Moncho envaró el busto en actitud de sorpresa.
—Pero ¿cree usted que en la zona nacional se cometen esas idioteces?
Don Carlos se miró las uñas para comprobar si estaban limpias.
—Creo que los militares cometen esas idioteces… y otras muchas.
Todo resuelto. Salieron de Barcelona, en un tren de mercancías, el día en que los periódicos publicaban dos noticias curiosas: Pablo Casals dirigiría en breve
La Heroica
, en el Liceo, y de Moscú había salido rumbo a España el sabio soviético doctor Lyrie, al objeto de ilustrar a las mujeres españolas sobre «el parto sin dolor». El tren avanzaba algo más rápido que el de Olot, donde habían viajado Matías y Carmen Elgazu; pero con mucha frecuencia, en cualquier estación, entraban en vía muerta, para ceder el paso a los convoyes de víveres que Cataluña enviaba a Madrid, víveres susceptibles de deterioro. Además del revisor, circulaba por los pasillos un grupo de milicianas comunistas llamadas «agitadoras», que entregaban a los viajeros folletos de propaganda y periódicos.
Moncho llevaba consigo el reloj de arena, un botiquín individual y su colección gráfica de las más altas montañas del mundo. Ignacio, una mochila que adquirió a buen precio, otro botiquín individual y un Manual de Sanidad.
Moncho no abandonaba en el pasillo su ventana, cuyo cristal había bajado para que circulase el aire. Parecía inmune al cansancio y al sol. De vez en cuando le advertía a Ignacio: «Deberías interesarte por el paisaje». Inútil. A Ignacio sólo le interesaban las personas y las ideas. Ignacio se dejaba mecer por el tren, rumbo a Madrid, recordando cosas y alineando preguntas. ¿Cómo seria «la otra zona»? Sin duda estaría plagada de comandantes, de falangistas, de instituciones que antaño le producían incomodidad, pero que ahora, a la vista de la suciedad del tren y de la facha de las «agitadoras» comunistas, estimaba como áncora de salvación.
De tarde en tarde miraba a Moncho, de pie ante la ventana, y se decía que la espalda de los hombres era también expresiva, personal. ¡Querido amigo Moncho! Sibilina combinación de escepticismo y de ganas de vivir. Algunas de sus teorías se parecían a las de mosén Francisco; otras, a las de Julio. Por ejemplo, opinaba que el hombre era escasamente responsable, que las responsables de sus actos son las glándulas; sin embargo, se repetía constantemente a sí mismo: «Voluntad, Moncho, voluntad…»
Ignacio recordó esto y consultó su reloj: eran las seis de la tarde, y el mes de julio sudaba como podía hacerlo el doctor Relken. Seis de la tarde. «¿Qué hago yo aquí?» Ignacio reflexionó. En apariencia, causas ignotas zarandeaban su vida, lo empujaban desde un piso de Gerona, en el que llevaba corbata y estudiaba para abogado, a un tren con destino a Madrid, en el que vestía de caqui y hojeaba un Manual de Sanidad. Sin embargo, tenía la sensación de que quien iba trazándose el camino era é1 mismo. Un año antes, el 18 de julio de 1936, pudo elegir entre visitar a César en el cementerio o matar al Responsable. Cada día que amanecía era un número ilimitado de posibilidades, de las que él elegía una sola. Ahora estaba sentado en su departamento y lo mismo podía trasladarse al pasillo, al lado de Moncho, que apearse en la próxima estación. ¿Y al llegar a Madrid? Podría sentarse en el suelo a lo Buda —a Moncho le gustaba sentarse así—, o irse a la Feria, si es que la había, y subir a un autochoque para embestir al prójimo. Elegía, elegía constantemente, empujado en todo caso por hilillos internos parecidos a los de los hornillos eléctricos para calentar el café.
