Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (65 page)

BOOK: Un millón de muertos
10.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un par de veces fueron al Frontón Chiqui ¡y apostaron y perdieron! «Bueno, creí que ahí tenías influencia.» En el frontón había siempre seres solitarios que miraban con frecuencia a la puerta de entrada, como temiendo la aparición de alguien. También con frecuencia visitaban a Ezequiel en el Fotomatón. Ezequiel los atendía bien, los saludaba con títulos de películas y los retrataba gratis, e incluso le hizo a la muchacha una caricatura muy graciosa; pero cada vez, al despedirse, depositaba con disimulo un papel en la mano de Ignacio, papel que decía invariablemente: «Farsante, ¿y Marta?»

Ana María se avergonzaba de su casi felicidad. ¿Y la guerra? ¿Y su padre en la Cárcel Modelo? ¿Y su madre, en el campo, con lo que le desagradaban los animales? ¿Y los detenidos del
Uruguay
y el fracaso de Guadalajara?

A su manera, la muchacha tenía ideas propias y a menudo, cuando Ignacio pretendía deslumbrarla con algún tema fuera de lo común, Ana María se le anticipaba y daba su opinión. Por ejemplo, ella creía que Ignacio tenía perfecto derecho a incendiar los almacenes de la iglesia de Pompeya. Y estaba de acuerdo con Moncho respecto del libre albedrío: «¿Libre? ¡Ja, ja! Yo me esfuerzo en no quererte, y ya ves: aquí, encadenada.» No creía que el amor fuese egoísmo. «Yo lo daría todo por ti.» Pero tampoco creía que amar mereciese por sí una recompensa. «¿Por qué recompensa? El amor llega y ¡pum! ¿Qué mérito tengo yo? Ninguno. Me cosquilleaste los pies debajo del agua y ¡hale! chiflada, hasta hoy.»

Cuando advertía que Ignacio estaba en vena, le facilitaba las respuestas.

—¿Todavía te gustaría deslizarte sobre el agua?

—Tú eres el agua.

—¿Te acuerdas del sol rebosante en la arena?

—Tú eres el mar.

—¿Y de aquel concierto de guitarra en la Colonia de San Feliu de Guixols?

—Tú eres cualquier hermoso rumor.

Una cosa molestaba a Ignacio: que Ana María le hablara tan a menudo y con tanta vehemencia de Gaspar Ley, el hombre que la tenía alojada en su casa.

—¿Qué hay de excepcional en ese señor? Administra un frontón, de acuerdo. ¿Y qué más? ¿Por qué dices que es un tipo excepcional?

—Porque lo es. Sube a casa y te convencerás.

—¿Subir yo? ¡Vamos!

Tenía celos. Y era que Ana María le gustaba cada vez más. Era valiente y eficaz. Su padre, en la Modelo, podría dar fe de ello. Y Gaspar Ley y Charo, la esposa de éste. Todo lo hacía con singular desparpajo y alegría. A menudo la muchacha pasaba por la calle de París, mirando los balcones de la oficina de Sanidad. Y era raro que Ignacio regresara a la pensión sin encontrarse con una nota de Ana María en el casillero. A veces era sólo el nombre,' Ana María, o el envoltorio de un terrón de azúcar utilizado por Ignacio en el café, o un billete de Metro. A menudo le escribía postales representando algún paisaje o monumento gerundense, sobre todo la Dehesa, las escalinatas del Seminario o los arcos de la Rambla.

Un día, la muchacha le miró con fijeza y le conminó:

—Prométeme que no te pasarás a la otra zona… Prométemelo.

Ignacio le sostuvo la mirada.

—¿Hablas en serio?

Ana María cruzó con timidez las manos en el regazo. Luego contestó:

—Si y no.

Los dos callaron. Se encontraban en el andén de «Liceo». Los trenes llegaban, final de trayecto, y se volvían, mientras arriba la ciudad vivía envuelta, en un halo rojizo compuesto de luz, de humo de fábricas militarizadas, de pasiones súbitas y del enorme sol de abril, que acababa de morir.

