* * *
Ana María estaba durmiendo la siesta a menos de trescientos metros de la cabina telefónica en que Ignacio acababa de entrar. Calle de Fernando, número 27, tercer piso. Un piso burgués. Su cama era más confortable que la de Marta y estaba rodeada de flores, pero no de pájaros.
El piso era propiedad de un íntimo amigo del padre de la muchacha, Gaspar Ley de nombre, familiarmente Gaspar a secas, dueño —ahora «responsable»— del Frontón Chiqui. El padre de Ana María, tan aficionado a las regatas de balandros, era fabricante de artículos de deporte, desde balones de fútbol y guantes de boxeo hasta raquetas y pelotas de tenis, y durante años suministró a Gaspar el material para el frontón. Su amistad llegó a ser muy grande. La primera semana de la revolución el padre de Ana María fue detenido por dos de sus empleados y llevado a la Cárcel Modelo. En el piso pusieron una placa que decía: «Comisión de Ayuda al Frente». La madre se ocultó en una casa de campo y Ana María aceptó la hospitalidad de Gaspar, hombre joven, casado con una mujer valenciana, llamada Charo, sin hijos.
Ana María no llevaba ya mantas a cada lado. A propósito se hizo una permanente de serie, impersonal, aunque por temor a ser reconocida en la calle por algún obrero de la fábrica, llevaba la cabeza siempre cubierta con un pañuelo. Hubiera preferido vivir en un barrio más tranquilo, más alejado del Barrio Chino. Pero, con todo, se consideraba afortunada, pues lo mismo Gaspar que Charo, su mujer, la trataban como una hija. También, al igual que Marta, aprendió a cocinar, también se pasaba las horas pegada a la radio y también leía. En cambio, no estudiaba italiano, pues Mussolini le tenía sin cuidado. Y, fuera de eso, a diario iba a la Cárcel Modelo a llevar el cesto de la comida para su padre y se daba buena maña para introducir en él algún papelito con noticias del exterior, noticias que luego recorrían las galerías como pedacitos de primavera.
Cuando en la casa sonó el teléfono, Ana María se asustó. Gaspar había pertenecido a la Lliga Catalana y el teléfono era siempre una amenaza, sobre todo porque algunos de los pelotaris del frontón lo miraban esquinadamente. La hermosa Charo descolgó el auricular y al oír el nombre de Ignacio hizo casi un mohín coquetón y contestó: «Sí, aquí está». Ana María se lo tenía advertido desde que escribió a Gerona: «Si llama un muchacho llamado Ignacio, avíseme, por favor».
Ana María acudió casi temblando. ¡Ignacio! Habían pasado tres años día por día desde su encuentro en San Feliu de Guixols. Entonces había balones azules en el aire y los niños ricos de su «pandilla» se paseaban indolentes diciendo «es la monda» y frases por el estilo, poniendo nervioso a Ignacio. Ana María tomó el auricular… y fue el embeleso. La voz de Ignacio se le deslizó hasta el corazón. Era una voz preocupada, pero al mismo tiempo enérgica y afectuosa. La voz de un hombre.
—¡Ignacio…!
Ignacio deseaba verla. Estaba en Barcelona, a trescientos metros escasos, y quería verla.
—¡Qué alegría, Ignacio! Cinco minutos… Bueno, diez, diez minutos y estoy ahí.
—¿Dónde nos encontramos?
—Delante del Frontón Chiqui.
—¿Del Frontón Chiqui?
—Sí, vete allí. Ya te explicaré.
Ignacio colgó y echó a andar despacio hacia el Frontón Chiqui, que estaba cerca. En el camino se le pegó en la frente una mosca, como a veces se clava una maldad. «¡
La Soli
, con las cartas secretas de Alfonso XIII!
¡La Soliiii…!
» La inminencia de la aparición de Ana María despertaba en Ignacio resonancias dormidas.
