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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (25 page)

BOOK: Un millón de muertos
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¿Tenía el seminarista César Alvear algo que ver con esta clasificación? ¿El hermano de Matías, en Burgos, era de verdad un asesino?

Nadie lo sabía, todo el mundo lo sabía, nadie defendía nada todo el mundo lo defendía todo. Pocos eran los que mataban porque sí, pocos los que sabían por qué mataban. Las fronteras de la conciencia eran anfibias. José Antonio Primo de Rivera dijo en un discurso que nadie combatía por una piscina; Ilia Ehrenburg, poeta ruso, escribió que nadie combatía por ideales abstractos, que lo único que el hombre reclamaba era satisfacer apetencias infantiles, egoísmos profundos del ser.

Mosén Francisco sufría por estos esquemas que le ofrecía la observación. Pero no todo el mundo tenía su sensibilidad. Entre los supuestos contables del Espíritu Santo había uno que estimaba saber, sin lugar a dudas, dónde radicaba la verdad: «La Voz de Alerta».

En efecto, «La Voz de Alerta» había huido de Barcelona en barco hasta Génova. En Génova desembarcó y a los cinco minuto se enteró de la existencia de Dancharinea. Inmediatamente en prendió el viaje hacia la España «nacional», molesto porque tenía que cruzar a Francia de este a oeste, es decir, ver los ubérrimos campos de la nación vecina, y sus ríos, cien veces más caudalosa que el Ter y el Oñar. «La Voz de Alerta» no hizo parada en Lourdes: llevaba los milagros dentro de sí. Bueno, «La Voz de Alerta» fue uno de los millares de fugitivos que penetraron en la España nacional sin poner en duda ni por un instante que todo allí era maravilla y que cuantos fusiles disparasen estaban justificados.

«La Voz de Alerta», como era de rigor, fue el primero de los gerundenses que besó la bandera bicolor en Dancharinea. Se anticipó al notario Noguer, a mosén Alberto, a Mateo y a Jorge, a los hermanos Estrada, a todos. Al llegar a la frontera no sólo gritó: «¡Viva España!», sino que se abrazó al asta de la bandera e inmediatamente rompió a llorar. Lloró de tal modo, tan entera mente, que su emoción contagió a los carabineros que lo con templaban desde su barracón. Un oficial se le acercó y, tomándolo con dulzura del brazo, lo acompañó. «Cálmese, cálmese… Ya está usted a salvo. Ale, que está usted entre amigos. Llenaremos su ficha y quedará usted libre.»

Así fue. El café lo reanimó, y también lo reanimó que el oficial fuera correcto. Era un muchacho joven, bien afeitado, infinitamente más señor que aquellos milicianos que merodeaban por los muelles de Barcelona cuando él subió al barco. Al cabo de diez minutos, «La Voz de Alerta» se encontraba en condiciones de presentar declaración.

¡Santo Dios! Contó de la zona «roja» lo que había visto y lo que imaginó. A medida que hablaba, se convertía en huracán. El dramatismo de sus palabras contrastaba con su impecable traje blanco y con su sombrero, también blanco, de hilo. Sus frases terminaban siempre con la palabra «criminales» y su viaje a Génova adquirió en sus labios caracteres de epopeya.

Llegó un momento que el oficial dejó de anotar. Poco después, cortó:

—De acuerdo, eso basta. ¿Adónde quiere usted ir?

«La Voz de Alerta» se molestó. ¿Qué ocurría? ¿Por qué no le permitían…? Pero se contuvo.

—Al frente —contestó—. Soy dentista.

—En el frente no hay dentistas —dijo el oficial, en tono amable pero negando con la cabeza.

«La Voz de Alerta» no se inmutó.

—Pues… ¡a Pamplona! —eligió—. Desearía ir a Pamplona y presentarme al Jefe de la Comunión Tradicionalista.

—Muy bien. Le daré la documentación y el pase. Espere ahí fuera y le avisaremos cuando algún camión salga para Pamplona.