El contacto con Madrid constituyó un fuerte golpe para Ignacio. ¡Su padre había vivido tanto tiempo en aquella ciudad! Y también Julio García… Sacos de cemento tapaban las puertas y los huecos de los edificios bombardeados, y los cristales aparecían protegidos y cruzados por tiras de papel de goma. Ningún taxi y muchos coches de punto. «Claro, hay que ahorrar gasolina para la guerra.» El Hospital Pasteur, para combatientes internacionales, estaba emplazado en un antiguo convento, y Moncho e Ignacio coincidieron en una apreciación: en las celdas individuales, el olor a fraile no había desaparecido del todo.
Se presentaron al doctor Simsley, con quien don Carlos Ayestarán había hablado por teléfono. El canadiense doctor Simsley era miembro activo de la «Christian Science». Corto de estatura, pero con expresión enérgica y ascética a la vez. Se decía que llevaba en el cerebro una lámina de platino.
Moncho se dedicaría íntegramente a su labor de anestesista. «Me viene usted como anillo al dedo.» El doctor Simsley, que al igual que otros voluntarios de América del Norte, hablaba una suerte de italiano imposible, empeñándose en que era español, trataba de usted a todo el mundo. Ignacio, que llevaba a su nombre un pomposo documento del Hospital Clínico de Barcelona declarándolo reumático y sólo apto para servicios auxiliares, formaría equipo con el veterano enfermero Sigfrido, hombre ya de edad, natural de Segovia, que al escuchar estiraba e inclinaba el cuello como si fuera sordo. «Ignacio es nombre jesuítico ¿no? Pero confío en que harás buena labor.» El doctor Simsley les presentó a las enfermeras Germaine y Thérèse, llegadas a España ton las Brigadas Internacionales.
Los dos muchachos se instalaron en una celda del primer piso, celda con dos camastros y estantes para libros. Sigfrido, de aspecto ingenuo y servicial, les entregó una bata blanca a cada uno, indumentaria que los estimuló a echar un vistazo al hospital. Necesitaban situarse. «¿Cuántos heridos hay actualmente? — Unos ciento cincuenta. — ¿Dónde están los heridos del vientre? — Ahí, el lado de los quirófanos.»
Moncho e Ignacio recorrieron las salas con aire profesional. Las camas estaban ocupadas por hombres de más de veinte nacionalidades: rostros nobles, rostros patibularios, muchas cabezas afeitadas al rape, otras vendadas como la de mosén Francisco. Ezequiel hubiera sacado allí excelentes caricaturas. «¡Eh, eh!» No era raro que, al verlos pasar, los enfermos les llamaran para pedirles agua, o ayuda para cambiar de postura. En las mesillas de noche había botellas de agua mineral. Las fotografías no abundaban; sí, en cambio, los relojes, algunos de ellos balanceándose en los barrotes de la cama. En la sala de «escayolados» había un muchacho muy joven, griego, que no abandonaba un segundo una cajita de música que tenía la forma de un minúsculo piano.
En diversas salas coincidieron inevitablemente con un grupo de miembros de la Cruz Roja Internacional, que inspeccionaban les instalaciones y daban muestras de asentimiento. Sigfrido, riendo, informó a Ignacio de que dichos observadores querían enviar a España perros amaestrados para el transporte de heridos en la montaña. Moncho intervino: «Me parece muy bien. ¿Por qué se ríe usted?»
Vieron al Negus, al «emperador etíope», teniente, al que Julio García y Fanny conocieron en París. Lo habían herido, pero seguía tan seguro de sí y se había hecho el amo y el payaso del hospital. Al doctor Simsley lo llamaba «Pasteur» y a las enfermeras Germaine y Thérèse, «las esclavas de Egipto». Varios italianos del batallón Garibaldi, que convalecían en el hospital, visitaban a menudo al Negus «en desagravio por la agresión de Italia a Abisinia». El Negus se acariciaba la barba y los bendecía, les daba la absolución.
La sala de toxicómanos era dantesca, sobre todo de noche, cuando los enfermos se levantaban y se arrastraban por el piso en busca de la apetecida droga. Uno de estos toxicómanos llamó a Sigfrido, mortecinos los ojos, y barbotó: «Soy feliz, soy feliz…» Otro le enseñó al viejo practicante un puñado de dinero, pero no acertó a concretar qué era lo que deseaba.
