¡Gobierno nuevo, nuevo Presidente! En efecto, el doctor don Juan Negrín subió al poder. El doctor Negrín era un hombre culto, políglota, fantástico gastrónomo y hablador infatigable, lo contrario de su cauto antecesor. Un médico: tal vez consiguiera curar la revolución. Sobre todo, contando con la ayuda de Prieto, quien dispondría del Ministerio de la Guerra. Indalecio Prieto, el admirado de Casal, «el único capaz de organizar un verdadero ejército». Teoría que David y Olga compartían, si bien los maestros temían que en esta ocasión a Prieto no le cupiera más remedio que acatar las órdenes de Moscú.
Ésta era la dificultad, en opinión de Julio García. Eliminados los anarquistas, nada se opondría al dominio absoluto de los rusos. «Amigos —dijo en el Neutral Julio García—, mañana mismo Amparo y yo empezaremos a estudiar el ruso.»
La repercusión de la ingente batalla fue enorme e influyó decisivamente sobre las instituciones y los hombres. En el frente de Teruel, el cenetista Ortiz y sus fieles murcianos dejaron de cantar. En el frente de Zaragoza, varios anarquistas, entre ellos el solitario Dimas, se asustaron y, armados hasta los dientes, se refugiaron en los dos vagones que Durruti utilizó para acribillar a los homosexuales y a la Valenciana. En el frente de Huesca, Gorki enriqueció su rincón de Cultura con una clase sobre higiene y evitación de epidemias, mandando instalar en las trincheras varios servicios completos de baño y ducha, servicios que Teo se negó a utilizar.
En los lejanos y tranquilos frentes de Andalucía, la derrota de los compañeros anarquistas catalanes sembró entre los milicianos la desmoralización. En Andalucía, los anarquistas seguían teniendo mayoría y hasta entonces se habían pasado la guerra mofándose de Queipo de Llano, atacando a Granada y Córdoba y cantando coplas de pena. En cierto sentido eran felices, pues la tierra andaluza parecía inacabable y, seccionados los grandes propietarios, cada individuo era de hecho minifundista, dueño del polvo que pisaba. La derrota catalana levantaba espectros delante de sus ojos, interrogantes que ninguna saeta podía exorcizar.
Pero donde el resultado de la lucha repercutió con más dureza fue en el frente de Madrid y no sólo entre hombres como el capitán Culebra o José Alvear, sino incluso entre los combatientes de las Brigadas Internacionales. Los voluntarios de las Brigadas Internacionales estaban hartos de los anarquistas, que de noche les robaban hasta las ametralladoras, pero algunas de sus tretas les hacían gracia y, además algunos mandos se habían encariñado con el plan de Largo Caballero de montar un ataque masivo contra las líneas fascistas de Extremadura, al objeto de llegar a la frontera de Portugal, cortando nuevamente en dos el Ejército de Franco. Ahora, renovado el Gobierno, tal ofensiva no tendría lugar. Desde el primer momento los rusos la habían saboteado, negándole a Largo Caballero la aviación necesaria. Por tanto, los sucesos de Barcelona implicaban un viraje sensacional. Quedaba asegurado el incremento de la disciplina; ahora bien ¿era ello deseable? La vida en los parapetos era vida si en ellos podía beberse coñac a chorro, cantar lo que pluguiere, olvidarlo todo, desde los sufrimientos de la niñez hasta el nombre español escrito en el pasaporte. ¡Era tan dulce conseguir galones rápidamente, ser aplaudido por las calles, inyectarse morfina y soñar que Madrid flotaba entre nubes blancas sin aviones, a resguardo de la obsesionante escuadrilla de García Morato!
El Negus, que había caído herido en El Pingarrón, se encontraba en el Hospital Pasteur, el hospital que Moncho visitó en Madrid, y al leer la reseña de lo ocurrido en Barcelona se indignó consigo mismo porque no sabía si todo aquello era un bien o era un mal. Sus vecinos, entre los que abundaban los sudamericanos, se reían de la FAI, del Pingarrón y del Negus, porque decían que en sus países ocurría lo propio, que nunca se sabía si los cambios políticos serían para mejorar o lo contrario. Federica Montseny, la comadrona ministro, desposeída de su cartera, la anarquista que tanto había ayudado al doctor Rosselló, dijo con solemnidad: «Ahora, mis queridos voluntarios, veréis espectros sin necesidad ni de soñar, ni de beber, ni de drogaros».
