La mesa elegida era tranquila, junto a los ventanales, bien aireados por un ventilador. El doctor, mientras llamaba al mozo y se ataba, ¡incluso para merendar!, la servilleta a la nuca, recordó con nostalgia «los platos sabrosos» con que lo obsequiara en Gerona doña Amparo Campo. «¿Cómo está su esposa? Supongo que bien… ¿Y el coronel Muñoz? ¿Y los arquitectos Massana y Ribas?» ¡Gerona le había entrado en el corazón! El doctor evocó incluso las «tertulias» del Neutral. «¿Se acuerda, Julio? Dentro de los espejos, parecíamos un millar…»
Julio aguantó el chaparrón, sin acabar de explicarse el interés que el doctor demostraba por Gerona. «No sé si es sincero o si está inventándoselo todo.» Lo cierto es que el hombre no le perdonó detalle, interrogándole incluso sobre el caudal del Oñar y del Ter y sobre la suerte corrida por el orfeón gerundense. «En la guerra se canta de otro modo, ¿verdad?»
Julio llegó a impacientarse. El estaba allí, en el Hotel Majestic, ¡y se disponía a tomar té con pastas!, porque esperaba mucho de aquella conversación. El policía tenía la certeza de que el doctor Relken, veterano de tantas revoluciones, tendría una opinión personal y serena de los acontecimientos de España. «¿Sabe usted?, it nosotros, los árboles no nos dejan ver el bosque.»
El doctor jugó con él. Fue hablando de menudencias hasta no el camarero hubo llenado la mesa y se hubo retirado, servilleta al hombro. Entonces miró a Julio sonriendo:
—Bueno, vamos a ver. ¿Qué quiere usted de mí? ¿Qué es lo que le interesa?
Julio dejó en la mesa la taza de té, que quemaba los dedos, y se disponía a contestar al doctor Relken cuando vio pasar por el vestíbulo del hotel a Axelrod y Goriev, con el perro que los acompañaba a todas partes.
—Los rusos… —dijo Julio.
El doctor Relken no los miró. Y tomando una pasta comentó:
—No hablan con nadie, sólo con el perro.
A Julio le parecía que las cosas que decían de los rusos debían de ser exageradas.
—Harán como todo el mundo, supongo —comentó, observando a Axelrod—. A veces hablarán y a veces no.
El doctor siguió sin mirar al vestíbulo. Se anudó con más fuerza la servilleta al cuello.
—No se forje ilusiones, Julio. Los rusos no «hacen» como todo el mundo. —Tomó otra pasta—. Más le diré: no «son» como todo el mundo.
El policía aguardó unos instantes, y en cuanto Axelrod y su escolta desaparecieron en el interior de un coche, volvió a concentrar su atención en su interlocutor.
—Me gustaría conocer a los rusos —dijo.
—Eso es difícil —contestó el doctor, sonriendo—. Yo viví años en Rusia y no lo conseguí.
Julio tomó un sorbo de té.
—Bien —concluyó—. Volvamos a lo nuestro. ¿Está usted dispuesto a ser bombardeado? Se lo agradezco mucho. —Julio tomó una pasta—. Dígame, ¿qué opinión tiene usted de los militares sublevados? Entiéndame la pregunta. ¿Qué opinión tiene usted del
enemigo
?
El doctor cabeceó indicando que la pregunta no era vulgar.
—No está mal. ¿Qué le diré? —Reflexionó unos segundos—. A mi entender, será duro de pelar.
La expresión de Julio indicó que el policía estaba de acuerdo y el doctor prosiguió:
—Para empezar, me ha llamado mucho la atención su estratagema de transportar por vía aérea tropas a la península. Es un golpe genial. Que yo sepa, la primera vez que se lleva a cabo en toda la historia militar.
Julio no pareció alarmarse demasiado.
—Sin embargo…
—Le comprendo —se anticipó el doctor—. Quiere usted decir que esto no es más que un golpe inicial. Tal vez sí… Pero no espere una guerra fácil. El cerebro que ideó esto, puede idear otras cosas.