El oficial le estrechó la mano. Todavía le repitió por dos veces: «cálmese usted…»

Y al cabo de una hora, el marido de Laura inició su aventura hacia el interior de la España «nacional». El camión pertenecía a Intendencia y le cedieron sitio en la cabina, entre el conductor y un soldado. El conductor era parlanchín. El camión llevaba en el radiador un enorme crucifijo de bronce.

¡Navarra, el país monárquico, el Tradicionalismo hecho carne, hecha carne la idea por la que él luchaba desde hacía veintiocho años! «¿Quieren ustedes fumar? Tabaco italiano.» «No vendrá mal.» «Tomen… Eso es. ¿Cómo se llaman ustedes?» «Yo, Eustaquio.» «Yo, Lorenzo.» ¡Qué raro! ¿Por qué no se llamaban Fermín? Navarra era hermosa. Colinas suaves, verde de hierba. «La Voz de Alerta» sospechaba que de un momento a otro aparecería en mitad de la carretera Su Majestad el Rey.

Antes de llegar a Pamplona, recibió valiosos informes. Los dos ejes de la España «nacional» —según el soldado— habían sido Castilla y Navarra. Castilla, hecha un mar de camisas azules; Navarra, de boinas rojas. El soldado pronunciaba azul y rojo en el mismo tono, y ello a «La Voz de Alerta» le contrarió. El 19 de julio brotaron como por ensalmo millares de falangistas en Castilla y se fueron al frente. En Navarra se vaciaron aldeas y caseríos. Cada Círculo Carlista se convirtió en cuartel. Se hicieron hogueras con los retratos de Azaña y demás, y los requetés se alinearon y se concentraron en Pamplona. Hubo familias que suministraron once combatientes: el abuelo, el padre y nueve hijos varones. Hubo madres que pidieron perdón por tener sólo cinco hijos, sólo seis. «¿Y la siega…?» «Siegas habrá muchas, España sólo hay una.» «Por Dios, por la Patria y el Rey.» Las novias y hermanas colgaban escapularios y detentes en el pecho de los requetés. Las campanas tocaban. Los curas confesaban a los voluntarios en los cafés, antes que se marcharan, y en los altares se encendían cirios altos como los pensamientos.

—Comprenda… Aquí se esperaba esto desde Zumalacárregui.

«La Voz de Alerta» se tocaba el sombrero, blanco, de hilo. Recordaba que la boina inicial fue precisamente blanca. «¡La sangre la enrojeció!» Tan roja la hizo, que el primer acto del dentista al llegar a Pamplona fue comprarse una de tamaño descomunal. Una boina roja y unas polainas. Luego se fue al Hotel Fénix, de la plaza del Castillo, y se miró al espejo. ¡Si Laura lo viera! ¡Si lo vieran sus cuñados! Uno, dos, uno, dos, en el cuarto, que retumbó. Si lo viera el Responsable…

Acto seguido salió al balcón que dominaba la plaza. Colgaduras en las fachadas, serpentinas. Por el centro surcaba una formación infantil con cornetas y tambores. Los niños falangistas llamados «flechas» y «pelayos» los niños requetés. Al sonido de la música el balcón se abarrotó de espectadores. ¡También catalanes, también carlistas, que aplaudían a rabiar! Eran fugitivos… de la zona «roja», que habían madrugado más aún que «La Voz de Alerta». Éste entró en contacto con ellos y luego, en el hall del hotel, los asaeteó a preguntas. Procedían de Olot, de Figueras y de Barcelona. Eran fabricantes, abogados, catedráticos y algunos de ellos se habían pasado con toda la familia. Estaban entusiasmados, Habían decidido fundar un Tercio de combatientes catalanes, que pondrían bajo la advocación de Nuestra Señora de Montserrat y que ofrecerían al mando. Dos rusos blancos y tres franceses de
La Croix de Feu
, huéspedes también del Hotel Fénix, querían alistarse en la Unidad. Por de pronto, quien los apoyaba en el proyecto era el propio jefe de la Comunión Tradicionalista de Pamplona, don Anselmo Ichaso.

