—¿Tiene usted amigos, doctor?
Fue la pregunta clave. Y Julio se la hizo sin malicia, sin juzgarle, por sincera compasión.
—Creo que no —contestó el doctor—. Ni siquiera creo que usted lo sea. —Arrebujó la servilleta con una mano—. Estamos juntos… por casualidad. Y por matar el tiempo.
Julio protestó. Afirmó «por todos los santos» que podía tenerle por un amigo de verdad y le desafió a ponerlo a prueba en cualquier circunstancia. «Pídame usted lo que sea cuando quiera, y erá.» El doctor hizo una mueca y Julio, comprendiendo, le atajó al instante. Recordó que el doctor le dijo en cierta ocasión que en España se exigían pruebas constantes de amistad, cuando esta a era algo perspicaz y subterráneo que consolaba incluso a distancia y más allá de los años. «Pero ahora no se me vaya usted al otro lado, doctor. No saque de ello la conclusión de que toda prueba palpable de amistad carece de valor.»
—Tiene usted una tendencia peligrosa a sentirse descontento de sí mismo —prosiguió Julio—. Éste es el peor de los pesimismos, creo yo. A mí me ocurría igual y he luchado contra ello hasta vencer. Ahora parto de la base de que cualquier equivocación que yo cometa puede cometerla cualquiera, desde mi esposa, Amparo Campo —que por cierto, le adora a usted—, hasta el misterioso delegado ruso, Axelrod. ¡Entiéndame! La democracia de las sedas está en los Almacenes El Barato, pero la democracia de los defectos, la igualdad, está en nuestra pobre vida de cada día.
El doctor no pareció convencerse. Pasaba un momento de profunda desmoralización. Miraba todo cuanto en la mesa había y no encontraba nada que pudiera estimularle. ¡Ni siquiera un vaso de agua! Sufría. Tal vez estuviera más enfermo de lo que podía sospechar.
Julio se calló, comprendiendo que las únicas palabras que podrían liberarle serían las que él mismo pronunciara. El doctor Relken necesitaba un vómito similar al que se provocó el nacionalista de Bilbao.
Por fin el hombre pareció recobrarse un poco. Le pidió un pitillo a Julio.
—Tome, fume usted…
El doctor encendió y sonrió: «Gracias». Luego añadió:
—Querido Julio, mi drama es simple: no sé quién soy. ¿Me comprende? La gente me tiene por imposible. ¡Bah! ¿Quién puede clasificarme? En Gerona me di cuenta de que me tomaban por excéntrico: o por espía, o por homosexual… ¡Tengo una cabeza tan rara! La verdad es que no soy nada de eso. La verdad se la he dicho: no sé lo que soy. Un hombre sin raíces, ahí está. Expulsado de mi país de adopción, es decir, sin casa propia. Divorciado de mi mujer; es decir, sin corazón. Voluntariamente estéril; es decir, cobarde. ¡Oh, sí, tal vez mi mayor tragedia haya sido ésta, no tener hijos! Usted sabe también algo de eso, ¿verdad, Julio? A veces es terrible pensar que uno terminará en uno mismo. Entonces ¿qué cabe hacer? Seguir por donde ordena el temperamento… El mío me ha ordenado viajar y aquí estoy, ocupando el cuarto de un hotel de cualquier parte. «Curiosidad analítica», me decía antes a mí mismo. ¿Qué hará tal individuo, cómo está el mapa en el día de hoy? Siempre preguntándome. Ando por el mundo preguntando y nadie me dice la verdad. Hablo siete idiomas, pero en ninguno de ellos sé hablar ni con los niños ni con los ancianos. Me interesa el arte, y en estos días me dedico, sin escrúpulos, a comprar objetos robados. Soy ingeniero, y nunca he construido un puente. Incoherente todo eso, ¿no es cierto? ¡Quiere que le profetice una cosa, Julio! Moriré pronto…, y lejos de Alemania. ¡No quiero que me maten los nazis, no quiero! Son peores aún que «un requeté después de comulgar». Y no los acuso porque esté a sueldo de nadie; mi cerebro me lo pago yo. Lo digo porque los conozco y porque ésta es mi convicción. Aunque, ¿sería feliz sin ellos? Todo lo llevamos dentro, ¿no lo cree usted, Julio? La desgracia de los hombres como usted y como yo es que vamos necesitando más y más sutilezas para gozar. De niños disfrutábamos viendo una rana saltar a un charco; ahora necesitamos muchos halagos, o una revolución… ¿Cómo luchar contra esto? Mire usted… Ahí tiene a ese camarero, dormitando. Mírele las piernas, los zapatos… El sueño de los espíritus simples. El ventilador lo hace feliz. Cuando despierte, será feliz llamándome doctor y sirviéndome la comida. Me cree un personaje. ¡Tengo una cabeza tan rara! Usted y yo no servimos la comida a nadie y tal vez ésta sea nuestra equivocación. Por más que…, ¿por qué le hablo de este modo? ¡Sí, me gusta vivir! ¡Ah, sí, créame, Julio! Baches como éste los tengo a menudo; pero pronto reacciono. ¡Deme otro pitillo, por favor!
