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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (26 page)

BOOK: Un millón de muertos
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«La Voz de Alerta» no estaba preparado para aquello…

—Pues… le confieso que sólo a medias.

Don Anselmo no hizo el menor caso de la vacilación de su interlocutor.

—Por supuesto —prosiguió— es algo que meditar. Pero yo le di a Mola mi palabra de que le organizaré esto. —Don Anselmo resopló de nuevo—. Información, espionaje, llámelo como quiera… El tiempo irá marcando el compás.

Se hizo silencio, Don Anselmo llevaba en un dedo una sortija que echaba chispas.

—¿Puede usted decirme, antes de cuarenta y ocho horas, si podré contar con usted?

«La Voz de Alerta» pareció un tren eléctrico.

—¡Ahora mismo, mi querido amigo! ¡Naturalmente que si! Desde este momento estoy a sus órdenes.

Don Anselmo Ichaso cabeceó, satisfecho.

—No sabe usted lo que me alegra no haberme equivocado. «La Voz de Alerta» se sintió dominado por una gran complacencia. La última frase de don Anselmo Ichaso lo había lisonjeado.

Se sentía casi necesario.

Se disponía a decir algo, pero en aquel momento llamaron a la puerta. Don Anselmo prestó atención y dijo:

—¡Adelante!

Era Javier Ichaso, el hijo menor de don Anselmo, el que cayó herido en las inmediaciones del pueblo de Oyarzun. Llevaba la boina puesta, pero al ver a «La Voz de Alerta» se la quitó, con cierta dificultad a causa de las muletas. Su cuerpo era atlético, tórax ancho; pero le faltaba la pierna izquierda desde el arranque del muslo.

«La Voz de Alerta» se levantó como si quien acabase de entrar la cese el general. Le invadió un respeto profundo y sintió asco de sus dos piernas, cabales y sanas. Don Anselmo les presentó. Javier Ichaso inclinó la cabeza. Estaba serio, dolorosamente serio, y con los ojos tan juntos que al pronto obsesionaban. Tendría unos veintidós años, la frente ligeramente abombada, como Julio García, y una barba a lo «Balbo». Al oír que «La Voz de Alerta» era de Gerona, comentó:

—Nunca estuve en Cataluña.

Se sentó con dificultad en una silla próxima a la puerta. Parecía estar sudando. «Por favor, siéntese», invitó a «La Voz de Alerta». Éste obedeció, y Javier Ichaso, desentendiéndose de él, miró alrededor como si buscara su pierna perdida. Debía de andar por la casa sentándose en las sillas tapizadas de rojo y buscando su pierna. De vez en cuando accionaría la palanca para poder ver rodar las locomotoras diminutas.

Don Anselmo exclamó:

—¡Aquí tiene usted a Javier! Nosotros lo llamamos «el chico de Oyarzun».

«La Voz de Alerta» replicó:

—Ha sido un honor para mí.

Muy parecida a la de don Anselmo Ichaso, sonó en la estancia la voz de Javier.

—¿Cuándo llegó usted?

—¿A Pamplona? —preguntó «La Voz de Alerta».

—Sí.

El dentista consultó su reloj e informó, sonriendo.

—Hace exactamente cinco horas y veinte minutos.

Don Anselmo intervino.

—Quería irse al frente a sacar muelas, pero yo se lo he quitado de la cabeza. ¿No habrías hecho tú lo mismo, Javier?

—Creo que sí.

«La Voz de Alerta» se preguntó si Javier le habría dicho que no a su padre alguna vez. Daba la impresión de haber sido inexorablemente tatuado por la personalidad de don Anselmo. El tipo humano que éste representaba no constituía para «La Voz de Alerta» ninguna novedad. Persona admirable si uno militaba en su mismo bando, peligrosísima si uno militaba en el bando opuesto.

Javier Ichaso dio pruebas de mucha mayor curiosidad que don Anselmo respecto a los acontecimientos de la zona «roja». Le hizo a «La Voz de Alerta» preguntas muy certeras, buscando la síntesis.

