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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (2 page)

BOOK: Un millón de muertos
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JOSÉ MARÍA GIRONELLA

Arenys de Mar, verano de 1960.

Dijo después Caín a su hermano

Abel: Salgamos fuera. Y estando los

dos en el campo, Caín acometió a su

hermano Abel y le mató.

(GÉNESIS, 4, 8.)

PRIMERA PARTE

Del 30 de Julio al 1 de Septiembre de 1936

Capítulo Primero

Una hora después, todos los milicianos que participaron en la gran operación se habían retirado a sus casas y casi todos dormían. Dormía incluso el catedrático Morales, a quien de repente entraba una gran fatiga. Dormía también Cosme Vila, el cual había abierto la puerta de la alcoba descalzo y de puntillas para no despertar al pequeño. Su mujer le preguntó, en la oscuridad: «¿Qué hora es?» Cosme Vila contestó, desnudándose: «Las cuatro y media».

A las cinco empezó la gran operación del dolor. Mientras hubo estrellas en el cielo y camiones repletos de milicianos recorriendo la ciudad, ningún familiar de ningún detenido, ni siquiera de los que fueron arrancados de sus hogares aquella misma noche, se atrevió a salir. Había corrido la voz de lo que iba a suceder; pero tener miedo no era excusa válida para enfrentarse con las patrullas. Así que, a lo largo de la noche, el alma murió a cada chirriar de neumático y los ojos se clavaron en las rendijas de las persianas. Sólo de tarde en tarde brotaba la esperanza. «Tal vez el nuestro no figure en la lista.» «Tal vez sea cierto que van a trasladar los a la Cárcel Modelo de Barcelona…»

A las cinco en punto empezó a clarear. Por la ciudad planeaba un gran silencio, que al nivel de los primeros pisos parecía solidificarse. Se había retirado la última estrella; tal vez no quedara tampoco ningún miliciano. La luz era extrañamente blanca y parecía ir tocando una por una las cosas.

En aquel momento, en el seno de algunas familias, pocas en comparación con las muchas que permanecían en vela, la duda se hizo insoportable. Los parientes se miraban unos a otros en espera de que surgiera una voz diciendo: «¡Basta!» ¡Oh!, si, basta de incertidumbre, mejor era comprobar. Mejor era saber de una vez si el marido, el hijo, el hermano se habían salvado o habían muerto.

Era preciso salir e ir al cementerio… En cada caso, el audaz, el elegido, se levantó con una mezcla de espanto y decisión: «¡Que Dios te acompañe!» En cada caso, el audaz abrió con timidez la puerta del piso y bajó la escalera sin encender la luz. La puerta de abajo chirrió y el aldabón golpeó por sí solo. Fuera, estaba la calle. Calle tocada por aquella blancura extraña, de mundo recién creado.

Una silueta, dos, cinco, doce… Doce o tal vez veinte siluetas irrumpieron desde todos los ángulos de Gerona y avanzaron pegadas a los muros, a semejanza de aquellas otras que salieron con armas el día de la sublevación. Iban simplemente a comprobar si el marido, el hijo o el hermano se habían salvado o habían muerto.

Algunas mujeres, entre ellas la esposa del profesor Civil, llevaban en la mano un cesto con pan, o un par de botellas de leche, simulando un quehacer urgente; algunos hombres preferían simular que salían de viaje y llevaban debajo del brazo un paquete o envoltorio. En la calle había formas que adquirían a aquella hora un relieve inusitado; así los confesonarios instalados en el Puente de Piedra con el rótulo «Socorro Rojo», sepultando el antiguo apellido del confesor; así una camioneta, la de Porvenir, desvencijada en el mismo lugar en que Teo empezó a llorar; así las banderas…

Encabezaba la comitiva una mujer muy vieja, la madre de aquel muchacho que resolvía crucigramas en el café Neutral. En cuanto alcanzó el imponente muro del cementerio, gimoteó para sí: «¡Déjenme entrar, déjenme entrar!» Detrás, rezagado de unos cincuenta metros, avanzaba también un hombre vestido de negro, de aspecto decidido, que de pronto se quitó la gorra.