«La Voz de Alerta», al oír este nombre, parpadeó. Estaba seguro de haber coincidido con don Anselmo Ichaso en alguna parte, tal vez en alguna concentración en Madrid.

—Es un hombre alto —le dijeron—. Gordo. De cara rojiza.

«La Voz de Alerta» decidió visitar cuanto antes a don Anselmo Ichaso. Sin embargo, resultaba harto difícil trazarse un plan personal, elegir. Continuamente llegaban de la calle noticias que le arrastraban a uno, que lo tentaban a hacer esto o aquello, y al final uno se limitaba a comprarse una trompeta de juguete para meter ruido, salir al balcón y gritar una y otra vez: «¡Viva España!»

Pese a todo, la entrevista don Anselmo Ichaso —«La Voz de Alerta»— tuvo lugar aquel mismo día, antes de cenar. Desde el hotel, el marido de Laura llamó al jefe de la Comunión Tradicionalista, el cual, al oír que se trataba de un veterano carlista evadido de la zona «roja», contestó sencillamente: «Venga usted en seguida».

«La Voz de Alerta» se caló la boina roja a la manera de los soldados alpinistas franceses y, previa una corta visita a la catedral, a la media hora se encontraba en el despacho de la máxima autoridad monárquica de la región. Don Anselmo Ichaso lo recibió rebosante de cordialidad y sus primeras palabras, después de los saludos de rigor, sumieron a «La Voz de Alerta» en la mayor perplejidad.

—¡Vaya, vaya…! No me imaginaba yo así a la famosa «Voz de Alerta» de Gerona… —dijo don Anselmo Ichaso—. Tal vez le sorprenda a usted saber que en nuestro Círculo carlista han sido leídos en voz alta más de una docena de artículos suyos publicados en
El Tradicionalista

«La Voz de Alerta», henchido de vanidad, susurró:

—No puede ser…

—Pues, amigo mío, así es… Estábamos suscritos a
El Tradicionalista
de Gerona. ¡Ah, Navarra le dará a Cataluña muchas sorpresas! ¿Un poco de coñac?

Don Anselmo Ichaso… Alto y barrigudo… Todo un señor, con las uñas pulidas y temperamento apoplético. Era ingeniero de profesión y cuando hablaba parecía resoplar. Sus antepasados, navarros hasta Dios sabía cuándo. Habitaba una regia casona, con retratos de Carlos VII y de Vázquez Mella en el despacho; es decir, todo un conjunto con el que el Responsable y también el capitán Culebra se hubieran enfrentado muy a gusto.

Tenía dos hijos y un nieto: un nieto «pelayo», que tocaba el tambor. Su hijo mayor avanzaba hacia Irún a las órdenes del coronel Beórlegui. Se llamaba Germán y fue quien popularizó entre los requetés la costumbre de pintar el cañón del fusil con los colores amarillo y rojo de la bandera de España. El otro hijo se llamaba Javier y había regresado del frente a casa, pero con muletas… «Iba con Ortiz de Zárate y cayó en los combates de Oyarzun, en los arrabales del pueblo. Perdió una pierna.»

Don Anselmo Ichaso tenía un defecto: no dejaba hablar. Su voz era tonitronante, capaz de hundir un puente. A la guerra la llamaba «la Causa». De vez en cuando, en su calidad de ingeniero, hacía una escapada al frente para echarles una mano a los zapadores… Admitió que en Cataluña y el Maestrazgo hubo siempre una minoría carlista inquieta —los actuales residentes del Hotel Fénix daban fe de ello—, pero afirmó que, a no ser por Navarra, el Movimiento habría ya fracasado, como el propio general Mola había reconocido. Gracias a don Anselmo, «La Voz de Alerta» supo que los voluntarios de la región sumaban ya veinte mil y que desde dos años antes, desde 1934, los Círculos Carlistas navarros eran de hecho cuarteles en los que se aprendía la instrucción —y sus excursiones y romerías, pretextos para realizar ejercicios de tiro— y que en ellos se extendían incluso nombramientos de cabo, sargentos y oficiales, como en una Academia. «Esta ha sido la clave de nuestra eficaz contribución a la Causa. En veinticuatro horas le ofrecimos a Mola una tropa disciplinada y a punto de entrar en fuego.» Seis escuadras formaban un requeté, tres requetés formaban un tercio. Una vez que «La Voz de Alerta» pudo meter baza, le preguntó por el problema del arma… Don Anselmo le testificó que éste era el aspecto penoso de la cuestión. Faltaban armas, y casi todas las fábricas —Trubia, Toledo, Murcia, etcétera— estaban en poder del enemigo.

