En el momento de la Elevación, mosén Francisco dobló en estatura, contrariamente a Carmen Elgazu, que minimizó. Carmen Elgazu vio el pan, que era ya Cuerpo, y luego vio en la copa el vino, que ya era Sangre. Le pareció que aquélla era la sangre de César mezclada con la Sangre de Jesús. «Todas las veces que hicierais esto, hacedlo en memoria de Mí.» ¡Oh, sí, Carmen Elgazu estaba allí, entre la cama y el ropero, inmóvil, en memoria de César y de Jesús! Que Jesús le perdonara los pecados, especialmente el de odio, y la enseñara a renunciar. Carmen Elgazu tenía ahora la certeza absoluta de que sobre el altar yacía Cristo en persona. «Jesús, proteged a los míos, salvad a mi Patria, perdonad a los que os hacen la guerra.» «Os amo, Dios mío, con todo mi corazón.»
Mosén Francisco apenas se movía y, sin embargo, ocupaba el altar. «Dignaos concedernos alguna participación y vivir en compañía de todos tus Santos, Apóstoles y Mártires, Juan, Esteban, ¡Matías!, Bernabé, ¡Ignacio!» Mosén Francisco juntó las manos e hizo tres cruces sobre la hostia y el cáliz. La palmatoria era el único testigo erguido de la ceremonia. A poco se oyó: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…»
Llegados a la Comunión, mosén Francisco se volvió sosteniendo un paño blanco que contenía cuatro minúsculos pedazos de pan. Pilar fue la primera en rezar: «Yo, pecador…» Carmen Elgazu se unió a ella y luego lo hicieron las hermanas Campistol. «Señor, yo no soy digno de que entréis en mi morada…» Carmen Elgazu quiso ser la última en comulgar. Primero lo hicieron las hermanas Campistol, una de las cuales, la que se quedó en el pasillo, cojeaba visiblemente. Luego comulgó Pilar. La muchacha entrelazó los dedos y regresó a su sitio. Finalmente, lo hizo Carmen Elgazu, sin que tuviera necesidad de levantarse y desplazarse, pues mosén Francisco se acercó a ella con decisión. Cuando Carmen Elgazu, arrodillada, se dio cuenta cerró los ojos y echando la cabeza para atrás, ofreció su lengua a aquel Pan que era pan de vida eterna.
Este Pan le invadió el pecho hasta el final de la ceremonia y aún mucho más allá. Estaba segura de que Cristo la habitaba como sus hijos la habitaron antes de ella dar a luz. Y pensó que prefería ese pan al de hostia, pues el de hostia se disolvía con demasiada felicidad. Notaba a Cristo derramarse en su interior, alcanzando incluso la extremidad de sus manos y de sus pies. «Todo lo puedo, en Aquel que me conforta.» Por primera vez desde que estalló la revolución, desde que sonaron en la Rambla las trompetas, se sintió dueña de sí. Y sobre todo, por primera voz desde que murió César sintió una especie de dulce consuelo en el alma. Sí, en el instante en que musitó: «Todo lo puedo…», le pareció que efectivamente podía cumplir con la penitencia que le había sido impuesta por el vicario y ofrecer sin desesperación su hijo al Señor. «Sí, sí, volveré a verlo, lo veré de nuevo en el Cielo.» «Señor, Señor, os ofrezco a César, perdonadme.» «Salvad al mundo, a mi Patria, proteged a Matías, a Ignacio, a Pilar.»
Terminada la misa, Pilar ayudó a su madre a levantarse. Había algo radiante en el rostro de Carmen Elgazu. Incluso mosén Francisco fue testigo de ello. Mosén Francisco, después de soplar la llama de la palmatoria, se volvió y su rostro parecía también radiante.
—Muchas gracias, mosén Francisco…
El vicario sonrió.
—No me llame así en voz alta, qué nos van a oír.
—¡Jesús, es verdad!
Pilar intervino.
—Y no digas tampoco «Jesús».
Todos se rieron.