Tampoco esta vez Julio se perdió una sílaba. Lo escuchó con atención, echando bocanadas de humo y pensando constantemente: «Yo también soy de ese modo…» «Eso también me ocurre a mí.» También él era de clasificación difícil, por más que su mujer le decía a menudo: «Un viva la Virgen, eso eres tú». Sí, era cierto que todo se llevaba dentro. Ahora llevaba dentro la idea de irse a París con una delegación de la Generalidad, a comprar armas. En algo discrepaba del doctor: a Julio no le parecía terrible, sino todo lo contrario, terminar en uno mismo. ¿A qué prolongar en los hijos tanto azar, tanto monólogo? Por cierto, era aquélla la primera vez que el doctor le había hablado de la muerte, palabra que le inspiraba a Julio verdadero horror. En cambio, una frase lo había gustado sobremanera: «Mi cerebro me lo pago yo». Y también esta otra: «¿Cómo está el mapa en el día de hoy?» ¿Y por qué repudiar la curiosidad analítica? ¿Era mejor cantar cada mañana como las camareras del hotel, o dormir como el camarero? Indudablemente, el doctor era un sentimental y su impavidez un mito. Menos mal que sus depresiones eran pasajeras. Sin embargo, ¿por qué, hablando de las torturas, citó «la tortura psicológica»? Ya sus colegas, los policías, le insinuaron algo sobre el particular. ¿Y de dónde había sacado que servir a los demás podía ser la clave del acierto? Millones de servidores en cualquier continente eran de pies a cabeza una lágrima o una úlcera, entendiendo por lágrima el asco de uno mismo y por úlcera la propia mediocridad.
De pronto, el doctor se levantó, interrumpiendo las cavilaciones de Julio. De nuevo le agradeció el «calor humano». Ya todo pasó. Esperaba verle otra vez, muy pronto… Entretanto, ¡un saludo a Gerona y a todo lo que aquella ciudad contenía dentro de la piedra!
—Un vaso de agua a mi salud… Y póngame a los pies de doña Amparo.
En aquellas semanas, los Alvear recibieron dos cartas. Una de ellas iba dirigida a Matías, a Telégrafos, y llevaba la fecha del 3 de agosto de 1936.
Querido tío Matías:
Nos gustaría mucho tener noticias vuestras. ¿Cómo estáis? Confío en que no os habrá ocurrido nada malo y que en medio de todo estaréis tranquilos.
Nosotros bien, sobre todo mi padre, para el que no pasan los años. Yo recibí un papirotazo. Ya no me queda ni la cicatriz. Me gustaría veros, pero ahora es imposible. Si vamos para el frente de Aragón, a lo mejor quién sabe.
Si te parece, no enseñes la carta a tía Carmen. Dale recuerdos, así como a Pilar y a César. A Ignacio un abrazo y que no haga caso de pequeñas tonterías.
Hasta otra. ¡Salud!
Firmado:
JOSÉ.
La segunda carta iba dirigida a Ignacio, fechada en Barcelona el 5 de agosto de 1936.
