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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (71 page)

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La Legión era importante. Los combatientes moros sumaban alrededor de quince mil; los legionarios, algo menos. Se les reservaban las misiones más arriesgadas. Bastaba con que en los periódicos apareciera una solicitud de madrina de guerra con las señas de la Legión para que todas las Martas comprendieran que se trataba de un admirable sentenciado a muerte.

Miguel Rosselló entabló amistad con un legionario andaluz al que llamaban Parapeto porque se llenaba de tal modo el plato de la comida, que materialmente quedaba oculto detrás. Era de El Pedroso y se había ganado en buena lid una Medalla Militar individual. Parapeto consiguió hacerse popular con ocasión de auto-herirse en una pierna. El médico adivinó la treta al analizar el ángulo de entrada de la bala. Se le sometió a juicio sumarísimo y si Parapeto se salvó del piquete, debióse ello a su hoja de servicios —por una vez, el pasado contó— y a la súplica de todos los legionarios de la Bandera. Parapeto le decía a Rosselló, extra· fiado de la intimidad con que éste trataba a los jefes: «Si tú eres asistente, menda es Rasputín». Parapeto siempre hablaba de Rasputín sin tener noción de quién fue el personaje.

Miguel Rosselló vivió en la octava Bandera unos días de rara intensidad. Por supuesto, prefería la Falange a la Legión, pues a su entender ésta exaltaba la muerte un poco porque sí, en tanto que la Falange tenía un programa constructivo social, y los sacrificios que exigía de sus miembros apuntaban a ideales tan concretos como la unidad de España y el hacer de España un Imperio. El muchacho fumaba demasiado, pero consiguió lo que se proponía: no perder la serenidad. E incluso empezó a pensar en serio en el sistema Morse que debía organizar para que los agentes de Madrid pudieran comunicar noticias urgentes, sin necesidad de enlace. Al efecto, le había llamado la atención un prominente edificio de la ciudad, el Palacio Real, cuyos cristales despedían Vivos destellos al recibir la luz del sol poniente. Dichos cristales —y también otros, de similar orientación— hacían guiños muy intensos, muy preciosos, guiños tan poéticos y más interpretables que los de las estrellas. «¡Quién sabe —pensó Miguel Rosselló— si al ponerse el sol y utilizando para ello un trapo o un sombrero, podrían taparse o destaparse algunos de esos cristales a un ritmo Convenido…!»

Una cosa era cierta: Miguel Rosselló conseguiría los dos objetivos señalados. Y en la espera, se pasaba el día meditando, canturreando los himnos de la División Líster y repitiéndose que se llamaba Miguel Castillo y que tenía en Lérida una madre que no pensaba más que en él. Cuando veía acercársele a Parapeto sonreía porque sabía de antemano lo que el legionario iba a decirle: «Oye, Rasputín. ¿Apostamos algo, la pistola? ¿Qué prefieres: escupir alto u orinar lejos?»

* * *

La misión encargada a Octavio, el compañero de Rosselló, ex empleado de Hacienda en Gerona, presentó desde el primer momento mayores dificultades. Las sospechas del jefe del SIFNE, don Anselmo Ichaso, respecto a los espías que delataron las intenciones nacionales en la batalla del Jarama, habían recaído sobre el Tercer Tabor de moros, de guarnición en el frente de Granada, especialmente sobre los moritos jóvenes que por su diligencia y simpatía ejercían de asistentes de algún jefe de Estado Mayor. Don Anselmo Ichaso repudiaba todo lo que fuera árabe y siempre decía que, si de él dependiera, transformaría la Alhambra, pastel ridículo, en Museo taurino.

«La Voz de Alerta», siguiendo instrucciones de don Anselmo, hubiera deseado que el agente encargado de observar a dichos moros conociera su lengua; pero no disponiendo de él, se conformó con Octavio, dado que el muchacho era andaluz, fino de espíritu y había estado varias veces en África.