Julio tomó otro sorbo de té e hizo una mueca de disgusto.
—Idear otras cosas… No sé hasta qué punto. No tienen apenas nada. Ningún puerto importante, ningún…
—Tienen unidad —cortó, rápido, el doctor Relken—. ¿Le parece poco? Los rebeldes están unidos. —Llamó al camarero y desde lejos le pidió un vaso de agua helada—. ¿Se acuerda usted de la importancia que yo le he dado siempre a «estar unidos»? A los rebeldes los une la religión.
Julio reflexionó y asintió.
—Sin embargo…
—No me ponga usted pegas —sonrió el doctor—. Me ha pedido mi opinión, ¿no? Y yo se la doy después de haber reflexionado. Ahí está. —El camarero llegó con el agua—. Hay una frase de un político de la República, de Prieto, que a mí me interesó mucho. Prieto dijo que lo que más miedo le daba en este mundo era un requeté después de comulgar.
Julio conocía la frase y se rió con ganas.
—A mí también. Es la única cosa de Prieto con la que estoy de acuerdo.
—¿Lo ve? —opinó el doctor—. Ustedes se mueren por contradecirse, lo darían todo con tal de demostrar que el vecino es idiota.
Julio asintió y permaneció súbitamente pensativo.
—Es verdad —admitió. Y encendió un pitillo.
El doctor Relken se tomó con lentitud el agua helada. Por la transparencia del vaso Julio le veía enormes los labios, multiplicados monstruosamente.
—¿Le parece a usted —prosiguió Julio, cuando el doctor dejó el vaso— que el pueblo español es heroico?
El doctor afirmó sin reticencias.
—Por descontado, lo es. Ahora bien —añadió—, se ha expresado usted con precisión. El «
pueblo
español» es heroico; por lo tanto, también serán heroicos los soldados «fascistas»
—Sí, claro…
—Reflexione sobre lo que ha pasado en el Alcázar de Toledo. O en Oviedo. ¿No escucha usted las radios enemigas?
—No…
—Pues debería hacerlo, se lo aconsejo.
Julio se mostraba cada vez más interesado.
—¿Y sobre nuestra capacidad de barbarie, de crueldad?
—¡Eh, je! —exclamó, satisfecho, el doctor Relken—. Lo estaba esperando. ¿Estará usted contento si le digo que en este terreno todos los países son iguales?
—No —negó Julio—. No estaré satisfecho.
—Pues deberá estarlo, porque así es. Todas las colectividades son iguales. Lo que varía son los estímulos que cada país necesita.
—Pero hay naciones incapaces de lanzarse a una guerra civil.
—¿De veras? La historia es larga. ¿Puede usted citarme una que no haya tenido guerra civil?
Julio frunció el entrecejo.
—Inglaterra es nación culta ¿no? —añadió el doctor Relken, con creciente autoridad—. ¿Qué me dice usted de la Cámara de los Horrores que se exhibe en Londres y del archivo de criminología que hay en Scotland Yard? —El doctor Relken marcó una pausa—. ¿Y de Alemania, qué me dice usted? Músicos, filósofos, los genios que usted quiera. ¿Existe pueblo más cruel que el alemán? Los nazis son alemanes, no lo olvide usted… ¿Y los japoneses, y los chinos? ¿Por qué se empeñan ustedes en creer que los españoles son peores que los demás?
Julio no parecía estar convencido.
—A mi me parece que cada raza tiene sus inclinaciones…
—¡Alto! Eso es verdad… —El doctor Relken sudaba y echó una mirada al ventilador de aspas horizontales—. En este terreno, mi querido amigo, tiene usted razón. Las inclinaciones de ustedes son… ¿cómo se dice?, ¡ah, sí!: primarias. Son de lo más primarias.
Julio arrugó de nuevo el entrecejo.