El frontón estaba cerrado. Más tarde se animaría mucho, pues el dinero corría fácil y las apuestas eran importantes. En la cartelera, los nombres de los pelotaris eran vascos y sin duda hubieran humedecido los ojos de Carmen Elgazu.
No le dio tiempo sino a clavar la punta del zapato en el hueco de una alcantarilla. Hecho esto, se subió a la acera y se volvió, e inmediatamente Ana María apareció en la esquina de la calle.
Los dos muchachos quedaron mirándose, sobrecogidos. Hasta que empezaron a acercarse uno al otro por la acera, como dos pájaros en una rama horizontal. No estaban seguros de que aquello fuera verdad, pero tampoco lo estaban de que fuese mentira. Ana María pensaba: «Si no desaparece, me tomará las dos manos como hacía antes, las dos». Ignacio pensaba: «¿Por qué se ha cubierto la cabeza?» Poco después estaban frente a frente, mágicamente sorprendidos, sin acertar a decirse nada. ¡Todo había cambiado! No había cambiado nada. Sólo se miraron. Los ojos de Ignacio seguían siendo oscuros y penetrantes. Los ojos de Ana María seguían siendo verdes. «¡Jesús, qué pálido está Ignacio!» «Ana María se ha hecho mujer…»
Ignacio dijo:
—Perdona que me presente sin
smoking
…
Ana María dijo:
—Perdona que me presente con alpargatas…
Ambos se asombraron de la broma recíproca. ¡Con las cosas que les pesaban en el pecho!
El calor era muy fuerte y Ana María le propuso refugiarse en un café solitario que había al lado del frontón, cuyo dueño estaba convencido de que ella era sobrina de Gaspar. Ignacio aceptó, y los muchachos entraron en el establecimiento y se acomodaron al fondo, entre un billar y la correspondiente pizarra, en la que podía leerse aún la clasificación del último campeonato.
La perplejidad seguía aturdiéndolos, y se observaban. Ignacio temió sentir extraña, fuera de órbita, a Ana María, y no era así. La muchacha conservaba su mismo aire sereno, su inconfundible mezcla de astucia y de ingenuidad. Por otra parte, cierto que iba sin pintar y que vestía una simple bata de percal. Pero su rango era indiscutible e Ignacio pensaba que hasta peligroso. La revolución no le había modificado ni siquiera la manera de sentarse. Cualquier miliciano hubiera podido detenerse y gritar en su honor: «¡Muera el fascismo!»
—Pero… ¡no puedo creerlo, Ignacio! ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme esta visita?
—Vine a Barcelona y me ha parecido lo más natural.
—¿Natural? ¡A mí me parece sobrenatural!
Hubieran deseado revivir aquellos diálogos debajo del agua cuando Ignacio la tiraba a ella de una pierna y ella luego lo llamaba «pulpo» o «sátiro». Pero había algo más perentorio. Nada sabían el uno del otro, ni de lo ocurrido a sus respectivas familias. Era preciso aclarar sin dilación este punto para saber si podían seguir bromeando o tenían que llorar. ¡Bueno, referente a Ana María, la cosa no era irremediable! Lo perdieron todo pero todos vivían; y si lo citó en aquel lugar fue porque en la calle del Frontón Chiqui se sentía, gracias a Gaspar, relativamente segura. «Vivimos todos, Ignacio… Y yo soy la misma. Excepto quizás una aversión terrible hacia esta gente… una aversión que a veces me da náuseas. Vivimos todos y hasta confío en que Gaspar se saldrá con la suya y conseguirá sacar de la cárcel a mi padre.»
—¿Y vosotros, Ignacio? ¡Cuéntame!
Ignacio se mordió los labios. Estuvo a punto de ocultarle la verdad. Pero era imposible, y le participó la muerte de César. El rostro de Ana María expresó horror. Una especie de grito que salió disparado fuera, a la calle, y que no regresó. La muchacha se tomó de un sorbo la taza de café, temblándole la mano. Habían entrado dos marinos y a palmadas reclamaban al dueño. Ignacio temió llamar la atención. Le suplicó que disimulase.