Federica Montseny no habló en vano. Pronto el frente de Madrid, sobre todo el guarnecido por los internacionales, se pobló de espectros. Fantasmas que exhibían prismáticos y gruesas botas, que se apeaban de un coche negro, casi siempre blindado, y se pasaban horas y horas inspeccionándolo todo sin pronunciar una sílaba. Espectros que de pronto montaban de nuevo en el coche negro y desaparecían por donde habían venido, dejando tras sí una resaca como de hielo. ¿Quiénes eran? No se sabía. Sin embargo, era frecuente que a las pocas horas llegase a las trincheras una orden de arresto, de traslado o algo peor. Tratábase de cantinelas oscuros, de nacionalidad rusa. Observadores enviados por el embajador Gaiskis, por Orlov, o por Axelrod. El Negus rugía: «¿Y los combatientes rusos dónde están? ¿Cuántos hay en tu brigada? ¡En la mía, uno! Uno sólo, de un pueblo ucraniano». Tales espectros eran comisarios políticos. Y no podía apelarse Contra ellos al general Kebler, el que firmaba con la sola K., porque se había esfumado. Espectros con paladar, pero sin lengua. Capaces de pegarle un tiro a un caballo y por supuesto a un hombre.
¡Qué formidable subversión! André Marty, el de la boina inmensa, aseguró: «Ahora ganaremos la guerra». Y también lo aseguró, desde el púlpito de la iglesia de los Capuchinos, Margarita Nelken, en un mitin monstruo que allí se celebró. «Rusia ayuda, Rusia ayudará…»
Los voluntarios internacionales rumiaban todo esto en el parapeto. Muchos de ellos tenían enfrente a los moros y a Octavio, a los legionarios y a Miguel Rosselló, ya incorporado, e inesperadamente oían la voz de Núñez Maza o de uno de sus acólitos gritando: «¡Eh, cochinos rojos! ¡Vamos a por Bilbao! ¡Se acabó la siesta! ¡Dios está con nosotros! ¡Viva el requeté!» ¡Ah!, sí, la Unificación…
¿Y quién mataría a Franco? ¿Montesinos? ¿Julio García, Olga, Murillo? ¿Por qué no un par de espectros nacidos en Tiflis o en una aldea ucraniana?
Desde la derrota anarquista en Barcelona, los internacionales no respiraban a gusto sino cuando tomaban un tranvía y se iban al centro de Madrid. Allí los esperaba ¡seguro! una novia parecida a Canela y a Merche, con la que se entendían por la mímica y con sólo repetir media docena de palabras españolas que habían aprendido: «guapa, dinero, gachí, cerveza, salud». Estas novias les pedían a los internacionales víveres, tabaco e ilusión para el pensamiento. Los internacionales las complacían. Organizaban bailes y eran muchos los que preguntaban: «¿Te gustaría tener un hijo,
gachí
?»
Mister
Attlee visitó el frente de Madrid para felicitar al Ejército del Pueblo. Y, desde América, enviaron entusiastas adhesiones los artistas Clark Gable, Errol Flynn, Katherine Hepburn y Marlene Dietrich, así como el escritor Aldous Huxley.
Otros heridos a distancia por los sucesos de Barcelona: los anarquistas combatientes en primera línea. «¡Nos faltó Durruti!» Durruti era para ellos, como José Antonio para los falangistas, el Ausente. El capitán Culebra, dinamitero, se enfureció de tal modo que se dirigió resueltamente al alcantarillado de la Ciudad Universitaria e hizo volar la Casa de Velázquez y a seis legionarios andaluces, mientras José Alvear se dedicaba, junto con Canela, a requisar coches parados por las calles, a penetrar en los buenos hoteles y a robarles
whisky
y galletas a los periodista extranjeros, entre los que destacaba, por su envidiable humanidad el americano Hemingway. Aislado, envejecido y pobre andaba por las trincheras de Madrid el voluntario de Pina, el Perrete, el niño imitador de perros, que se llevó un gran susto el día en que ladró a su lado, como sólo se ladra en la estepa, el perro de Axelrod.
