Paz Alvear era ya una muchacha con cabellera normal. Había dejado de ser monstruo y podía salir a la calle sin pañuelo en la cabeza. Seguía vendiendo tabaco por los cafés; sin embargo, Venancio, que tenia con ella vastos planes, le encargó una misión halagadora: ir a Segovia, a entrevistarse con la viuda del heroico agente que murió en manos del SIFNE, que murió «para que el Dionisio real pudiera actuar impunemente».
—Entrégale esta cantidad. Y dile que nunca les faltará nada, ni a ella ni a sus hijos.
Paz Alvear cumplió el servicio con emoción. La mujer exclamó:
—¿Dices que no me faltará nada? ¡Me faltará todo! Mi marido ha muerto.
Paz Alvear regresó en tren a Burgos, conmovida. En el trayecto, sin saber por qué se acordó de Mateo. «¿Qué habrá sido de aquel fascista, novio de Pilar…?» A Paz le hubiera gustado conocer a Pilar y a Ignacio. «¡Todos fascistas! Dura es la guerra…»
Dura e interminable… lo mismo en Burgos que en Gerona. En efecto, de acuerdo con la opinión de Ignacio —«algo tienes que hacer»— y vencidas todas las resistencias y escrúpulos, Pilar obtuvo una plaza en la Delegación de Abastos. La intervención de Olga fue decisiva. «Comprendo, comprendo —dijo la maestra, al recibir la visita de Pilar—. No me des ninguna explicación.» El día primero de abril, la chica empezó a trabajar. Las oficinas estaban instaladas en un piso recién incautado, que perteneció a uno de los hermanos Costa. Mientras éstos, en Francia, se entrevistaban con el notario Noguer —¡el trasiego de barcos y armamento empezaba a atraer su vocación industrial!—, las paredes de dicho piso de Gerona se llenaban de gráficos y estadísticas alimenticias y de retratos revolucionarios. Debajo de uno de estos retratos, exactamente el de Engels, Pilar rellenaba a mano y en catalán cartillas y más cartillas de racionamiento, ¡a las órdenes de la Torre de Babel! La Torre de Babel era su jefe inmediato. «Me pasan de un Alvear a otro», había dicho el empleado del Banco Arús. La Torre de Babel con sólo hacer la instrucción descubrió que su temperamento guerrero era escaso, que sólo le apetecían los Servicios auxiliares, y consiguió que en la Caja de Reclutas certificaran que tenía sombras dudosas en los pulmones.
Pilar no podía con su corazón. «Aunque sea rellenar cartillas, esto es colaborar.» Además, varios compañeros la miraban esquinadamente. Su consuelo fue Asunción, su antigua amiga, hija de militar. Trabajaba allí, en la misma sección. «Claro, como ellos no saben escribir, necesitan de nosotras.» Asunción les temía a los arranques de Pilar. «Mucho cuidado —le advirtió—. Aquí, dos únicos temas de conversación: trapos y cine.»
El trabajo de rellenar cartillas le dio a Pilar idea cabal del escaso número de apellidos gerundenses que conocía. Nombres y más nombres que no había oído jamás. A veces procuraba imaginar un rostro o una peripecia detrás de un apellido determinado. «¿Florencio Portas? Debe de ser albañil.» «¿Loreto Rutllán? Mujer gorda, con tres hijos.» «Te equivocas —rectificaba Asunción—. Mira lo que pone ahí. Soltera.» Cuando encontraba el nombre de una persona amiga, se esmeraba en escribirlo. Deseaba que le correspondiera la letra S para poder escribir Mateo Santos, pero se quedó con las ganas. En cambio, Asunción consiguió la letra A. «Ahí están los Alvear», dijo. Mientras escribía ¡con letra redondilla! el nombre de Ignacio, tuvo una idea y la expuso a Pilar.
—¿Qué te parece? No creo que se dieran cuenta si incluyera el nombre de César. Tendríais una ración más.
Pilar se quedó lívida. Se afectó lo indecible y casi se le saltaron las lágrimas.
