Las palabras del policía indignaron al auditorio. Todo el mundo le recordaba «El romance de la Guardia Civil española» y otros textos similares. «¡No seáis majaderos! —terciaba Julio—. Los guardias civiles han sido sólo los ejecutores. García Lorca tenía amigos hasta en el Palacio Episcopal.»
Era inútil. Por otra parte, lo mismo daba que las circunstancias fuesen ésas u otras. García Lorca había muerto y su muerte —Fanny y Raymond Bolen enviaron a sus respectivas cadenas de prensa un impresionante reportaje necrológico— convirtió al poeta en héroe y en mito. Personas que jamás leyeron una metáfora suya, gritaron: «¡Guerra sin cuartel!» Muchos tricornios rodaron otra vez por la carretera… Y el propio Jaime, en Telégrafos, recordando los Juegos Florales, le confesó a Matías Alvear que aquello era una canallada. Jaime había admirado siempre mucho a García Lorca. «A mí no me matarán nunca por mis versos», dijo con nostalgia. Los poemas de Federico que más le gustaban no eran ni los de los gitanos ni los de Nueva York, eran los de la naturaleza. Siempre llevaba en la cartera la Canción Otoñal y el día en que el general Mola entró en San Sebastián, Jaime no pudo menos de leer la primera estrofa al padre de Ignacio y al miliciano que estaba a su lado censurando los telegramas:
Capítulo XVHoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas
y todas las rosas son
tan blancas como mi pena.
Ezequiel estaba en lo cierto. Los hombres eran pompas de jabón y no se sabía si con la guerra adquirirían importancia o reventarían a los pocos instantes. Su reacción era con frecuencia imprevisible.
Cierto, no sólo en el frente se abría a veces la espita de la generosidad. También en la retaguardia. Una serie de personas sintieron despertar en sus adentros la necesidad de hacer el bien. Personas dispares, movidas por razones opuestas.
Una de ellas fue el patrón del Cocodrilo. No todo el mundo, en su barrio de la Barca, se había aprovechado del asalto a los barrios «burgueses» y de la revolución. Había familias timoratas que eran más pobres que nunca. El patrón del Cocodrilo las conocía una por una y la puerta de su bar permanecía siempre abierta en su honor. «Hale, toma ese litro de vino, ese par de arenques.» «Tú, coge esos tomates. Y que os aprovechen.»
Otra persona era la propia hija del propio patrón del Cocodrilo, que continuaba recluida en el Manicomio. La muchacha, que se había pasado años y años farfullando la sílaba bo… bo… bo…, de pronto escribió en un papel la palabra «gracias» y circuló por el patio y por las salas dándoselo a leer a todo el mundo. La mujer del Responsable, que también seguía allí, en su puesto, rezando el rosario y sin reconocer a nadie, cada vez que veía el papel se callaba en el acto, y mirando hacia la ventana sonreía.
También los arquitectos Ribas y Massana realizaban buena labor. Las palabras de Axelrod sobre la necesidad de construir refugios antiaéreos encontraron el debido eco en la conciencia profesional de los dos arquitectos, los cuales pusieron manos a la Obra, ayudados por el Municipio. En el barrio antiguo, tan lleno de sótanos y «catacumbas» conventuales, les fue fácil; en el barrio moderno hubo que abrir boquetes partiendo de la nada. Uno de dichos refugios fue abierto muy cerca de la casa de los Alvear, detrás del café Neutral, ¡y en su construcción colaboraron los presos del Seminario, dotados de un pico y de una pala! El espectáculo regocijó a mucha gente —los empleados del Banco Arús dijeron: «trabajar es bueno para las arterias»—, pero acabó desagradando a los propios arquitectos, los cuales eximieron del trabajo los presos ancianos o faltos de salud.