A Octavio le desagradó la misión. «¡Descubrir un espía entre los moros! ¿con qué se come eso? A mí todos los moros me parecen iguales» A Octavio le había encantado escurrirse y jugarse el pellejo en las estaciones y en los puertos de mar franceses, pues el notario Noguer, haciendo honor a su profesión, le señalaba siempre objetivos muy concretos. Pero ¡vigilar a los asistentes morunos, jóvenes y simpáticos!

Obedeció y se presentó al capitán Aguirre, jefe del Grupo
Noé
«el cual le daría instrucciones». El capitán no le sometió a prueba alguna. Únicamente le dijo, después de leer el oficio del SFNE: «De momento quédate aquí, por ejemplo, en Intendencia. Trabaja en la oficina, vestido de caqui y empieza a abrir los ojos»

A Octavio le emocionó anclar en Andalucía, en su tierra, oír acentos parecidos al suyo y reencontrar los colores de la niñez. Pero seguía repitiéndose, ahora contemplando a los moros en su vivac: «Con qué se come eso». Por lo demás, sin motivo preciso para ello, de pronto se volvía en redondo, asustado, y hubiera jurado que alguien le seguía sin hacer ruido.

Octavio tuvo la suerte de simpatizar con el capitán Aguirre que, al igual que el general Mola, había estado de guarnición en Gerona. «¡La catedral! —exclamó el capitán, al saber que Octavio procedía de Gerona—. ¡Qué cabronada!» El capitán Aguirre aplicaba siempre esta palabra en su aceptación admirativa. El muchacho simpatizó también con un cabo furriel que se había presentado dos veces consecutivas a oposiciones de Hacienda sin obtener la puntuación necesaria.

Octavio se dispuso a actuar. No podía olvidar que fue el primer camarada que Mateo tuvo en Gerona, el primero que lo ayudó y que consiguió ganar para Falange a Rosselló, a Haro, etcétera. Ello lo obligaba. Tampoco podía olvidar que Mateo había dicho de él que era «la inteligencia instintiva». ¡Cuidado! Ahora le convenía movilizar su instinto, pro también el método y la tenacidad. «La Voz de Alerta» había sido preciso en este sentido: «El contraespionaje es a menudo un problema de paciencia y tenacidad. Muchas veces se cree que está uno entre angelitos, y de pronto surge el detalle revelador.»

Por supuesto, lo primero que debía hacer era observar a los moros y enterarse lo más posible de todo cuanto se refiriese a ellos. «Hasta conseguir leer en sus facciones, diferenciarlos» Por fortuna, el capitán Aguirre, que en cuanto veía a Tavio —así lo llamaba su novia, la hija del irascible fondista— pensaba en la catedral de Gerona, era un buen conocedor de sus hombres, y además le gustaba tratar el tema, pues era uno de los convencidos de que la civilización llamada «mahometana», con todo lo que la palabra englobaba, antes de veinticinco años levantaría la cabeza de nuevo. «El tiempo. Verás la que arma esa gente». Octavio sospechó en seguida que el capitán Aguirre, jefe del Grupo
Noé
, deseaba que su pronóstico se cumpliese.

A medida que el capitán hablaba, lo mismo que cuando le hablaba el cabo furriel, Octavio sentía vergüenza de ignorar tan rotundamente aquel mundo que hubiera debido conocer. «Los moros son sobrios. Un pan y una cantimplora de agua les basta para un día de lucha» ¡Agua, como el doctor Relken! «Me resisto a creer que si aquí hay un moro traidor se trate de un moro joven. Los moros jóvenes son obedientes, necesitan sentirse protegidos y corresponden con lealtad. ¿Te has fijado en el pinche? ¡Pobre morito! Un día sonó un disparo y de un salto increíble se puso delante de mí.» Octavio escuchaba y desde la chabola contemplaba el ruedo de moros sentados sobre sus piernas, embrazado el fusil, o bien escuchaba sus extrañas cantinelas, sus chirimías y tambores. Muchos de ellos exhibían los brazos tatuados. Los turbantes les confería solemnidad, y en sus pies las alpargatas españolas parecían sandalias.