«La Voz de Alerta» se sintió espoleado y por nada del mundo hubiera confesado que no sabía nada de la zona «roja», por cuanto escapó de ella a las cuarenta y ocho horas de haberse rendido los militares. Su crónica dejó tamañita a la que suscribió en la frontera a requerimiento del oficial. Para halagar a don Anselmo, hizo hincapié en la matanza de propietarios. Para mimar a Javier, re saltó la matanza de «todo hombre joven, bien nacido, con la frente despejada». Habló de la violación de cajas de caudales, de los diccionarios Espasa tirados por el balcón, etcétera. Distinguió incluso entre comités del litoral y comités de montaña o de tierra adentro. «Los comités del litoral son menos sanguinarios, no sé por qué.»

—En fin —concluyó—, aquello es un infierno. La zona ha sido invadida por los «coches de la muerte».

Don Anselmo hizo un signo de aprobación.

—¡Menuda gentuza! Hace mucho tiempo que debimos hacer limpieza. Llevamos un retraso de varios años.

Esta vez fue «La Voz de Alerta» quien mostró su conformidad.

—En
El Tradicionalista
defendí yo esa teoría. Debimos hacerla cuando la revolución de 1934.

«Limpieza…» «La Voz de Alerta», sin razón para ello, de improviso miró a Javier inquisitivamente. Y captó en el muchacho una mirada mojada que por un momento le transformó la cara. Aquello era ridículo, pero «La Voz de Alerta» sospechó que Javier participaba personalmente en la «limpieza». Incluso se preguntó si los dos ojos no se le habrían juntado al muchacho a fuerza de mirar convergentes al corazón de los ejecutados.

Javier preguntó:

—¿«Coches de muerte» los llaman?

—Eso es lo que ha dicho el señor, Javier. ¿Por qué lo preguntas?

Javier se quedó rígido, sin mirar a su padre.

—Temí haber oído mal.

«La Voz de Alerta» se dio cuenta de que un hilo sutil, complejo, unía y a la vez separaba a padre e hijo. Gustosamente hubiera efectuado el enlace, pero no se le ocurría nada.

Entonces don Anselmo zanjó la cuestión. Volviéndose hacia el dentista preguntó:

—¿Tiene usted libre el almuerzo de mañana? Con mucho gusto le sentaríamos a nuestra mesa. Quiero que conozca a mi esposa.

Apenas si «La Voz de Alerta» disimuló su contento.

—Por supuesto, tengo libre; pero…

—No se hable más —cortó don Anselmo.

«La Voz de Alerta» entendió que debía dar por terminada la entrevista y se levantó. En la casa se oyó un timbre seguido de un ruido de pasos. Don Anselmo también se levantó, aunque sin de impaciencia. Por último, con extrema dificultad, se levantó Javier.

¡Ah sí! Aquel contacto había sido fructífero. «La Voz de Alerta» se dirigió a la puerta mucho más seguro de sí que antes. Al paso iba admirando los cuadros, los retratos, un enorme mapa antiguo de Navarra. Hubiera deseado acariciar todos aquellos objeto. Detrás, don Anselmo parecía empujarlo con su barriga, y algo rezagado, renqueando, avanzaba Javier.

Al llegar a la puerta, los tres hombres se estrecharon la mano. «La Voz de Alerta» miró con afecto al padre y al hijo.

—No hace falta que les diga hasta qué punto…

La sortija sonrió en el dedo de don Anselmo.

—¡Si no lo hacemos por usted…! Lo hacemos por España.

—Pues más agradecido todavía.

Ya en la escalera, todavía se oyó, por última vez, la voz de don Anselmo.

—Por cierto, me parece que Mola estuvo en Gerona… ¡Sí, seguro! Estuvo allí de capitán.

«La Voz de Alerta» volvió la cabeza, emocionado.

—¡Oh, no se forje usted ilusiones! Tengo entendido que encontraba aquello un poco triste. Echaba de menos las palmeras África.