—¿Contenta? —le preguntaron a Carmen Elgazu las hermanas Campistol.
—Ya lo creo. Muchas gracias.
—¿Y tú, Pilar…?
—También mucho. Me hacía falta comulgar.
Carmen Elgazu se miró las rodillas, temiendo haberse ensuciado las medias. Matías siempre le decía que esto de levantar ahora un pie, ahora otro, para mirarse los zapatos o las medias, lo hacía con una gracia inimitable. Las rodillas estaban limpias y Carmen Elgazu dijo:
—Nada, todo está en regla.
Una de las modistas abrió por completo el postigo de la ventana y penetró a raudales el sol.
—¡Mamá, mira qué día tan hermoso!
—Sí, sí que lo es, hija. Anda, vámonos.
Se despidieron. Las hermanas Campistol las acompañaron a la puerta. No así mosén Francisco, quien no salía nunca del cuarto, además de que ahora quería quedarse a rezar la acción de gracias.
—Vuelvan cuando quieran, ya saben.
—¿De veras podemos volver?
—Los domingos, claro…
—Bueno, muchas gracias otra vez.
—Recuerdos a Matías y a Ignacio.
La puerta se cerró tras ellos. La escalera era limpia. Carmen Elgazu empezó a bajar con una agilidad que sorprendió a Pilar.
—Mamá, si vas tan de prisa no puedo seguirte… Fuera, el cielo tenía el color del mar.
—Ahora estoy desconcertada… Ahora, Ignacio, lo mismo me da… ¡He perdido las ganas de seguir viviendo! Pero me quedan dos hijos, ¿comprendes? Tendré que seguir luchando. Tendré que intentar salvarme y salvar a Marta…
La viuda del comandante Martínez de Soria habló de este modo con Ignacio, el día siguiente de la ejecución de los militares. El muchacho subió a verla y la encontró en un estado de abatimiento extremo. ¡Y los guardias de Asalto custodiándola, protegiéndola! Imposible protegerle el corazón.
Ignacio le sugirió que intentara salir de España a través de algún Consulado. La madre de Marta había ya pensado en ello y suponía que el coronel Muñoz, de quien había recibido una expresiva carta de pésame, no le negaría su apoyo; pero era prematuro. De momento no pensaba en nada ni le importaba nada. No podía ni siquiera rezar.
—Lo único que quiero pedirte es que vayas cuanto antes a hablar con Marta. Que vayas a Barcelona. Yo me siento incapaz.
Ignacio no insistió. Detrás de la mujer colgaba de la pared un enorme mapa de España, con algunos puntos borrosos que el índice del comandante había desgastado. La madre de Marta le inspiraba mucha lástima; en cambio, apenas si el muchacho se acordaba del comandante. En su casa, la muerte de éste había afectado indeciblemente a todos, en especial a Pilar; en cambio, él leyó en si periódico todos los detalles del fusilamiento como si se tratara de una persona desconocida. A última hora, la madre de Marta le dijo:
—Confío en ti, Ignacio. Mi hija te quiere mucho. —Luego repitió, mirándolo con fijeza—. Confío en ti…
Aquellas palabras persiguieron a Ignacio a lo largo del día y también a la mañana siguiente subieron con él al tren que le conduciría a Barcelona. «Confío en ti…» ¡Qué extraña sensación que alguien confiara en uno! ¡Qué extraña responsabilidad! Y qué caprichoso y absurdo el subconsciente del hombre… Toda la noche la pasó soñando en una hermosa pitillera propiedad del comandante y preguntándose así mismo si ahora iban a regalársela a él…
¡Un pitillera, el tren, «mi hija te quiere mucho», Barcelona! No podía coordinar. El tren iba abarrotado. Se había propuesto pensar en Marta durante el viaje y no lo conseguía. Llevaba en la cartera el carnet de la UGT. Por dos veces le habían pedido la documentación. «¡Documentación!» Valía más un papel que un hombre. El tren procedía de la frontera y traía periodistas extranjeros cuyos rostros y estilos recordaban a Fanny, y a cada estación subían milicianos que se ponían a cantar
La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar…
Esta canción obsesionaba a Ignacio, impidiéndole precisamente estarse quieto. Recorría el pasillo, miraba al exterior, donde el campo aparecía abandonado. Cerca del retrete, un coche con las cortinillas corridas decía: «Reservado». Ignacio se dijo: «Estupidez… En la guerra no hay otro misterio que el de matar».