Otro día, Ana María le preguntó:

—¿Por qué no me das el número de teléfono de Pilar, en Abastos? La llamaría desde casa. Le daría una sorpresa.

TERCERA PARTE

Del 31 de Marzo de 1937 al 25 de Diciembre de 1937

Capítulo XXVIII

Los alemanes instalados en la España «nacional» observaban y luego comentaban; los italianos solían proceder a la inversa, lo cual no implicaba que cometieran más errores, pues con frecuencia su intuición se mostraba certera.

Los dos representantes más calificados de Italia, el diplomático y el del partido fascista, tenían poco en común. El embajador, Roberto Cantaluppo, hombre de exquisita sensibilidad, se hacía notar por su prudencia y sentía un respeto innato por los derechos del prójimo; el vanidoso delegado fascista, Aleramo Berti, presentaba las cosas —y se las presentaba a sí mismo— a la medida de sus deseos, era un poco cínico y cuando decía Italia parecía decir: «Imperio Romano». El talante del embajador era el mismo en público que en privado; en cambio, el ególatra delegado del Fascio era tímido en su casa, y sus tres hijos, de menos de diez años, le hacían una perrería tras otra desde por la mañana hasta por la noche.

Los dos representantes más calificados de Alemania diferían también mucho entre sí. El embajador, ex general Faupel, que había estado unos años en Argentina y que en tiempos fue jefe del cabo Hitler, era un caballero extremadamente concienzudo y formal, aunque de inteligencia poco elástica; el delegado nazi, Schubert de apellido, inseguro al enfrentarse con los meridionales, disponía de una rotunda fuerza interior y ni siquiera delante de sus hijos ocultaba su creencia en la superioridad de la raza aria.

También diferían entre sí los hombres que personificaban la Alemania y la Italia combatientes. El representante italiano era Salvatore, el ahijado de Marta, muchacho dinámico, que lo mismo disertaba sobre política que sobre los problemas de la desratiza ción de los barcos mercantes, o sobre el clima australiano. Por supuesto, se mofaba de Aleramo Berti, excepto cuando éste se refería a Guadalajara, donde Salvatore cayó herido. El representante de los combatientes alemanes no era un soldado raso; era el comandante Plabb, oriundo de Bonn y jefe de unas baterías antiaéreas. El comandante Plabb era hombre sin doblez, por lo que le incomodaba tener que escribir a su familia mintiendo, describiéndoles el Mar Báltico en vez de la llanura castellana o el maravilloso paisaje de Asturias. En ningún momento cumplió la consigna de no hablar de política con los españoles. Rebosaba nazismo por el uniforme y aprovechaba cualquier ocasión, incluso estando con mujeres, para catequizar a su auditorio.

En la práctica, y pese a defender intereses comunes, alemanes e italianos chocaban, tanto en el frente como en la retaguardia. En Sevilla, los italianos no podían soportar que los alemanes en pleno invierno se bañasen en el Guadalquivir. «Eso no es serio», decían. Por su parte, los alemanes no soportaban la retórica italiana en los cafés y en los tranvías. «Siempre parece que han descubierto una mina de oro o que andan cazando mariposas». Los aviadores alemanes despreciaban a los infantes italianos y éstos se vengaban pisándoles al pasar u orientándolos erróneamente si les pedían unas señas o las propiedades de cualquier bebida que desconocieran.