«¿Cuál de vosotros entregó al mando rojo el plan de la batalla del Jarama?» Octavio se paseaba entre los moros saludándolos y formulándoles con la mirada esa pregunta. Pero no sacaba nada en claro. Sólo leía en sus ojos azabache, licuosos de largas pestañas y para preservarlos del sol, astucia cuando pensaban en la guerra y desconcierto cuando se les ofrecía la mano para estrechar la suya.

Octavio recordaba las discusiones entre Ignacio y Mateo. Ignacio opinaba que los ochos siglos de dominación árabe fueron siniestros para España. «Sólo hemos heredado de los árabes algunas acequias, los celos y la costumbre de que nuestras mujeres apenas sepan leer.» Mateo se indignaba. «¿Y la arquitectura? ¿Y el sentido del ritmo? ¿Y el respeto por el visitante?» Octavio se preguntaba ahora si Mateo no era demasiado teórico.

Un hecho favoreció a Octavio: los alféreces provisionales que se incorporaban al Tabor, ignoraban el tema tanto como él. De ahí que los jefes que habían vivido en África los adiestraran lo más rápidamente posible. Uno de ellos había incluso copiado en ciclostilo una especia de boletín informativo que fascinó a Octavio, hecha la salvedad que le enseñó el capitán Aguirre. «Ya sabes lo que ocurre. Imagínate que tú has de explicarle a un malayo lo que es la raza blanca.»

Los preceptos podían resumirse así: «En España se encontraban luchando moros de Larache, de Aumara, de Didi Ali, de Tatatog, de Haun, de Guni, etc. Los moros jóvenes eran disciplinados; en cambio, muchos moros viejos “amaban la guerra por su cuenta” y se lanzaban a la emboscada o permanecían horas y horas en la copa de un árbol esperando a que asomara por el parapeto enemigo la cabeza de un “rojo”. El hecho de que fuesen tropas árabes no daba derecho a considerarlas “mercenarias”; o, en todo caso, debían también considerarse mercenarios los voluntarios “rojos” que luchaban bajo la influencia de la cultura francesa, o del comunismo, y los voluntarios navarros que lo hacían bajo la influencia carlista. Los moros eran mejores soldados de ataque que de defensa y se desmoralizaban rápidamente si los mandos chaqueteaban. La aviación los enloquecía, pues querían que al morir su cadáver no fuera troceado, sino “conservado entero, envuelto en una sábana blanca y enterrado de ese modo”. Era inútil tratar de comprenderlos sin tener en cuenta la sutileza de su religión. Muchos moros se adhirieron a la guerra española porque el Corán aprobaba “la guerra contra los infieles”, considerándola santa.» «El que muera en esta clase de guerra es mártir y asciende al punto al paraíso, donde su alma se convertirá en pájaro verde.» «Otros luchaban por lealtad al Gran Visir, que se adhirió al levantamiento; otros por lealtad a Franco, otros por simple espíritu guerrero y los menos por el sueldo. No les gustaba ser llamados “moros”; preferían su nombre.» «Es preciso recordar que son personas, que en Marruecos han dejado parientes a los que aman, que consideran sagrados determinados animales y que a determinadas horas, alba y crepúsculo, los gana una honda melancolía.» «No os moféis de sus piernas largas ni de que pulgas gigantes se peguen a sus cuerpos y ropa, pulgas que los legionarios llaman “tanques” y a las que éstos simulan matar de un disparo.» «No les reprochéis que tan pronto se muestren sucios como que se dediquen a interminables abluciones, y dad por sentado que lo mismo son capaces de la acción más feroz como de la acción más generosa. Respetad la excitación que a veces les produce el viento o la posición de un objeto determinado. Alabadles su singular puntería, su arte para avanzar arrastrándose con los codos y la belleza del nombre de la hija de Mahoma: Fátima. Recordad que las columnas del Islam son cinco. Fe: Dios es Uno y su perfección no contiene mezcla. Oración: si algo hubiera mejor que la oración, los ángeles lo emplearían para adorar a Dios. Limosna: el “Juicio” ha maldecido a quien rechaza al huérfano y no se preocupa de alimentar al pobre. Ayuno: quien ayuda tiene dos placeres: romper el ayuno y encontrarse con el Señor. Peregrinación: el deber de todo musulmán es realizar una peregrinación a La Meca una vez en la vida.»

