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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (7 page)

Carmen Elgazu vivía un dolor distinto. Pilar quiso relevarla de casi todas sus ocupaciones, pero ella no lo consintió. No hubiera podido bajar la escalera y salir a la calle; en cambio, teniendo como tenían a don Emilio Santos en calidad de huésped, estimó que la cocina era su deber. Desde luego, ella no pensó jamás que existían detalles en la muerte de César. Sentía la inmensa orfandad en la entraña, nada más. Y jamás supuso que de César muerto pudiera emanar otra cosa que una serenidad dulce. ¡Cómo! En el fondo de los ojos de César se veía a Dios, e incluso las uñas le habían crecido siempre arqueadas, redondas, uñas de paz.

Carmen Elgazu acababa de enfrentarse con su vulnerabilidad. Su deber era servir de ejemplo y no lo conseguía. El corazón reclamaba, pedía explicaciones. ¡Gran distancia la que existía entre ofrecer y dar! Al igual que Matías, veía a César en todas partes. César brotaba en el piso, como si las paredes tuvieran memoria. A veces, al depositar en la mesa un tazón, le parecía reencontrar en éste el tacto, la mano de César. Al acercarse al balcón para mirar al río, instintivamente dejaba a su lado un hueco libre para César. Cuando don Emilio Santos se retiraba a su cuarto, a dormir en la cama de César, ella sentía como si el padre de Mateo cometiese una profanación.

Y sin embargo, ¿quién inculcó en su hijo el deseo de ir a Dios? Ella, ella más que nadie, desde la infancia. Mil veces le dijo: «Esta tierra no es nada». Su hijo lo creyó así y se fue. Y ahora se daba cuenta de que esta tierra era mucho… Tanto era, que a menudo, cuando Pilar se le acercaba y reclinaba la cabeza en su hombro, Carmen Elgazu la acariciaba gritando dentro de sí: «¡Ah, no, este otro hijo no me lo quitarán!»

Carmen Elgazu sufría, además, porque no acertaba a perdonar. Con sólo evocar determinados rostros u oír en la radio himnos revolucionarios, penetraba en ella un sentimiento de rencor irreprimible. ¡El sobrino José, de Madrid! Recordaba con martilleante insistencia algo que el muchacho le dijo a Ignacio en el balcón, algo que ella oyó al abrir, sin hacer ruido, la puerta. «¡Hay que arrasar las víboras y a la madre que las parió!» No conseguiría perdonarlo. Tampoco a Cosme Vila. Tampoco a Julio, ni a los maestros, ni… ¡Dios, cuánta gente!

Carmen Elgazu había perdido incluso las ganas de confesarse. Por primera vez en su vida le ocurría eso. Sufría mucho más que cuando la muerte de su padre en Bilbao. Entonces vio a su padre en el ataúd y le pareció aquello un misterio natural. Ahora, aun hubiera podido confesarse libremente, no lo habría hecho y esta sensación aumentaba su inquietud.

Por su parte, Ignacio vivía el instante más complejo de su existencia. El mismo día en que Matías, extrañado de sí mismo, tuvo que reincorporarse a Telégrafos, con desconcierto similar el tuvo que ir al Banco. Los dos hombres bajaron juntos la escalera y al salir a la acera y separarse les pareció como si sus espaldas hubiesen estado pegadas y en aquel momento se desgajasen, ¡Ah!, los tiempos en que Ignacio se quedaba mirando a su padre, y de pronto, levantando el índice, le preguntaba: «¿Catarros?» y Matías Alvear contestaba, quitándose el sombrero: «¡Neumáticos Michelín…!»

El director del Banco, al ver a Ignacio, lo llamó a su despacho y no supo qué decirle. El hombre parecía haber envejecido y era manifiesto que, dadas las circunstancias, le sorprendía ocuparse operaciones monetarias. La Torre de Babel, sin duda acordándose del exabrupto con que se negó a ocultar en su casa al Subdirector, le dijo al muchacho: «Es una canallada, una canallada. No me explico que haya alguien capaz de una cosa así…» Visiblemente el aspecto de Ignacio impresionó a todos sus compañeros. Por otra parte, la muerte del Subdirector —la mesa de éste la ocupaba Padrosa— enrarecía aún más la atmósfera.