—¡Qué horrible, Ignacio! —barbotó ella—. ¡César!
Ignacio no sabía qué decir. La imagen de su hermano se le apareció en los espejos. Ana María musitó, arrastrando las sílabas:
—Acepta mi dolor, Ignacio… De todo corazón.
Ignacio palideció más aún. Había en Ana María algo indefiniblemente dulce. Lo había cuando hablaba de dolor e incluso cuando pronunciaba la palabra «aversión».
Permanecieron un rato mudos, mientras los marinos en el mostrador hablaban del
Uruguay
, el barco en que estaban detenidos los militares. Luego, poco a poco, los nervios cedieron. Pidieron otro café, y la interrupción del camarero y los resoplidos de la máquina «exprés» airearon sus pensamientos. Ana María comentó únicamente: «Claro, claro, es su sistema… A mi padre no le perdonaron que hubiese triunfado. Y a César no le perdonaron que fuera un santo».
Ignacio suponía que los hechos eran más complicados, pero no se sintió con animo de argumentar.
Diez minutos después volvían a hablar de sí mismos. Ana María le recriminó que no le hubiese escrito nunca ni una sola línea. «Lo menos que podías hacer era encargar a tu padre que me enviara un telegrama.»
—Lo terrible es que he de pensar en ti cada vez que paso delante de un Banco… ¿Y tú? Claro, tú pensarías en mí si vieras el mar. Pero tengo la perra suerte de que en Gerona no hay mar.
Ignacio se dijo que el mundo era estrambótico. Sin discusión, le interesaba más lo que Ana María le estaba diciendo que la guerra. «¡Estoy harto de la guerra… y del
Uruguay
!», estuvo a punto de gritar, mirando a los marinos. Pero la realidad se imponía. Alguien había conectado la radio, y habían entrado en el café dos guardias de Asalto que, mientras se dirigían al billar para empezar una partida, silbaban:
La cucaracha, la cucaracha…
Ana María tenía la esperanza de que todo terminaría pronto, de que aquello «se les derrumbaría». Tenía en ello una fe ciega.
—Y tú, Ignacio, ¿no opinas lo mismo?
Ignacio tardó un momento en responder. Y luego improvisó. Le ocurría eso. Delante de Marta se ceñía a los hechos sin dar cabida a la fantasía. Delante de Ana María —¡cómo sabía ésta mover las muñecas!— le gustaba poetizar y, en cierto modo, atemorizarla. Le dijo que la lucha era tremenda porque se trataba de dos concepciones de la vida. La del «esto es la monda», que conducía a ignorar el sufrimiento, y la del «tengo hambre», que conducía a encerrar en la cárcel a los que habían triunfado. Y por encima de todo ello estaba España, que era como una caracola de mar en el fondo de la cual se oía el latir de toda la tierra.
—Somos una especie de resumen, entiéndeme… Grandezas y defectos están en nosotros. No cambiamos nunca y somos inútiles como los dedos de los pies. Conquistamos América, sí: pero ¡menudos resultados! Fatalismo, y la navaja y el revólver preparados. ¿Y por qué conquistamos América? Por las mismas razones que nos mueven en esta guerra. Tres razones, Ana María, acuérdate: por Dios, por el diablo y porque sí.
La conversación se prolongó. Trataron mil temas. Ana María repitió que cocinar le gustaba y dijo que por las tardes Charo la enseñaba a coser. En cuanto al Frontón Chiqui, el ambiente era singular. Gaspar se ganaba la vida con él y siempre decía que sería un sitio ideal para el espionaje. «¿Te imaginas? El hombre del marcador podría comunicar lo que fuese, lo mismo que los jugadores golpeando con la raqueta. ¡Y los vendedores de boletos! Los papeles de las pelotas de goma podrían contener cualquier mensaje o nota.»
—Creo que Gaspar tiene razón.
A Ignacio le sorprendió que Ana María le hablara de ello, y por un momento se preguntó si… ¡Tendría gracia que quien se metiera en líos fuera Ana María, en vez de Marta!
