Le vino a la memoria Euclides: ¿no fue él quien dijo que, si le daban una palanca lo bastante larga, podría levantar el mundo? La experiencia y la lectura de la Historia habían llevado a Brunetti a creer que, con una presión lo bastante intensa, podías inducir a casi cualquier persona a confesar cualquier cosa. Por ello, él siempre había pensado que la pregunta realmente importante sobre el interrogatorio no era hasta dónde se podía presionar al sujeto para que confesara, sino hasta dónde estaba dispuesto a llegar el interrogador para conseguir la inevitable confesión.
Estos tristes pensamientos lo ocuparon algún tiempo, hasta que decidió bajar a ver si estaba Vianello. En la escalera se encontró de frente con Scarpa. Al verse, ambos movieron la cabeza de arriba abajo, sin decir nada. Pero Brunetti tuvo que pararse cuando Scarpa se fue hacia la izquierda y le cerró el paso.
—¿Sí, teniente?
Sin preámbulos, Scarpa preguntó:
—Esa húngara, Mary Dox, ¿es cosa suya?
—¿Cómo dice, teniente?
Scarpa levantó una carpeta, como si su sola vista pudiera aclarar las cosas a Brunetti.
—¿Es cosa suya? —volvió a preguntar el teniente.
—Lo siento, pero no sé de qué me habla, teniente —dijo Brunetti.
Con un ademán deliberadamente melodramático, Scarpa levantó la mano que sostenía la carpeta, como si hubiera decidido subastarla y preguntó:
—¿No sabe de qué le hablo? ¿No sabe usted nada de Mary Dox?
—No.
Con el mismo ademán que había hecho Assunta de Cal frente a la prueba de la terquedad masculina, Scarpa alzó las manos al cielo, se fue hacia la derecha y siguió subiendo la escalera sin decir más.
Brunetti fue a la sala de los agentes en busca de Vianello. En su lugar encontró a Pucetti, inclinado sobre la mesa y enfrascado en la lectura de lo que parecía ser el mismo informe que Brunetti había terminado poco antes. El joven agente estaba tan absorto que no oyó los pasos de Brunetti.
—Pucetti —dijo Brunetti acercándose a la mesa—, ¿ha visto a Vianello?
Al oír pronunciar su nombre, Pucetti levantó la cabeza, pero tardó unos segundos en desviar su atención de los papeles, entonces echó la silla hacia atrás y se puso de pie.
—Disculpe, comisario, no lo había oído.
Aún apretaba los papeles con la mano derecha, lo que le impedía saludar. En compensación, erguía el cuerpo cuanto podía.
—Vianello —dijo Brunetti y sonrió—. Lo estoy buscando.
Observaba los ojos de Pucetti y advirtió que el joven trataba de recordar quién era Vianello. Entonces Pucetti dijo:
—Estaba aquí antes. —Miró en torno, como si sintiera curiosidad por descubrir dónde se encontraba—. Pero debe de haber salido.
Brunetti dejó transcurrir casi un minuto, durante el cual observó cómo Pucetti volvía de la tierra en la que se hablaba fríamente de las técnicas de interrogatorio, si realmente era ése el tema que tanto absorbía su interés.
Cuando estuvo seguro de haber captado toda la atención de Pucetti, el comisario dijo:
—El teniente Scarpa me ha preguntado por un expediente que llevaba en la mano, de una húngara llamada Mary Dox. ¿Sabe usted algo?
La cara de Pucetti expresaba ahora comprensión.
—El teniente ha estado aquí esta mañana preguntando por ella, quería saber si alguno de nosotros estaba enterado del caso.
—¿Y?
—Nadie sabe nada.
Como era consciente de la opinión que el personal de uniforme tenía del teniente, Brunetti preguntó:
—¿No saben o dicen que no saben?
—No sabemos nada, comisario. Lo hemos comentado cuando él se ha ido, y nadie tenía ni idea.
—¿Y Vianello ha salido para investigar?
—Creo que no, señor. Tampoco él sabía nada. Supongo que sólo ha bajado a tomar café.
Brunetti le dio las gracias y lo animó a seguir leyendo, a lo que Pucetti no respondió.
Brunetti encontró a Vianello en el bar próximo a Ponte dei Greci, frente al mostrador, ojeando el diario, con una copa de vino delante.
—¿Qué quería Scarpa? —preguntó Brunetti al entrar, y pidió un café.
Vianello dobló el diario y lo dejó a un lado del mostrador.
—Ni idea —respondió—. Lo que sea, o quien sea, traerá problemas. Nunca lo había visto tan furioso.
—¿Ni idea? —preguntó Brunetti y con un movimiento de cabeza agradeció al camarero el café que acababa de ponerle.
—Ni la más remota —respondió Vianello.
Brunetti echó azúcar, removió, bebió la mitad del café y luego lo apuró.
—¿Has leído las normas del Ministerio del Interior? —preguntó.
—Yo no leo sus directrices —respondió Vianello tomando un sorbo de vino—. Antes las leía, pero ya no me interesan.
—¿Por qué?
