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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (29 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Al anochecer, una patrulla capitaneada por el Responsable irrumpió en tromba en el piso de uno de los Costa y el obispo apareció allí, sentado en el comedor, haciendo solitarios. Tenía al lado un cenicero repleto, pero se ignoraba si lo había utilizado él. «¡Manos arriba!» El obispo se estremeció. Había escondido el anillo episcopal en lo alto del depósito del agua. ¡Si pudiera llevarlo! No le dio tiempo. Temió por la suerte de los hermanos Costa y vio a la sirvienta secándose un ojo con la punta del delantal. El Responsable lo empujó hacia la puerta y luego escalera abajo. El obispo sentía vértigo y se agarraba a la barandilla. «¡No tengas miedo! ¡Es sólo un momento!»

Exactamente, fueron cuatro horas y media. Cuatro horas y media de espera en la checa anarquista, que en tiempos fue garaje, próxima a la estación. Al obispo le dio tiempo a confesar a los que allí penaban: dos propietarios, un fabricante de imágenes y un chófer. A medianoche le esposaron las muñecas, lo que lamentó en grado sumo, pues ello le impediría abrir la mano para dar la absolución. Luego, en un coche negro, fue llevado al cementerio. El coche penetró en la avenida central atemorizando los nichos y a aquel niño con un pato de celuloide en brazos, cuya fotografía César contemplaba siempre. Lo apearon y lo situaron sobre la tierra aún removida que cubría el cuerpo de Porvenir. Una linterna le cegaba los ojos y él musitaba jaculatorias. No se veían fusiles ni se oían cerrojos. Todo ocurría como en una ceremonia de misa negra. Una voz le conminó:

—¡A que no dices ahora que eres católico!

El obispo se sorprendió y dijo:

—¿Por qué no? Claro que lo soy.

Entonces advirtió que la linterna le alumbraba el pecho. Y vio una navaja. Y sintió que le desabrochaban la camisa y luego que le cortaban levísimamente por dos veces la carne. Un corte vertical y a continuación, otro horizontal. Se produjo una tregua. Hasta que la sangre, manifestándose al pronto por medio de tímidos y arbitrarios puntitos, poco a poco fue haciéndose visible, uniéndose, hasta formar dos regueros precisos que por último siluetearon una cruz.

De nuevo se oyeron voces, entre ellas la de una mujer. El obispo no comprendía nada. ¡El vértigo! La cruz. La linterna. ¿Dónde estaba? Sonó un pistoletazo y el obispo cayó sobre Porvenir.

Entretanto, el puesto que él ocupó en la checa lo ocupaba ahora el traidor Costa, diputado de Izquierda Republicana. El guardián de éste era Blasco en persona, quien le decía una y otra vez: «¿Limpia? ¿Necesitas un limpia?»

* * *

La tercera determinación tomada por el Comité consistió en crear en la ciudad el clima de guerra que era menester. Se empezaría por los hombres y se terminaría por las fábricas: Los va rusos disponían de dos lugares idóneos en los que demostrar su hombría: el frente de Aragón y Mallorca. El frente de Aragón necesitaba refuerzos, ¡desde luego!; pero, además, he ahí que el mando catalán preparaba la invasión de Mallorca, a las órdenes del capitán Bayo… Las fuerzas zarparían del puerto de Barcelona y serían casi exclusivamente catalanas. «¡A Mallorca, a Mallorca!» De súbito, la isla mediterránea adquirió carácter de símbolo, de cuya circunstancia el Responsable sacó gran partido, pues en la idea de cruzar el mar latía algo epopéyico. ¡El pequeño Santi se alistó para la expedición, junto con otros veinte milicianos! Se alistaron una treintena de comunistas e, inesperadamente, el gremio de Camareros en pleno. Los camareros, en un rapto de entusiasmo, acordaron incorporarse como tales, en bloque. Fue una extraña decisión que emocionó a la ciudad y que daría ocasión a Ramón, del café Neutral, para conocer nuevas tierras. Por su parte, el barbero Raimundo parodió el léxico que emplearían los camareros en Mallorca: «¿Qué desea el señor? ¿Una bomba de anís o un morterazo con sifón?» El catedrático Morales incrementó la propaganda por radio e inmediatamente corrió la voz de que otros Sindicatos se disponían a imitar el ejemplo de los camareros. Debido a ello, Ignacio pasó unas horas de angustia, pues Los empleados de Banca celebraron una reunión general para decidir si se alistaban o no. Por fortuna, decidieron que no. En cambio, los afiliados al Sindicato de la Construcción anunciaron que, en breve, por lo menos los jóvenes, se ofrecerían a las Milicias Antifascistas.