—¿Cómo le explicaré? —añadió el doctor Relken—. Por ejemplo…, la manera de matar. ¿Se ha fijado usted? Ustedes matan… a capricho, sin reflexión. —El doctor miró con fijeza al policía—. Más claro: ustedes matan sin apelar a la ciencia.
Julio retrocedió.
—¿A la ciencia?
—Oh, le ruego que no se enfade usted! Escúcheme, Julio. Con usted tengo confianza. Y también con doña Amparo… En la provincia de Córdoba han llegado ustedes a fusilar a un hombre y a comerse luego, fritos, sus riñones… —Julio hizo una mueca de asco—. En Madrid, parece ser que cuando pasa por las calles un muchacho voceando «¡Agua fresca y aguardiente!» quiere significar que a la madrugada habrá fusilamientos en la pradera de…
—¿De San Isidro? —apuntó Julio.
—¡Eso es! San Isidro. Los santos, sabe usted, los confundo siempre.
Julio aplastó la colilla en el cenicero.
—Eso… y otros muchos ejemplos, como el de la patrulla que elige siempre, para matar, un sitio poético, a ser posible con flores, eso, mi querido Julio… ¡no tiene el menor interés! —El doctor concluyó—: Ahora lo interesante es la tortura psicológica.
Julio se inmovilizó. El doctor se arrancó la servilleta del cuello y con ella se secó el sudor. Julio, sin saber por qué, optó por no proseguir el interrogatorio. Hizo el propósito de retener en la memoria el curioso ademán del doctor al pronunciar con tanta Intención las palabras «tortura psicológica».
Hubo un silencio. Julio se preguntó una vez más: «¿Quién es ese hombre?» Estaban solos en el comedor. El camarero se había mentado en un rincón, con la servilleta en las rodillas, dispuesto a dormitar.
El doctor se animó más aún. Su cara se había coloreado; en cambio, los labios le temblaban como si se esforzase en exceso. Ya no esperó a que Julio le hiciera preguntas; las adivinaba y anticipaba las respuestas. De hecho, Julio fue de asombro en asombro. ¡Qué tipazo el doctor! ¿Sería comunista? ¿Qué hacían, en el Majestic, Axelrod y Goriev?
El doctor le dio valiosos informes. Le confirmó que los faros Ingleses de Gibraltar ayudaron a los barcos rebeldes y que en Barcelona la FAI, a la que los botones del hotel llamaban «Federación de Automóviles Imponentes», se había incautado, con instinto certero, de cuatro servicios capitales: Teléfonos, Espectáculos, Tranvías ¡y el Palacio de justicia! «Los anarquistas con las balanzas de la ley, ¿qué le parece?» Luego añadió que, tan cierto como que sudaba a mares, Hitler procuraría por todos los medios convertir a España en un campo de experimentación bélica, mientras que Stalin, por su parte, procuraría lanzar contra Hitler a las democracias occidentales y no a Rusia. «Hitler es la obsesión de Stalin», subrayó. Si se tomaba Zaragoza y la resistencia rebelde se hundía, no pasaría nada; pero si se prolongaba, la patria de su querido amigo Julio se vería invadida por combatientes de todas las razas. «Lo cual les resultará a ustedes bastante molesto.» Las prostitutas de Barcelona habían fundado el «Sindicato del Amor». Un anuncio de un diario barcelonés izquierdista decía: «La democracia de las sedas está en El Barato». La indisciplina y la ignorancia de los milicianos que habían salido para Aragón gran tales, que varias centurias formaban de cinco en cinco porque sus jefes no sabían contar más que así. Innumerables detalles observados le habían llevado a la conclusión de que algo visceral —repitió la palabra— de España era antirrepublicano; por ejemplo, que la frase «comer en república» fuera sinónima de comer abundantemente y mal, y que incluso el léxico de los ateos españoles estuviera salpicado de religiosidad: «Camaradas de la UGT, es necesario pagar religiosamente la cuota». Sí, el pueblo español era un pueblo asombroso y pintoresco, un pueblo de hombres bajos y montañas altas, contraste que a él le llamó siempre la atención. Mientras tres jefes de Estat Català tiraron a las Ramblas, desde una azotea, como si fueran papeles, un montón de Hostias consagradas, un nacionalista de Bilbao que no podía comulgar porque inadvertidamente había comido pan con chocolate, salió de la iglesia y, llevándose los dedos a la garganta, se provocó el vómito.