Querido Ignacio:
No me he olvidado de ti, a pesar de tu desaparición… Estoy impaciente por saber si estás bien, si estáis bien todos en tu casa. Yo como siempre, aunque nos hemos mudado de piso y mi padre pasa una temporada separado de nosotras. Escríbeme, aunque sean unas líneas, a las señas que siguen: Gaspar Ley (para Ana María), calle de Fernando, 13, 3.º. Barcelona. Tel. 14351. Firmado:
ANA MARÍA
* * *
El sol de agosto, apasionado e inclemente, operando sobre los cerebros y sobre la tierra, decidió que la sublevación se convirtiese definitivamente en guerra, de acuerdo con el profético temor de los militares gerundenses contrarios al «motín». Los rebeldes se llamaron a sí mismos «nacionales» y para designar a los «defensores de la República» hizo fortuna la denominación de «rojos». «Nacionales» y «rojos» frente a frente, apuntándose al corazón. El 6 de agosto, Franco se trasladó de Tetuán a la Península —aterrizó en el aeródromo de Sevilla— para tomar personalmente a su cargo el mando de las tropas, en busca de la «unidad» de que hablaba el doctor Relken. Salió de Canarias el 17 de julio, y al parecer había hecho escala en Casablanca, rumoreándose que en dicha ciudad se disfrazó de mora para pasar inadvertido. La muerte, en accidente, del general Sanjurjo dejó en sus manos y en las del general Mola la responsabilidad de las operaciones y de la organización de la retaguardia. Conquistada la ciudad de Huelva, la columna del Sur proseguía su avance por la frontera de Portugal, hacia Badajoz, en tanto que las unidades que bajaban del Norte habían sido detenidas en Somosierra y en lo alto del Guadarrama por los comunistas y los socialistas salidos de Madrid. Mola avanzaba hacia Irún y pedía municiones. Mola quería alcanzar el Cantábrico y cortarle al enemigo su comunicación con Francia por Hendaya.
El Gobierno de la República disponía de unos cuantos jefes competentes, entre los que destacaban el general Miaja y los coroneles Villalba, Rojo y Mangada. La columna de este último era llamada por los propios milicianos «Columna Menguada», debido a los reveses que había sufrido. Faltaban oficiales y jefes provisionales y sobraban oficiales «de dedo», y ¡sobre todo! comisarios políticos, los cuales sembraban la dualidad jerárquica y de consiguiente la confusión. Un decreto del Gobierno acababa de conceder diez pesetas diarias de dieta a los milicianos, y ello los encalabrinó. Sin embargo, muchos comisarios políticos convencían a sus hombres para que ingresaran dicha paga «en la caja del partido».
Gerona vivía pendiente de todos los acontecimientos gracias a la radio, la prensa y el rumor público. Supo de la condena a muerte y ejecución, previo Consejo de Guerra, de los militares sublevados en Barcelona, y de las reiteradas tentativas de suicidio del general Goded. Supo del fusilamiento y voladura del monumento al Sagrado Corazón de Jesús erguido en el Cerro de los Ángeles, en el centro exacto, geográfico, de la Península Ibérica, y de la resistencia, no sólo del Alcázar de Toledo y de Oviedo, sino de Huesca y del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza.
El clima de guerra se lo dieron los partes diarios del Ministerio del Ejército, las noticias sobre los bombardeos, los inmensos carteles que tanto alababa Ezequiel: «¿Tú qué haces para conseguir la victoria?», y, sobre todo, los pasos de los delegados soviéticos resonando en las aceras de Gerona, al lado de Cosme Vila.
Entre dichos delegados rusos destacó desde el primer día Axelrod, sucesor de Vasiliev, por su parche pirata en el ojo y por su perro, que a menudo, en el Hotel Majestic, se acercaba al doctor Relken para olerle las piernas.
El Proletario
publicó en varios capítulos una semblanza biográfica de Axelrod, hombre con la cara picada de viruelas, nacido en Tiflis, vieja guardia comunista. Sobre la pérdida de su ojo izquierdo corrían versiones de toda índole. Cosme Vila aseguraba que hizo donación de él a una clínica de Moscú donde se experimentaba la posibilidad de transplante de córnea, pero otros la atribuían a un accidente de pistola. Por su parte, el catedrático Morales creía saber que cuando Axelrod se presentaba con el parche negro significaba que en el Partido soplaban malos vientos y lo contrario cuando se presentaba con parche blanco. Goriev seguía a todas partes a Axelrod, siempre en segundo plano, si bien el Responsable decía que aquello era ficción, y que en realidad Goriev era el mandamás. Goriev no hablaba nunca, limitándose a escuchar, a tomar rapé y a llevarse incesantemente a la boca unas pastillas de color verde.