Mallorca, Aragón, el Alcázar de Toledo —el Gobierno estaba dispuesto a minar los cimientos de esta fortaleza, pulverizándola, si sus defensores no se rendían—, las crónicas del comisario Gorki: todo crispó las mentes de Gerona. Cosme Vila entendió que había llegado el momento de aplicar las teorías de Axelrod y procedió a dirigir la correspondiente operación psicológica.

Lo primero que hizo fue prohibir los juegos de azar, excepto la lotería, por considerarlos «burgueses». Al mismo tiempo, emulando con ello a Barcelona, ordenó a las casas de empeño que devolvieran los objetos a sus propietarios, lo cual provocó numerosas trampas y altercados. Mucha gente había extraviado los resguardos y en cambio hubo linces como Blasco que birlaron hasta una maquina de escribir. Luego, en unión del Responsable, visitó a los Bancos uno por uno, ¡ya era hora de que se acordaran de ellos!, y obligó a sus directores a abrir las cajas particulares y hacer entrega de su contenido al Comité. Por último, redactó una lista de muchachas pertenecientes a familias gerundenses acomodadas, las cuales se encargarían en lo sucesivo de fregotear el piso y los lavabos de los locales «antifascistas». «Las mujeres que se encargaban de esto se han ido al frente, de modo que…» El local comunista lo asignó a las dos hijas del propietario del Hotel Peninsular, señalándoles turno de noche.

Luego, dio el golpe maestro. Propuso, y consiguió, la incautación obrera y la militarización de todas las industrias susceptibles de producir material de guerra. «Se acabó la fabricación de cintas, de ligas y de piezas de bicicletas. Hay que fabricar armas, cartucheras, material blindado, piezas de recambio.» La fábrica Soler fue el objetivo inmediato: produciría correajes, polainas y toda clase de artículos de goma y caucho. Luego, ¡las «Fundiciones Costa»! «La ocasión es propicia, digo yo…» A los obreros, el trueque les gustó, dándoles la sensación de que respondían con eficacia al cartel «¿Tú qué haces para ganar la guerra?» Una por una las fábricas fueron cambiando sus rótulos y los hombres que trabajaban en ellas iban a salir teñidos de otro color, iban a respirar otras aleaciones. Antonio Casal fue designado para organizar la consiguiente recogida de metales por toda la provincia, metales aptos para la fundición. Fue una operación a la altura de su destreza. Un lote de camiones se lanzó por las carreteras, como en los tiempos de la Cooperativa de víveres, y cada uno de ellos regresaba con los objetos más heterogéneos. Muchas campanas, portalones, comulgatorios, verjas de jardín y vigas amontonadas en las afueras de los pueblos, en algún solar o en el campo de Fútbol, viejos cubos. ¡Cuánto hierro y cuánto bronce! Cosme Vila presenciaba la descarga de los camiones y arengaba a los milicianos. «¡Más, hay que traer más! ¿Queréis ganar la guerra o no?» Llegó un momento en que traer más era difícil. Aldabones artísticos de las masías, de los palacios y de los conventos de la provincia. Aldabones con forma de lagarto, o de serpiente, cabezas de león y manos. Los milicianos, al entregarlos, se reían. Había serpientes que les sacaban la lengua viperina y manos que pesaban increíblemente. Había figuras horribles, como la de Merche en el momento en que disparó el pistoletazo al obispo. «¡Más, hay que traer más!» Entonces el suegro de Cosme Vila, el guardabarreras, sugirió dos ideas: coches viejos de ferrocarril y ataúdes de cinc y cobre. ¡Ataúdes! Se hurgó en la tierra, entre los Cipreses. Se fundirían los ataúdes, con los huesos dentro.