Por parte italiana, posiblemente era Aleramo Berti quien mejor había aprendido español y se había familiarizado con la idiosincrasia española. «A los españoles no les gusta que se les llame ignorantes, pero no se ofenden si hábilmente se les demuestra que lo son.» Por parte alemana, sin duda el comandante Plabb era el que más progresos había hecho. Cierto, el sanguíneo y vital técnico en antiaéreos se había dedicado intensamente a la gramática y al diccionario, y además había prestado mucha atención a la gente del país, lo cual le obligó a replantearse buena parte de sus primeras impresiones. Por ejemplo, ya no hablaba de los requetés con la ligereza con que lo había hecho en sus contactos con Núñez Maza y con el propio Aleramo Berti. Los había visto emprender marchas agotadoras llevando una cruz delante y cantando el rosario, y pese a entender que se trataba de superstición, admitió que ésta tenía grandeza. «Al fin y al cabo, es necesario tener un ideal.» También le sorprendió la importancia de la organización prostibularia. Había muchas prostitutas en España y, recordando la advertencia que les fue dada en el puerto de Hamburgo: «la mujer española es recatada», se dijo que en el fondo la solución era inteligente: «Un buen surtido de carne profesional y el resto de las mujeres, fieles y en paz.» Siempre le decía a Schubert: «No sea usted timorato. Los españoles estiman los alemanes y nos hacen caso. Aconséjelos, sobre todo a Hedilla y a los falangistas. Y si fracasa usted, insista a través de Berlín».

Aleramo Berti era un escéptico con respecto a la posible fascistización de España. «Italia es un pueblo anárquico en los detalles y en el porte exterior; pero cuando intuye que la empresa es grande, obedece. En toda la historia hemos sido así; en cambio, los españoles han perdido el hábito de creer que hay capitanes y palabras que merecen perpetuarse.» Salvatore se reía de tales generalizaciones. «Vuelves la frase del revés —le decía a María Victoria, mientras ésta le vendaba la mano— y todos tan contentos.»

El caso es que las predicciones de los alemanes e italianos respecto a los proyectos del general Franco, proyectos cuyo mensajero fue Núñez Maza, se manifestaron verídicas y obraron sobre unos y sobre otros como espina irritativa. Los alemanes irguieron el busto y los italianos tiraron al suelo el cigarrillo sin fumar: Franco anunció oficialmente que iba a proceder sin pérdida de tiempo a la unificación del Requeté y de la Falange, creando el Partido Único.

Aleramo Berti se calló y en casa fue más que nunca el payaso de sus hijos; en cambio, Schubert mandó a Berlín otro de sus prolijos informes. De cualquier manera ambos delegados coincidieron en profetizar dramáticos acontecimientos provocados por el anunciado decreto. Cierto que, pulsando determinados ambientes, la cosa parecía inevitable, pues las reacciones eran varias y había comentarios para todos los gustos. Mientras los Anselmo Ichaso estaban dispuestos a acatar la Unificación, a condición de que el jefe que se nombrara no fuera falangista, muchos falangistas accederían a ponerse boina roja sólo en el caso de que el jefe no fuera requeté. Por otra parte, Hedilla, Núñez Maza y otros jerarcas de la Falange, reunidos en cónclave en Salamanca, acordaron Oponerse de modo rotundo al proyecto, sin admitir componendas. Finalmente, sobre unos y otros gravitaba una masa mayoritaria que estimaba que la medida era racional y que Franco acertaría a encauzarla del modo más pertinente. De esta masa formaban parte José Luis Martínez de Soria, Mateo, «La Voz de Alerta» y Javier. «La Voz de Alerta» sentenció: «La decisión es justa y Franco no se detendrá ante nada».

Acertó. Al margen de la opinión de unos y otros, la Unificación fue un hecho. El día 19 de abril salió publicado el decreto. Los falangistas conservarían la camisa azul y llevarían boina roja; los requetés conservarían la boina roja y llevarían camisa azul. Los dos himnos serían oficiales y obligatorios: El
Cara al Sol
y el
Oriamendi
. El organismo se llamaría Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Su único jefe, el general Franco. El Consejo Nacional estaría formado por seis falangistas y seis requetés. La ocasión era solemne, los decretos suplementarios garantizarían el cumplimiento de la orden y el júbilo había de ser ruidoso en toda España. Todos aquellos que en la chabola de Salazar votaron en contra, así como otro reducido número de falangistas que luchaban en torno a Hedilla, se dispusieron a ser consecuentes con su juramento. La idea de asesinar a Franco, que cruzó meteóricamente por el cerebro de Montesinos, se desflecó en el interior del muchacho, y los demás no se acordaron de ella siquiera. En cambio, se creyó en la posibilidad de crear en Salamanca un estado de conciencia, y al efecto Hedilla cursó instrucciones a los falangistas del Norte, especialmente a sus conciudadanos de Santander, para que abandonasen el frente y se concentraran «en la histórica ciudad de Unamuno». En resumen: se declararon en rebeldía.

