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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos

 

Continuación de la trilogía iniciada con
Los cipreses creen en Dios
. Narra las peripecias de los miembros de una familia, la familia Alvear, a lo largo de la Guerra Civil, ilustrando los lances tanto dramáticos como emotivos con relación a los dos bandos.

José María Gironella

Un millón de muertos

Tetralogía de la Guerra Civil - 2

ePUB v1.2

EfeJota
25.02.13

Título original:
Un millón de muertos

© José María Gironella, 1961

Editor original: EfeJota (v1.0 a v1.2)

Corrección de erratas: dekisi

ePub base v2.1

A todos los muertos

de la guerra española 1936-1939

Aclaración indispensable

El primer volumen de mi anunciada trilogía, titulado
LOS CIPRESES CREEN EN DIOS
, abarca la época inmediatamente anterior a la guerra civil, es decir, la época de la República, que empezó en abril de 1931 y terminó en julio de 1936. El presente volumen, titulado
UN MILLÓN DE MUERTOS
, es la continuación de aquél y abarca entero el período de la guerra, que duró desde el 18 de julio de 1936 hasta el 1 de abril de 1939. Para completar el ciclo faltará, pues, el tercer volumen, dedicado a la época actual, la posguerra, volumen cuyo esquema está ya trazado, pero que ofrece singulares dificultades, debido a la interferencia de la contienda mundial 1939-1945, a la dinámica odisea de los exilados y a la instauración, en nuestro país, de un sistema de hechos y actitudes espirituales que sigue en plena vigencia.

UN MILLÓN DE MUERTOS
es la continuación automática de
LOS CIPRESES CREEN EN DIOS
por tanto, la novela sólo tendrá sentido para quien conozca la anterior. La familia Alvear sigue siendo el eje psicológico de sus personajes, cuyo censo u nómina la guerra modifica fatalmente, y la ciudad de Gerona sigue siendo su eje geográfico, eje que poco a poco, al compás de los episodios bélicos, se amplía tentacularmente, basta alcanzar los cuatro confines de España.

El libro se inicia en Gerona, con la visita de Ignacio al cementerio, en busca del cadáver de su hermano César, y finaliza con el estremecimiento que produjo en todo el territorio la publicación del último parte de guerra.

Mi propósito ha sido dar una visión panorámica, lo más cancelante posible, de lo que fue y significó nuestra contienda, procurando
simultanear
la descripción de los dos bandos en lucha, del bando llamado «nacional» y del bando llamado «rojo». Tal intento, dada la diversidad de escenarios y la cualidad espasmódica de los acontecimientos, me planteó desde un principio arduos problemas de construcción. Dios quiera que los haya resuelto; que el empeño no se haya mostrado superior a mis fuerzas.

He escrito el libro tres veces, de cabo a rabo, a lo largo de los últimos cinco años. La primera versión consistió en ordenar cronológicamente los hechos y en redactar una suerte de catálogo de horrores. La segunda versión consistió en eliminar lo simplemente anecdótico y en acceder, a través de situaciones lógicas, a la grandeza y a la poesía, que sin duda alguna se encuentran dondequiera que el hombre habite. La tercera y definitiva versión, la más laboriosa, ha consistido en dar a mi libro carácter de verosimilitud. Indispensable condición. En efecto, lo ocurrido en nuestra guerra civil fue tanto y de tal índole que cualquier mero relato, así como cualquier juicio unilateral, desemboca en el acto en la caricatura, falsea la verdad, se sitúa a mil leguas de la escueta historia humana.

¿Cómo hacer compatible mi actitud previa, mi opinión, con la imparcialidad, con la deseada e indispensable imparcialidad? Valiéndome de la perspectiva en el tiempo y en el espacio, de la morosa confrontación de datos, y del amor. Gran parte de este libro ha sido escrito a centenares de kilómetros de España. Lo empecé a los quince años de haber enmudecido las armas. Volqué en él mi experiencia personal, básica a todas luces —tuve la fortuna de vivir en ambas zonas— y no regateé esfuerzo alguno para informarme lo debido, interrogando a muchos testigos españoles y extranjeros, repasando periódicos, archivos fotográficos y folletos de la época, leyéndome cerca de un millar de libros y monografías publicados posteriormente, etcétera. Por último, desde el primer momento, al igual que en
LOS CIPRESES CREEN EN DIOS
, procuré amar sin distinción a cada uno de los personajes, salpicarlos a todos de ternura, fuesen asesinos o ángeles, cantaran este himno, ese otro o el de más allá.

La tarea informativa a que he aludido se manifestó plagada de dificultades, comparables a los pinchos de un erizo de mar. A menudo, mi experiencia personal se convertía en lastre, pues la memoria, al aislar los hechos del clima en que se produjeron, del clima que los hizo posibles, me daba de ellos una imagen espectral, deforme. Algo parecido me ocurría con el testimonio ajeno. Cada ser interrogado tendía a exagerar o a sacar de su vivencia tan importantes conclusiones, que el resultado inmediato era mi desconcierto y la pérdida de la visión de conjunto. En cuanto a los libros, aparte los de carácter técnico y los
Diarios
de los humildes combatientes de uno y otro lado, que me fueron de todo punto útiles, en su mayoría adolecían de fanatismo delirante, atrofiando la realidad, escamoteando el mérito del enemigo, omitiendo con burda testarudez los errores propios. En definitiva, mi apoyo más seguro fueron los periódicos y las fotografías. ¡Incuestionable autoridad la de la noticia del día, acompañada de su correspondiente documento gráfico!