—No dicen nada, son sólo palabras, que ellos deforman para que suenen bien y tapen la verdad de que no quieren conseguir algo.
—¿Algo como qué? —preguntó Brunetti.
—¿Alguien te ha pedido alguna vez que vayas a preguntar a uno de esos chinos de dónde ha sacado el dinero para comprar el bar? ¿O que compruebes el permiso de trabajo del personal del bar? ¿O que cierres una fábrica que se ha demostrado que vierte residuos en un parque nacional?
Sorprendía a Brunetti, más que la naturaleza de las preguntas de Vianello —preguntas que flotaban en el ambiente de la
questura
como la borra en un taller de confección de camisas—, la fría ecuanimidad con que las planteaba.
—No parece que te importe mucho —comentó.
—¿Qué? ¿El caso de la mujer por la que preguntaba Scarpa? En absoluto.
Otra cosa que añadir a la larga lista de las que no importaban a Vianello esa mañana.
—Hasta la tarde —dijo Brunetti.
Salió del bar y se fue a su casa.
Encima de la mesa de la cocina encontró una nota en la que Paola decía que tenía una reunión con uno de los estudiantes a los que ayudaba a preparar el doctorado y que le había dejado lasaña en el horno. Los chicos no comían en casa, y en el frigorífico había ensalada, que no tenía más que aliñar. Cuando Brunetti iba a empezar a refunfuñar por haber atravesado media ciudad para verse privado de la compañía de la familia, y obligado a comer precocinados recalentados en el horno, espolvoreados con aquel asqueroso queso americano color naranja, leyó la última línea de la nota: «No te enfurruñes, es la receta de tu madre y te encanta.»
Ante la perspectiva de comer solo, la primera preocupación de Brunetti fue la de procurarse una lectura apropiada. Le vendría bien una revista, pero ya había terminado el
Espresso
de aquella semana. Un diario ocupaba demasiado espacio. Un libro en rústica no se mantenía abierto sin que forzaras la encuadernación y entonces se caían las hojas. Los libros de arte se manchaban de grasa. Se decidió por Gibbon, y fue a su mesita de noche en busca de un tomo de
La caída del Imperio Romano.
Lo apoyó en dos libros que Paola había dejado en la mesa y utilizó una tabla de cortar y una cuchara de servir para sujetar las páginas. Satisfecho con el resultado, se sentó y se puso a comer.
Brunetti se encontró transportado una vez más a la corte del emperador Heliogábalo, uno de sus monstruos favoritos. Ah, los excesos, la violencia, la total corrupción de todo y de todos. La lasaña tenía jamón y rodajitas de corazón de alcachofa, que se alternaban con capas de una pasta que daba la impresión de estar hecha en casa. Hubiera preferido más alcachofas. Compartía la mesa con senadores decapitados, consejeros taimados y hordas de bárbaros empeñados en la destrucción del imperio. Tomó un sorbo de vino y otro bocado de lasaña.
Apareció el emperador, resplandeciente con sus atavíos como el mismo sol. Todos lo aclamaron, aplaudiendo su gloria y su gallardía. La corte era espléndida, soberbia, un lugar en el que, según Gibbon, «la prodigalidad caprichosa suplía la falta de gusto y elegancia». Brunetti dejó el tenedor, a fin de saborear mejor tanto la lasaña como la prosa de Gibbon.
Se levantó, sacó la ensalada, la aliñó y le echó sal. La comió directamente del bol mientas Heliogábalo moría atravesado por las espadas de su guardia.
Por el camino de vuelta a la
questura,
Brunetti entró en Ballarin a tomar café y pastel, y al llegar a la jefatura se encontró con la
signorina
Elettra en la puerta.
Después de intercambiar saludos, Brunetti dijo:
—Me gustaría que viera si puede conseguir una información,
signorina.
—Sí, señor —dijo ella de buen ánimo—. Haré lo que pueda.
—Es el historial médico de De Cal. Me ha dicho su hija que esta tarde tenía hora en el médico, y varias personas han hecho comentarios acerca de su salud. Me gustaría saber si… en fin, si hay motivos de preocupación.
—No creo que sea muy difícil, comisario —dijo ella parándose en lo alto del segundo tramo de la escalera—. ¿Algo más?
Si alguien podía saberlo era ella.
—Sí, hay otra cosa. El teniente Scarpa va preguntando si alguien sabe algo de una extranjera, y he pensado que quizá le hubiera hablado de eso.
Ella parecía desconcertada.
—No, no me ha dicho nada. ¿Quién es esa pobre mujer?
—Una húngara —dijo Brunetti—. Mary Dox.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿Cómo ha dicho?
—Mary Dox —repitió Brunetti, sorprendido—. Me ha preguntado a mí y esta mañana ha entrado en la sala de los agentes para averiguar si ellos sabían algo.
—¿Ha dicho qué quería? —preguntó ella con voz más serena.
—Que yo sepa, no. Cuando lo he visto, tenía en la mano una carpeta. —Mientras hablaba, la iba recordando—. Parecía una carpeta de las nuestras. —Esperaba que ella le brindara la información por iniciativa propia, y al ver que callaba, preguntó—: ¿La conoce?