El sepulturero y su mujer se habían echado, sin desnudarse, en la cama, pero no dormían. Los ojos abiertos en la oscuridad prestaban oído al menor ruido de fuera, pues la orden que habían recibido era tajante: «Dejad la verja abierta». Nada, pues, les garantizaba que no llegaría otro camión.

El murmullo de la anciana los sobresaltó y de un brinco se levantaron y se plantaron en la puerta, en el momento en que la mujer llegaba al umbral de la verja gimoteando todavía: «Déjenme entrar…»

Los sepultureros, marido y mujer, se miraron, comprendiendo. Por otra parte, oyeron resonar pasos al otro lado de la tapia: era el hombre de la gorra, a punto también de llegar a su destino.

El sepulturero salió a la carretera; y vio a ese hombre y allá lejos, doblando el recodo, reconoció a la viuda de don Pedro Oriol.

El sepulturero decidió no intimidar a los que fuesen llegando. Paso libre. El y su mujer se apostaron en la puerta de su vivienda. ¿Cuántos acudirían a la cita de los muertos? No se sabía. Pronto comprobaron que las reacciones eran parecidas: al ver abierta la verja, los visitantes depositaban en el suelo el paquete, si era voluminoso, o el capazo con las botellas de leche, y de pronto entraban en el camposanto como succionados desde el interior por una fuerza invisible.

Una vez dentro ¿qué hacer? Lo mismo que la anciana y que la viuda de don Pedro Oriol. Taparse el rostro y perforar con un grito la madrugada. Porque los cadáveres estaban allí…, sin haber recibido todavía sepultura. Los cuerpos yacían en el suelo, repartidos entre la ancha avenida central y las dos estrechas avenidas laterales.

Indefectiblemente, cada persona iniciaba su recorrido por la avenida lateral derecha, donde los cuerpos habían sido separados uno por uno, por lo que la identificación era más fácil. ¡Extraño, simultáneo deseo de encontrar el cuerpo amado y de no encontrarlo! La peregrinación era lenta. Cada cuerpo que no era el amado, cada cuerpo ajeno suponía una esperanza. «¡Dios mío! Éste no; éste no…» Los visitantes se tapaban con un pañuelo la boca. En el umbral los cestos y las botellas semejaban víveres raídos allí para alimento de los muertos.

En la ancha avenida central, la pila de cadáveres era tan informe que para inquirir en ella no había otro remedio que tocar los cuerpos, separándolos. El primer visitante que se atrevió a hacerlo, fue el hermano de Juan Ferrer, el primer cautivo llamado en la cárcel. Con cautelosa repugnancia, utilizando incluso el pie, hurgó allí, mientras el hombre de la gorra y tres o cuatro mujer es recién llegadas, esposas de guardias civiles, se acercaban a él como esperando el resultado de la operación.

«¡Dios mío! ¡Aquí está!» Era corriente que la identificación debiera a un detalle mínimo, como un calcetín o la corbata. Pero nadie la daba por cierta hasta tanto no había visto el rostro. Al desplazar el cuerpo, el rostro cambiaba de mueca, como las imágenes en las iglesias al recibir los disparos. Los bustos estaban ya rígidos, petrificados.

Los cadáveres pertenecientes a personas conocidas —el párroco de la catedral; el dueño del establecimiento de música asaltado el primer día— iban siendo identificados por todo el mundo; otros, en cambio, iban quedándose arrinconados, como descartados, como sospechando que nadie los reconocería.