Un hombre feliz: el Campesino, el guerrillero comunista convertido en general. Celebró el aplastamiento anarquista vendando los ojos de los tres camisas negras que le quedaban de los ciento veintiún italianos que hizo prisioneros en Guadalajara. Les vendó los ojos, los sacó a campo abierto y ordenó a su escolta —a los guerrilleros Pancho Villa, Seisdedos, Sopaenvino y Trimotor— que cada vez que él gritara «¡fuego!» ellos dispararan una descarga al aire. El Campesino entonces se situó junto a los italianos, con un lápiz en la mano. «¡Fuego!», ordenó. Y al sonar la descarga él pinchó con el lápiz el antebrazo del prisionero mas Cercano. La reacción de éste fue espectacular: pegó un salto histérico y se cayó redondo, y sintió incluso cómo dulcemente la sangre empezaba a huir de él… El Campesino soltó entonces una imprecación y repitió: «¡Fuego!» Otro pinchazo y otro italiano caído en redondo; y luego el tercero… Y luego, la gran risa del Campesino, que fue alejándose con su «despanzaburros», con su niñez en la memoria, con sus insignias de general…
La jugada del Campesino corrió de boca en boca por el frente y arrancó de Líster, su rival —el que llamaba a Moscú «La Casa» —, un comentario sarcástico: «Algún día el pinchazo a lápiz se lo daremos a él».
La primavera había traído este otro ensayo de unificación en Madrid, en Barcelona y en todas partes. Había fracasado. Por ello Gascón, el mutilado sin piernas de la FAI, se arrastraba ahora por la oficina de Sanidad diciéndole a Ignacio: «¿Qué, estarás contento, no? ¡Hale, dile que no a Gascón!»
* * *
El doctor Rosselló recibió una carta de Julio en la que éste le comunicaba que sus hijas formaban parte, entusiásticamente, del Socorro Blanco de Gerona. «De su hijo, Miguel Rosselló, no se sabe nada.» El doctor Rosselló llevaba ya nueve meses en campamento sin otro descanso que el sueño. Se miró al espejo y, al igual que Pilar, se preguntó: «¿Quién soy yo?» Tenía una cabeza poderosa, los pelos de sus cejas parecían púas, una extraña humedad en los ojos que, a veces, cuando operaba en el quirófano, parecían rezar. Estaba asombrado de su resistencia, del equilibrio que había conseguido. Nada le dolía, perfecta coordinación. «Soy una cabeza poderosa, soy un hombre al que la guerra ha enseñado que curar es hermoso.» Le sorprendía que su hospital fuera el Hotel Ritz. Una vez se había hospedado allí, en un viaje que hizo con motivo de un concierto. Ahora ocupaba una habitación en el primer piso. Cuando lo reclamaban con urgencia en los quirófanos, instalados en el sótano, sonaba el timbre de al lado de su cama y se encendía en la pared una luz verde.
Había calma en las líneas de fuego y por otra parte se había incorporado al Hospital un competente médico brasileño, Durao de nombre. El doctor Rosselló creyó que podía hacer un viaje relámpago a Gerona: ver a sus hijas y regresar. Así lo decidió. Subió al coche, un Ford negro, suntuoso, y le ordenó al conductor, apellidado Zamorano: «A Gerona».