Sin embargo, en el Banco ocurría siempre lo mismo. Los empleados, al cambiar la plumilla, cambiaban los pensamientos. Bastaba con que el botones trajese, a media mañana, la prensa de Barcelona para que los periódicos reclamasen la atención general. Cada día era esperado este momento. ¡Las noticias eran tantas! «Durruti, el legendario jefe anarquista, organizaba en Cataluña una columna de voluntarios, dispuestos a salir inmediatamente al asalto de Zaragoza.» «Los atletas concentrados en Barcelona con motivo de la frustrada Olimpiada Popular, habían expresado públicamente su adhesión al Gobierno de la República.» «La aviación “leal” había bombardeado concentraciones rebeldes en Huesca, Córdoba y Teruel.» Los empleados disimulaban al comentar estas noticias; pero dejaban traslucir un impreciso contento. Y se reían, como siempre, de todo cuanto significase una subversión radical. «¿Habéis visto el letrero que ha colgado Raimundo? “¡Se afeita gratis a los milicianos que lo deseen!”» «¡La calle de los Especieros se llama ahora “calle Potemkin”!» «A las patrullas sin control que pican por su cuenta a los fascistas, las llaman: “Servicio a domicilio”.»

En realidad, Ignacio, en el Banco, sólo tuvo un compañero fiel, el equivalente de Jaime en Telégrafos: el cajero. El cajero lo trató con más afecto que nunca. «Si necesitas algo, dímelo.» Continuamente buscaba informaciones que pudieran agradar al muchacho. A menudo lo llamaba desde el departamento de Caja: «¡Eh!», y le alargaba un pitillo. Al pasar a su lado palmoteaba en su hombro y si le veía particularmente preocupado, apilaba con el mínimo ruido posible las monedas de plata en el mármol.

De pronto Ignacio se rebelaba mucho más que sus padres, que Carmen Elgazu y Matías Alvear. ¿Por qué aquello? ¿Qué ganaba Dios con que César hubiera muerto por Él? ¿No se bastaba —Esencia pura— a Sí mismo?

Luego odiaba más que su madre… Y, por añadidura, se consideraba un fracasado. En los primeros momentos intentó salvar a éste y al otro, al Subdirector y al mundo… y no consiguió sino salvar a Marta —¡mucho era!— y a la sirvienta de mosén Alberto. A nadie más. Y ahora ¿qué? ¡Ah, la armonía de que mosén Francisco le habló! ¡Los colores, las formas, los sonidos! ¡El cacto que se cayó de un balcón y se quedó enclavado entre dos ramas de un árbol! ¡Los cielos nítidos de Gerona, barridos por la tramontana! Ahí estaba Durruti, dispuesto a salir con miles de voluntarios al asalto de Zaragoza… Ahí estaba el Responsable, llamando jocosamente «fascistas» a los ciegos «porque pedían pasar al otro lado». Ahí estaba Raimundo, afeitando gratis, y ahí estaban los quioscos de periódicos, llenos de folletos: «La reforma sexual en Rusia», «Diez sistemas para abortar». Llegado el caso, él sería también capaz de apretar el gatillo… ¡La ira iba encadenando los corazones! Y no podía culparse de ello al sol, ni al río seco, sino al hombre, al hombre que él era, a la persona humana y su cerebro.

Su gran consuelo era Marta… En su yo más profundo se refugiaba en aquel amor que los acontecimientos no habían podido truncar. Se nutría de este amor como nunca, más que cuando Marta y él se miraron en aquel espejo pequeño y redondo y lo tiraron luego al río, más que cuando pegaron el oído a un poste telegráfico e Ignacio gritó: «¡Ven, Marta, ven! ¡Se oye la voz de mi padre!»

Y, sin embargo, no podía visitar a la muchacha. La prohibición de David había sido formal. Y aun cuando Pilar fuese casi a diario a la escuela en su nombre y pusiese a Marta al corriente de todo, la ausencia le pesaba a Ignacio en el corazón. Se le antojaba injusta, pues entendía que el amor estaba hecho para cada momento y muy especialmente para cuando el alma se sentía rota. Por otra parte, Pilar no le ocultaba a Ignacio que Marta sería incapaz de soportar por más tiempo aquella encerrona hostil. Singularmente, desde que supo la muerte de César se consumía en la cocina, y de noche le daban miedo las cucarachas y las sacudidas de la tubería del agua. ¡Además, por fin David había aceptado el puesto vacante del Comité!