Ana María volvió a mirar a Ignacio con dulzura y le dijo:
—Desde luego… yo tampoco nací para guerras, ¿sabes? Yo nací… para estar tranquila.
Entonces Ignacio tuvo un arranque. Encendió un pitillo, la cerilla le chamuscó un poco las cejas, y ello le estimuló. Entre frase y frase se oía el «croc» de las bolas de billar accionadas por los dos guardias de Asalto y el «pschitt» de la cafetera «exprés» del mostrador. Ignacio le dijo a Ana María que cuantas veces le había preguntado: «¿Te acuerdas?», lo había imantado. «Eres un poco mi caracola de mar. Viéndote, todo mi antes resuena.» «Aunque pasaran siglos navegaría en aquella barca de San Feliu de Guixols.» Sin embargo, ¡era tan extraño que al cabo de tanto tiempo nada fundamental hubiese cambiado! ¿Era que el cerebro no evolucionaba? Él tenía, al respecto, una doble impresión: a veces volvía a sentirse niño, otras veces era incapaz de admitir que fue niño alguna vez. ¿Y la guerra? Acaso ni siquiera la guerra modificase nada substancialmente. Acaso la guerra no hiciera otra cosa que convertir en actos las hondas inclinaciones. El era un hombre que dudaba: es decir, fácil presa para el sufrimiento. Con la guerra, sus dudas alcanzaron el máximo y en ocasiones sentía que le dolían las bombas e incluso los árboles y las fachadas… ¡El cerebro! ¿Qué contenía con exactitud? ¿En él residían el destino de cada hombre y su bondad o ferocidad? Con la guerra, los cerebros dejaban de ser claustros y se convertían en milicianos que mataban o en idealistas que se cavaban la fosa. ¡Ah, no!, nada era lógico, y en cada pupila latía un misterio tan grande como la frase que Ana María había pronunciado: «
Nací para estar tranquila
». Por descontado que él no se atrevía a profetizar; ya se cuidaba de ello un amigo suyo llamado Ezequiel. Sin embargo, de dos cosas estaba seguro: de no morir en la guerra y de que lo más importante de la vida era amar. «Lo que pasa es que amar en serio es difícil. Mi madre cree que no, pero a mí me parece que es muy difícil.» «Las mujeres tenéis esto resuelto, por ley natural, pero a los hombres nos cuesta más.» En Gerona, sin ir más lejos, aquel policía que se llamaba Julio quería amar y no lo conseguía sino de vez en cuando. Y había un muchacho anarquista, llamado Santi, que hubiera sido feliz amando, pero se quedó huérfano y los únicos que le acariciaron fueros otros hombres que llevaban fusil. Esta era la desgracia del ser humano, la incompatibilidad, la exclusión. Amar esto implicaba aborrecer aquello, y ser comunista implicaba aniquilar el individuo. ¡Si durante un minuto, uno tan sólo, en toda la tierra no hubiese nada más que amor! Bello espectáculo. La gente se abrazaría por la calle, los marinos estrecharían la mano de los camareros, el ejemplo cundiría y acabarían amándose incluso los tacos del billar y los objetos. «¿Te imaginas, Ana María? Las puertas de las cárceles abriéndose por sí solas y diciéndole a tu padre: Anda, puedes irte… Tu mujer y tu hija te esperan.» «¿Te imaginas a las balas convirtiéndose en amor? ¿Y las ametralladoras negándose a disparar o disparando billetes de lotería u hojas verdes? ¿Y los barcos dialogando con los peces y las úlceras desapareciendo? ¿Te imaginas que yo me encontrara a mí mismo y te dijera: Mi querida Ana María, ya sé por qué estoy aquí, por qué me duelen los pies y por qué lloro cuando pasan mujeres con pancartas?» «¿Te imaginas? Sería hermoso, sí, y mi carne no reclamaría tantas veces su ración… Podría sentarme a tu lado y mirarte sin vergüenza al fondo de los ojos.»