El vehículo se lanzó carretera adelante. El doctor monologaba: «Mis hijas metidas en el Socorro Blanco… Julio ha hecho bien en avisarme». Hacía tiempo que no sabía nada de ellas y tampoco nada de Miguel. No estaba seguro de que quisieran abrazarle. «Son tan testarudas…» El paisaje que cruzaban era desértico. Pensó que toda España era un desierto con sólo los oasis de las llamadas «gestas históricas» y de los letreros del coñac Domecq y de los neumáticos Michelín. Le extrañaba ver tierras y campos y olerlos a través de las ventanillas. Se había aislado tanto con su trabajo… Ya no era más que médico, y un poco musicólogo. Había roto con Gerona, con sus hijas y casi con la Logia Ovidio. ¿Por qué Zamorano, el conductor, iba tan de prisa? Porque estaba de mal humor. A Zamorano sólo le interesaba su mujer, y le molestó tener que dejarla. «¡Cuidado con ese camión!» El doctor Rosselló respiraba… «Respira, médico, respira.» Su hijo Miguel sentía repugnancia por él. ¿Dónde estaría ahora? No lo sabía… Miguel se enteró de que él se dedicaba a abortos y le odió. «Bah… Hay momentos en que se cree que lo mejor es eso, que no nazca nadie más.» Y por otra parte, en el Hospital Ritz se había resarcido con creces. ¡Cuántas vidas había salvado! ¡Y cuántas pifias! Aquel pobre chico de Teruel… Los médicos deberían ser Dios. El doctor pensó en la tristeza de los heridos del vientre. «¡Doctor, doctor! ¿Me curaré?» Los de mortero llegaban como si nada y de pronto ¡zas! la hemorragia. Menos mal que el cloroformo… ¡Ah, qué experiencia, un hombre dormido! No era nada y era un hombre. Estaba muerto y no lo estaba. El paisaje seguía siendo desierto, pero tenía grandeza. También a veces tenía grandeza la guerra. Y también, a veces, cuando le daba la gana, Canela era dulce. Más letreros. El doctor pensó que la guerra se perdería y que a él lo juzgarían sus hijas y lo juzgaría Miguel. Él exclamaría: «¡Soy médico, aquí me tenéis, cortadme brazos y piernas!» Le extrañó comprobar que por las carreteras había todavía controles de la FAI. Y volvió a oler los campos y la tierra. Recordó a Gerona. ¡Qué palabra más preciosa! Recordó al coronel Muñoz, a David y a Olga… Zamorano seguía conduciendo con prisa y mal humor.
Ochocientos kilómetros casi de un tirón, con sólo una parada en Aragón para almorzar y otra en Barcelona para tomar' un café y echar un vistazo al aspecto de la ciudad. Al atardecer, el coche daba vista a Gerona. El doctor reconoció a lo lejos los campanarios y se le humedecieron los ojos como si en efecto se dispusieran a rezar. La puesta de sol era grandiosa como la muerte de aquel chico de Teruel. El doctor estaba orgulloso de sí mismo, de su vida reciente. Y recordó que, en su infancia, la carretera por la que ahora avanzaba le parecía ancha como el mar. Cada uno de aquellos árboles tenía en su recuerdo mil años lo menos y tantas hojas como años. Lo asustaban los espantapájaros. Los campanarios le parecieron eternos. Y comprobó que la Central Eléctrica estaba aún allí, en el sitio de costumbre, complicada como una mano humana. Y que la abundancia de bicicletas y de sendas laterales hacían presentir la ciudad. ¡Gerona! El doctor había nacido en aquella ciudad, precisamente en la calle del Pavo. Y en un solar convertido en fábrica, y frente al cual pasaban en aquel momento, dijo por primera vez: «Te amo».
* * *
Fanny, la periodista Fanny, encontrándose en Barcelona, recibió una carta de su colega Raymond Bolen, corresponsal de una cadena de periódicos de habla francesa, invitándola a reunirse con él en Albacete para luego trasladarse junto a Madrid. Fanny, después de enviarle a Julio un cariñoso telegrama —telegrama que Matías Alvear recibió y que rejuveneció unos cuantos años al padre de Ignacio—, abandonó el Hotel Viena, de Barcelona, y se trasladó a Albacete. La primavera había puesto en evidencia las arrugas de Fanny, las de los ojos y de la boca. Ella desviaba la atención exaltando más aún su pelirroja cabellera y cruzándose en bandolera la máquina fotográfica. En el tren iba pensando en Julio. «Lástima que no sea inglés.» También iba pensando en la guerra. ¡Si no costara tanta sangre! Le ilusionaba ir a Madrid y también ver a Raymond Bolen, el corresponsal belga, tan inteligente y tan zoquete a la vez… Fanny se había acostumbrado a beber y las mejores crónicas le salían cuando había bebido, sobre todo
whisky
. «Deberían de envasar el
whisky
en cantimploras y no en botellas», decía. La cantimplora le gustaba tanto coma su máquina de escribir, máquina con funda acharolada que también desviaba la atención de las arrugas de sus ojos. Fanny cruzaba España, dirección Albacete, repitiéndose que era un desierto. «Pero también en los desiertos se puede ser feliz.» Prácticamente, desde París no había vuelto a coincidir con las Brigadas Internacionales. Se acordaba mucho del Negus, de Polo Norte, de los judíos. «Ellos salvaron a Madrid.» Julio le había dicho que seguían entrando voluntarios a razón de unos quinientos diarios, ¡pero Julio era a menudo tan exagerado!