Ignacio reflexionaba, reflexionaba… y a veces se fatigaba con ello. Por fortuna podía contar con Pilar. Ya una vez, cuando la enfermedad venérea de Ignacio, Pilar se había mostrado a la altura de las circunstancias; ahora revelaba de nuevo su coraje. Hubiérase dicho que la guerra la había transformado, pese a que la chica sufría por partida doble, primero por la muerte de César y luego por la ausencia de Mateo. No sabía nada de él desde que se marchó hacia la frontera. A mayor abundamiento, el padre del muchacho, don Emilio Santos, no hacía sino interrogarla constantemente con la mirada, esperando que la joven llegara de la calle con alguna noticia.

El caso es que Pilar se desvivía por los demás. Pasaba como por momentos de desfallecimiento, y a veces en su cuarto se hartaba de llorar y después de cenar seguía durmiéndose con los codos en la mesa. Pero estaba atenta al mínimo deseo de los suyos así iba a por el azucarero en el momento oportuno, limpiaba los zapatos y los metales, fregaba el suelo y evitaba que con el calor las moscas invadieran el piso como un ejército de diminutas blasfemias. ¡Bendita Pilar! Era la nota pura, joven, de aquel mundo de fantasmas. La única cuyos ojos, cerrados los de César, parecían poder todavía mirar con inocencia el mundo.

En cuanto a don Emilio Santos, sentía como si fuera suyo el dolor de sus amigos. Hubiera preferido disponer de otro escondite para dejarlos libres, pero no se atrevía siquiera a insinuarlo. Acordaron, eso sí, que apenas sonara el timbre de la puerta se encerrara en su cuarto, sin hacer ruido. Don Emilio Santos, ¡con qué rapidez!, así lo hacía. En realidad, permanecía en el cuarto muchas horas, cavilando, si bien de vez en cuando salía y procuraba ayudar en pequeños menesteres. ¡Hubiera deseado lavarse él mismo la camisa, los pañuelos! Pilar lo reprendía, mientras frotaba con energía la luna del espejo.

—Pero ¡qué tonterías dice usted, don Emilio! ¿Es que no lo hago yo con gusto? ¿Es que no se considera usted de la familia?

* * *

Cada vez que Matías e Ignacio salían, las dos mujeres y don Emilio Santos confiaban en que traerían de la calle alguna información que les sirviera de consuelo. Por su parte, padre e hijo esperaban día tras día que dicha información se la dieran a ellos a su regreso. Unos y otros se equivocaban. Ocurrían muchas cosas en Gerona y en el mundo, pero ninguna de ellas podía devolver a los miembros de la familia Alvear lo que les faltaba.

Llegó un momento en que podía decirse que vivían toda la jornada esperando febrilmente las diez de la noche, hora en que, desde Sevilla, el general Queipo de Llano hacía ante el micrófono «¡Ejem, ejem!» añadiendo acto seguido, «Buenas noches, señores» fórmula ritual que indicaba el comienzo de su cotidiana charla.

La emisión del general Queipo de Llano se había hecho enormemente popular entre los «fascistas» de la zona «roja», entre las familias perseguidas o adheridas de corazón a la sublevación militar. Estas familias esperaban a diario oír la voz aguardentosa del general, como quien espera el maná, la gran promesa. Porque su charla era el único sistema de enlace «con el otro lado», la única fuente de noticias. En el piso de los Alvear, ya mucho antes de la hora acostumbrada, don Emilio Santos se ponía a la escucha, sentado al lado de la radio que Jaime les regaló, radio sepultada bajo una manta, al igual que la de mosén Francisco, al objeto de amortiguar el sonido, pues la prohibición de escuchar emisoras «fascistas» era contundente. Si se producían interferencias o el general se retrasaba, don Emilio Santos empezaba a morderse las uñas e incrustaba materialmente su mejilla derecha en el vientre del aparato. «A ver, déjeme a mí», le rogaba Pilar. Bueno, por fin el general acudía a la cita y se formaba el corro. Tampoco Queipo de Llano podía devolverles a los Alvear lo que les faltaba; pero escuchar «que no todo estaba perdido», que «las tropas avanzan hacia Huelva» o que «en la catedral de Sevilla se había cantado un tedéum», parecía un milagro.