* * *

Después de «La Voz de Alerta», también en la primera quincena de agosto, entraron en la España «nacional» los falangistas Mateo y Jorge. Su entrada fue menos alegre que la de aquél, pues los dos muchachos se enteraron en Perpignan, por boca de unos fugitivos, de lo ocurrido en Gerona. Cuando Mateo supo que César había muerto y que además habían muerto la mitad de sus falangistas, apretó los dientes hasta dañarse. Cuando logró sobre ponerse, se cuadró y extendiendo el brazo exclamó: «¡Presentes!» Por su parte cuando Jorge supo que había perdido a sus padres y a sus seis hermanos, notó que se le paralizaba el corazón y se desplomo sobre la mesa. Su pensamiento inmediato fue: «Me suicidaré». Nadie se atrevía a decirle nada, a tocarlo, y hasta los limpiabotas se acercaron con dolorido asombro.

A Mateo le costó lo indecible infundirle el ánimo necesario para arrancarlo de aquel café y proponerle entrar en la España «nacional», «Estarás en casa. Te sentirás más protegido.» «Nos iremos a Valladolid. Tal vez encontremos allí al hermano de Marta.»

Jorge no contestaba. ¡Protegido! ¿Qué significaba esta palabra? El abatimiento de Jorge era absoluto. Los limpiabotas se': miraron y, encogiéndose de hombros, regresaron a su trabajo.

Mateo consiguió que Jorge le hablara. Para ello se valió de la palabra
Dios
. La pronunció con temor. Temió que Jorge le contestara con sacrílega ira hacia Aquel que en un instante lo sumió en la más irreparable orfandad. Pero no fue así. Jorge dijo:

—Gracias, Mateo.

Mateo ayudó a Jorge a montar en el tren. Su intención era pararse en Lourdes para pedirle a la Virgen fuerza para sí mismo y para Jorge, y luego proseguir el viaje a Valladolid. Jorge se negó en redondo a apearse en Lourdes. «No sabría qué decir» apuntó. En cambio, dio su consentimiento para dirigirse a Valladolid.

Mateo había elegido esta ciudad por dos motivos. Primero, por que pensaba localizar en ella al hermano de Marta, a José Luis Martínez de Soria, a quien conoció en la visita que éste y su hermano —su hermano Fernando, que cayó en el propio Valladolid, en plena calle, mientras voceaba un periódico falangista— hicieron a Gerona. Sin duda, José Luis les sería útil y podría orientarlos. En segundo lugar, y esto era lo más importante, porque aquella ciudad castellana era en cierto modo la Pamplona falangista. Ya en 1933 José Antonio fijó en Valladolid su doctrina, en un discurso que Mateo se sabía al pie de la letra. De Valladolid era Onésimo Redondo y en Valladolid se efectuaron las primeras concentraciones voluntarias el 18 de julio.

Viaje por Francia, de este a oeste, algo más al sur que el que hizo «La Voz de Alerta» procedente de Génova. Mateo permaneció mucho rato en el pasillo, para no cohibir a Jorge, deseando que este conciliara el sueño. El paisaje francés se desplegó ante sus ojos acicalado y pródigo. Mateo sintió ante él los mismos celos que «La Voz de Alerta»; pero el falangista disponía para defenderse de un nutrido acopio de réplicas mentales: desde lo difícil que les sería a los ricos entrar en el reino de los cielos, hasta los peligros de relajación inherentes a la prosperidad. El propio José Antonio había dicho: «Cuando quiere agitarse contra nosotros el repertorio de insultos, se nos llama señoritos de cabaret». En cierto modo, Francia le daba a Mateo la impresión de ser un cabaret inmenso, donde se comía a dos carrillos, se brindaba con vino tinto y donde ejércitos solapados de comunistas y masones, a caballo de la frivolidad y de Rousseau, iban asfixiando la maravillosa e intimidada presencia de las catedrales góticas. Mateo no olvidaría jamás el contraste que advirtió en Banyuls-sur-Mer: la enjuta, apergaminada tez de Jorge, cercada por todas partes de rosáceas y borgianas mejillas de gendarme rosellonés.