Me veo obligado a repetir la advertencia del prólogo inicial de mi trilogía: lo que he intentado escribir es una novela y no un ensayo histórico o sociológico. Así, pues, en
UN MILLÓN DE MUERTOS
, lo mismo que en
LOS CIPRESES CREEN EN DIOS
, «me he reservado en todo momento el derecho de apelar a la fantasía», conjurando peripecias que en la guerra se produjeron por separado, situando en tal ciudad o frente bélico conmociones se dieron en otra parte, es decir, recurriendo a la carambola. En definitiva, y como siempre, lo que primordialmente me ha importado ha sido el rigor psicológico, la meteorología ambiental.

UN MILLÓN DE MUERTOS
pretende ser una respuesta ordenada y metódica a varias obras escritas fuera de España y que han tenido influencia decisiva sobre el concepto que los lectores de Europa y de América se han forjado de nuestra guerra. Tales obras son:
L'Espoir
, de Malraux;
¿Por quién doblan las campanas?
, de Hemingway;
Un testamento español
, de Koestler;
Les grands cimetiéres sous la lune
, de Bernanos, y la trilogía de Arturo Barca,
La Forja
,
La Ruta
y
La Llama
. Dichas obras, aparte los valores literarios que puedan contener, no resisten un análisis profundo. Parcelan a capricho el drama de nuestra Patria, rebosan de folklore y en el momento de enfrentarse resueltamente con el tema, con su magnitud, esconden el rabo. A menudo, pecan de injustas, de arbitrarias y producen en el lector enterado una notoria sensación de incomodidad.

También pretende ser mi obra una crónica para los propios españoles, tan escasamente dotados para abrazar sin apasionamiento la totalidad de los hechos. Ni siquiera los protagonistas del conflicto suelen tener idea clara de lo que sucedió. Cada cual recuerda su aventura y dogmatiza más o menos sobre el área en que se movió, marrando lamentablemente al referirse a lo ocurrido más al Norte o más al Sur, y no digamos al juzgar la zona opuesta, la zona enemiga. Ahí la ignorancia causa estupor. Quienes vivieron sólo en la España «nacional» tienen una noción turbiamente acuarelística de lo que fue la España «roja», y quienes sólo vivieron en esta zona, ignoran por completo lo que significaron en la otra los términos
disciplina, convicción providencialista, embriaguez victoriosa
. En cuanto a la juventud, a los españoles de menos de veinticinco años, manejan el tema con obligadas frivolidad e incompetencia.

Urgía, creo, efectuar un inventario… Porque, la guerra que padeció nuestra Patria fue importante. Tanto lo fue, que el mundo entero se pasó tres años clavando banderitas en mapas españoles. Por aquel entonces, es cierto, no crepitaban a lo ancho de la tierra las innumerables hogueras que crepitan ahora, y el espectáculo de unos cuantos hombres meridionales, de tez morena, luchando cuerpo a cuerpo, resultaba fascinante; pero había algo más. Por debajo de tal entretenimiento, latía sin duda la general sospecha de que la baza que se jugaba en nuestro suelo tendría amplias repercusiones históricas. Por ello ¡qué remedio! muy pronto, además de la intervención comunista, brotaron varias guerras civiles en el seno de nuestra guerra civil. En efecto, a primeros del año 1937, había combatientes alemanes en ambas zonas. E italianos. Y franceses e ingleses y estadounidenses y belgas. Y seres solitarios procedentes de las más alejadas comunidades del planeta. España se convirtió en plataforma. El río de sangre era ¡hasta qué punto! español; pero mil arroyuelos exóticos confluían en él.

La baza era importante y, de consiguiente, compleja. Por añadidura su larga duración la forzó a evolucionar. Los principios débiles, secundarios, iban muriendo a medida que morían los meses y los hombres, y sobre sus restos se erguían con fuerza progresiva y excluyente las ideas viscerales defendidas por los soldados de uno y otro campo. Fenómeno de absorción. Al inicio de la guerra, el número de banderas que cada adversario enarbolaba era muy crecido; en los últimos meses cada adversario hacía flamear, prácticamente, una sola bandera.

He escrito el libro con dolor. El cuerpo de mi España tendido sobre la mesa y yo con una pluma bisturí. Cada comprobación, una mueca. Cada estadística, un arañazo. Tres años de lucha fratricida. Días y noches inmersos en una guerra que parecía no tener fin. Los combatientes eran hermanos míos; no en bloque, sino uno por uno. También lo eran los homicidas. Y las víctimas. ¿Hubo un homicida por cada víctima? Tal vez sí.

He escrito el libro con miedo, con miedo casi supersticioso. ¿Tiene derecho un hombre a acusar a los demás, a erigirse en juez de su raza? ¿Me he erigido realmente en juez? ¿Es cierto que cada palabra nuestra es una agresión, que lesionamos al prójimo incluso al decir
adiós
?

El título de la obra,
UN MILLÓN DE MUERTOS
, podría llamar a engaño. Porque la verdad es que las víctimas, los
muertos efectivos
, los
cuerpos muertos
, en los frentes y en la retaguardia, sumaron, aproximadamente, quinientos mil. He puesto un millón porque incluyo, entre los muertos, a los homicidas, a todos cuantos, poseídos del odio, mataron su piedad, mataron su propio espíritu.

Sólo me falta recordar lo indicado en el primer párrafo de este prólogo, o sea, que este libro tendrá a su vez una continuación, continuación que me permitirá, Dios mediante, describir con carácter retrospectivo una serie de lances de nuestra guerra que he soslayado en este volumen y que alguien podría echar de menos. Un retablo novelístico tiene sus peculiares exigencias formales y, por supuesto, obliga a calcular tan minuciosamente el ritmo emocional, que a menudo al autor no le queda más remedio que posponer y aun sacrificar detalles de indudable relieve.

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