La visita terminó e Ignacio quedó impuesto de su labor. Vendajes, inyecciones, poner el termómetro, ¡vaciar las botellas de orina! Exactamente, esto último, lo que César había hecho en el Collell… Germaine y Thérèse eran sumamente eficaces y, puesto que el calor sofocaba, le enseñaron a Ignacio a agitar las sábanas para airear a los enfermos.
Moncho e Ignacio estaban impacientes por acercarse al frente lo más posible, tal vez por la Casa de Campo. Una vez orientados, Ignacio procuraría localizar a su primo José Alvear para rogarle que los pasara a la zona «nacional».
—¿Y si sólo quiere pasarte a ti?
Ignacio miró a Moncho y sonrió.
—Le diré que sin ti no puedo vivir.
A primera hora de la tarde, los dos muchachos salieron a deambular por Madrid. ¡Madrid, ciudad sitiada! El gentío por las calles era enorme y su heterogeneidad recordaba los documentales cinematográficos de cualquier urbe asiática. Gritos y colas por todas partes. Los carteles de los espectáculos ponían una nota alegre entre las inmensas pancartas que decían:
UHP
, o
Hay que acabar con la Quinta Columna
. Camiones y coches blindados avanzaban en dirección al frente. Silbaban proyectiles. La Gran Vía se llamaba Avenida de Rusia; el Paseo de la Castellana, Avenida del Proletariado; la calle Mayor, ¡calle de Mateo Morral!, el regicida; la calle de San Bernardo, calle de Francisco Ascaso… En una esquina, un grupo de muchachas «agitadoras», gemelas de las del tren, dedicaban a los niños del barrio una sesión de títeres, en la que el diablo le propinaba terribles cachiporrazos a un militar. Al pasar delante de las farmacias, veían en los escaparates artículos que les eran familiares y Moncho se detenía intrigado en las relojerías. Las embajadas extranjeras exhibían enormes banderas. Las embajadas eran islas con doscientos refugiados, o quinientos o más. Moncho le contó a Ignacio que la FAI madrileña concibió una diabólica superchería para cazar «fascistas»: inventó la Embajada de Siam. Gente perseguida se refugió en ella y una vez dentro los orientales rostros del vestíbulo se transformaban en rostros de milicianos del barrio de Arguelles. Ignacio vio un café le apariencia similar al Neutral de Gerona. «A lo mejor, a este café venían mi padre y Julio a jugar al dominó.» En la calle de Fuencarral, en el escaparate de un establecimiento de óptica, sólo se veían viejas gamuzas para limpiar los cristales de las gafas. Parecía imposible que en los suburbios de aquella ciudad los hombres se mataran.
Los dos muchachos anduvieron más de una hora sin apenas hablarse, fascinados por aquel mundo tumultuoso. Ignacio no lo podía remediar: cuando un coche se detenía junto a ellos, pensaba: «Se acabó, viene por nosotros». Compró un periódico y lo llevó en la mano golpeándose con él al andar, con lo cual se sintió más seguro. Moncho avanzaba rítmicamente, acariciando con su mano izquierda la cabeza de todos los niños que pasaban a su 'lado. De vez en cuando, siguiendo su costumbre montañera, se llevaba a la boca un terrón de azúcar.
Vieron una báscula automática y se les ocurrió pesarse. La aguja osciló mucho rato antes de detenerse. Los dos cartoncitos salieron tan idénticos, que, al confrontarlos, los dos muchachos se sintieron más amigos.
Sonaron las sirenas —destacaba por su potencia la instalada en ABC— y se refugiaron en el Metro de Goya. En el andén, Ignacio se acordó de Ana María. «El Metro es como tú: se va, pero vuelve.» Mucha gente yacía hacinada. «Prohibido escupir.» Se oyeron bombas. «¡Canallas!» «¡Canallas fascistas!»
—Cacahuetes, hay cacahuetes…
—Cerillas, hay cerillas…
—Insignias, hay insignias…
Cuando cesó la alarma, los andenes se despejaron. Ignacio se sentó en un banco. Detrás, en la pared, un anuncio de la Perfumería Gal. Moncho le preguntó:
—¿Consigues aislarte entre la multitud?