—En España están surgiendo centenares de asesinos, Julio. Lo sabe usted como yo. Pero resulta que los datos normales no me encajan. Comúnmente se dice que diversas enfermedades predisponen a ser criminales: esquizofrenia, ¿se dice así?, herencia sifilítica, parálisis, gordura con tez amarilla, forma triangular de la cabeza, etcétera. Pues bien, en España surgen en cada esquina criminales que escapan a esta clasificación. Hay en España como una profunda necesidad de matar, tal vez porque aquí se cree que la muerte no es definitiva, sino un simple viaje a otra vida imaginada eterna. ¿Sabe usted lo que me llamó la atención en Gerona? Que una madre le dijera a su hijo, pellizcándolo: «¡Ay, te mataría!» Y que en cierta ocasión, al preguntarle yo a Cosme Vila: «¿Qué tal, Cosme, qué hace usted aquí?», me contestara: «Matando el tiempo».
Julio escuchaba al doctor pasando de uno a otro estado de ánimo. Tan pronto se indignaba con él como lo escuchaba embebido. El doctor Relken, al término de su perorata anterior, añadió que aquellos días habían sido muy intensos para él y a propósito para sus aficiones. Había andado mucho, olfateando aquí y allá. Porque la política y los espasmos colectivos interesaban a la mitad de su ser arrolladoramente, pero sólo a la mitad; la otra mitad prefería siempre el detalle mínimo, como por ejemplo que las criadas del hotel cantaran cada mañana como si nada ocurriera y que por el contrario los animales del Parque Zoológico se mostraran agitados como si entendieran de cataclismos. ¡Ah, sí, la calle era un verdadero espectáculo y cada hombre llevaba impreso en la retina y en la sonrisa el estupor, el deseo de algo grande y al mismo tiempo la nostalgia del vivir tranquilo! Posiblemente incluso las plantas y la materia «advertían» de algún modo que el hombre se había desencadenado; pero ésa era ya otra cuestión…
Llegado aquí, el doctor, inesperadamente, se pasó la mano por la frente y luego se levantó. Julio, por el contrario, seguía clavado en su asiento. El doctor se había agigantado frente a él. Y, sin embargo, oyó de sus labios que se había levantado porque no se encontraba bien.
—La verdad es que, desde que estoy en Barcelona, mi salud anda mal… —explicó. Estiró las piernas como queriendo que su sangre circulase y añadió—: ¡Ese aceite! ¡Y ese calor! —Y luego—: Perdóneme, Julio, he de ir un momento al lavabo…
Julio, al quedar solo, pensó que en efecto el doctor tenía mala cara. Y por enésima vez se preguntó quién era en realidad aquel hombre. Sólo sabía de él que era judío, de Praga, nacionalizado alemán y expulsado por los nazis. Pero ¿le bastaba para vivir con decir a menudo: «me interesa el detalle mínimo» y con teorizar? ¿Y su corazón? ¿Y su pasado? ¿Qué buscaba? Desde luego, escucharlo era un placer; no lo era tanto, a veces, mirarlo a los ojos.
Cuando el doctor regresó, su palidez se había intensificado hasta el punto que Julio se alarmó y le propuso acompañarlo a la habitación y dejarlo solo; pero el doctor lo atajó con un gesto.
—¡Estoy tantas horas solo! —declaró inesperadamente. Y se sentó de nuevo.
Julio, entonces, olvidó los «acontecimientos» y se interesó por Y su interés acabó por abrir brecha —¡por vez primera!— en la coraza del doctor. A su alrededor el ventilador de aspas horizontales giraba esparciendo aire fresco sobre la cabeza del camarero dormido.