—¿Cómo te atreves?
—Perdona, chica. No quise ofenderte.
No, no se había ofendido. Pero ocurría que Pilar vivía con los nervios en tensión. En la calle, Murillo, que parecía estar esperándola en las esquinas, la miraba con desfachatez e incluso silbaba a su paso; y en la oficina, sus compañeros decían con machacona frecuencia «cochinos fascistas» y semanalmente había de presenciar cómo los dos técnicos rusos que dirigían la fábrica Soler se entrevistaban con la Torre de Babel y recibían un vale oficial que hubiese satisfecho con creces a cinco familias numerosas.
Dos noticias para Pilar; una buena y la otra mala. Las hermanas Rosselló se cruzaron con ella en los porches de la Rambla y, parándose un momento, le entregaron con disimulo una nota. Era una nota escrita de puño y letra por don Emilio Santos, ¡el día de Navidad!, en la que el padre de Mateo les comunicaba que hasta dicha fecha estuvo detenido en Barcelona, en la Cárcel Modelo, pero que de un momento a otro iba a ser trasladado «no sabía dónde». «¿Adónde? —se preguntó, aterrorizada, Pilar—. ¿Y por qué aquel retraso en recibir la nota?» Se fue corriendo a casa, avergonzada más que nunca de no colaborar con Laura y con las hermanas Rosselló, y decidieron pedirle a Ezequiel que visitara a don Emilio y cuidara de él todo lo posible.
La buena noticia, mejor que buena, le llegó a Pilar por intermedio de David. Se trataba de una postal que llevaba matasellos francés, de Toulouse, postal de firma ilegible pero cuya letra fue reconocida al instante por Pilar: era letra de Mateo. Iba dirigida a la muchacha. Pilar se quedó mirando a David, con la cartulina temblándole en la mano.
—Pero…
David sonrió.
—Olga se ha tropezado con la postal en Correos, al censurar la correspondencia extranjera. «¿Quién puede escribir a Pilar, desde Francia?» —me ha preguntado—. No era muy difícil adivinarlo, ¿verdad?
Pilar no acertaba a decir nada.
—¡En fin! Aquí tienes la postal…
Pilar ofreció la mano a David.
—Muchas gracias, David.
David la saludó, con su emotividad de siempre, mientras la chica echaba de nuevo a correr hacia su casa quemando la distancia.
* * *
La guerra larga se llevó también a Ignacio. Quince días antes de que su quinta fuese llamada, previéndose que la cosa era inevitable, el muchacho tomó la decisión. Se entrevistó con Laura, la cual lo desanimó definitivamente respecto a las posibilidades de escapar a Francia. Llevaban mes y medio sin organizar ninguna expedición, pues las dos últimas habían costado la vida a siete personas. «Hay que esperar. Esperar a que los carabineros y los milicianos recobren la confianza y se descuiden de nuevo.»
Ignacio decidió intentar su ingreso en Sanidad, en calidad de voluntario. Julio lo recibió en su casa, abierto el rutilante mueble-bar. A su lado doña Amparo, luciendo un largo collarete de fabricación francesa.
—¿Adónde quieres ir?
—A Madrid.
—¡Caray! Y lo dices así, Madrid…
Ignacio vaciló unos momentos.
—Bueno. Si Madrid no puede ser, Barcelona…
—Ya.
Julio estaba serio, más serio que de ordinario.
—Dime una cosa, Ignacio. ¿Qué entiendes tú de Sanidad?
—Lo mismo que usted de comprar ametralladoras.
La respuesta le salió al muchacho como una flecha, y dio en el blanco. Julio se volvió hacia él y sonrió. Sus ojos dijeron: «Eres chico listo».
—Si estoy en lo cierto —agregó el policía, lo que necesitas s Sanidad, pero un trabajo de oficina, ¿no es eso?
Ignacio asintió. Luego dijo:
—De todos modos, me he preparado un poco. Examíneme si quiere.
—Vamos a ver —Julio se reclinó en el mueble-bar—, ¿cuántos huesos tiene mi mujer?