Ignacio reflexionó un momento.
—Si quiero, sí. Pero cuando lo consigo me da angustia. —Marcó una pausa—. Al fin y al cabo, soy como los demás.
* * *
A los tres días de su estancia en el Hospital Pasteur, Sigfrido se ofreció para acompañarlos al frente, sector de la Casa de Campo. No era fácil llegar a él, pero el veterano enfermero había descubierto un ardid sencillo e infalible: el emblema de la Cruz Roja en el antebrazo. «Llevando la cruz roja en el antebrazo, nos dejarán pasar.» Sigfrido trataba afectuosamente a Ignacio, pues vio la ficha reumática del muchacho y le tuvo compasión… «Tienes que cuidar eso, ¿eh, catalán?» «No soy catalán.» «¡Bueno, qué más da! Cuida el reuma.»
En media hora de tranvía se acercaron al lugar elegido por Sigfrido, quien llevaba unos prismáticos de largo alcance y parecía feliz acompañando a los dos muchachos y dándoles explicaciones. No hubo dificultad. Sigfrido tenía tal facha de enfermero, que en los controles era saludado con respeto. Llegaron a primera línea. Los edificios eran parapetos, y trincheras las calles y los solares. Los milicianos tenían allí otro color y bebían de otra manera, amorrados a las cantimploras. Un camión descargaba gigantescos rollos de alambre espinoso.
—Seguidme —propuso Sigfrido. Y diciendo esto, inesperadamente, penetró en un portalón medio derruido.
Su intención era subir hasta el piso más alto del edificio, donde ya había estado otras veces. «Se domina mucho terreno. Y tenemos allí emplazado un cañón.» Los muchachos subieron tras él la escalera. Sigfrido, al igual que Axelrod, era asmático, por lo que sus desvelos merecían más gratitud aún.
En cada ventana, un centinela con el casco hundido, mirando a la lejanía. En cada piso, una ametralladora. Arriba, en efecto, desafiaba al oeste de España un cañón del siete y medio.
—Podemos mirar un momento, ¿verdad? Gracias. Esos muchachos acaban de llegar a Madrid y sienten curiosidad.
Por los huecos de la pared aspillerada, Ignacio y Moncho miraron al exterior. ¡Las trincheras «nacionales» a doscientos metros escasos! ¡Moros y legionarios! Detrás de aquellas piedras, «el otro mundo». ¿Qué decir? Los corazones de los dos muchachos latían con fuerza inusitada. Se oían disparos aislados y una especie de chapoteo, como de niños jugando en una charca. También altavoces lejanos. ¿Dónde estaban los dinamiteros y los gemidos de los agonizantes? La casa de Velázquez, destruida. Destruido el edificio del Clínico, a cuyos pies Durruti cayó fulminado. Miaja había defendido aquello. ¿Dónde estaban las Brigadas Internacionales?
Un mismo pensamiento asaltó a Moncho e Ignacio, contrario al informe que obtuvo Miguel Rosselló. «¡Qué difícil pasarse en el frente de Madrid, salvar aquellos doscientos metros!» Por suerte o por desgracia, Sigfrido no les daba tiempo para meditar. Les contó muchas cosas de aquel frente, que, según noticias, «antes de una semana se animaría, ¡y de qué manera!» Los altavoces se oían más cerca y Sigfrido les dijo que los soldados de uno y otro bando ya no podrían pasarse sin ellos. Los «nacionales» seguían dando noticia a los «rojos» de las corridas de toros, y por su parte, los «rojos» seguían comunicando a los «nacionales» noticias de fútbol: el Club de Fútbol Barcelona acababa de salir de España para una gira por Méjico. Últimamente, los «nacionales» disponían de un cura de acento aragonés que invitaba a los milicianos a reflexionar sobre sus errores. Algunas noches, guitarras de ambos bandos sincronizaban el ritmo, tocaban a dúo, mientras los tronchados árboles de la Casa de Campo parecían llorar.