En otro orden de cosas, Ribas y Massana se propusieron salvar obras de arte de la provincia, al modo como el primer día salvaron catedral, obteniendo buenos resultados. En nombre de la Comisión de Cultura de la Generalidad de Cataluña recorrían los pueblos y aquí recogían una talla del siglo XVII, allí un sarcófago o un mosaico. Gracias a su intervención, las ruinas de Ampurias quedaron a buen recaudo. A veces tenían que enfrentarse con milicianos que los encañonaban bisbiseando: «¡Tocad esto y oleréis a quemado!» Pero ellos no cejaban y era raro que regresasen a Gerona sin haber cobrado pieza. Sólo un derecho se irrogaron: el de incautarse de las campanillas que encontraban en las sacristías, algunas de ellas tan curiosas como el apagavelas adquirido por Julio. Se dedicaron a coleccionar campanillas y el policía les dijo que gracias a ellas holgarían las sirenas de alarma. «Cuando se acerquen aviones, ¡tocad las campanillas y todo quisque a los refugios!»
Otro sentimental fue el coronel Muñoz. No se quitaba de la cabeza el fusilamiento de su amigo y adversario el comandante Martínez de Soria, y la carta que escribió a su viuda fue sincera. Se convirtió en el protector de los militares encerrados a perpetuidad en el Seminario, entre los que figuraban los capitanes Sandoval y Arias, e impidió que fueran encerrados en la checa de Cosme Vila o en la del Responsable. Los parientes de dichos militares le agradecieron al coronel de todo corazón el rasgo y algunos de ellos, ante el asombro del solterón, le obsequiaron con pasteles caseros y con cajas de cigarros habanos.
También Laura se volcó en ayuda de sus semejantes. Cierto, la mujer del dentista tuvo un arranque parecido a aquel que la llevó a prohijar los canteros y picapedreros cuando la revolución de octubre de 1934. Laura, en cuanto supo que «La Voz de Alerta» estaba a salvo, se dedicó de lleno a organizar el Socorro Blanco en la ciudad y provincia. ¡Había tanto que hacer! Por de pronto, buscó colaboración. Y dio pruebas de instinto sagaz. En menos de un mes se aseguró la adhesión de la viuda de don Pedro Oriol, de varias amigas de ésta, de las propias hermanas Campistol, de la mismísima Andaluza y de las hijas del doctor Rosselló. Igualmente obtuvo la valiosa ayuda de dos ferroviarios maquinistas —era preciso enlazar con Francia y Barcelona— ¡y la del sepulturero! El sepulturero, hombre complicado, que fue en tiempo acomodador de cine y que ahora, cuando recorría de noche con una linterna el cementerio, se acordaba de su antiguo oficio.
Laura gozaba lo suyo organizando el Socorro Blanco. Cuando pasaba por la calle y veía los carteles: «¡Denunciad a los derrotistas!» «¡Cuidado con la polilla fascista!», sonreía, y su minúscula cabeza, parecida a una pelota, se movía de un lado para otro. Uno de estos carteles representaba una gigantesca oreja roja y decía: «Atención al sabotaje del rumor…» El rumor… Era cierto. El Socorro Blanco se dedicaba a ayudar a los fugitivos y a los encarcelados, pero cuidaba especialmente de propagar bulos, rumores que sembrasen la confusión.
En pocas semanas de actividad, Laura y sus colaboradores de Olot y Figueras, ¡utilizando de matute los impresos y los sellos de Izquierda Republicana!, llevaron a buen puerto, a Francia, no menos de doscientas personas. Los hijos de don Santiago Estrada fueron los primeros. Sin embargo, la obra maestra de Laura consistió en la salvación de uno de sus dos hermanos gemelos, el protector del obispo, encerrado, aunque no incomunicado, en la cárcel del Responsable… y custodiado por Blasco. Al cabo de mucho esfuerzo, pudo convencerlos de que Blasco era sobornable. «Le conozco, os lo digo yo.» Los Costa no se atrevían, pero Laura porfió. Y resultó verídico. Un importante fajo de billetes obró el milagro de convertir el limpiabotas anarquista en militante del Socorro Blanco. Y puestos a hacer bien las cosas… se fugaron a Francia los dos diputados, los dos hermanos, con las respectivas esposas. Blasco y un par de acólitos acompañaron al grupo al Perthus, en un coche de la FAI. ¿Y el Responsable? Blasco contestó: «Veré cómo me las arreglo».