La primera persona que reconoció a su deudo, fue el hijo de aquel hombre que visitaba asiduamente, en el Museo Diocesano, el retablo del martirio de San Esteban. Era un muchacho de veinte años. Al ver a su padre se llevó la mano derecha a la cabeza y se quedó un rato en esta posición, con los ojos tan altos que le minimizaban la frente. Luego se llevó la otra mano a la boca y se mordió, con increíble fuerza, el índice. Finalmente, todo su cuerpo dio una sacudida y, barbotando algo con voz temblorosa, dio media vuelta y a trompicones se fue.

La segunda persona fue la vieja que había gemido: «¡Déjenme entrar, déjenme entrar!» Su hijo, el de los crucigramas, estaba tendido, pero intacto. No se hubiera adivinado por dónde le llegó la muerte. La mujer se desplomó materialmente sobre él, arrancando de sus secos labios movimientos parecidos a besos.

La hermana de uno de los sacerdotes tuvo que bajarle a éste la camisa, que le tapaba a cara, para cerciorarse de que era él. La esposa de un militar, en cuanto hubo examinado los cien cadáveres, desapareció con sigilo, suspirando gozosamente. La esposa del señor Corbera reconoció desde lejos a su marido y, con rara naturalidad, se le acercó, se arrodilló y le cubrió el rostro con un pañuelo.

La viuda de don Pedro Oriol —enlutada, a pesar de la prohibición—, así como la viuda del Subdirector del Banco Arús y el padre del capitán Roberto, de la Guardia Civil, daban pena especial, pues sus muertos, caídos la primera noche, estaban ya enterrados. De modo que no podían sino permanecer mudos ante un montón de tierra removida que les indicó el sepulturero.

Terminada la identificación, las manos empezaron a inquirir con amorosa insolencia en los cadáveres, en busca de un recuerdo: la cartera, el reloj, la pluma, ¡el librito de papel de fumar! En una cajetilla de tabaco, una mujer acertó a descifrar unas letras escritas por su marido: «Nos veremos en el cielo».

En medio de aquel mundo de dolor, se encontraba Ignacio. Al muchacho le costó lo suyo obtener en casa el permiso necesario para salir. El propio don Emilio Santos, al regreso de uno de los innumerables viajes al balcón de la Rambla, le había repetido, en cuanto apuntó el alba: «Sí, es cierto, parece que ya todos se han retirado. Pero no vayas». Sin embargo, Ignacio no podía soportar la zozobra y a las cinco y cuarto en punto, dirigiéndose a su padre, Matías Alvear, y a su madre, Carmen Elgazu, les dijo: «Perdonadme todos. Perdonadme. Pero es necesario».

Dijo esto y se lanzó por la escalera. Al salir a la calle y cerrar la puerta, oyó sobre su cabeza el golpe del aldabón. Ya en el camino, no quiso ocultarse más a sí mismo que le quedaba aún un resquicio de esperanza… ¡Claro que sí! Recordaba muy bien In frase de Agustín, el miliciano: «Llegamos tarde». Sin embargo, Agustín y Dimas no estuvieron en el cementerio, no habían visto con sus propios ojos el cadáver de César… Agustín se lo confesó: «Nos lo dijo Cosme Vila…»

Camino del cementerio, Ignacio vio el letrero del balcón de «La Voz de Alerta». Estaba roto, sólo se leía: «Dent…» Más adelante, ya en la orilla del río, vio los cuarteles al otro lado, con los nombres de Marx y Lenin. Un poco más allá, divisó a lo lejos el edificio de la escuela en que Marta se hallaba escondida.

Al llegar a la verja le temblaron las piernas. ¡Santo Dios! La luz iba derramándose por el rectángulo de los nichos; el verde de los cipreses era profundo. No reconoció a nadie, sólo miraba al suelo. Sin saber por qué, empezó su recorrido por la galería a su derecha.

En el primer cadáver reconoció al Delegado de Hacienda, que con frecuencia iba al Banco. Ignacio se quedó clavado. Luego lanzó una mirada panorámica a todo lo largo y le pareció que allí estaba César. Sorteando felinamente a varias mujeres, avanzó unos metros. La arena crepitaba enfáticamente bajo sus pies y se sentó fa rodeado de sollozos que a veces le parecían que brotaban de él mismo.