Por desgracia, tampoco esta evasión solía durar mucho. Porque el general, como si quisiera justificar la opinión que de él tenía el coronel Muñoz, a menudo se tornaba grosero hasta un punto Increíble, dando la impresión de que estaba borracho. Matías no comprendía que aquel hombre tuviera necesidad de chancearse como lo hacía, que no respetara un poco más el dolor de los perseguidos que lo escuchaban; pero era así. Con frecuencia sus salidas de tono derivaban hacia el insulto abracadabrante o hacia lo sexual. «¿Está seguro
mister
Eden de que no le engaña su señora, la señora de Eden,
lady
Eden? ¿Y
monsieur
Blum? ¿No le pondrán, a ese tal
monsieur
Blum, unos cuernos de esos tan grandes que se usan tanto entre los messieurs franceses? ¡Oh, perdón, señoritas radioyentes!» Carmen Elgazu se horrorizaba y a no ser por la posibilidad de que el general informase al final sobre algo concreto o volviera a hablar de la catedral de Sevilla, habría cerrado la radio. En cuanto a Ignacio, juzgaba de mal agüero que, siendo de hecho el portavoz de la España Nueva en que creía Marta, el general diera tan rotundas pruebas de amoralidad.

A partir del uno de agosto, se produjo en casa de los Alvear un cambio obligado de costumbres, de horario. A Matías le asignaron en Telégrafos, hasta nuevo aviso, turno de noche, lo cual, dadas las circunstancias, constituyó para todos, especialmente pera Carmen Elgazu, un rudo golpe. A las diez y cuarto tenía que salir de casa cada noche, es decir, apenas la radio Sevilla emitía el «¡Ejem, ejem!» del general Queipo de Llano.

Por si fuera poco, a aquella hora era peligroso circular por la calle. El mismo Julio García se lo advirtió a Matías. «Que te acompañe alguien», le aconsejó. Ignacio lo resolvió al instante: «Te acompañaré yo». El muchacho no consintió que nadie más interviniera en aquello. Y puesto que la vuelta de Matías tendría lugar cada día a las seis de la mañana, hora también peligrosa —una patrulla se llamaba pomposamente «Patrulla del amanecer»—, Ignacio iría a buscarlo también a la vuelta.

Quedó acordado así y el nuevo ritmo fue iniciado. Camino de Correos, cada noche Matías Alvear se sentía a un tiempo feliz y desgraciado. Feliz, porque pocas cosas en la vida le gustaban tanto como andar por la calle en compañía de Ignacio; desgraciado, porque era realmente triste que a un hombre como él tuvieran que acompañarlo al trabajo.

Eran noches cálidas. Padre e hijo las acribillaban con los mil ojos que presta el temor. Era un trayecto corto, pero se les hacía interminable, pues cualquier silueta podía dejar de ser lo que parecía y convertirse en enemigo. La vaharada que subía del asfalto y de las piedras era aún bochornosa, pues todo el día el sol había estado quemando la tierra. Los transeúntes arrastraban los pies, en mangas de camisa o simplemente en camiseta. En los balcones se veían hombres fumando, y eran frecuentes las lluvias de estrellas. No era raro que se cruzaran con una pareja de milicianos que condujeran, en dirección al Seminario, algún detenido. Una noche les pareció reconocer a uno: el Rubio. Podía ser él, por la sencilla razón de que sonreía. Al llegar a la plaza de San Agustín, llamada ahora plaza de Odesa, miraban las envejecidas escaleras de los cines, que todavía no habían abierto sus puertas. Constantemente, milicianos bajaban corriendo las escalinatas de los urinarios públicos, sin preocuparse de si decían: «Caballeros» o «Señoras». Llegados a Correos, Matías e Ignacio entraban por la puerta lateral que decía «Prohibida la entrada» y que en tiempos utilizara Julio García. Una vez dentro, saludaban a Jaime, y, por descontado, lo mismo si en el edificio había centinela como si no, Ignacio no se iba hasta haber visto a su padre acomodado en su mesa, con su bata gris y el pitillo en la oreja.

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