología —dijo Pelusso—. Nadie dice a nadie lo que imagina que el otro no quiere oír. Pero mi amigo oyó la palabra «páncreas» varias veces, las suficientes como para comprender que no hacía falta decir mucho más.
—¿Cuánto hace de eso?
—Cosa de un mes. De Cal estaba ingresado para unos análisis, no para tratamiento. De todos modos, lo tuvieron allí dos días, lo suficiente para que mi amigo llegara a aborrecerlo tanto como él parece aborrecer a su yerno —dijo el periodista. Entonces, quizá pensando que había dado suficiente información sin recibir nada a cambio, preguntó—: ¿Por qué te interesa Fasano?
—No sabía que me interesara —dijo Brunetti—. Pero quizá me interese ahora.
—¿Y De Cal?
—Amenazó al marido de una conocida.
—Típico de él —dijo Pelusso.
—¿Algo más? —preguntó Brunetti, sabiendo que ya sería mucho pedir.
—No.
—Gracias por llamar —dijo Brunetti—. Me has dado en qué pensar.
—Mi máxima ilusión en esta vida es colaborar con las fuerzas del orden —dijo Pelusso con su voz más meliflua, esperó la risa de Brunetti y, cuando la oyó, colgó el teléfono.
Con el
Infierno
abierto en las rodillas, Brunetti se preguntaba dónde habría puesto Dante a un tipo como De Cal. ¿Con los ladrones? No. Brunetti no creía que robase más de lo que el empresario normal está obligado a robar a Hacienda a fin de subsistir, y eso casi no puede llamarse pecado. ¿Con los explotadores? ¿Y cómo iba a sacar adelante el negocio? Brunetti recordó la cara roja de indignación del hombre y comprendió que tendría que estar con los iracundos, para ser despedazado por sus compañeros de pecado, lo mismo que Filippo Argenti. Por otra parte, si De Cal sabía que moriría pronto y aun así no pensaba más que en el beneficio, Dante podría haberlo puesto con los avaros, condenado a empujar pesos tan grandes como la fortuna que habían acumulado, por toda la eternidad.
Brunetti había leído en la sección de Ciencia de
La Repubblica
el informe de unos experimentos realizados en enfermos de Alzheimer. Muchos de ellos perdían el uso del mecanismo cerebral que rige la sensación del hambre y de la saciedad, y comían una y otra vez, sin recordar que ya habían comido, a pesar de que no podían tener hambre. A veces pensaba que otro tanto les ocurría a las personas que sufren la enfermedad de la avaricia: el concepto de «suficiente» ha sido eliminado de su cerebro.
Dobló las hojas en tres y se las metió en el bolsillo de la chaqueta. Abajo, dejó una nota en la mesa de Vianello, diciendo que se marchaba, que no volvería en todo el día y que hablarían a la mañana siguiente. Había decidido concederse una tarde de asueto. Salió a Riva degli Schiavoni y tomó el 1 hasta Salute. Allí fue hacia el oeste, andando a la aventura, dejándose llevar por los recuerdos y por el ánimo. Cortó por el paso subterráneo contiguo a la abadía, pasó por delante de edificios y más edificios en obras y luego torció a la izquierda, hacia los Incurabili. No quedaba más que un fragmento del fresco de Bobo, cubierto por un vidrio, para proteger de los elementos lo que aún no se había perdido. Con un poco más de calor, se habría tomado el primer helado del año, pero no en Nico's sino en la tiendecita de Gli Schiavoni. Pasó por delante del Giustinian, cruzó a Fondamenta Foscarini y bajó hasta Tonolo, a tomar café y un pastel. Como apenas había almorzado, fueron dos pasteles: un cisne de nata y un minúsculo
éclair
de chocolate, suave como la seda.
En el escaparate de una tienda en la que una vez se había comprado un jersey gris, vio el que podía ser el hermano gemelo, pero en verde. Era su talla, y al poco rato, también era suyo el jersey, sin ni haberse molestado en probárselo. Al salir a la calle, se sentía feliz, como cuando era niño y todos estaban en el colegio menos él, y nadie sabía por dónde andaba ni qué hacía.