A mitad del trayecto se serenó un poco y se trazó un plan. Primero pasaría por el establecimiento fotográfico de Ezequiel, para saber cómo se encontraba Marta. No conocía a Ezequiel, pero daba lo mismo. Luego, vería a Marta… ¡Marta! «La quiero mucho, también yo la quiero mucho y lo de pensar en la pitillera ha sido otra estupidez.» Le gustaría, desde luego, conocer a la familia con la que Marta convivía. Julio le había dicho: «Manolín está enamorado de Marta. ¡Te tiene celos!» Se quedaría con ellos a almorzar. Luego antes de tomar el tren de regreso, llamaría por teléfono a Ana María. ¿Por qué no? Debía hacerlo. Agosto tocaba a su fin. Fue en agosto cuando conoció a Ana María en San Feliu de Guixols; y la muchacha le había escrito una carta amable. «Tengo confianza en ti.» ¡Abrumadora responsabilidad!
Ignacio llegó a Barcelona. Le sorprendía no estar agotado. No se sentía el cuerpo nunca, excepto los cornetes de la nariz, un poco inflamados. De pronto, este hecho le infundía una honda sensación de seguridad.
Salió de la estación. ¡Barcelona! ¡En esa ciudad se examinó de los dos cursos de Derecho! ¡En esa ciudad entregó una vez un sobre «falangista» por encargo de Marta! Millares de casas, millares de hombres, millares de mapas… Los alrededores de la estación olían a carbón, a mercado de verduras, a gasolina de mala calidad. Por fortuna, la Vía Layetana estaba cerca. El aspecto de las gentes era triste o epiléptico. Un gran almacén de maletas decía: «Liquidación», pero no se veía una sola maleta, y en Correos un tablero monumental daba normas para el envío de paquetes y giros postales al frente. Ignacio, pisando blanquísimas letras que decían UHP, se encontró muy pronto en la Vía Layetana, que olía de otra manera, que olía a consignatarios de buques y a papel.
«¡Fotomatón!» A cincuenta metros de la Jefatura de Policía. Entró en el establecimiento y vio a Ezequiel, alto, con lacito en el cuello y melena, apretando entre sus manos la cabeza viva de un miliciano, el cual acababa de sentarse en una de las tres cabinas. Ezequiel le rectificaba la posición de la cabeza diciéndole: «¡Firme! ¡Como si fueras a pasar revista!» El miliciano, de aspecto tímido, parpadeaba y miraba asustado al objetivo, como si este fuera un cañón. Otra cabina runruneaba por su cuenta y en el momento en que Ignacio la miró, vomitó por el diminuto tobogán la consabida tirilla de seis fotos.
Ignacio esperó, musitando, sin advertirlo: La cucaracha, la cucaracha… y, cuando la tienda quedó despejada se acercó a Ezequiel y le dijo:
—Soy Ignacio. Acabo de llegar de Gerona.
Ezequiel lo miró con extraña fijeza… Estuvo a punto de exclamar: «¡Documentación!» Pero, de pronto, el ex caricaturista se sintió tranquilo. Recordó la descripción de Marta y dijo: «Sí, eres tú».
Ignacio sonrió. Sin embargo, había en la sonrisa algo tan esforzado que Ezequiel comprendió al instante que el muchacho traía alguna mala noticia. Marcó una pausa y luego preguntó:
—¿Ha ocurrido algo?
Ignacio asintió.
—Sí… —contestó, cabeceando afirmativamente.