César no estaba allí. Ignacio dio media vuelta y, sin mirar a nadie, sólo a los panteones y a las cruces, se dirigió a la avenida Izquierda, en la que inmediatamente descubrió que Cosme Vila y Agustín no habían hablado porque sí y que sus padres y don Emilio Santos estaban en lo cierto: tendido en el suelo, de espaldas a él, muy cerca, con las piernas separadas y terriblemente inmóvil, yacía César.

Ignacio ahogó un grito y sus pies se hundieron en la tierra. César tenía la cabeza echada para atrás e Ignacio le veía una sola oreja, increíblemente amarillenta. Un ser frío —un lápiz frio— había escrito en un papel el nombre de César y hubo alguien que disparó verdaderamente contra él. Ignacio quería hincar una rodilla, pero no podía. Algo, removiéndosele en lo más hondo, le nubló los ojos, le nubló incluso el dolor. Por unos momentos sintió un odio tan acerbo, que cerró los puños en signo de rebelión. Se rebeló contra el lápiz frío que escribió el papel, pero también contra quien, desde una altura inlocalizable, dirigía los destinos de los seres, decretaba su principio y su fin. ¡Atención! A su alrededor, docenas de cruces se destacaban contra el cielo gris de la madrugada. Ignacio veía aquella cabeza rapada echada para atrás, y no se movía. Como un relámpago recordó que había dado en ella muchas palmadas: «¡Hola, santurrón!», y de pronto descubrió que, pese al barro y a la sangre, la actitud del cuerpo de César —el rostro no lo veía— era de perfecto reposo.

Entonces avanzó, con la absoluta certeza de que también el rostro de César expresaría una tranquilidad dulce… ¡Ah, ahí tuvo la revelación! Apenas lo vio, Ignacio se llevó la mano a las mandíbulas y miró hacia otro lugar. El rostro de César estaba desfigurado. No era rostro, era un amasijo coagulado. Nada quedaba de él. Ignacio no se atrevió a mirar de nuevo. ¿Por qué todo aquello? Su primer impulso fue huir.

No lo hizo, y allá quedó, obligando a otros buscadores a sortearlo a él con agilidad felina. Así, pues, era posible ir tejiéndose un rostro con una vida hermosa y que el remate fuera una descarga entre los dos ojos que convirtiera este rostro en una monstruosidad. Sin saber por qué, le vino a la memoria un salmo que aprendió en el Seminario: «Pusieron los cadáveres de tus siervos para nutrir a las aves del cielo, sin que hubiera quien les diera sepultura».

Por último, y puesto que era forzoso seguir viviendo, se volvió, miró de nuevo a su hermano y se arrodilló a su lado. E incluso halló, no supo dónde, el valor necesario para buscar un recuerdo entre los restos de César. Pero he ahí que César no llevaba sobre sí absolutamente nada… Ni un reloj, ni una llave, ni un lápiz, ¡mucho menos una sortija o una cajetilla de tabaco! César no necesitaba nada ni para vivir ni para morir. Entonces, Ignacio le desabrochó la camisa en busca de la medalla que le regaló mosén Alberto; y con sólo tocarla, la cadenilla se le quedó en la mano, cedió.

Esto le bastó a Ignacio. Besó una rodillera de César y se levantó. Comprendió que nada más podía hacer, puesto que no se le ocurría rezar una oración. Se santiguó, dio media vuelta y se abrió paso hacia la salida, evitando a dos hombres extrañamente Impasibles, que tenían aire de simples curiosos, uno de los cuales llevaba una corbata roja.

En la puerta, insospechadamente, se acercó a Ignacio el sepulturero y le preguntó si la familia tenía en propiedad un nicho. Ignacio quedó desconcertado. Oír una voz que hablaba sin llorar, y de algo concreto, lo aturdió por completo. No acertaba a responder.

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