—¡Julio! —exclamó doña Amparo.
—Trescientos veintisiete —contestó Ignacio.
—¿De qué substancias básicas se compone?
—De hierro, cal, agua, azúcar y sangre.
Doña Amparo, azorada, miraba alternativamente a los dos hombres.
—Pero… ¿qué estáis diciendo? ¿Qué os pasa?
—¡Bravo, muchacho! —subrayó Julio, haciendo caso omiso de su mujer—. Trato hecho. Cuenta con la plaza, en Barcelona.
Julio confiaba en don Carlos Ayestarán, ex comisario de Sanidad en la Generalidad de Cataluña, y por entonces Administrador Jefe de un gigantesco almacén de medicamentos con destino al frente, instalado en la que fue iglesia de Pompeya, en Barcelona, Dicho almacén era, de hecho, el que nutría todos los hospitales y ambulancias del frente de Aragón.
Cuarenta y ocho horas le bastaron al policía para obtener la respuesta afirmativa.
—Preséntate a don Carlos Ayestarán con esta carta mía… Es un caballero, recuérdalo. Mucho más decente que yo. Él te pondrá en contacto con un sobrino suyo, con el que sin duda te conviene relacionarte. Tiene tus ideas… Sí, eso es. Le conozco poco, pero me consta que tiene tus ideas. Se llama Moncho y está con don Carlos en la oficina, aunque creo que trabaja también unas horas en el Clínico.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Moncho. Me pidió perdón por llamarse así. Un tipo listo.
Ignacio miró a Julio García. ¡Cuántos favores le debían ya! Imposible no desearle lo mejor.
Ignacio se acercó a doña Amparo para despedirse, y le besó con naturalidad la mano.
—¡Vamos, chico! Ni que fuera una señora de Londres… —Dona Amparo añadió—: Que tengas suerte, Ignacio… Ya sabes que lo deseo de verdad.
—Ya lo sé.
Ignacio se volvió hacia Julio.
—Bueno… —El muchacho no sabía qué decir.
—No digas nada. Recuerdos…
El policía acompañó al muchacho a la puerta. En el pasillo, le puso cariñosamente la mano en el hombro.
—Julio…
—Déjalo estar… —Julio marcó una pausa—. A Barcelona, tranquilo. —Luego añadió, inesperadamente—. Tranquilo, y a sabotear lo que puedas.
Ignacio se paró en seco.
—¿Qué le ocurre, Julio? ¿Por qué ha dicho eso?
Julio no se inmutó.
—Porque sí… Porque lo harás. —Luego añadió—: Y me parece muy natural.
Una vez más, Ignacio hubo de reconocer que Julio era astuto. Porque sabotear fue desde el primer momento su verdadera intención. Sabotear cuanto le fuera posible, haciendo caso omiso de las constantes amenazas que al respecto publicaban los periódicos.
En el piso de la Rambla, la escena de despedida fue un tanto patética, pues todos sabían que lo que Ignacio pretendía era pasarse cuanto antes «al otro lado», razón por la cual hubiera preferido ser destinado a Madrid.
—¿Y si se te presenta una oportunidad en seguida? —le dijo Carmen Elgazu, abriendo las manos y pegándolas a las mejillas de Ignacio—. ¡Hijo, ya no volveremos a verte!
—¿Cómo va a presentárseme estando en Barcelona?
—No lo sé…
Evitaron la despedida en la estación. Los abrazos tuvieron lugar en el piso de la Rambla. Carmen Elgazu le preparó a Ignacio la maleta, con el mismo amoroso temblor que cuando se la preparaba para el Seminario. Matías procuraba ser fuerte, pero carraspeaba sin cesar y sus ojillos parecían eléctricos. «Anda, chico… Escribe a menudo.» Pilar se colgó del cuello de Ignacio y repitió por centésima vez:
—¿Qué haremos sin ti?