Octavio se aprendió de memoria estas normas y ante el agradecido entusiasmo del capitán Aguirre, sintió que se interesaba de verdad por aquella parcela morena de la realidad española. El Capitán Aguirre pretendía que el hombre moderno cometía un error desechando en bloque la mentalidad y las costumbres de los pueblos antiguos, tales como Egipto, la India, etcétera. «Cuidado. Una parte de su credo es válida, eterna. Y querer imponerles nuestro concepto de la vida y sobre todo lo que nosotros entendemos por felicidad, puede ser no sólo estéril sino nocivo.»

Ahora bien, era innegable que la convivencia planteaba problemas. El capitán Aguirre no dejó de informar a Octavio sobre el particular. «Procura que ninguno de ellos sospeche ni tanto así de que los estás vigilando. O bien se asustarían, lo que no conviene, o bien te matarían sin compasión de un tiro por la espalda.»

El último motivo de preocupación causado por los marroquíes a los jefes del Tabor era pintoresco: los moros reclamaban sencillamente mujeres moras. Llevaban casi un año en la Península y necesitaban mujeres de su raza. Así lo comunicaron los oficiales Indígenas. Si no se les atendía, era de prever un enojoso incremento del homosexualismo y un desplante progresivo. Se negarían a luchar y buscarían mil tretas para irse a la retaguardia y requisar despertadores, que tanto los subyugaban. El capitán Aguirre estimaba que la petición era muy razonable; pero su superior inmediato, el veterano comandante Herráiz, se rascó la cabeza. «¡Menuda papeleta! —dijo—. Por mí, que traigan un cargamento. Pero ya sabe usted que estamos rodeados de pastorales y reverendísimos y que a esos señores lo que les preocupa por encima de todo es que seamos castos.» Sin embargo, la petición fue cursada y los jefes del Tabor estaban dispuestos a defenderla hasta el final, «llegando hasta Franco si era preciso». «Al fin y al cabo —argumentaba el capitán Aguirre—, si los voluntarios italianos pidiesen
ragazze
napolitanas tendrían
ragazze
napolitanas.» «¡Vaya con los “paisas”!», exclamó Octavio. ¡Oh, sí!, los «paisas» daban sorpresas. Eran supersticiosos, excepto cuando se trataba de arrancar las muelas de oro de los cadáveres. De pronto aparecían en su mirada mil vidas distintas e ignoradas. Su odio por los «rojos» era insobornable, brutal. Los jefes lo alimentaban con astucia. «Los rojos eran
infieles
y querían vender a España al extranjero.» «Los rojos les hubieran quemado las mezquitas y hubieran entregado sus mujeres a los voluntarios internacionales.» «Los rojos se reían de La Meca y de que ellos rezasen cinco veces al día y ayunasen.» «Los rojos los llamaban canallas, puercos; los acusaban de robar y violar, y si los hicieran prisioneros los degollarían y los descuartizarían, impidiendo que su cuerpo fuera lavado, envuelto en una sábana y enterrado intacto, con lo cual su alma no podría entrar en el paraíso ni convertirse allí en pájaro verde.»

* * *

El verano había estallado. La ropa limpia era de buen ver, la ropa sucia olía mal. Del alambre de las azoteas colgaban sábanas, entre las que se arrullaban las palomas. Caía un sol inclemente, que los heridos de las Brigadas Internacionales que convalecían en las playas del litoral levantino agradecían como era de ley. El Oñar andaba raquítico; el Ter, algo menos; ambos teñidos, como siempre, por los colorantes de las fábricas. Cuando los colorantes eran azules, el río parecía mar; cuando eran rojos, el río parecía lengua; cuando bajaba negro, el catedrático Morales tenía ganas de gritarle desde el puente: «¡Eh, que el luto está prohibido!»

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