Mateo llevaba preparado el ánimo para, al llegar a Dancharinea, decirle a la primera jerarquía que les saliera al paso: «Aquí estarnos, a la orden, un falangista solo en la tierra y otro falangista cuya alma es azul». Tardaba para él este momento. Y se veía precisado a ver desde el tren mansos franceses pescando con caña o jugando a las bochas en la plaza del pueblo. Pero el momento llegó, hollaron suelo español. Por desgracia, Jorge no reaccionó lo mínimo. Cruzó la raya como un autómata, besó sin fervor la bandera y fue totalmente incapaz de contestar a las preguntas del oficial de turno.

Mateo aclaró el asunto con este oficial y el cuadro era tan diáfano, que el hombre legalizó su entrada y les extendió, sin mas, un salvoconducto para trasladarse a Valladolid.

—¡Suerte! ¡Arriba España!

«¿Oyes, Jorge? ¡Suerte! ¡Arriba España!» Jorge no oía nada, y Mateo sufría porque ¡había deseado tanto que llegara aquel momento! ¡Le hubiera gustado tanto bañar los ojos en el paisaje español, verlo desfilar desde el tren como en una pantalla cinematográfica! Y no podía: Jorge lo necesitaba allí, a su lado. Mateo iba echando ojeadas al exterior, leyendo los nombres de las es estaciones. «Navarra es hermosa», se decía. De pronto advirtió que estaban en Castilla. Mateo claudicó. En un instante olvidó a todo los huérfanos del mundo, salió al pasillo, bajó el cristal e hizo que el aire le despeinara y enfriara su piel. Y luego se quedó mirando… Simplemente. ¡Impresionante despliegue de grandeza! Nada de «coquetona» y «muelle» Francia. Grandeza, pobreza, tierra con color de tierra y dolor con dolor de hombre y de mujer.

Mateo acabó por exaltarse cuando, en un apeadero cualquiera, subieron al tren varios pelotones de soldados, los cuales, después de mojarse el gaznate con la cantimplora, rompieron a cantar. Las canciones eran conocidas, ingenuas y los soldados las cantaban horriblemente mal:
Adiós, Pamplona; Riau-Riau; Legionario, legionario
. Sin embargo, a Mateo le dieron escalofríos y' casi le hicieron llorar. En aquel preciso instante, de pie en aquel tren sucio, desconchado y lentísimo, tuvo la certeza de que todo iría bien, de que el Movimiento Nacional triunfaría, aun contra la oposición de los periódicos franceses. Pensó que a tenor de esas canciones y del bramido de las armas nunca más habría en España huérfanos como Jorge, ignorantes como Ideal y el Cojo. ¡Se descubrirían hasta ríos subterráneos! Pese, incluso, a la ironía de Ignacio, quien, en cierta ocasión, al oír de labios de Mateo esta última profecía, le hizo observar: «Si tantos ríos encontráis y de tal modo convertís el país en un jardín, acabaremos laxos como los franceses». ¡Oh, sí! Mateo sabía muy bien que tendrían que luchar, además, contra el escepticismo.

Llegaron a Valladolid. Jorge se fue al lavabo del tren y luego se apeó, ayudado por Mateo. Éste echó una ojeada panorámica a la estación y vio que el reloj estaba parado y que los ferroviarios, movilizados sin duda, llevaban en el pecho una locomotora en miniatura, sobre bayeta amarilla, que hubiera tumbado de admiración a don Anselmo Ichaso.

Salieron de la estación y le preguntaron a un pequeño «flecha» por un cuartel de Falange. El chico les indicó el camino y echaron a andar. Mateo observó que muchos cafés habían pintado las sillas con los colores de las banderas nacionales, dominando: el rojo y el negro de la Falange. Jorge se dio también cuenta de ello. Incluso se paró un momento frente a un escaparate de juguetes, en el que las pelotas eran rojinegras y también lo eran los vestidos de algunas muñecas. En una esquina, un hombre parecido a Blasco, el limpiabotas, vendía corbatas y cinturones falangistas.

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