Ignacio se fue, vestido de paisano. Se fue para la guerra larga. Dejaba atrás mundos, amores y paz. En el tren le dolían las rodillas, no podía estarse quieto. El mes de abril había estallado y ello se anunciaba con timidez en el cielo y en los campos. Ignacio fumaba, sin pensar. Sentía y soñaba, no podía pensar. Era un tren lento, abarrotado, que le recordó el que los trajo de Málaga a Gerona. Gente triste, mucha gente, humo y carbonilla que se metían en los ojos y en la boca. Le obsesionaba la figura de un recadero dormitando —el mismo trayecto desde hacía treinta años— y también el timbre de alarma. Éste era una manecilla sólida que invitaba a levantarse y a tirar de ella. «¡Detenerse, detenerse! ¡Muchacho inquieto, de veinte años, marcha contra su voluntad para la guerra larga! Dispuesto a sabotear…» Debajo del timbre de alarma, una placa de metal dorado amenazaba con multar a quien parara el tren sin motivo justificado.
Ignacio llegó a Barcelona a las ocho de la mañana. Antes do presentarse en la oficina de Sanidad, a don Carlos Ayestarán, quiso resolver el problema del alojamiento. Su intención era pedirle a Ezequiel que lo admitiera en su casa, hasta tanto no encontrara una pensión que le ofreciera garantía de seguridad. Subió a la calle de Verdi. El fotógrafo, con su buen humor de siempre y el gracioso lacito en el cuello, lo recibió con extrema cordialidad, al igual que Rosita.
—Nos encantaría, nos encantaría poderte solucionar eso. Lo malo es que tenemos arriba a mosén Francisco, ya sabes. La cama que ocupó Marta, la ocupa ahora el vicario. ¿Qué te parece, Ignacio? ¿No será mucho jaleo? ¿No nos meteremos todos en un lío?
El tono con que Ezequiel habló y la expresión de Rosita tranquilizaron a Ignacio.
—Esto se arreglará —terció Rosita—. Hay que encontrar la manera…
—Dormiré donde me digáis —interrumpió Ignacio—. Y sólo por unos días, mientras busco una pensión.
Ezequiel movió sus brazos como hélices.
—¿Qué te parece, Rosita?
—Estoy pensando.
—Podría dormir con el vicario. A su edad no es el ideal, pero…
—¡Ya está! —exclamó Rosita—. Puede dormir en la habitación de mosén Francisco, en un diván. Le arreglaremos un diván. En el barracón del patio hay un somier y… ¡de acuerdo, Ignacio! Puedes quedarte.
—Muchas gracias.
Ezequiel le habló de mosén Francisco. El vicario había conseguido la documentación de un miliciano que murió en el frente y andaba todo el día por ahí, con un mono azul y la cabeza vendada, simulando estar herido.
—¿Y qué hace en la calle? ¿Sigue confesando?
—Todo. Lo hace todo.
Rosita intervino.
—Hay una cosa que ni siquiera Ezequiel la sabe, que sólo me la ha dicho a mí: entre las vendas, en la cabeza, esconde las Sagradas Formas y cada día las reparte por el barrio, entre los enfermos.
—¡Vaya…! Conque ¡esas tenemos! De modo que…
—No te enfades, Eze… Algo hay que hacer, ¿no?
Ignacio quiso subir al piso a saludar a mosén Francisco. Lo encontró durmiendo aún y el muchacho no lo despertó. Permaneció unos minutos contemplando aquel cuerpo tendido en la cama. La cabeza vendada le daba a mosén Francisco un aire monstruoso. Por otra parte, el vicario roncaba y respiraba con dificultad. «¡Si pudiera adivinar lo que está soñando!» En la mesilla, el mismo frasco de agua de colonia que usó Marta. En las paredes, pájaros y flores de papel. Por entre los postigos penetraba un rayo de luz y se oyó fuera una voz potente: «
¡La Soli!… ¡El Diluvio!
»
Ignacio bajó. Ezequiel estaba a punto de salir para el Fotomatón. Rosita le dijo al muchacho:
—Comeremos puntuales. A la una y cuarto. ¿Te gustan los garbanzos?