—¿Y los técnicos especializados para dirigir las fábricas? ¿Por que no hablamos con Axelrod?

Axelrod prometió:

—Los tendréis a no tardar.

La siguiente operación —ésta a cargo de David y Olga— consistió en la recogida de donativos para el frente. «Ropa para el frente.» «Las noches son frías en la línea de fuego.» Se pidieron a la población mantas, mochilas, prismáticos, impermeables, guantes. «¡Para las Milicias Antifascistas!» En seguida brotaron de todas partes montañas de prendas varias, algunas de las cuales adquirían en las pilas un aire obsesionante de seres vivos. Carmen Elgazu no entregó nada a ningún centro de recogida; en cambio, fiel a su costumbre, hizo donación de un chaleco de Matías y de dos pantalones de Ignacio a unos vecinos necesitados. A Matías no le gustaba ni pizca cruzarse con alguien que llevase un jersey que fue suyo, o una corbata. Se sentía incómodo e imprecisamente culpable de algo. Le ocurría lo contrario que a Pilar, la cual seguía emocionándose cuando descubría a algún miliciano del POUM llevando cualquier cosa que hubiera pertenecido a Mateo.

No obstante, la petición más espectacular fue, en última instancia, la de los colchones. Cada familia debía entregar un colchón. Así se cumplió. Pasaban milicianos a recogerlos a domicilio, husmeando al paso en los comedores y dormitorios, y las fábricas de San Feliu de Guixols y comarca empezaron a producir colchones de lana de corcho. Cosme Vila, al hacer entrega de su propio colchón, experimentó un consuelo particular. Entregó el colchón de su cama, el único de que disponían él y su mujer, sustituyéndolo por una estera. Por el contrario, a la Andaluza le sobraban colchones. «¡Escoged, escoged! —ofrecía chillando—. ¡Todos tienen la misma historia!» Simultáneamente brotaron talleres de confección mucho más poderosos que el de las hermanas Campistol. Se presentaron gran número de mujeres voluntarias, para cuya labor fueron requisadas las máquinas de coser Singer y fueron utilizadas las enormes cantidades de tela de hilo encontradas en los conventos. La mujer de Antonio Casal ayudó en estos menesteres.

También se inició en la Prensa la publicación del llamado «Buzón del miliciano», destinado a hacerse enormemente popular. Los combatientes enviaban a esta Sección una nota especificando sus necesidades o caprichos y añadiendo las señas: «Necesitaría un par de botas con suela de goma. Camarada Epifanio Grau, batallón “Germen”, cuarta Compañía, sector de Huesca». O gemelos, o libros, o picadura especial para fumar en pipa. Los donativos correspondientes se recogían en la UGT y llegaban más o menos pronto a su destino. El catedrático Morales decía que la idea era conmovedora, pero que tenía un inconveniente: indicaba al enemigo dónde estaban situadas las fuerzas. «Bastaría un poco de paciencia y en quince días, gracias al hermoso Buzón, podría trazarse un plano perfecto de la situación de los Batallones, uno por uno.»