Claro es, no todas las pompas de jabón de que hablaba Ezequiel se dedicaban a obras benéficas. Hubo seres que se sintieron progresivamente atraídos por el mal, confirmando con ello la tesis que el doctor Relken le expuso a Julio García respecto de la esquizofrenia y la herencia sifilítica. Buen ejemplo de ello lo suministraba Santi. El ex alumno de David y Olga, desde que regresó del desembarco a Mallorca, sufría periódicos ataques de furor. Su mirar no era normal, y el Responsable se daba cuenta de ello. Un día le dijo a Merche que quería ir a Barcelona a matar de un tiro al elefante del Parque.
—¿Por qué? —le preguntó Merche.
—No sé.
En algún recoveco del cerebro, Santi debía de odiar todo lo que era macizo, lento, tradicional. Probablemente los elefantes le parecían burgueses que vivían muchos años, mientras él presentía corta su desquiciada existencia.
Otra de las personas que iba tendiendo a lo perverso era Axelrod, el hombre nacido en Tiflis. Veterano comunista, llegó a España con misión especial. En «La Casa» le habían ordenado que en lo posible contentase a los españoles «con buenas palabras», haciéndoles creer que Rusia estaba dispuesta, para ayudar al pueblo español, incluso a intervenir directamente. Ello significaba mentir, mentir y mentir. Mentir al prometer a Cosme Vila muchos barcos y mentir al entregar en Cartagena viejos fusiles sobrantes de la guerra de Crimea, cobrándolos por nuevos. Lavarse mintiendo y zamparse tres veces al día apetitosas fuentes de mentiras. Mentir de forma tan hábil que no se enterase de ello ni siquiera Goriev, su brazo derecho, ni siquiera el hermoso perro ucraniano que era su mascota y la del Hotel Majestic. Comportarse de tal modo, tan compenetradamente con la mentira, que de toda su persona, de todo Axelrod, sólo fuese verdad un comienzo de asma que le molestaba mucho y el parche negro que llevaba incrustado en el ojo izquierdo.
La perversidad que iba taladrándole era sutil. Axelrod, hasta su llegada a España, había servido al Partido en incontables ocasiones y siempre lo había hecho, o bien experimentando placer o bien contrariando con dolor su criterio personal. Ahora resultaba que no le importaba nada aquello, que no le importaba nada el conflicto español, ni la pérdida de San Sebastián, y que, pese a ello, seguía cumpliendo escrupulosamente las consignas y se daba cuenta de que las cumpliría hasta el fin. Axelrod tenía cuarenta y cinco años. No comprendía en qué momento le penetró tal frialdad. Tal vez fueran los alimentos del Sur, o tentaciones del pensamiento. «Es preciso dar la sensación de que todos los niños rusos participan del drama español.» «Sería conveniente apropiarse de algún avión italiano o alemán derribado para poder estudiar su fabricación y funcionamiento.» ¡Bah! ¿Por qué;? ¿Por qué Goriev estaba allí y el Kremlin tan lejos? ¿Por qué se vivía y qué sucedía al otro lado de todos los porqué? ¿Qué significaban Barcelona y el doctor Relken y Cosme Vila? ¿Qué significaban Virgen María y baile flamenco y Fotomatón? Nada. Y sin embargo, Axelrod se daba cuenta de que cumpliría hasta el fin.
También había seres que alternaban la entusiasta actividad con enfermizos exámenes de conciencia. Entre éstos se contaban los maestros, los cuales sostenían interminables diálogos en el surtidor del jardín de la escuela, o bien en Correos, mientras esperaban a que les trajeran las cartas que les correspondía censurar.
—Estoy triste y no sé por qué razón.
—Porque esto no es agradable.