Después de una pausa reflexiva, la joven dijo:
—Sí. —Sus ojos miraron a lo lejos, como si la razón de la curiosidad de Scarpa se encontrara en la pared del fondo—. Es la asistenta de mi padre.
—¿La mujer de la que habló usted con el
vicequestore
?
—Sí.
—¿Le dio el nombre? —preguntó Brunetti.
—Sí, y el número de expediente.
—¿Cree que él pudo dárselos a Scarpa y encargarle que investigara?
—Es posible. Pero dejé los datos en la mesa. Cualquiera pudo verlos.
—¿Por qué iba Scarpa a ponerse a hacer preguntas, a menos que Patta se lo hubiera pedido?
—No tengo ni idea —dijo ella. Sonrió tratando de disipar la inquietud que había provocado en ella la idea de que Scarpa interviniera en algo que la afectaba, aunque fuera indirectamente—. Preguntaré al
vicequestore
si necesita más información sobre ella.
—Estoy seguro de que es eso —dijo Brunetti, aunque no lo estaba.
—Sí, seguro —respondió ella—. Ahora iré a ver si encuentro ese historial médico.
—Muchas gracias —dijo Brunetti, que se fue a su despacho con un caos mental en el que se mezclaban Heliogábalo, Scarpa y la misteriosa Mary Dox.
La mayoría de la gente se asusta cuando suena el teléfono por la noche, le parece presagio de desgracia, muerte, violencia. La seguridad de que la propia familia duerme tranquilamente cerca de uno no mitiga la alarma, sólo la dirige hacia otras personas. Brunetti tuvo, pues, un sobresalto cuando, poco después de las cinco de la mañana, sonó su teléfono.
—¿Comisario Brunetti? —preguntó una voz que reconoció que era de Alvise.
Si hubiera recibido la llamada a cualquier otra hora, Brunetti le habría preguntado quién esperaba que contestara al teléfono de su casa, pero era muy temprano para el sarcasmo. Tratándose de Alvise siempre era muy temprano para todo lo que no fuera lo más obvio.
—Sí. ¿Qué pasa?
—Acaban de llamarnos de Murano, señor. —Alvise calló, como si creyese que ya había dado suficiente información.
—¿De qué se trata, Alvise?
—Hay un muerto, señor.
—¿Quién?
—No ha dicho quién era, señor, sólo que llamaba de Murano.
—¿Ha dicho quién era el muerto, Alvise? —preguntó Brunetti, mientras la somnolencia iba menguando sustituida por la estoica paciencia que invariablemente tenías que ejercitar con Alvise.
—No, señor.
—¿Le ha dicho dónde estaba? —preguntó Brunetti.
—En su lugar de trabajo, señor.
—¿Y dónde es ese lugar, Alvise?
—En un
fornace.
—¿En cuál de ellos?
—Me parece que ha dicho el de De Cal, señor. No tenía el bolígrafo a mano. De todos modos, está en Sacca Serenella.
Brunetti apartó la ropa y se sentó en la cama. Al ponerse de pie, se volvió hacia Paola, que había abierto un ojo y lo miraba.
—Dentro de veinte minutos estaré en la esquina de mi calle. Envíeme una lancha. —Antes de que Alvise pudiera empezar a explicar por qué eso iba a ser muy difícil, Brunetti se le adelantó—: Si no tenemos ninguna lancha, llame a los
carabinieri,
y si ellos no pueden venir, pídame un taxi. —Colgó el teléfono.
—¿Un muerto? —preguntó Paola.
—En Murano —dijo él mirando por la ventana para averiguar qué prometía el día.
Cuando volvió a mirar a su mujer, ella tenía los ojos cerrados, y él pensó que habría vuelto a dormirse. Pero antes de que pudiera llegar a sentirse decepcionado, ella volvió a abrir los ojos y dijo:
—Ay, Dios, Guido, qué trabajo más horroroso el tuyo.
Él hizo como si no la hubiera oído y entró en el cuarto de baño.
Cuando salió, afeitado y duchado, vio que la cama estaba vacía y olió a café. Se vistió, se puso calzado grueso, por si tenía que estar mucho rato en el
fornace
y fue a la cocina, donde encontró a Paola sentada a la mesa con una tacita de café delante y una taza grande de café con leche para él.
—Ya tiene azúcar —dijo ella, cuando él levantaba la taza.
Brunetti miraba a la que era su mujer desde hacía más de veinte años, porque notaba en ella algo raro, no sabía qué. La contemplaba sin pestañear y ella le sonrió interrogativamente.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
La noticia de una muerte debía bastar para explicar cualquier cambio, pero él seguía mirando, buscando la causa. Al fin la descubrió y exclamó:
—No estabas leyendo.
Ella no tenía delante un libro, ni un diario, ni una revista: sólo estaba allí sentada, tomando café y, al parecer, esperándolo.
—Cuando te vayas, haré más café, volveré a la cama y leeré hasta que se levanten los chicos.