En realidad, ésta fue la quinta operación: la operación defensiva. El enemigo respiraba, ¡hasta qué punto!, y era preciso impedir que coordinara sus esfuerzos. El plan del catedrático Morales se llevó a cabo con precisión. Una serie de hombres-anuncio, sepultados bajo sus pancartas, empezaron a recorrer las calles y a detenerse en los lugares de reunión para escuchar conversaciones. Si éstas eran sospechosas, ¡denuncia! Igualmente, los milicianos recibieron la orden de sorprender por la espalda y separar a las personas que anduviesen juntas, preguntándoles a cada una «de qué estaban hablando». Si las versiones no coincidían, ¡denuncia! Los métodos de identificación fueron; también perfeccionados. Por ejemplo, en el tren, ¿cómo cerciorarse de si tal viajero de aspecto acobardado era o no era sacerdote? Goriev sugirió un sistema que, según dijo, fue utilizado en Rusia. Tratábase de echar, también por sorpresa, un objeto no muy pesado al regazo del viajero, entre los muslos. Si éste era sacerdote y por lo tanto estaba acostumbrado a llevar faldón, en la mayoría de los casos hacía lo que las mujeres: separar las piernas. Si no era sacerdote, y por lo tanto estaba acostumbrado a llevar pantalones, al recibir el objeto hacía lo que los hombres: juntar las piernas. En cuanto a las monjas, muchas de ellas se delataban al pasar las puertas estrechas. Habituadas a llevar tocas almidonadas, se colocaban de perfil.

Con todo, el aspecto fundamental de la operación defensiva fue el establecimiento de la Censura de Prensa ¡y de la Censura de cartas y de telegramas! Respecto a la primera, las naturales resistencias fueron vencidas gracias al ejemplo dado por los periódicos de Madrid y Barcelona, los cuales aparecían a diario con rectángulos en blanco, censurados, rectángulos que tentaban a los ingenuos a mirar al dorso por si permitía leer algo. Respecto a las cartas y telegramas, ¡la ocupación resultó apasionante! David y Olga, que parecían poseer el don de la ubicuidad, organizaron el servicio en Correos, en el que querían meterse a la fuerza milicianos que apenas sabían leer. ¡Apasionante trabajo el de abrir los sobres y husmear entre líneas, averiguar! ¡Qué sorpresas se llevaba uno! ¡Qué extrañas frases se cruzaban los hombres entre sí, cómo se amenazaban y cómo se querían y qué necesidad tenían de compañía! La correspondencia llegada del extranjero ofrecía interés especial, si bien existían algunos idiomas imposibles. Olga se hacía cruces de la cantidad de cartas que Julio García recibía de más allá de los Pirineos. Y cayeron en manos de la Censura dos sobres dirigidos bonitamente al «General Franco, Ministerio de la Guerra, Madrid.» ¿Sería una broma? Apasionante también el control de los telegramas… Jaime y Matías Alvear tuvieron que soportar durante las horas de servicio la presencia del centinela de turno que les preguntaba: «Eso de “tío Andrés reunióse con Dolores”, ¿qué quiere decir?» Un día fue el propio catedrático Morales quien se introdujo en esta Sección. Y al ver el brazal negro que Matías llevaba en la bata, se tocó las gafas y dijo:

—Si mal no recuerdo, hay una orden prohibiendo llevar luto.

Matías le miró con fijeza, sin aturdirse.

—En todo caso, tendrá que quitármelo usted.

El catedrático Morales parpadeó, vacilante. Por fin, dio media vuelta y se fue.

Las clavijas se apretaban cada vez más, hasta el punto que Cosme Vila se asustó. «Hay que oxigenar los cerebros», dijo. Redactó un programa de diversiones y actos deportivos. Otra vez los combates de lucha libre —el fuerte comiéndose al débil—, bailes, sardanas ¡y cine al aire libre, en la Rambla! Con la pantalla en medio y público a uno y otro lado, la mitad del cual veía las mismas imágenes sólo que al revés.

Cierto, estas sesiones de cine al aire libre —la pantalla colgaba entre el balcón de los Alvear y la fachada del café Neutral— resultaban densas y espectaculares, pues todo el mundo sabía que aquellas noches benignas acabarían pronto, que pronto el frío los barrería a todos de la Rambla. Mientras tanto, los títulos de las películas eran atractivos:
El crucero Potemkin, Los marinos de Cronstadt, El profesor Mambok.
Cosme Vila asistía personalmente a estas veladas y personalmente se encargaba de los altavoces, a través de los cuales hacía de tarde en tarde atinados comentarios.

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