Sin embargo, el plantón tuvo escasa resonancia. Hedilla, mecánico de Santander, inteligente, autodidacto, pero soberbio y carente del necesario poder personal, no consiguió una movilización eficaz. Por otra parte, el entusiasmo popular era enorme e incuestionable, desbordándose con motivo de los festejos organizados para celebrar la publicación del decreto. Y, como remate, a los pies de uno de los falangistas rebeldes estalló una granada de mano, lanzada por un falangista sevillano adicto a Franco, y la muerte instantánea de aquél dio a los amotinados idea cabal de lo que acontecería si se encerraban en su actitud.

Hedilla se sintió abandonado a sus fuerzas y desorientado. Y el final de la aventura no tardó en llegar: él y sus colaboradores más directos, entre los que figuraban Mendizábal y Montesinos, fueron arrestados y encarcelados. Los demás se retractaron a tiempo y entre éstos figuraba Núñez Maza, el cual desapareció en dirección al frente de Madrid, dispuesto a martillear a los «rojos» internacionales o dinamiteros, comunistas o de la FAI, cantando las excelencias de los veintisiete puntos de José Antonio. Schubert comentó: «Ese Núñez Maza es una alhaja. Es bajito, pero es una alhaja». Por su parte, el comandante Plabb sentenció: «Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. Franco era un jefe sin partido y la Falange un partido sin jefe. Pero tampoco los monárquicos sacarán tajada. Aquí quien gobernará será esa mano de Santa Teresa que Franco lleva siempre consigo»

Un industrial barcelonés, del ramo de la confección, recién entrado en la España «nacional», se frotó las manos: «¡Faltarán millares de camisas azules y millares de boinas rojas!», exclamó. Pidió permiso para montar una fábrica y «La Voz de Alerta» le dijo: «Si te vas a Sevilla, Queipo te lo arreglará. Consigue un crédito bancario y Queipo te facilitará el montaje de la fábrica. ¡Pero date prisa, que todo el mundo reclama ese uniforme!»

Era cierto; el júbilo aumentaba por horas, como si la Unificación fuera algo esperado desde siglos. Los requetés hablaban de luceros y los falangistas de reyes, sin que se les trabase la lengua. La propaganda caló sin dificultad en las masas adictas y entre los simples combatientes. Fuera de eso, se rumoreaba que Franco iba a dar una satisfacción a la retaguardia que la compensaría del fracaso de Madrid: emprendería la anunciada y fulminante acción contra Bilbao y acabaría luego con el frente Norte. Esta idea aguijoneó a la multitud. Y por primera vez sonó el nombre de «Caudillo» refiriéndose a Franco. ¡Caudillo! Salvatore, convaleciente de su herida, en el hospital de Valladolid, recordó: «El Duce empezó a ser llamado Duce en 1922». El comandante Plabb, de nuevo en el frente del Norte, dijo: «El Führer empezó a ser llamado Führer en 1933». En 1937, una parte de España iba a ensayar el caudillaje… en el momento en que estallaba en la tierra la primavera y en que el Papa publicaba en Roma una Encíclica condenando con impresionante energía la doctrina nazi.

BOOK: Un millón de muertos
10.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Nine Rarities by Bradbury, Ray, Settles, James
Grace Under Pressure by Hyzy, Julie
Honeydew: Stories by Edith Pearlman
Beloved Forever by Kit Tunstall
Rough Men by Aric Davis
Turn It Up by Inez Kelley


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024