El día en que Axelrod, desde la emisora de radio de Gerona, se dirigió a la población exhortándola a militarizar las fábricas y a construir refugios antiaéreos, además de instalar reflectores en las montañas de Montjuich y las Pedreras, la gente abrió con dolorosa perplejidad los ojos. ¡Refugios antiaéreos! La expresión caló hondo. ¿Así, pues, el cielo de Gerona podía recibir en cualquier momento la visita de bombarderos de verdad? Axelrod dijo que los reflectores para Gerona los regalaría Rusia, lo cual, desde el punto de vista «de acabar con la oscuridad», resultaba simbólico.
Otra persona que creaba en la ciudad clima de guerra era Gorki. En efecto, Gorki empezó a mandar crónicas a
El Proletario
. Las tituló «Diario de un miliciano en campaña» y las fechaba invariablemente «en algún lugar del frente de Aragón». En ellas el ex perfumista, alcalde titular, describía las primeras escaramuzas de las columnas Ortiz, Durruti y Ascaso, que era la suya. Sus crónicas tenían aire de cosa directa y vivida, y el día en que una de ellas describió la valentía de Teo manejando una ametralladora, Raimundo el barbero se la leyó lo menos cuatro veces a sus clientes milicianos, que seguían afeitándose gratis. Además, los textos de Gorki estaban llenos de aciertos expresivos: «Eso te lo habrá dicho el último cabrón que anoche durmió con tu madre». «El Gran Chivato», refiriéndose al sol; «Toma, toma, hoy el Papa se pasea del brazo de Mahoma».
También contribuyó al clima de guerra el decreto ordenando queda el saludo oficial sería en adelante el puño cerrado a la altura de la sien, o para los que llevaran fusil, el puño cerrado en medio del pecho.
La reacción de la gente era, por lo general, diáfana. Muy pocos admitían la posibilidad de una larga lucha. La mayoría de gerundenses daban por descontado el próximo triunfo del bando a que perteneciesen por encima de cualquier examen frío y objetivo. Los argumentos del adversario no hacían mella. Estaba en juego algo tan vital, que a la menor duda se movilizaba todo el ser. Buen ejemplo de ello era la viuda de don Pedro Oriol. Al escuchar los alegatos de Axelrod, lo mismo que al leer el nombre de «Glorioso», aplicado a la aviación «leal», exclamaba para sí: «¡Pronto vais a ver, canallas! A cada puerco le llega su San Martín».
Ignacio seguía también de pe a pa la marcha de los acontecimientos. Su naturaleza juvenil había logrado vencer el vacío que la causara la muerte de César. Su tristeza y su asco seguían intactos; pero podía simultanearlos con deseos y con curiosidad. La carta de su primo José, de Madrid, le retrotrajo a la visita que éste hizo a Gerona. ¡Qué experiencia más grande constituyó para él! Todavía le duraban sus efectos. Recordó con relieve casi punzante el tenaz y sensual rostro de su primo, su negro cabello, ondulado, su voz, poderosa y chillona. Frases literales le vinieron a la memoria: «Las murallas no impiden entrar sino salir». «¿Te vienes conmigo, chachi?» «En Madrid, hasta los socialistas hablan de libertad.» El día en que Ignacio, ambos sentados en el balcón después de cenar, le preguntó si había matado a alguien, José contestó: «¡Tú, a jugar limpio!» ¿Qué habría hecho su primo José bajo aquel sol apasionado e inclemente? ¡Cuántos bidones de gasolina por las iglesias…! Probablemente habría tomado parte en el asalto al Cuartel de la Montaña. Ignacio lo imaginaba por las carreteras de Madrid, al volante de un coche requisado, sembrando el pánico, como se decía que el jinete «fascista» Aldo Rossi lo sembraba por los caminos de Mallorca. Seguro que ahora José se había ido al frente de Aragón. Era un fanático, y posiblemente sería un héroe. Debía de llevar gorra y visera de charol y un brazal amarillo con estrella rojinegra. Las balas lo respetarían, porque era un hombre con suerte y sabía eludir el cuerpo. «¡Hola, cachondas! —les diría a las milicianas en el frente—. ¡A ver si me hacéis pasar un rato agradable!» ¿Por qué no conseguía, como Carmen Elgazu, odiar a su primo?