Al saber de qué se trataba, el fotógrafo cerró los ojos y se llevó una mano a la frente. Luego dijo:
—Era inevitable, pero…
—No, no hubo milagro.
—¿Cuándo fue?
—Anteayer.
Ezequiel hubiera querido cerrar la tienda y acompañar a Ignacio a la calle Verdi, pero no se atrevió a hacerlo. «Llamaría la atención.» El golpe sería difícil para Marta. La muchacha estaba bien; pero, como era lógico, tenía miedo. Aunque se había portado de maravilla. «Tiene lo que se llama clase, entiéndeme.» Ezequiel se había sentado en el taburete de la segunda cabina y mordisqueaba su pipa apagada. Ignacio le agradecía su interés. Ezequiel, sin hacerle caso decidió bruscamente:
—No hay más remedio. Tienes que ir y decírselo tú. —Luego añadió, en tono convencido—: Te quiere mucho.
Ignacio asintió con la cabeza.
—En cuanto sea la una cierro y estoy con vosotros. —Guardó silencio—. Te quedarás a almorzar.
—De acuerdo.
Aparecieron en la puerta tres milicianas fusil al hombro.
—¡Eh, patrón! ¿Zumban esos aparatos?
Ezequiel, sin levantarse y sin quitarse la pipa de los labios, contestó:
—Diez minutos.
—Adelante, pues.
Las milicianas entraron y colocaron con mucha habilidad los tres fusiles en pabellón. Ezequiel se levantó y miró a Ignacio en gesto que significaba: «Lo siento».
* * *
Ezequiel dijo la verdad. Marta se había portado bien. Ignacio erró, en Gerona, al suponer que la política la llevaría a cometer alguna tontería. Sólo en dos o tres ocasiones había pretendido catequizar a Manolín, hablándole de la Falange como si el chico pudiera comprender el significado del nacionalsindicalismo y del sentido jerárquico de la existencia. Aparte de esto, durante el día no salió nunca al patio, y ni una sola vez procuró entrar en contacto con nadie. Ayudaba a Rosita en la casa, intercambiaba con Manolín lecciones de Aritmética por lecciones de sombras chinescas, estudiaba con ahínco italiano y se pasaba, eso sí, horas y horas pegada a la radio, intentando captar la emisora de Jaca, la de Burgos, etc. Y por supuesto, cada noche escuchaba a Queipo de Llano, cuyo léxico, según Rosita, se parecía curiosamente al de Ezequiel.
El comportamiento de Marta le había valido el afecto de todos. Ezequiel le había dicho muchas veces: «En cuanto tu novio, que supongo que lleva bigote, intente arrancarte de aquí, vas a ver la que se arma». Rosita aseguraba que cada gesto de Marta era una muestra de buena educación. Y en cuanto a Manolín, Julio fue veraz. La presencia de Marta había despertado en el chaval prematuros deseos y era obvio que por serle agradable se hubiera dejado despedazar.
Cuando la muchacha, a las doce menos cuarto, oyó el timbre de la puerta, sin saber por qué se sobresaltó. Rosita le hizo un signo indicándole que ella iría a abrir y Marta se escondió. Segundos después la muchacha reconoció sin error posible la voz de Ignacio y, no acertando a contenerse, irrumpió en el pasillo y salió al encuentro del muchacho. En cuanto lo vio, soltó el gato gris que llevaba en brazos y fue presa de repentina ansiedad, «¡Ignacio!» Se le echó al cuello en un arrebato que no le era habitual. Ignacio no conseguía decir nada y Marta deseaba que este pronunciara una palabra, pero al mismo tiempo temía que la pronunciara. Ignacio apretaba a Marta contra sí, y continuaba callado. No era necesario que hablase. Sus manos eran expresivas.
En efecto, en la manera como empezó a acariciarle a Marta los cabellos, cada vez con más profunda dulzura, Marta fue comprendiendo que había acertado, que Ignacio efectivamente estaba allí como mensajero de dolor.
—Han matado a mi padre, ¿verdad?
Ignacio asintió.
—Sí.