Se referían a los reveses militares. Los maestros, que además de su labor en Correos dirigían los talleres de confección de prendas para el frente y se ocupaban en otros cien menesteres, últimamente habían organizado con sus alumnos una «Exposición infantil de dibujos antifascistas». La exposición se hizo popular y en ella se exhibían, con trazo ingenuo y vacilante, osos que eran generales, cuervos que eran falangistas, edificios destrozados por las bombas, cadáveres y una gran profusión de Hítleres y Mussolinis. Cada día, llegada la hora del cierre de la exposición, David y Olga solían quedarse allí barriendo el local. A veces miraban los dibujos y se preguntaban si era obra buena excitar la quimera agresiva de los niños.
—¿Por qué no? El odio es a veces necesario. Y en este caso lo es.
—Sí, David, pero…
Poco a poco se ponían a hablar de sí mismos. Tenían la impresión de estar envejeciendo con rapidez.
—Tú no envejecerás nunca, Olga.
—¿Por qué no? Como todo el mundo.
—No, no. Tú no envejecerás nunca.
David se le acercaba y le pasaba la mano por la cintura, o le asía una muñeca.
—Eres muy amable, David.
—Nada de eso. Pero no quiero que desfallezcas.
—Si no desfallezco. Tengo más fe que nunca en la victoria.
David le decía que también él tenía fe. No sabía cómo, pero sus ideas eran sanas y un día u otro vencerían en España y en el mundo.
—Pero, entretanto, déjame decirte que te quiero.
—Dímelo.
—Te quiero, Olga.
—Yo también a ti.
—Ya llevamos tiempo juntos, ¿verdad?
—Años.
—Eternidades.
—Y siempre igual.
—Y siempre será igual.
* * *
También en el frente los hombres eran pompas de jabón. En todos los frentes. Desde el tranquilo de Córdoba, en el que las balas eran aceitunas, hasta el centelleante de Toledo, en el que se luchaba con denuedo. Desde las cumbres de Navacerrada hasta las orillas del Cantábrico, por las que el general Mola seguía avanzando. Había combatientes anónimos, que todo lo hacían como sin respirar; otros se destacaban poderosamente. Entre estos últimos se contaba un ex cantero gallego llamado Líster y un guerrillero extremeño, llamado el Campesino. Ambos eran jefes de brigada y se imponían por autoridad personal.
En el frente de Aragón, Durruti seguía siendo amo y señor. Sin embargo, los días eran lentos y permitían la lenta evolución de cada cual. Lo mismo en Huesca, que en Zaragoza, que en Teruel, la línea se había estabilizado y se habían cavado trincheras y tendido alambradas. Los «nacionales», trincheras en zigzag, obedeciendo a un plan; los «rojos», trincheras a cordel y sin calcular los ángulos muertos.
Cerillita había evolucionado. No por fuera, sino por dentro. Lamentaba no haber levantado en Valencia, al salir de la cárcel, patíbulos y horcas en la plaza de Castelar, como fue la primera intención de la Columna «Hierro». Ahora se dedicaba a amenazar a todo el mundo con su navaja cabritera y a inventar, al modo de los milicianos gerundenses, contraseñas jocosas: «Franco es un carcamal». «Los Borgia eran de aúpa.» «A joderse, hermano.»
Otro que había evolucionado, era el Cojo. Una noche, de repente, le pareció que redescubría el mundo. Empezó a fijarse en detalles —nunca lo había hecho— y llegó a la conclusión de que la noche y la tierra eran muy grandes. Miraba Aragón y exclamaba: «¡Jolín, el terreno que hay!» Miraba la noche y le decía a Ideal: «Imponente, ¿no?» El Cojo había heredado la imagen del Niño Jesús que perteneció a Porvenir, la de los ojos asombrados. Le había hecho en la boca un agujero redondo, en el que a menudo introducía un cigarrillo encendido. «Si eres Dios, ¡chupa! ¡Chupa!», repetía, riendo.