En un momento determinado, «La Voz de Alerta» le preguntó:

—¿Y la monarquía?

Don Anselmo se tocó una de sus afiladas uñas.

—Por ahora no es cuestión. Antes hay que ganar la guerra.

«La Voz de Alerta» bendecía el momento en que llegó a Pamplona y entró en aquella casa. Y bendijo como nunca haber dirigido en Gerona su periódico. Congenió con don Anselmo. Este Ir enseñó los cuadros que poseía, su famosa colección de Biblias, algunas reliquias carlistas y por fin el más preciado tesoro de la casa: su colección de trenes eléctricos —«ya sé que en Barcelona hay coleccionistas más importantes que yo»— en miniatura. Su pasión más importante era ésta, y comentó sonriendo que la República hubiera podido sobornarlo fácilmente regalándole trenes. En un gran salón, junto al despacho, tenía un enorme tablero como de delineante, pues don Anselmo, debido a su barriga, no podía agacharse hasta el suelo. Siempre había sobre el tablero varios trenes formados, cuyas locomotoras llevaban banderitas nacionales. «La Voz de Alerta» advirtió que una de las estaciones decía: «San Sebastián», y otra, «Madrid».

—Son los nombres de las ciudades que pronto caerán en nuestro poder —explicó don Anselmo—. Y el día de la ocupación haré desfilar delante de ellas todos los trenes.

Dicho esto, don Anselmo accionó una palanca y se produjo al milagro. Cuatro vertiginosos convoyes se pusieron en marcha entrecruzándose a mitad del camino y entrando en los túneles y valiendo como una exhalación.

—¡Maravilloso, maravilloso!

—¡Bah! —protestó don Anselmo.

—Lástima que no tenga usted una banderita que diga «Gerona».

—¡Todo llegará, amigo mío, todo llegará!

Volvieron al despacho. Y en cuanto hubieron tomado asiento de nuevo, don Anselmo preguntó:

—Bueno… ¿Y qué piensa usted hacer?

«La Voz de Alerta» volteó la boina roja en sus manos.

—Todavía no lo sé… En el hotel me han hablado de un Tercio catalán que al parecer se formará dentro de poco. Pensé que acaso necesiten un dentista…

Don Anselmo resopló. Pareció meditar.

—¿Le importaría no precipitarse?

Los ojos de «La Voz de Alerta» titilaron.

—No sé a qué se refiere usted. —Luego añadió—: Pero naturalmente, estoy a sus órdenes.

Don Anselmo cabeceó.

—Tal vez pudiera usted hacer… algo más útil.

Don Anselmo dejó de besarse las puntas de los dedos. Por último le dijo que en el ínterin podría quedarse en Pamplona, en el Círculo Carlista, formando parte de la Redacción del periódico local
El Pensamiento Navarro
.

—De momento, podría usted escribir crónicas sobre la zona roja. O sabre Cataluña.

—¿Y luego…?

Don Anselmo se mantuvo reticente aún, hasta que de pronto decidió acabar con las adivinanzas.

—Vera usted —dijo, acariciando una Biblia que había encima de la mesa—. El caso es que Mola necesita información… No podemos perder tiempo… —«La Voz de Alerta» irguió el busto—. ¡No tiene ni mapas siquiera! Toda la cartografía militar quedó en poder de los rojos, en el Ministerio de la Guerra, en Madrid. Utiliza mapas Michelín y guías Taride. Mola estuvo anteayer en este despacho y me comunicó su proyecto de establecer una red de enlaces con la zona «roja» a través de Francia. —Miró a «La Voz de Alerta» . ¿Comprende usted?

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